XXIII
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El Templo de la Verdad

Nuestra preparación no nos llevó mucho tiempo. Pusimos una muda de ropa cada uno y algunas botas de recambio en mi bolso de mano, así como nuestros revólveres y un rifle de tiro rápido por persona, junto a una buena provisión de municiones: una precaución a la cual más tarde, gracias a la Providencia, debimos nuestras vidas una y otra vez. El resto de nuestro equipaje, incluyendo los rifles pesados, lo dejamos allí.

Escasos minutos antes de la hora señalada, estábamos de nuevo en el tocador de Ayesha y hallamos que ella también estaba preparada, con la capa oscura sobre sus ropajes semejantes a un sudario.

—¿Estás preparado para la gran aventura? —dijo.

—Lo estamos —respondí—, aunque por mi parte, Ayesha, no creo en ella.

—Ah, Holly mío —observó ella—, en verdad eres como aquellos antiguos judíos, cuyo recuerdo me irrita tan penosamente: descreídos y reacios a aceptar todo aquello que no conocían. Pero tú verás; a menos que mi espejo mienta —y señaló la fuente de agua cristalina—, el sendero está aún abierto, como lo estaba en los viejos tiempos. Y ahora partamos hacia la nueva vida que concluirá… ¿quién sabe dónde?

—Ah —repetí—, ¿quién sabe dónde? Descendimos a la gran caverna central y luego salimos a la luz del día. En la boca de la caverna hallamos esperando una litera individual, con seis cargadores, todos ellos mudos, y me reconfortó ver a nuestro viejo amigo Billali con ellos, ya que le había cobrado cierto afecto. Al parecer Ayesha, por razones que no había considerado necesario explicar en detalle, había creído mejor que (con excepción de ella misma), fuéramos a pie. Esto no era nada desagradable de hacer, después de nuestro prolongado confinamiento en las cavernas, que por más convenientes que fuesen como sarcófagos —una palabra muy poco apropiada, entre paréntesis, para estas tumbas en especial, ya que no podían consumir los cuerpos que guardaban[87]—, eran habitaciones muy deprimentes para seres vivos como nosotros. Sea por casualidad o por órdenes de Ella, el espacio frente a la caverna donde habíamos presenciado la horrible danza estaba absolutamente desprovisto de espectadores. No se veía ni un alma, y por tanto no creo que nuestra partida fuera conocida por nadie, excepto quizá por los mudos que servían a Ella quienes, por supuesto, tenían la costumbre de guardar para sí lo que veían.

A los pocos minutos de camino salíamos prontamente a la gran llanura cultivada, el antiguo lecho del lago, engarzada como una vasta esmeralda en su guarnición de ceñudos riscos. Allí tuvimos otra oportunidad para admirar la extraordinaria naturaleza del lugar elegido por aquel antiguo pueblo de Kôr para su capital; y la sorprendente cantidad de trabajo, inventiva y destreza constructora que habían requerido los fundadores de la ciudad para drenar una extensión tan enorme de agua y mantenerla libre de acumulaciones posteriores. Era en verdad, hasta donde alcanzaba mi experiencia, un inigualado ejemplo de cuanto podía hacer el hombre frente a la naturaleza, porque en mi opinión hazañas como el Canal de Suez e incluso el túnel de Monte Cenis no se aproximaban a esta antigua empresa, tanto en magnitud como en grandeza de concepción.

Tras haber caminado alrededor de media hora, disfrutando en sumo grado de la deliciosa frescura que a esa hora del día siempre parecía descender sobre la gran planicie de Kôr y que compensaba en parte la falta de brisas de tierra o mar —porque el muro rocoso de la montaña evitaba el paso de cualquier viento—, comenzamos a distinguir claramente aquello que, según nos había informado Billali, eran las ruinas de la gran ciudad. Aún desde esa distancia pudimos apreciar la grandeza de aquellas ruinas, un hecho que se volvía cada vez más evidente a cada paso que dábamos. La ciudad no era muy grande si se la comparaba con Babilonia, Tebas u otras poblaciones de la antigüedad remota; quizá sus murallas exteriores encerraban unas doce millas cuadradas de terreno o poco más. Tampoco las murallas, tal como pudimos observar cuando llegamos a ellas, eran muy altas, probablemente no más de cuarenta pies, que era su altura actual donde no se habían derrumbado por hundimientos de tierra o alguna otra causa. La razón de esto era, sin duda, que el pueblo de Kôr, al estar protegido de algún ataque exterior por baluartes mucho más colosales que cualquiera que pudiese erigir la mano del hombre, sólo las necesitaba como ostentación o para guardarse de las discordias civiles. Pero en contrapartida, eran tan anchas como altas, construidas enteramente de piedra labrada (extraída sin duda de las vastas cavernas) y rodeadas por un gran foso de unos sesenta pies de anchura, que en muchos trechos aún estaba lleno de agua. Unos diez minutos antes de que el sol se pusiera del todo, llegamos a este foso y lo cruzamos trepando por encima de los restos acumulados de lo que hubo de ser un gran puente y luego, con cierta dificultad, por el talud de la muralla hasta su cima. Desearía que mi pluma pudiese dar una idea de la grandeza del panorama que entonces se abrió ante nuestra vista. Allí, bañada enteramente por el rojo resplandor del sol poniente, se extendían millas y millas de ruinas: columnas, templos, templetes y palacios de reyes que alternaban con verdes manchas de maleza. Como es natural, los techos de aquellos edificios habíanse derrumbado hacía mucho, pero debido al carácter sumamente macizo de la construcción y la durabilidad de la roca empleada, muchas de las paredes medianeras y de las grandes columnas aún permanecían en pie[88].

En línea recta ante nosotros se extendía la que evidentemente había sido la avenida principal de la ciudad, porque era muy ancha y angular, más ancha que el muro de contención del Támesis. Cómo estaba pavimentada o más bien construida (cosa que descubrimos más adelante) con bloques de piedra labrada semejantes a los empleados en las murallas, estaba apenas cubierta de hierba y arbustos, que no podían hallar una base de tierra vegetal para crecer. En cuanto a lo que fueron parques y jardines, por el contrario, eran ahora una densa jungla. En realidad, era fácil aún ahora a distancia, trazar el curso de las diversas calles por el aspecto calcinado de la escasa hierba que crecía sobre ellas. A cada lado de esta gran vía pública había vastos bloques de ruinas, y cada uno de ellos estaba separado generalmente por un espacio que hubo de ser, supongo, el lugar reservado a jardines, pero que ahora estaba cubierto por densos y enmarañados matorrales. Todos los edificios estaban construidos de la misma piedra coloreada y muchos de ellos tenían columnas, lo cual era lo único que podíamos observar en la evanescente luz del atardecer mientras pasábamos rápidamente por la calle mayor. Creo no errar si digo que ningún ser humano había pisado aquel lugar desde hacía miles de años[89].

En seguida llegamos a un enorme y macizo edificio en ruinas, que era, como supimos acertadamente, un templo que cubría al menos ocho acres de terreno y que en apariencia estaba dispuesto en una serie de patios, cada uno de los cuales encerraba otro más pequeño, según el sistema de las cajas chinas; los patios estaban separados por hileras de enormes columnas. Y, ya que pienso en ello, debo consignar un hecho notable acerca de la forma de estas columnas, que no se asemejaban a nada que yo hubiese visto u oído, ya que estaban labradas de modo que presentaban una especie de cintura en el centro, ensanchándose por arriba y por abajo. Al principio pensé que esta conformación quería simbolizar o sugerir toscamente la forma femenina, como era habitual entre los arquitectos religiosos de la antigüedad de los más diversos credos. Al día siguiente, sin embargo, al ascender por las laderas de la montaña, descubrimos una gran cantidad de palmeras de aspecto sumamente majestuoso, cuyos troncos crecían con una forma exactamente igual, por lo cual no tengo dudas de que el primer diseñador de estas columnas había extraído su inspiración de la grácil curvatura de estas mismas palmeras, o más bien de sus antecesoras que, hace unos seis o diez mil años, embellecían las laderas de la montaña, que entonces formaban las playas del lago volcánico.

Nos detuvimos en la façade[90] de este inmenso templo que, imagino, es casi tan grande como el de El-Karnac[91] en Tebas. Algunas de las columnas más anchas, que medí, tenían entre dieciocho y veinte pies de diámetro en la base, por setenta pies de altura. Cuando nuestra pequeña procesión hizo alto, Ayesha descendió de su litera.

—Había aquí un sitio, Calícrates —dijo a Leo, que había corrido para ayudarla a descender—, donde se podía dormir. Hace dos mil años que tú, aquella víbora de la egipcia y yo, descansamos en ese sitio, pero desde entonces no he puesto el pie en este lugar ni hombre alguno lo ha hecho; quizá se ha derrumbado.

Seguida por todos nosotros, subió un tramo de escalones rotos y arruinados hasta el patio exterior, mirando en derredor a través de la penumbra. Entonces pareció recordar y, caminando unos pocos pasos a lo largo de la pared de la izquierda, se detuvo.

—Es aquí —dijo, y al mismo tiempo hizo señas a los dos mudos, que estaban cargados con las provisiones y nuestras pequeñas pertenencias, para que avanzaran. Uno de ellos se acercó y sacando una lámpara la encendió con su brasero, ya que cuando los amahagger hacen un viaje por las cercanías siempre llevan con ellos un brasero encendido para proveerse de fuego. La mecha del brasero estaba hecha con rotos fragmentos de momia cuidadosamente humedecidos; si la dosis de humedad estaba apropiadamente administrada, esta profana composición podía arder en rescoldo durante horas[92]. Apenas estuvo encendida la lámpara, entramos al lugar ante el cual se había detenido Ayesha. Resultó ser una habitación excavada en el espesor de la muralla y, del hecho de que todavía había en ella una pesada mesa de piedra deduje que, probablemente, había servido de cuarto de estar, quizá para uno de los guardianes del gran templo.

Allí nos detuvimos y, después de limpiar el lugar y hacerlo tan cómodo como las circunstancias y la oscuridad lo permitían, comimos un poco de carne fría, al menos Leo, Job y yo, porque Ayesha, como creo haber dicho en algún sitio, nunca probaba nada excepto pastelillos de harina, fruta y agua. Mientras aún nos hallábamos comiendo, apareció sobre el muro de la montaña la luna llena y comenzó a bañar el lugar con su luz plateada.

—¿Te he dicho ya por qué os he traído aquí esta noche, Holly mío? —dijo Ayesha apoyando la cabeza en su mano y observando el gran astro mientras ascendía, como una celestial diosa, sobre los solemnes pilares del templo—. Os traje… No, es extraño, pero debes saber, Calícrates, que tú estás sentado en este momento en el mismo sitio en que yacía tu cadáver cuando te llevé a estas cavernas de Kôr hace ya tantos años. La visión asalta otra vez mi memoria. ¡Puedo verla, y es horrible!

Se estremeció. En esto, Leo dio un salto y rápidamente cambió de asiento. De todos modos la reminiscencia había afectado a Ayesha, y era visible que tenía pocos encantos para ella.

—Os traje aquí —prosiguió Ayesha—, para que pudiérais ver el más maravilloso espectáculo que los ojos del hombre podrán contemplar alguna vez —la luna llena brillando sobre la ruinosa Kôr—. Cuando hayáis concluido la comida… Espero poder enseñarte a comer sólo fruta, Calícrates, pero eso vendrá después de que te hayas lavado en el fuego. Otrora yo también comía carne, como una bestia. Cuando hayáis terminado saldremos, y os mostraré este gran templo y la diosa que en otro tiempo adoraron aquí los hombres.

Naturalmente nos apresuramos a concluir y partimos. Y aquí mi pluma fracasa otra vez. Dar una serie de medidas y detalles de los varios patios del templo sería fatigoso, suponiendo que las tuviese, y aún no sé cómo podría describir lo que veía, magnífico como era, aun en ruinas, porque iba más allá de todo poder de expresión. Patios y patios, en la oscuridad; hileras e hileras de colosales columnas, algunas de ellas —especialmente en los pórticos— esculpidas desde el pedestal hasta el capital… Espacios sucesivos de vacíos recintos, que hablaban a la imaginación con más elocuencia que cualquier calle llena de gente. ¡Y por encima de todo, el muerto silencio de los muertos, la sensación de absoluta soledad y el cobijado espíritu del pasado! ¡Qué bello era y sin embargo cuán melancólico! No nos atrevíamos a hablar en voz alta. La misma Ayesha estaba abrumada por la presencia de una antigüedad que hacía parecer cosa breve su propia vida veinte veces secular. Apenas susurrábamos, y nuestros susurros parecían deslizarse de columna en columna, hasta que se perdían en el quieto aire. El resplandor de la luz de la luna caía sobre pilares y patios y sobre los muros destrozados, ocultando con sus ropajes de plata las imperfecciones y grietas, vistiendo su nevada majestad con la peculiar gloria de la noche. Ver la luna llena luciendo sobre el ruinoso santuario de Kôr era un espectáculo maravilloso. Y era maravilloso pensar cuántos miles de años hacía que el astro muerto allá arriba y la ciudad muerta aquí abajo se habían contemplado mutuamente, y en la total soledad del espacio que había trasegado en cada uno de ellos el cuento de su vida perdida y de su gloria apagada desde hacía tanto tiempo. La blanca luz caía y minuto a minuto las tranquilas sombras se deslizaban por los patios donde crecía la hierba, como espíritus de antiguos sacerdotes que rondaban por las habitaciones de su culto… La blanca luz caía y las largas sombras crecían hasta que la belleza y grandiosidad de la escena y la indomable majestad de su muerte actual parecía hundirse en nuestras propias almas, y hablaba con más fuerza que las salvas de los ejércitos para relatar la pompa y esplendor que la tumba se había tragado y hasta la memoria había olvidado.

—Venid —dijo Ayesha, después que miramos y miramos aquello no sé por cuanto tiempo— y os mostraré la pétrea flor de la Belleza y la verdadera corona de lo maravilloso, si aún permanece burlando al tiempo con su hermosura y llenando el corazón del hombre con el deseo vehemente de saber lo que hay detrás del velo.

Sin esperar respuesta, nos condujo a través de otros dos patios encolumnados hasta el altar interior del antiguo santuario.

Allí, en el centro del recóndito atrio, que debería tener unas cincuenta yardas cuadradas o algo más, nos hallamos cara a cara con la que es quizá la obra de arte alegórica más grande que el genio de sus hijos ha dado jamás al mundo. Porque en el centro exacto del atrio, colocada sobre una maciza losa cuadrada de piedra, había una enorme esfera de piedra negra, de unos veinte pies de diámetro, y sobre ella se erguía una colosal figura alada cuya belleza era tan arrebatadora y divina, que, cuando la contemplé por primera vez, iluminada y sombreada a la vez por la suave luz de la luna, quedé sin aliento y mi corazón dejó de latir por un instante.