Eran las nueve de la mañana siguiente cuando Job, que aún se mostraba temeroso y amedrentado, entró para llamarme, y a la vez exhaló un suspiro de alivio al hallarnos vivos en nuestros lechos, ya que esto era más de lo que esperaba. Cuando le conté el espantoso fin de la pobre Ustane, se sintió aún más gratificado ante nuestra superviviencia, pero muy impresionado, aunque la joven no contaba entre sus favoritas, a lo que ella correspondía de igual forma. Ella le llamaba «cerdo», en árabe adulterado, y él la denominaba «tunanta» en buen inglés; pero estas amabilidades quedaron olvidadas ante la catástrofe que la había aniquilado a manos de su reina.
—No quiero decir nada que pueda parecer desagradable, señor —dijo Job cuando terminó de escuchar mi relato—, pero mi opinión es que esa Ella es el mismísimo diablo, o quizá su esposa, si es que la tiene (y supongo que debe de tenerla, porque él no podría ser tan malvado por sí solo). La bruja de Endor[85] era una tonta a su lado, señor. ¡Válgame Dios! Creo que a ella le resultaría más fácil revivir a estos viejos caballeros de la Biblia y sacarlos fuera de estas detestables tumbas que a mí hacer crecer un mastuerzo en un sombrero viejo. Éste es un país de diablos, señor, y ella es la diablesa mayor de la banda; si alguna vez salimos con bien de aquí, será más de lo que yo esperaba. No veo salida a todo esto. Esa bruja no es de las que dejan escapar a un joven tan guapo como el señor Leo.
—Vamos —dije—, de todos modos le salvó la vida…
—Sí, y ella tomará su alma en pago. Lo convertirá en un hechicero, como ella. Sé que es malo tener tratos con esa clase de gente. Anoche, señor, me quedé despierto y leí en la pequeña Biblia que mi pobre y anciana madre me dio las cosas que les suceden a las brujas y a los demás de esa calaña, hasta que se me pusieron los pelos de punta. ¡Dios mío! ¡Cómo se pondría mi madre si viera dónde ha ido a parar su Job!
—Sí, es un país extraño y la gente también lo es, Job —repliqué con un suspiro, porque a pesar de que no soy supersticioso como Job, siento un rechazo natural, que no admite análisis, ante las cosas sobrenaturales.
—Tiene usted razón, señor —respondió Job—, y, si no me tomase por un necio redomado, quisiera decirle algo, ahora que el señor Leo no puede escucharnos —Leo se había levantado temprano para dar un paseo—, y es esto: sé que éste es el último país que veré en este mundo. Tuve un sueño anoche, y soñé que veía a mi anciano padre, que llevaba puesta una especie de camisa de noche, algo parecido a lo que usan estas gentes de aquí cuando quieren ir de gala. Llevaba en la mano un trozo de esa hierba plumosa, que debe de haber recogido por el camino, porque he visto ayer que abunda allí, a unas trescientas yardas de la entrada de esta detestable caverna. «Job —me dijo con solemnidad y sin embargo con una satisfacción que resplandecía a través de todos sus poros, más parecida a la de un pastor metodista que acaba de cambiar a un vecino un caballo lisiado por otro bueno y que aún gana veinte libras en el trato, que a cualquier otra cosa que pueda imaginar—, Job —me repitió—. ¡Es la hora, Job! El tiempo ha expirado. Nunca esperé que tendría que venir a buscarte en un sitio como éste, Job. ¡Me ha costado tanto trabajo averiguar dónde estabas! No ha sido gentil de tu parte haber hecho correr así a tu viejo y pobre padre, dejándolo solo para que lo reciba este estupendo lote de malos sujetos en este lugar, en Kôr».
—Habría que cuidarse de ellos —sugerí.
—Sí señor, por supuesto, señor. Esto es justamente lo que él dijo que había que hacer con ellos: tener cuidado con esos consumados bandidos, señor. No lo dudo, sabiendo lo que sé de ellos y de su costumbre de la vasija ardiente —prosiguió Job amargamente—. De todos modos, él estaba seguro de que había expirado el plazo, y se fue diciendo que nos veríamos muy pronto, y más de lo que nos habría gustado; supongo que estaba pensando en que nunca nos habíamos soportado juntos más de tres días. Y me atrevería a decir que las cosas serán iguales cuando nos encontremos de nuevo.
—Supongo —dije— que no creerás que vas a morir porque soñaste que veías a tu anciano padre. Si uno muere por soñar con su propio padre, ¿qué sucederá al hombre que sueña con su suegra?
—Ah, señor, usted se está burlando de mí —dijo Job—; pero verá: es que usted no conoció a mi anciano padre. Si hubiese sido cualquier otra persona (mi tía Mary, por ejemplo, que nunca trabajó mucho), no hubiese pensado demasiado en ello. Pero mi padre no era un ocioso semejante, no hubiese podido serlo, con diecisiete hijos, y no podría dejarlos para venir únicamente a ver este lugar. No, señor, yo sé que él hablaba en serio. No puedo remediarlo, no, señor. Supongo que a todo hombre le llega su hora, un día u otro, aunque es duro morir en un lugar como éste, donde un entierro cristiano no podría conseguirse ni por su peso en oro. He intentado ser un buen hombre, señor, y cumplir honestamente con mi obligación: y si no fuese por la arrogante conducta que mi padre sostuvo anoche —con una suerte de desprecio hacia mí, como si no le importasen mis referencias y recomendaciones— me sentiría en paz con mi conciencia. De todos modos, señor, he sido un buen servidor para usted y para el señor Leo, ¡que Dios lo bendiga!… Vaya, si me parece que fue ayer cuando le llevaba de paseo para que jugase con una peonza de un penique… Y, si alguna vez pueden salir de este lugar, espero que recordarán con cariño mis huesos blanqueados y nunca más se ocuparán de escrituras griegas en floreros, señor, si es que puedo atreverme a decir esto.
—Vamos, vamos, Job —dije con seriedad—, todo esto es un disparate, lo sabes. No debes ser tan tonto como para meterte esas ideas en la cabeza. Hemos sobrevivido a ciertas cosas extrañas y confío en que seguiremos haciéndolo.
—No, señor —replicó Job en un tono tan convencido que me impresionó desagradablemente—, no son disparates. Soy un hombre condenado, lo sé; y es un sentimiento sumamente desagradable, señor, porque uno no puede dejar de preguntarse cómo va a suceder. Si uno está cenando, piensa en el veneno, y eso perjudica su estómago; y, si uno camina a lo largo de estas oscuras conejeras, piensa en cuchillos y, ¡Dios!, ¿acaso no se siente un escalofrío en la espalda? No me molesta, señor, si está afilado como el de aquella pobre muchacha, a la que siento haber hablado con dureza, ahora que ha muerto; aunque no aprobaba su conducta al casarse, porque lo hizo de un modo demasiado rápido para ser decente. Sin embargo, señor —el pobre Job se puso pálido cuando dijo esto—, espero que no será con el juego de la vasija caliente.
—Tonterías —prorrumpí con acritud—, tonterías.
—Muy bien, señor —dijo Job—, no me corresponde disentir con usted, pero, si piensa ir a alguna parte, le agradeceré que me deje acompañarlo, porque me gustaría poder mirar una cara amiga cuando llegue el momento, para que me ayude a pasar al otro mundo. Y ahora, señor, traeré el desayuno.
Con esto salió, dejándome en un estado de ánimo muy desagradable. Estaba muy profundamente ligado al viejo Job, que era uno de los hombres mejores y más honestos que había conocido a cualquier nivel social, y que en realidad era más un amigo que un criado. La mera idea de que pudiese pasarle algo me producía un nudo en la garganta. Detrás de su risible charla podía entrever que estaba completamente convencido de que algo iba a suceder y, aunque en muchos casos estas convicciones se convierten en absolutos desatinos —ésta en particular podía atribuirse en amplia medida al lóbrego y desacostumbrado ambiente en que estaba ubicada la víctima—, la obsesión de Job me influyó, poco más o menos, llevando un escalofrío a mi corazón, como suele suceder con cualquier terror que se convierte en una auténtica creencia, por más absurda que sea. En ese momento llegó el desayuno, coincidiendo con la llegada de Leo, que había estado dando un paseo fuera de la caverna —para aclarar la mente, dijo— y me alegró mucho ver a ambos, porque introdujeron una tregua en mis tétricos pensamientos. Después del desayuno fuimos a dar otro paseo y observamos a algunos amahagger sembrando una parcela de terreno con el grano que utilizan para hacer su cerveza. Lo hacía a la manara bíblica: un hombre con un costal hecho de piel de cabra sujeto a la cintura caminaba arriba y abajo por la parcela, esparciendo la semilla al andar. Constituía un positivo consuelo ver a aquellos miembros del terrible pueble haciendo algo tan doméstico y placentero como sembrar un campo, quizá porque esto parecía ligarlos de ese modo al resto de la humanidad.
Cuando regresamos. Billali vino a nuestro encuentro y raras comunicó que era del agrado de Ella que fuéramos a verla. Así pues, entramos a su presencia, no sin alguna inquietud, porque Ayesha era sin duda una excepción de la regla. La familiaridad con ella podía y debía engendrar pasión, pasmo y terror, peno ciertamente no engendraba menosprecio.
Como de costumbre, los mudos nos hicieron pasar, y después que éstos se retiraron Ayesha se quitó el velo. Una vez más pidió a Leo que la abrazase, lo cual —pese a los remordimientos de la noche anterior— hizo con más presteza y fervor que lo requerido por una estricta cortesía.
Ella puso su blanca mano sobre la cabeza de Leo y lo miro profundamente a los ojos.
—Te preguntarás, Calícrates mío —dijo— cuándo podrás llamarme tuya y cuándo de verdad seremos el uno para el otro. Te lo diré. Ante todo deberás ser igual a mí; no inmortal de verdad, porque yo no lo soy, pero sí tan fuerte y protegido contra los embates del tiempo, que sus flechas rebotarán en la armadura de tu vigorosa vida como los rayos del sol en la superficie del agua. Por eso no puedo casarme contigo aún, porque tú y yo somos diferentes y el enorme resplandor de mi ser podría quemarte y quizá destruirte. No podrías soportar, incluso, el mirarme un tiempo demasiado largo sin que te duelan los ojos y tus sentidos sufran vértigo. Por eso —asintió levemente con la cabeza— voy a velarme en seguida —esto, entre paréntesis, no lo hizo—. No: escucha, no debes arriesgarte más allá de tus fuerzas, porque esta misma tarde, una hora antes de la puesta del sol, partiremos de aquí. Mañana cuando oscurezca, si todo va bien y no he olvidado el camino (espero que no), estaremos en el Lugar de la Vida y te bañarás en el fuego y saldrás glorificado come ningún hombre lo ha sido antes. Entonces, Calícrates, me llamarás tu esposa y yo te llamaré esposo.
Ante esta declaración sorprendente. Leo musitó algo en respuesta, no sé qué palabras, y ella rió un poco ante su confusión. Luego prosiguió:
—Y tú también, oh Holly: a ti también te concedo esta gracia, y luego de verdad vivirás siempre. Esto quiero hacerlo… bueno, porque me gustas. Holly, porque no eres del todo insensato, como la mayoría de los hijos de los hombres, y porque, aunque perteneces a una escuela filosófica tan llena de disparates como las de los viejos tiempos, aún no has olvidado cómo forjar una bonita frase acerca de los ojos de una dama.
—¡Hola, viejo camarada! —cuchicheó Leo, recobrando su antigua jovialidad—. ¿Has estado pronunciando requiebros? ¡Nunca lo hubiese pensado de ti!
—Te lo agradezco, Ayesha —respondí, con toda la dignidad que pude demostrar—, pero si existe un lugar como el que tú describes y si en ese extraño sitio puede hallarse una fogosa virtud, que puede alejar la muerte cuando viene a llevamos de la mano, aún así no quiero nada de ello. Oh, Ayesha, el mundo no ha demostrado ser un nido tan suave como para que invite a quedarse en él para siempre. Nuestra tierra es una madre con corazón de piedra, y piedras son los alimentos que da a sus hijos para sus comidas cotidianas. Piedras para comer, agua amarga para su sed, y azotes para su tierna educación. ¿Quién podría resistir esto durante muchas vidas? ¿Quién querría cargar sus espaldas con el recuento de las horas y los amores perdidos, con las aflicciones de su prójimo que él no puede disminuir y con una sabiduría que no trae el consuelo? Morir es arduo, porque nuestra delicada carne retrocede ante el gusano que no sentirá y ante lo desconocido que oculta nuestra vista con su mortaja, Pero más arduo es vivir en la tierra, según mi parecer, verde en la hoja y hermoso, pero muerto y podrido en el alma, sintiendo que otro secreto gusano, la memoria, muerde hasta el corazón.
—Piénsala, Holly —dijo—; el poseer larga vida, fuerza y belleza más allá de toda medida, implica poder y todas las cosas que son caras al hombre.
—¿Y qué son, oh Reina, estas cosas caras al hombre? ¿No son pompas de jabón? ¿Acaso la ambición no es una escalera interminable por la que no hay forma de subir a ninguna altura hasta llegar al último e inalcanzable peldaño? Porque una cima conduce a otra cima y no hay reposo; y los peldaños se suceden unos a otros, y no hay límite para su número. ¿Acaso la riqueza no hastía y se vuelve nauseabunda, cuando ya no sirve a la satisfacción o el placer, ni alcanza para comprar una hora de tranquilidad mental? ¿Hay algún límite en la sabiduría que confiemos en alcanzar? ¿No será el mayor conocimiento un medio de medir nuestra ignorancia? Si vivimos diez mil años, ¿podemos confiar en que resolveremos los secretos de los soles, del espacio que está más allá de los soles y de la mano que los cuelga en los cielos? ¿Acaso no es nuestra sabiduría un hambre que roe llamando día a día a nuestra conciencia para conocer el insaciable vacío de nuestras almas? ¿No será como una de las luces en alguna de estas grandes cavernas, que, aunque brilla cada vez más al quemarse, apenas alcanza para mostrar el fondo de las tinieblas que la rodean? ¿Y qué hay de bueno más allá que podamos ganar prolongando nuestros días?
—Holly mío, está el amor…, el amor que hace que todas las cosas sean hermosas, sí, y que infunde divinidad al mismo polvo que pisamos. Con el amor, la vida pasará gloriosamente de año en año, como la voz de algún gran músico que tiene el poder de arrastrar el corazón de los oyentes suspendido en alas de águila, por encima de la sórdida vergüenza y la locura de la tierra.
—Puede que sea así —respondí—, pero si el amado prueba una flecha rota para traspasarnos o si el amor ama en vano, ¿qué sucede? ¿Grabará el hombre sus tristezas sobre una piedra cuando sólo necesita escribir sobre el agua? No, oh Ella, quiero vivir mi tiempo y envejecer con mi generación, morir la muerte que tengo asignada y ser olvidado. Porque espero una inmortalidad junto a la cual el pequeño lapso que quizá puedes conferir no sería más que el largo de un dedo impreso sobre la medida del gran mundo; y ten en cuenta esto: la inmortalidad que contemplo y que mi fe me tiene prometida estará libre de los lazos que atan mi espíritu aquí abajo. Porque, mientras la carne exista, el dolor, el mal y las picaduras de escorpión del pecado existirán también; pero cuando la carne se haya desprendido de nosotros, entonces el espíritu brillará con fuerza, envuelto en el resplandor del bien eterno. Y en el aire ordinario alentará el raro éter de los más nobles pensamientos; tanto, que las mayores aspiraciones de la virilidad o el más puro incienso de la plegaria de una doncella serán demasiado pesados para flotar hasta allí.
—Tu visión es elevada —respondió Ayesha con una risita—, y hablas claramente, como una trompeta de decididos sones. Y sin embargo me parece que acabas de hablar de lo desconocido, de lo cual nos separa un sudario. Pero quizá sucede que lo ves con los ojos de la fe, contemplando su resplandor, es decir, a través del cristal de los colores de tu imaginación. ¡Las imágenes del futuro que la humanidad puede dibujar de este modo con los pinceles de la fe y los pigmentos de mil colores de la imaginación son extrañas! También es extraño que ninguna de ellas encaje con otra. Podría decirte… Pero no vale la pena. ¿Para qué robarle a un loco sus fruslerías? Dejémosle pasar; y te pido, oh Holly, que cuando sientas que la vejez se acerca a ti arrastrándose lentamente y, cuando el filo gris de la edad haga estragos en tu cerebro, no lamentes amargamente haber rechazado el regalo imperial que quería darte. Pero siempre ha sido así: el hombre nunca puede contentarse con lo que está al alcance de su mano. Si una lámpara alcanza a iluminarle a través de la oscuridad, la arroja en seguida porque no es una estrella. La felicidad siempre danza un paso más adelante, como los fuegos fatuos de las ciénagas. ¡Y él debe coger el fuego y ganar la estrella! La belleza no significa nada para él, porque siempre hay labios más dulces aún. La riqueza es pobreza, porque otros podrán sobrepujarlo con dinero más sólido, y la fama es un vacío, porque hubo hombres más grandes que él. Tú mismo lo has dicho y yo vuelvo tus palabras contra ti. Bien, tú soñaste que alcanzarías la estrella. Yo no lo creo y te llamo insensato, Holly mío, por rechazar la lámpara.
No repliqué, porque no podía decirle —sobre todo delante de Leo— que desde que había visto su rostro sabía que estaría siempre ante mis ojos y que no tenía deseos de prolongar una existencia que estaría siempre perseguida y torturada por su memoria y por la amargura final de un amor insatisfecho. Pero así era y así es, ¡ay!, hasta ahora.
—Y ahora —prosiguió Ella, cambiando de tono y a la vez de tema—, cuéntame, Calícrates mío, porque aún no lo sé, ¿cómo viniste aquí a buscarme? Ayer por la noche dijiste que Calícrates (aquél que como sabes está muerto) era tu antepasado. ¿Cómo es eso? Cuéntame… ¡Desde luego no hablas demasiado!
Ante este ruego, Leo le relató la maravillosa historia de la arquilla y del trozo de la vasija que, con la escritura grabada por su antepasada, la egipcia Amenartas, había sido el medio que lo había guiado hasta ella. Ayesha escuchaba intensamente y, cuando Leo hubo concluido, me habló:
—¿No te había dicho una vez, ¡oh Holly!, cuando hablábamos del bien y del mal (era cuando mi amado estaba enfermo), que del bien puede venir el mal y del mal el bien, que los que siembran no saben cómo será la cosecha, ni el que golpea sabe dónde caerá el golpe? Fíjate ahora: esa egipcia Amenartas, esta real hija del Nilo que me odiaba y a la que no he dejado de odiar hasta ahora, porque en cierto modo ella había prevalecido sobre mí…, fíjate bien: ¡ella misma ha sido el verdadero instrumento que ha traído a su amante hasta mis brazos! Por causa suya yo lo maté y ahora, mira, ¡por su intermedio vuelve a mí! Ella quería hacerme daño y sembró sus semillas para que yo cosechara cizaña, y mira: me ha dado mucho más que todo lo que el mundo podía darme. ¡Ahí tienes un extraño cuadrado para encajar en tu círculo del bien y el mal, oh Holly! Y así —prosiguió tras una pausa—, así pidió a su hijo que me destruyese si podía, porque yo había matado a su padre. Y tú, Calícrates mío, eres el padre y en cierto sentido eres también el hijo. ¿Querrías tú vengar el agravio y el de aquella lejana madre tuya sobre mí, oh Calícrates? Mira —cayó de rodillas y abrió el blanco corpiño, hasta descubrir su marfileño pecho—, mira: aquí late mi corazón y ahí a tu lado hay un cuchillo pesado, largo y afilado, el cuchillo apropiado para matar a una mujer descarriada. Cógelo ya y véngate. ¡Hiere, hiere y da en el blanco!… Así estarás satisfecho, Calícrates, y podrás ir por la vida como hombre feliz, porque has lavado la afrenta y obedecido el mandato del pasado.
Él la contempló y luego, alargando la mano, la levantó.
—Levántate, Ayesha —dijo tristemente—; sabes bien que no puedo herirte, ni siquiera para vengar a la que mataste anoche. Estoy en tu poder y soy un verdadero esclavo tuyo. ¿Cómo podría matarte?… Antes me mataría yo mismo.
—Por lo menos comienzas a amarme, Calícrates —respondió ella sonriendo—. Y ahora, háblame de tu país… Es un gran pueblo, ¿no es cierto? ¡Con un imperio como el de Roma! Sin duda querrás volver allí y está bien, no quiero que vivas en estas cavernas de Kôr. No, una vez que seas igual que yo, iremos desde aquí (no temas, que yo hallaré un sendero) y luego viajaremos a esa Inglaterra tuya y viviremos como nos convenga. He esperado dos mil años el día en que pueda ver por última vez estas odiosas cavernas y a sus gentes de sombrío rostro. Y ahora está al alcance de la mano y mi corazón se afana por alcanzarlo, como un niño espera su fiesta. Porque cuando gobiernes esta Inglaterra…
—Pero ya tenemos una reina —interrumpió Leo apresuradamente.
—No importa, no importa —dijo Ayesha—; puede ser destronada.
Ante esto, ambos prorrumpimos en exclamaciones consternadas y le explicamos que antes preferiríamos que nos derribaran a nosotros mismos.
—Es curioso —dijo Ayesha sorprendida—. ¡Una reina amada por su pueblo! Con seguridad el mundo ha cambiado desde que habito en Kôr.
Otra vez le explicamos que era el carácter de las monarquías lo que había cambiado y que la soberana que nos gobernaba era amada y venerada por todas las gentes bien pensantes de sus vastos dominios. Asimismo le dijimos que el poder real, en nuestro país, residía en manos del pueblo y que en realidad estábamos regidos por los votos de las más humildes y menos educadas clases de la comunidad.
—Ah —dijo—, una democracia… Entonces seguramente hay un tirano, porque yo he visto desde hace mucho que las democracias, al no tener clara su voluntad, encumbran al fin un tirano y lo adoran.
—Sí —dije—, tenemos nuestros tiranos.
—Bueno —respondió resignada—, por lo menos podremos destruir a esos tiranos y Calícrates gobernará el país.
Informé de inmediato a Ayesha que en Inglaterra el derrocar un tirano no era un entretenimiento al que uno pudiera entregarse impunemente y que un intento semejante se enfrentaría con la atención de la ley y probablemente concluiría en el cadalso.
—«La ley» —rió ella con desdén—, ¡la ley! ¿No puedes comprender, oh Holly, que yo estoy por encima de la ley y que por lo tanto también lo estará Calícrates? Para nosotros toda ley será como el viento del norte para una montaña. ¿Acaso el viento doblega a- la montaña o ésta al viento? Y ahora déjame, te lo ruego —añadió—, y tú también, Calícrates mío, porque debo prepararme para nuestra travesía; y así deberéis hacerlo vosotros dos y también vuestro servidor. Pero no llevéis gran cantidad de cosas con vosotros, porque espero que solo estaremos tres días afuera. Luego retornaremos aquí y prepararé un plan por el cual podremos despedirnos para siempre de estos sepulcros de Kôr. ¡Sí, ciertamente, puedes besar mi mano!
Mientras nos retirábamos, yo, por mi parte, meditaba profundamente en la horrible naturaleza del problema que se nos planteaba. La terrible Ella había decidido evidentemente ir a Inglaterra y esto me hacía estremecer hasta lo más hondo al pensar cuál podía ser el resultado de su llegada allá. Sabía cuáles eran sus poderes y no podía dudar de que los ejercería plenamente. Sería posible controlarla por un tiempo, pero la ambición de su espíritu orgulloso se liberaría con toda seguridad, vengándose de los largos siglos de soledad. Ella podría, si era necesario y si el poder inaudito de su belleza no resultaba suficiente para la ocasión, abrirse camino hasta un fin que había trazado ante sí y, como no podía morir y por lo que sabía tampoco podían matarla[86], ¿qué podría detenerla? Al fin ella podría hacerse cargo sin duda del gobierno absoluto sobre los dominios británicos y probablemente sobre la tierra entera; aunque estoy seguro de que podría convertirnos rápidamente en el más glorioso y próspero imperio de la historia del mundo, ello sería al precio de un terrible sacrificio de vidas humanas.
Todo esto parecía un sueño producido por la extraordinaria inventiva de un cerebro especulativo y además estaba el hecho —un hecho maravilloso— que pronto conocería el mundo entero. Después de mucho pensar, llegué a la inevitable conclusión de que esta extraordinaria criatura, cuya pasión la había mantenido encadenada durante tantos siglos y comparativamente inofensiva, iba a ser ahora utilizada por la Providencia como un medio para cambiar del mundo, y posiblemente —a través de la forja de un poder contra el cual era imposible rebelarse o tratar de oponerse, salvo por decreto del Destino— para mejorarlo materialmente.