—Desde la última vez que estuve aquí, ¡oh Holly! —dijo en alta voz—, el soporte de la piedra oscilante ha disminuido, de modo que no estoy segura de que pueda soportar nuestro peso. Por eso cruzaré primero, porque ningún daño puede sobrevenirme.

Sin rodeos, pasó con ligereza pero firmemente el frágil puente y un segundo más tarde estaba a salvo en la oscilante piedra.

—Está segura —gritó—. Mira, ¡apóyate en la tabla! Yo me colocaré en el lugar más alejado de la piedra para que no se balancee demasiado con tu mayor peso. Ven ahora, oh Holly, porque en seguida va a faltar la luz.

Luché con mis rodillas y, si alguna vez en mi vida estuve aterrorizado fue en esa ocasión, y no me avergüenzo al decir que vacilé.

—Supongo que no estarás asustado —gritó aquella extraña criatura en un momento de silencio en que se calmó el fuerte viento, mientras seguía posada como un pájaro sobre el punto más alto de la piedra movediza—. Si no, deja pasar a Calícrates.

Esto me decidió; es mejor caer a un precipicio y morir que dejar que una mujer así se ría de uno; por eso apreté los dientes y en un instante estuve sobre aquella horrible, estrecha y combada tabla, con un espacio insondable por debajo y a mi alrededor. Siempre he odiado las grandes alturas, pero nunca había comprendido antes todo el horror que ocasiona una posición semejante. Oh, estar en aquel endeble madero apoyado en las dos salientes que se movían era una situación que provocaba naúseas. Sentí el vértigo y pensé que iba a caer; mi espina dorsal se arrastraba; creí que estaba cayendo y mi deleite al hallarme tendido sobre aquella piedra, que subía y bajaba bajo mi cuerpo como una barca mecida por las olas, no se puede expresar con palabras. Todo lo que sé es que di gracias a la Providencia —breve pero encarecidamente— por haberme protegido hasta allí.

Luego llegó el turno de Leo: aunque lucía más bien estrambótico, cruzó como un equilibrista en la cuerda floja. Ayesha extendió la mano para aferrar la suya y le oí decir:

—Valientemente hecho, amor mío… ¡Valientemente hecho! ¡El antiguo espíritu griego vive aún en ti!

Y ahora sólo quedaba el pobre Job del lado más alejado del abismo. Se arrastró por la tabla y aulló:

—No puedo hacerlo, señor. Me voy a caer en este detestable lugar.

—Tienes que hacerlo —recuerdo haber dicho con un chiste inapropiado—, tienes que hacerlo, Job, es tan fácil como cazar moscas.

Supongo que debí de decirlo para satisfacer mi conciencia, pues, aunque la expresión comunica una maravillosa sensación de facilidad, no hay en realidad operación más difícil en el mundo que cazar moscas…, es decir, en tiempo caluroso, a menos, ciertamente, que se trate de cazar mosquitos.

—No puedo, señor, realmente no puedo.

—Haz que el hombre venga o déjalo que se quede y perezca allí. ¡Mira, la luz se desvanece! —dijo Ayesha.

Miré. Ella tenía razón. El sol ya pasaba por debajo del nivel del agujero o grieta del precipicio a través del cual llegaba hasta nosotros el rayo de luz.

—Si te quedas ahí, Job, morirás solo —grité—; la luz se va.

—Ven, sé hombre, Job —rugió Leo—; es bastante fácil.

Ante estas impetraciones, el infortunado Job, lanzando el más espantoso alarido, se precipitó sobre la tabla boca abajo… No se atrevió —su miedo era comprensible— a caminar por ella y comenzó a arrastrarse con pequeñas sacudidas, con sus pobres piernas colgando a ambos lados sobre la nada.

Sus violentos brincos sobre la frágil tabla hicieron oscilar la gran piedra, que estaba equilibrada solamente en unas pocas pulgadas de roca, de la manera más espantosa. Y para empeorar las cosas, cuando estaba a medio camino del cruce, el fantástico rayo de luz volante se extinguió súbitamente, igual que cuando se apaga una lámpara en un cuarto cubierto de cortinas, y dejó la ululante soledad del aire envuelta en negras tinieblas.

—¡Ven, Job, por amor de Dios! —grité en una agonía de miedo, mientras la piedra, ganando en movimiento a cada oscilación, se balanceaba tan violentamente que era difícil sostenerse sobre ella. Era verdaderamente una situación espantosa.

—¡Que el Señor tenga piedad de mí! —gritó el pobre Job desde la oscuridad—. ¡Oh, la tabla resbala!

Oí un violento forcejeo y pensé que había caído.

Pero en ese momento su mano extendida, aferrando el aire agónicamente, encontró la mía y yo tiré… ¡ah, cómo tiré! —volcando toda la fuerza que la Providencia se ha complacido en darme con tanta abundancia—, y para mi alegría un minuto más tarde Job estaba jadeando sobre la roca a mi lado. ¡Pero la tabla! la oí deslizarse y luego el golpe contra algún saliente de la roca «hasta que» desapareció.

—¡Santo Cielo! —exclamé—. ¿Cómo vamos a volver?

—No lo sé —respondió Leo desde las tinieblas—. Ya han sucedido bastantes cosas malas por hoy. Doy gracias por estar aún vivo.

Pero Ayesha se limitó a llamarme para que cogiese su mano y me deslizara tras ellas.