Pero de pronto —con más rapidez que la que empleo en describirlo— un cambio indescriptible se produjo en su rostro, un cambio que no puedo definir o explicar, pero un cambio de todos modos. ¡La sonrisa se desvaneció y en su lugar apareció una expresión seca y dura! La redonda faz pareció contraerse como si alguna gran ansiedad dejara su huella sobre ella. Los gloriosos ojos también perdieron su luz y creo que su silueta abandonaba su perfecto modelado y su apostura.
Me restregué los ojos, pensando que era víctima de alguna alucinación, o que la refracción proveniente de la intensa luz producía una ilusión óptica; entretanto, la columna llameante se retorció lentamente y se fue con su ruido de trueno hacia algún lugar de las entrañas de la gran masa terrestre, dejando a Ayesha de pie donde estaba.
Apenas se alejó, ella caminó hacia donde estaba Leo —me pareció que su paso ya no era ondulante— y extendió su mano para apoyarla en su hombro. Observé su brazo. ¿Dónde estaba su maravillosa redondez y su belleza? Se estaba volviendo delgado y anguloso, y su rostro…, ¡oh, Cielos!… ¡su rostro estaba envejeciendo ante mi vista! Supongo que Leo también lo vio, lo cierto es que retrocedió uno o dos pasos.
—¿Qué es esto, Calícrates mío? —dijo Ella, y su voz… ¿Qué había sucedido con sus profundos y conmovedores matices? Se había vuelto aguda y cascada.
—¿Por qué, qué es esto…, qué es esto? —dijo confusamente—. Estoy aturdida. Con seguridad la calidad del fuego no se ha modificado. ¿Puede alterarse el principio de la Vida? Dime. Calícrates, ¿les está pasando algo malo a mis ojos? No puedo ver con claridad.
Pasó su mano por la cabeza y tocó el cabello… y oh, ¡horror de los horrores!…, éste cayó al suelo.
—¡Oh, ¡mirad!… ¡mirad!… ¡mirad! —chilló Job en un agudo falsete de terror, con sus ojos a punto de saltársele de las órbitas y espuma en sus labios—. ¡Mirad!… ¡mirad!… ¡mirad! ¡Se está encogiendo! ¡Se está convirtiendo en mono! —y cayó al suelo, echando espuma por la boca y rechinando los dientes, en un acceso de histerismo.
Era muy cierto —aún desfallezco cuando lo escribo ante la viva presencia del terrible recuerdo—: ella se estaba encogiendo; la serpiente dorada que había ceñido su figura llena de gracia resbaló por sus caderas hasta caer al suelo; se volvía cada vez más pequeña; su piel cambió de color: en lugar de la perfecta blancura resplandeciente adquirió un matiz pardo y sucio y amarillo, como una antigua pieza de pergamino reseco. Tentó su cabeza: la delicada mano no era más que una garra ahora, una zarpa humana parecida a la extremidad de una momia egipcia mal conservada. Entonces pareció que se daba cuenta de la índole del cambio que se estaba produciendo en ella y gritó… ¡Ah. cómo gritó!… ¡Ayesha rodó por el suelo y lanzó un agudo chillido! Cada vez se volvía más y más pequeña, hasta que no fue más grande que un mono. Ahora la piel estaba plegada en millones de arrugas y en la cara deforme se imprimía la huella de una edad inconmensurable. Nunca había visto algo semejante; nadie vio jamás algo parecido a la pavorosa edad que estaba grabada en aquél horrendo semblante, no mayor ahora que el de un niño de dos meses, en tanto el cráneo conservaba su tamaño o poco menos. Y ruego a todos los hombres que recen para no ver algo igual, so pena de perder la razón.
Al fin yació inmóvil, o con solo algún débil movimiento. Ella, que hacía apenas dos minutos aparecía ante nosotros como la más encantadora, noble y espléndida mujer que jamás había conocido el mundo, yacía inmóvil, cerca de la masa de su propio cabello oscuro. No era mayor que un mono grande. Y repugnante… ¡Ah, demasiado repugnante para expresarlo con palabras! Y sin embargo, pensadlo —en aquel mismo momento lo pensé—, ¡era la misma mujer!
Se estaba muriendo: lo vimos y dimos gracias a Dios… Porque mientras viviese podría sentir ¿y qué podría haber sentido? Se irguió sobre sus manos huesudas y miró ciegamente en torno suyo, balanceando lentamente la cabeza de un lado a otro, como hacen las tortugas. No podía ver, porque sus blanquecinos ojos estaban cubiertos por una placa córnea. ¡Oh, qué horrible sensación provocaba este espectáculo! Pero ella aún podía hablar.
—Calícrates —dijo con roncos y temblorosos acentos—, no me olvides, Calícrates. Ten piedad de mi vergüenza: yo no muero. Volveré otra vez y una vez más seré hermosa, lo juro… ¡Es verdad! Oh…h…h…
Cayó sobre su rostro y quedó inmóvil.
En el mismo lugar en que hacía más de veinte siglos había asesinado al sacerdote Calícrates, la misma Ayesha se desplomó muerta.
Abrumados ante aquel exceso de horror, también nosotros caímos sobre el suelo arenoso del espantoso lugar y nos desvanecimos.
* * *
No sé cuánto tiempo permanecimos así. Muchas horas, supongo. Cuando al fin abrí los ojos, los otros aún estaban extendidos en el suelo. La rosada luz aún destellaba como un amanecer celestial, y las ruedas del trueno del Espíritu de la vida aún rodaban siguiendo su sempiterno sendero, porque cuando desperté el gran pilar se estaba retirando. Allí también yacía la silueta del repugnante mono pequeño cubierta por su arrugada piel de pergamino amarillo, que una vez había sido la gloriosa Ella. ¡Ay! No había sido un sueño horroroso… ¡Era un hecho espantoso y sin igual!
¿Qué había ocurrido para producir este impresionante cambio? ¿Habíase modificado la naturaleza del Fuego que daba vida? ¿Sucedía quizá que de tiempo en tiempo exhalaba una esencia de Muerte en lugar de una esencia de Vida? ¿O era que el cuerpo ya impregnado una vez con su maravillosa cualidad no podía soportar otra carga, de modo que cuando se repetía el proceso —no importaba el lapso de tiempo transcurrido— las dos impregnaciones se neutralizaban mutuamente y dejaban el cuerpo en que habían actuado tal como estaba antes de entrar en contacto con la verdadera esencia de la Vida? Esto y sólo esto podía explicar el súbito y terrible envejecimiento de Ayesha, al desplomarse sobre ella todo el peso de sus dos mil años. Ño me cabía la menor duda: aquél era precisamente el aspecto que debería de tener una mujer si por algún recurso extraordinario su vida se hubiera conservado hasta morir al fin a la edad de veintidós siglos.
¿Pero quién podría decir lo qué había sucedido? Estaba el hecho. Desde aquella hora espantosa he reflexionado a menudo sobre ello y pienso que no requiere un gran esfuerzo imaginativo el ver la mano de la Providencia en este asunto. Ayesha se había encerrado en su tumba viviente para esperar, siglo tras siglo, la llegada de su amado, pero sólo había producido un leve cambio en el ordenamiento del Mundo. Pero Ayesha, fuerte y feliz con su amor, revestida por una juventud inmortal, con una belleza divina y la sabiduría de los siglos, podría revolucionar la sociedad y aún quizá modificar el destino de la Humanidad. Esto la opuso a la ley eterna y, fuerte como era, fue arrastrada y abatida…, ¡abatida con vergüenza y espantosa mofa!
Durante unos minutos permanecí en el suelo, barajando estos terrores en mi mente, mientras esperaba que mi fuerza física volviera, algo que ocurrió con prontitud en aquella atmósfera boyante. Luego recordé a los demás y me puse de pie, para ver si podía despertarlos. Pero antes recogí la túnica y el velo de gasa que Ayesha usaba para ocultar su belleza deslumbradora de los ojos de los hombres y, desviando la mirada para no verla, recubrí la espantosa reliquia de la gloriosa muerta, aquel conmovedor epítome de la hermosura y la vida humanas. Lo hice con prisa, temiendo que Leo se recobrase y la viera otra vez.
Luego, pasando junto a las masas de perfumados cabellos, que yacían sobre la arena, me incliné sobre Job, que estaba extendido boca abajo y le di la vuelta. Cuando lo hice, su brazo cayó hacia atrás de un modo que no me gustó y que hizo correr un escalofrío por mi cuerpo. Lo observé con atención y una mirada me bastó. Nuestro viejo y fiel servidor estaba muerto. Ya abatido por todo lo que había visto y sufrido, sus nervios habían cedido por fin ante esta última y horrible visión: había muerto de terror o debido a un ataque provocado por el terror. Me bastaba observar su rostro para comprobarlo.
Era otro golpe; pero tal vez esto sirva para que la gente comprenda cuán abrumadoramente espantosa era la experiencia que habíamos sufrido: no lo sentimos mucho en aquel momento. Parecía harto natural que el pobre camarada hubiese muerto. Cuando Leo volvió en sí, con un gruñido y un temblor en sus miembros que duró cerca de diez minutos, le dije que Job había muerto; se limitó a exclamar: ¡Oh! Y debe recordarse que esto no era una muestra de insensibilidad, porque él y Job estaban unidos por un mutuo afecto y con frecuencia habla ahora de nuestro servidor con profundo pesar y cariño. Ocurría tan sólo que su mente no podía soportar más. Un arpa puede emitir una determinada cantidad de sonido, por más fuertemente que se tensen sus cuerdas.
Y bien: me dediqué a cuidar de Leo para que se recobrase y para mi infinito consuelo hallé que no había muerto, sino que estaba solamente desfallecido. Al fin lo conseguí, como he dicho, y él se sentó. Entonces vi otra cosa espantosa: cuando habíamos entrado a aquel terrible lugar, su cabello rizado era dorado rojizo: ahora se estaba poniendo gris y cuando salimos al aire libre, ya era blanco como la nieve. Por otra parte, parecía veinte años más viejo.
—¿Qué vamos a hacer, mi viejo? —dijo con voz ronca y apagada, cuando su cerebro se aclaró un poco y el recuerdo de lo que había pasado penetró en él.
—Tratar de salir, supongo —respondí—, a menos que desees entrar allí. Y señalé la columna de fuego que una vez más venía girando.
—Entraría en el fuego —dijo con una risita—, si estuviese seguro de que me mataría. Fue mi maldita vacilación la causa de esto. Si yo no hubiera dudado, ella nunca hubiese tratado de mostrarme el camino. Pero estoy seguro: el fuego podría tener el efecto opuesto sobre mí. Podría hacerme inmortal. No tengo paciencia para esperar un par de miles de años a que ella regrese, como lo hizo por mí. Más bien prefiero morir cuando me llegue la hora, que sospecho que no está muy lejana, y seguir mi propio camino para buscarla. Entra tú si quieres.
Pero yo moví la cabeza negativamente como única respuesta.
Mi entusiasmo se había aquietado como agua de pozo y mi disgusto ante la prolongación de nuestra existencia mortal había retornado más fuerte que nunca. Por otra parte, ninguno de nosotros sabía cuál podría ser el efecto del fuego. El resultado que había producido en Ella no era de naturaleza alentadora y nada sabíamos acerca de las causas exactas que lo habían determinado.
—Bueno, muchacho —dije—, no podemos quedarnos aquí hasta que sigamos el mismo camino que esos dos —y señalé el pequeño montículo bajo las blancas vestiduras y el cadáver del pobre Job, que se iba poniendo rígido. Si nos vamos, es mejor hacerlo ya. Pero, de paso, espero que las lámparas no se hayan consumido. Cogí una y la examiné. Por cierto que se había apagado.
—Hay un poco más de aceite en el vaso —dijo. Leo con indiferencia—. Por lo menos si no se ha roto.
Examiné el recipiente en cuestión… Estaba intacto. Con mano temblorosa llené las lámparas… Por fortuna un resto de pabilo aún quedaba sin quemar. Luego las encendí con una de nuestras cerillas de cera. Mientras esto hacía, sentí que el pilar de fuego se acercaba una vez más en su trayectoria sin fin, como si fuese, en verdad, el mismo pilar que pasaba una y otra vez en círculo.
—Observemos una vez más cómo llega —dijo Leo—; nunca lo volveremos a ver en este mundo.
Creo que había un poco de curiosidad malsana en esto, pero de todos modos la compartía, así que esperamos hasta que vino girando lentamente sobre su propio eje, llameando y atronando a su alrededor. Recuerdo que me pregunté entonces por cuántos miles de años este mismo fenómeno había estado repitiéndose en las entrañas de la tierra y por cuántos miles de años seguirá repitiendo su rondar inmutable. También me pregunté si otros ojos mortales podrían contemplar alguna vez su eterno paso o si otros oídos mortales se sentirían conmovidos y fascinados por el creciente volumen de su majestuoso sonido. No lo creo. Pienso que somos los últimos seres humanos que vieron esta visión sobrenatural.
Pero antes ambos cogimos la fría mano de Job entre las nuestras y se la estrechamos. Era una ceremonia más bien lúgubre, pero era lo único que podíamos hacer para mostrar nuestro respeto al leal desaparecido y para celebrar sus exequias. No descubrimos el bulto que yacía bajo las blancas vestiduras. No deseábamos contemplar de nuevo su terrible aspecto. Pero fuimos hasta el cúmulo de ondeados cabellos que se habían desprendido de Ella durante la agonía de su horrible transformación, que era peor que mil muertes naturales, y cada uno de nosotros cortamos sendas guedejas brillantes que aún conservamos, el único recuerdo que nos queda de Ayesha tal como la conocimos en la plenitud de su gracia y su gloria. Leo oprimió el perfumado cabello con sus labios.
—Ella me pidió que no la olvidase —dijo con voz ronca—; y juró que nos encontraríamos de nuevo. ¡Cielos!, nunca la olvidaré. Aquí lo juro: si vivimos para escapar de esto, no tendré ninguna relación con otra mujer viviente, y dondequiera que vaya la esperaré tan fielmente como ella me esperó a mí.
—Sí —pensé para mis adentros—, si ella regresa tan bella como la conocimos. Pero supongamos que vuelve ¡así![95]
Y bien: luego nos fuimos. Nos fuimos y dejamos a aquellos dos en presencia de la verdadera Fuente de la Vida, pero reunidos en la fría compañía de la Muerte. ¡Qué solos aparecían yaciendo allí, y qué mal se compaginaban! Aquel pequeño montículo había sido durante dos mil años la más bella, sabia y orgullosa criatura —me resulta difícil llamarla mujer— de todo el universo. Había sido malvada también a su modo; pero ¡ay!, tanta es la fragilidad, del corazón humano que su maldad no la había despojado de su encanto. En realidad, no estoy seguro de que ello no haya añadido aún más encanto a su ser. Después de todo, esa maldad también era grandiosa, ya que no había nada inferior o pequeño en Ayesha.
¡Y también el pobre Job! Sus presentimientos se habían hecho ciertos y allí encontró su fin. Bueno, había hallado un extraño lugar para su sepultura… Ningún campesino de Norfolk lo había tenido tan extraño, ni lo tendría jamás; y era algo yacer en el mismo sepulcro con los pobres restos de la imperial Ella.
Lanzamos una última mirada sobre ellos y sobre la indescriptible luminosidad rosada en que yacían. Luego, con los corazones demasiado apesadumbrados para hablar, los abandonamos. Los que se arrastraban eran hombres agotados y desmoralizados…, tan agotados y desmoralizados que habían renunciado a la oportunidad de una vida prácticamente eterna, porque todo lo que hace la vida deseable se había alejado de ellos. Sabíamos, ya entonces, que prolongar indefinidamente nuestros días sólo significaría prolongar nuestros sufrimientos. Porque sentíamos —sí, los dos—: que habiendo mirado una vez a los ojos de Ayesha ya no podríamos olvidarla, por más tiempo que durase nuestra memoria y nuestra identidad. Ambos la amábamos desde ahora y para siempre; ella estaba estampada y grabada en nuestros corazones y ninguna otra mujer u otro interés podría jamás destruir la espléndida muerta. Y yo —allí residía el aguijón— tenía y no tenía derecho a pensar esto de ella. Como me había dicho, yo no era nada para ella y nunca lo sería por toda la insondable profundidad del Tiempo: a menos, en realidad, que las condiciones se alterasen y un día llegase en que dos hombres pudiesen amar a una sola mujer y los tres juntos lograran ser felices así. Era la única esperanza de mi corazón destrozado y era muy débil en verdad. Más allá, nada tenía. Había pagado al contado este alto precio, todo lo que valgo ahora y en el futuro y ésta era mi única recompensa. Con Leo era diferente y muy a menudo envidio amargamente su suerte afortunada, porque, si Ella estaba en lo cierto y su sabiduría y conocimiento no le fallaban al fin (lo cual, juzgando por el antecedente de su propio caso me parecía sumamente improbable), tenía algún futuro por delante. Pero yo no tenía ninguno y sin embargo —adviértase la locura y debilidad del corazón humano y aprenda sabiduría el sabio— no quería otra cosa. Quiero decir que estaba contento de dar lo que había dado siempre y siempre daría, recibiendo en pago las migajas que caían de la mesa de mi señora: el recuerdo de unas pocas palabras amables, la esperanza de que en un lejano y no soñado futuro habría una o dos sonrisas tiernas de reconocimiento, una pequeña y gentil amistad, una pequeña muestra de agradecimiento por mi devoción hacia ella… y Leo.
Si esto no constituye un amor verdadero no sé cuál lo es; y todo cuanto tengo que decir es que se trata de un estado de ánimo muy pernicioso para que caiga en él un hombre de edad madura que ya está en la pendiente que lleva a la vejez.