XXI
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El muerto y el vivo se encuentran

—Ved ahora el lugar donde he dormido estos dos mil amas —dijo Ayesha, tomando la lámpara de las manos de Leo y levantándola por encima de su cabeza.

Sus rayos cayeron sobre un pequeño hueco en el suelo allí donde yo había visto la saltarina llama, pero el fuego estaba apagado ahora. Luego iluminaron la blanca forma extendida bajo su mortaja sobre un lecho de piedra, luego la calada escultura de la tumba y por fin la otra losa de piedra, opuesta a aquél donde yacía el cuerpo y separado del mismo por el ancho de la caverna.

—Aquí —prosiguió Ayesha, posando la mano sobre la roca—, aquí he dormido noche tras noche durante todas estas generaciones, únicamente cubierta con un manto. No era propio que yo durmiese mullidamente mientras mi esposo, allí —señaló la rígida forma—, yacía yerto en la muerte. Aquí, noche tras noche, he dormido ara su fría compañía… hasta que, como ves, al igual que los escalones que hemos atravesado, esta espesa losa se ha desgastado hasta adelgazar bajo el peso de mi cuerpo… Tan fiel he sido contigo. Calícrates, aun en este espacio del sueño… Y ahora, dueño mío, verás algo asombroso: vivo, te contemplaras muerto… porque te he cuidado bien durante todos estos años, Calícrates. ¿Estas preparado?

No respondimos, pero nos miramos con ojos atemorizados: la escena era tan solemne como espantosa. Ayesha avanzó, puso su mano sobre un extremo de la mortaja y habló una vez más.

—No temas —dijo—; aunque esto te parezca portentoso, todos nosotros, los que vivimos, hemos vivido antes: ¡ni siquiera el cuerpo que nos contiene es nuevo para el sol! Sólo que lo ignoramos, porque la memoria no lo registra, y la tierra amontona en la tierra lo que nos presta, porque nada rescata nuestra gloria de la tumba. Pero yo, gracias a mis artes y a las de esos muertos hombres de Kôr, que he aprendido, te he rescatado del polvo, oh Calícrates, para que la bella estampa de cera de tu rostro permaneciera siempre ante mis ojos. Fue una máscara que la memoria podía colmar, sirviendo para evocar tu presencia del pasado y darle vigor para errar por las habitaciones de mi pensamiento, vestida con un disfraz de vida que sostiene mi apetito con visiones de pasados días. ¡Contemplad ahora cómo se encuentran el Muerto y el Vivo! A través del golfo del Tiempo todavía son uno. El Tiempo no tiene poder sobre la Identidad, aunque el sueño misericordioso haya borrado las tablillas de nuestra mente y sellado con el olvido los pesares que de otro modo nos perseguirían de vida en vida, llenando el cerebro con acumulados dolores, hasta hacerlo estallar en la locura de la desesperación más grande. Todavía son uno, porque las envolturas de nuestro sueño deberán desgarrarse como las nubes de tormenta ante el soplo del viento: las heladas voces del pasado se fundirán en música como las nieves de las montañas ante el sol; y las lagrimas y las risas de las horas perdidas se oirán de nuevo, con ecos mucho más suaves resonando en los riscos del tiempo inconmensurable. Así pues, no tengas miedo, Calícrates, cuando tú, vivo pero nacido poco ha, debas contemplar a tu propio yo difunto, que alentó y murió hace tanto tiempo. Debo volver una página en tu Libro del Ser y mostrarte lo que en él está escrito. ¡Mira!

Con un movimiento repentino, ella retiró la mortaja del frío cuerpo y proyectó sobre él la luz de la lámpara. Miré y entonces retrocedí aterrorizado: ya que, a pesar de su explicación, la visión era pavorosa… porque sus explicaciones estaban más allá de la comprensión de nuestras mentes finitas. Aun si fueran despojadas de las brumas de una vaga filosofía esotérica y puestas en conflicto con los horribles y fríos hechos, no perderían su fuerza. Porque allí, extendido ante nosotros, sobre la losa de piedra, vestido de blanco y perfectamente conservado, estaba lo que parecía ser el cuerpo de Leo Vincey. Miré fijamente a Leo que estaba allí, vivo, y luego a Leo, que estaba allí, muerto, y no veía ninguna diferencia: excepto, quizá que el cuerpo del sarcófago parecía más viejo. Rasgo por rasgo, eran iguales, hasta el corte de los pequeños bucles dorados, que era el más singular de sus atributos de belleza. Hasta me pareció ver, al observarlo, que la expresión en el rostro del hombre muerto era similar a la que a veces aparecía en el de Leo cuando estaba sumido en un profundo sueño. Sólo podría resumir la fidelidad del parecido diciendo que nunca había visto hermanos gemelos tan exactamente iguales como aquella pareja.

Me volví para ver el efecto que producía en Leo la vista de su yo muerto y hallé que era de una estupefacción parcial. Durante dos o tres minutos permaneció mirándolo fijamente y cuando al fin habló fue solo para exclamar: