Ayesha hizo un movimiento tan rápido, que apenas pude seguirlo, pero me pareció que golpeó ligeramente a la pobre muchacha con la mano en la cabeza. Miré a Ustane y entonces retrocedí tambaleando del horror, porque allí, sobre su cabello, cruzando sus trenzas bronceadas, había tres señales de dedos, blancos como la nieve. En cuanto a la joven en sí, se había llevado las manos a la cabeza y miraba aturdida.

—¡Por todos los cielos! —exclamé, completamente despavorido ante esta espantosa manifestación de un poder sobrehumano; pero Ella se limitó a reír un poco.

—Pensabas, pobre loca ignorante —dijo a la azorada mujer—, que no tenia poder para matar. Espera, allí hay un espejo —señaló al espejo redondo que Leo usaba para afeitarse y que había sido dispuesto por Job junto con otros objetos sobre su neceser de viaje—. Dáselo a esta mujer, Holly mío; hazle ver lo que tiene en su pelo y que observe si tengo o no poder para matar.

Cogí el espejo y lo sostuve ante los ojos de Ustane. Ella lo miró fijamente, se tentó el cabello, se contempló otra vez y de inmediato cayó al suelo con una especie de sollozo.

—¿Y ahora quieres irte o tengo que golpear por segunda vez? —preguntó Ayesha burlonamente—. Mira, he puesto mi sello sobre ti y por lo tanto podré conocerte hasta que todo tu cabello esté tan blanco como éstos. Si vuelvo a ver tu rostro, puedes estar segura también de que tus huesos pronto estarán más blancos que mi marca sobre tu cabellera.

Llena de espanto y descorazonada, la pobre criatura se levantó y, señalada por aquella horrible marca, se arrastró por la habitación, sollozando amargamente.

—No estés tan asustado, Holly mío —dijo Ayesha cuando la muchacha salió—. Ya te dije que no trafico con magia… No existe tal cosa. Es sólo una fuerza que tú no puedes comprender. La he marcado para infundir terror en su corazón. De otro modo la hubiese tenido que matar. Y ahora ordenaré a mis servidores que transporten a mi señor Calícrates a una habitación cercana a la mía, para que pueda velar por él y estar preparada para saludarle cuando despierte. También tú, Holly mío, y el hombre blanco, tu servidor, deberán venir allí. Pero recuerda una cosa, por tu cuenta y riesgo. Nada debes decir a Calícrates acerca de cómo partió esta mujer y tampoco debes hablar de mí. ¡Ahora, pues, te lo he advertido!

Dicho esto, salió con su suave y ondulante paso para dar sus órdenes, dejándome más confundido que nunca. En realidad estaba tan aturdido, atormentado y desgarrado por semejante sucesión de emociones diversas, que comencé a pensar que iba a enloquecer. No obstante, quizá afortunadamente, tuve poco tiempo para reflexionar, porque en seguida llegaron los mudos para llevar al dormido Leo y nuestras pertenencias a través de la caverna central, de modo que por un momento todo fue bullicio y animación. Nuestras nuevas habitaciones estaban situadas detrás de lo que acostumbrábamos a llamar el tocador de Ayesha —el ámbito separado por cortinas donde la había visto por primera vez—. Ignoraba entonces el lugar donde ella dormía, pero debería estar bastante cerca.

Aquella noche la pasé en el cuarto de Leo, pero él durmió todo el tiempo como un muerto, sin agitarse ni una sola vez. Yo también dormí muy bien, cosa que en verdad necesitaba, pero mi descanso estuvo plagado de sueños habitados por todos los horrores y maravillas que había experimentado. Principalmente fui perseguido por aquella aterradora pieza de diablerie por medio de la cual Ayesha había impreso la marca de sus dedos sobre el cabello de su rival. Había algo tan terrible en su veloz y serpentino movimiento y en la instantánea impresión blanca de aquella triple línea, que no creo que hubiese quedado más impresionado si los resultados de esa acción sobre Ustane hubieran sido mucho más tremendos. Hasta hoy sueño a menudo con aquella espantosa escena y veo a la llorosa mujer, llena de congoja y marcada como Caín, lanzando una última mirada a su amado y retirándose a rastras de la presencia de su terrible Reina.

Otro sueño que me perturbó fue debido a la enorme pirámide de huesos. Soñé que todos se levantaban y marchaban ante mí por millares y decenas de millares —en escuadrones, compañías y ejércitos— con el sol brillando a través de sus huecas costillas. Se precipitaban cruzando la llanura de Kôr, su hogar imperial; vi cómo caían ante ellos los puentes levadizos y escuché tintinear sus huesos bajo las soldadas puertas. Marchaban por las espléndidas calles, cruzaban ante palacios, fuentes y templos tales como nunca vieron ojos humanos. Pero no había ningún hombre para recibirlos en la plaza del mercado y ningún rostro de mujer aparecía en las ventanas… Sólo una voz descarnada iba delante de ellos, clamando: «¡La Imperial Kôr ha caído…! ¡Ha caído…! ¡Ha caído! Adelante, por la ciudad, marchaban estas fulgurantes falanges, y sus huesos crujían horriblemente a su paso, mientras el eco devolvía el rumor a través del aire silencioso. Cruzaban la ciudad y trepaban a sus murallas, marchando por la ancha calzada construida sobre el muro, hasta que al fin alcanzaban de nuevo el puente levadizo. Entonces, mientras el sol se ponía, regresaban a su sepulcro. La luz del poniente brillaba lúgubremente en las cuencas de sus ojos vacíos, y proyectaba las gigantescas sombras de sus huesos que se alargaban a la distancia; se arrastraban, se arrastraban como enormes patas de araña en tanto sus ejércitos cruzaban la llanura. Luego retornaron a la caverna, y una vez más, uno por uno, se arrojaron en filas interminables por el agujero que se abría sobre el pozo de los huesos. Entonces me desperté temblando, para ver a Ella, que evidentemente había estado de pie entre mi lecho y el de Leo, y que se había deslizado como una sombra en la habitación.

Después me dormí otra vez, profundamente en esta ocasión, hasta la mañana, en que desperté muy reconfortado y me levanté. Al fin se aproximó la hora en que, según Ayesha, iba a despertar Leo. En esos momentos llegó Ella, velada como de costumbre.

—Ahora verás, oh Holly —dijo—, que se despertará sano y la fiebre habrá desaparecido.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando Leo se dio la vuelta y extendió sus brazos, bostezó, abrió los ojos y, percibiendo una forma femenina que se inclinaba sobre él, la rodeó con sus brazos y la besó, creyendo tal vez que era Ustane. De todos modos, dijo en árabe:

—Hola, Ustane, ¿por qué te has envuelto así la cabeza? ¿Tienes dolor de muelas? —y luego, en inglés—: Vaya, tengo un hambre espantosa. Oye, Job, viejo tunante, ¿quién demonios nos ha traído aquí… eh?

—Por cierto que me gustaría saberlo, señor Leo —dijo Job, soslayando suspicazmente a Ayesha, a quien aún miraba con el mayor disgusto y horror, ya que no estaba del todo seguro de si se trataba o no de un cadáver animado—, pero usted no debe hablar, señor Leo; ha estado muy enfermo y nos ha proporcionado grandes motivos de ansiedad. Y si esta señora —miró a Ayesha— tuviera la amabilidad de apartarse, le traeré su sopa.

Esto atrajo la atención de Leo sobre la «señora», que estaba de pie, en perfecto silencio.

—¡Toma! —dijo—; ésta no es Ustane…, ¿Dónde está Ustane?

Entonces, por primera vez, Ayesha le habló, y sus primeras palabras fueron una mentira.

—Se ha ido de aquí para una visita —dijo—; y, mira, yo estoy aquí en su lugar como tu asistenta.

Las argentinas notas de la voz de Ayesha parecieron confundir el intelecto semi-despierto de Leo, como así lo hicieron los ropajes mortuorios. Sin embargo no dijo nada por el momento; pero bebió su sopa con avidez, se volvió en el lecho y durmió hasta el atardecer. Cuando despertó por segunda vez, me vio y comenzó a preguntarme acerca de lo que había sucedido, pero yo me evadí lo mejor que pude hasta la mañana siguiente, cuando despertó casi milagrosamente mejorado. Entonces le hice un somero relato de su enfermedad y de lo que yo había hecho, pero como Ayesha estaba presente no pude contarle mucho, excepto que ella era la Reina del país y que estaba bien dispuesta hacia nosotros y que le complacía ir velada; aunque naturalmente hablaba en inglés, temía que ella pudiese comprender lo que estábamos diciendo por la expresión de nuestros rostros; además, recordaba su advertencia.

Al día siguiente Leo se levantó casi enteramente recuperado. La herida de su costado había cicatrizado y su constitución, naturalmente vigorosa, había salido de la extenuación inherente a su terrible fiebre con una rapidez que sólo puedo atribuir a los efectos de la maravillosa droga que Ayesha le había dado y también a que la acción de su enfermedad había sido demasiado breve para que le perjudicase demasiado. Con la vuelta de la salud, retornó el recuerdo de todas sus aventuras, desde el momento en que había perdido el conocimiento en las ciénagas; y desde luego el de Ustane también, por donde descubrí que el afecto que lo unía a la muchacha había crecido considerablemente. En realidad me abrumó a preguntas acerca de la pobre joven, que no me atreví a responder, ya que, después del primer despertar de Leo, Ella me había llamado y nuevamente me advirtió solemnemente que no debía revelar nada de la historia, insinuándome delicadamente que si lo hacía sería peor para mí. Me previno asimismo, por segunda vez, que no dijese nada a Leo sobre ella sino lo indispensable, diciendo que ella misma le explicaría las cosas en el momento oportuno.

En realidad, su actitud había cambiado. Después de todo lo que había visto, yo esperaba que ella aprovecharía la primera oportunidad para reclamar como suyo al que creía era su amado del mundo antiguo. Pero por alguna razón personal que en esos momentos me resultaba inescrutable, no lo hizo así. Se limitó a atender serenamente a sus necesidades, con una humildad que contrastaba sorprendentemente con sus antiguas formas imperiosas, dirigiéndose a él en un tono muy respetuoso y manteniéndose a su lado todo lo posible. Como es natural, la curiosidad de Leo ante esta misteriosa mujer era tan intensa como lo había sido la mía propia, y estaba especialmente ansioso por ver su rostro, del cual yo le había dicho, sin entrar en detalles, que era tan encantador como su silueta y su voz. Esto era suficiente de por sí para despertar las expectativas de un hombre joven hasta un extremo peligroso; y de no haber sido porque aún no estaba completamente restablecido de los efectos de su enfermedad y porque estaba muy preocupado por Ustane, de cuyo afecto y valerosa devoción hablaba en emocionados términos, no tengo dudas de que habría caído en sus redes enamorándose de ella rápidamente. Tal como estaban las cosas, Leo sentía sencillamente una curiosidad feroz. Como también me sucedía a mí, experimentaba cierto pavor, porque, aunque Ayesha no le había hecho ninguna insinuación acerca de su extraordinaria edad, él la identificaba, no sin lógica, con la mujer mencionada en la vasija. Al fin, arrinconado por sus continuas preguntas, lo remití a Ayesha, diciéndole —sin faltar a la verdad— que no sabía dónde estaba Ustane. Por ello, después que Leo desayunó vorazmente, nos trasladamos a presencia de Ella, porque sus mudos tenían orden de admitirnos a toda hora.

Como era habitual, estaba sentada en el lugar que, a falta de un término mejor, llamábamos su tocador. Tras descorrer las cortinas, se levantó de su diván y, estrechándonos las manos, nos saludó, o mejor dicho saludó a Leo; porque yo, tal como había imaginado, era tratado ahora con bastante frialdad. Era un bonito espectáculo ver su velada silueta deslizándose hacia el vigoroso joven británico, vestido con su traje de franela gris; porque Leo, a pesar de que era griego a medias por su sangre, era con excepción de su cabello, uno de los hombres con aspecto más británico que he conocido. No tenía nada del aire astuto y las resbaladizas maneras del griego moderno, a pesar de que había heredado, supongo, la notable belleza personal de su madre extranjera, a cuyo retrato se asemejaba no poco. Es muy alto y de ancho pecho, pero no desgarbado, como lo son muchos hombres corpulentos, y su cabeza estaba implantada de modo que le daba un aspecto vigoroso y altivo, que había sido bien traducido en su nombre amahagger de «León».

—Bienvenido seas, mi joven señor extranjero —dijo ella con su voz más suave—. Me alegro mucho de verte en pie. Créeme, si no te hubiese salvado en el último momento, nunca te habrías vuelto a parar sobre tus pies. Pero el peligro ha pasado y a mí me corresponde ahora —proyectó un mundo de promesas en estas palabras— cuidar de que no vuelva nunca más.

Leo se inclinó ante ella y luego, en su mejor árabe, le agradeció todas sus gentilezas y cortesías al ocuparse de alguien desconocido.

—No —respondió ella suavemente—, malo sería el mundo que se pasara sin un hombre así. La belleza es demasiado rara en él. No me des las gracias, porque me siento feliz con tu llegada.

—¡Vaya, viejo! —dijo Leo en inglés hacia mi lado—, la dama es muy cortés. Parece que hemos caído entre algodones. Espero que no hayas perdido tus oportunidades. ¡Por Júpiter! ¡Qué par de brazos tiene!

Le di con el codo en las costillas para que se callase, porque había advertido un resplandor en los velados ojos de Ayesha, que me observaba con curiosidad.

—Confío —prosiguió Ayesha— en que mis servidores te habrán atendido bien; y, si es posible que haya comodidades en este pobre lugar, debes estar seguro de que las obtendrás. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

—Sí, oh Ella —respondió Leo apresuradamente—, me gustaría saber dónde se ha ido la joven que me cuidaba.

—Ah —dijo Ayesha—, la muchacha… Sí, la he visto. No, no sé; ella dijo que se iría, no sé adonde. Tal vez volverá, tal vez no. Es aburrido cuidar a los enfermos, y estas mujeres salvajes son inconstantes.

Leo recibió aquella noticia con malhumor y angustia al mismo tiempo.

—Es muy extraño —me dijo en inglés, y luego, dirigiéndose a Ella, prosiguió en árabe:

—No lo puedo comprender; la muchacha y yo…, bueno…, en síntesis, nos teníamos afecto.

Ayesha rió un poco con su acento tan musical y luego cambió de tema.