En pocos minutos, siguiendo las lámparas de las mudas (que al sostenerlas lejos de su cuerpo como quien lleva agua en un cántaro, parecían flotar en medio de la oscuridad) llegamos a una escalera que conducía a la antecámara de Ella, la misma en que Billali se había arrastrado a cuatro patas el día anterior. Aquí debería haberme despedido de la Reina, pero ella no quiso.
—No —dijo—, entra conmigo, oh Holly, pues en verdad me place hablar contigo. Piensa, Holly; durante dos mil años no tuve otros interlocutores que los esclavos y mis propios pensamientos. Aunque de tanto pensar he cosechado harta sabiduría y muchos secretos se allanaron ante mí, es también cierto que estoy cansada de mis pensamientos y que he llegado a odiar mi propia compañía, porque seguramente el alimento que la memoria da para comer tiene un gusto amargo y sólo con los dientes de la esperanza podemos masticarlo. Ahora bien, a pesar de que tus pensamientos son frescos y tiernos, como conviene a alguien tan joven, son sin embargo los de un cerebro pensante y en verdad me traes a la memoria a viejos filósofos con los cuales en otros tiempos discutí en Atenas y en Becca, en Arabia: porque tú tienes el mismo aire avinagrado y el aspecto polvoriento, como si hubieses pasado tus días leyendo un griego mal escrito, tiznándote los dedos con los manuscritos. Ven entonces, descorre la cortina y siéntate a mi lado; comeremos frutas y hablaremos de cosas placenteras. Mira, quiero quitarme mis velos ante ti otra vez. Tú te has persuadido a ti mismo, oh Holly; te lo he advertido con franqueza… y me llamarás bella como incluso aquellos viejos filósofos acostumbraban a hacerlo. ¡Qué vergüenza! ¡Olvidar así su filosofía!
Sin añadir palabra, se levantó y, desprendiendo sus blancos ropajes, apareció brillante y espléndida como una reluciente serpiente cuando muda su piel. ¡Ah! Clavó sus maravillosos ojos en mí…, y eran más mortíferos que los de un basilisco. Me traspasaba una y otra vez con su belleza, y su risa ligera llenaba el aire como el repiqueteo de unas campanillas de plata.
Un nuevo estado de ánimo aparecía en ella y hasta el color de su pensamiento parecía cambiar bajo su influjo. Ya no estaba desgarrada por el tormento y el odio, como la había visto cuando maldecía a su rival muerta junto a las serpenteantes llamas; ya no aparecía fría y terrible como en la sala del juicio, ni suntuosa, sombría y espléndida cual paño de púrpura de Tiro[72], como en las moradas de los muertos. No, su ánimo actual era el de una Afrodita[73] triunfante. La vida —radiante, estática, maravillosa— parecía brotar de ella y alrededor de ella. Rió y suspiró suavemente mientras fluían sus rápidas miradas. Sacudió sus pesadas trenzas y su perfume llenó el lugar; golpeó sus pequeños pies calzados con sandalias y canturreó un trozo de algún antiguo epitalamio[74] griego. Toda la majestad había desaparecido, o más bien acechaba y fluctuaba a través de sus sonrientes ojos, como la luz transparentada por el sol. Había abandonado el terror de la serpenteante llama, el frío poder de juicio que aún ahora poseía y la sabia tristeza de las tumbas… Las abandonaba y arrojaba detrás, como las blancas mortajas que usaba; y ahora se destacaba como la encarnación de la femineidad más bella y tentadora, la más perfecta —y en cierto sentido la más espiritual— que ninguna mujer había poseído jamás.
—Y bien, Holly mío, siéntate donde puedas verme. Es por tu propia voluntad, recuérdalo… Otra vez te lo digo, no me culpes si empleas el pequeño lapso de vida que te queda con tal aflicción en tu corazón, que hubieses preferido morir antes de posar tus curiosos ojos sobre mí. Siéntate, pues, ahí y dime (porque en verdad deseo ahora oír alabanzas…), dime: ¿no soy hermosa? No, no te apresures a hablar; considera cuidadosamente el punto; examíname rasgo por rasgo; no olvides mi silueta, mis manos y mis pies, mi cabello y la blancura de mi piel; y luego dime la verdad: ¿has visto nunca una mujer que en algo, eh, que en una pequeña porción de su belleza, en la curva de una pestaña o en el modelado de la caracola de una oreja pueda justificar una comparación con mi encanto? ¡Y ahora mi cintura! Quizá pienses que es demasiado amplia, pero en verdad no es así; esta serpiente de oro es quien resulta demasiado ancha y no me aprieta como debe. Es una serpiente astuta y sabe que es malo apretar la cintura. Pero mira, dame tus manos, así, y ahora cíñelas alrededor mío, así, pero con suavidad, ¡oh Holly! Verás que casi sin esfuerzo tus dedos se tocan.
No pude resistir más. Sólo soy un hombre y ella era más que una mujer. ¡El Cielo sabe lo que era ella, yo no lo sé! Entonces, allí mismo, caí de rodillas ante ella y le dije en una penosa mezcla de lenguas —porque tales momentos confunden los pensamientos— que la adoraba como ninguna mujer fue nunca adorada y que daría mi alma inmortal por casarme con ella, lo cual en aquel momento hubiera hecho. Lo mismo hubiese dicho, realmente, cualquier otro hombre o toda la raza de los hombres confundidos en uno solo. Por un momento ella se mostró algo sorprendida, luego comenzó a reír y a batir palmas de gozo.
—Oh, tan pronto, oh Holly —dijo—. Me preguntaba cuántos minutos serían necesarios para ponerte de rodillas. Hacía tanto tiempo que no veía a un hombre de rodillas ante mí… Créeme, esta visión es grata para el corazón de una mujer. Ay, la sabiduría y el paso de los días no borran este querido placer, que es el único derecho de nuestro sexo. ¿Qué creías?… ¿Qué creías? No sabes lo que haces. ¿No te había dicho que no soy para ti? Sólo amo a uno y tú no eres ese hombre. Ah, Holly, pese a toda tu sabiduría (y en cierto modo tú eres sabio) no eres más que un loco corriendo tras la locura. Tú querías mirarte en mis ojos… ¡Querías besarme! Bien, si te place, ¡mira! —y se inclinó hacia mí y clavó sus oscuros y estremecedores ojos en los míos—; ¡ah, bésame también, si lo deseas!, porque, gracias sean dadas al designio de las cosas, los besos no dejan huella, salvo en el corazón. ¡Pero si me besas, te aseguro que tu pecho se destruirá por mi amor y morirás!
Ella se inclinó aún más hacia mí, hasta que su suave cabello rozó mi frente y su fragante aliento jugueteó en mi rostro, haciéndome desfallecer. Luego, de súbito, cuando yo extendía ya los brazos para estrecharla, se irguió y un rápido cambio se produjo en ella. Alargando la mano la posó sobre mi cabeza y pareció que algo brotaba de ella que enfriaba mi ardor, devolviéndome el sentido común y el sentimiento del decoro y las virtudes domésticas.
—Basta ya de este juego licencioso —dijo con un toque de severidad—. Escucha, Holly. Eres un hombre bueno y honesto, por eso estoy dispuesta a perdonarte; pero ¡oh!, es tan difícil para una mujer ser misericordiosa. Te he dicho que no soy para ti, por eso dejo que tus pensamientos pasen sobre mí como un viento vano, y el polvo de tu imaginación se hunda en las profundidades…, bueno, en las profundidades de la desesperación, si lo deseas. Tú no me conoces, Holly. Si me hubieses visto hace apenas diez horas, cuando era presa de mi pasión, hubieses huido de mí asustado y temblando. Yo tengo muchos estados de ánimo y, como el agua en aquel estanque, reflejo muchas cosas. Pero éstas pasan, Holly mío; pasan y son olvidadas. Sólo el agua es siempre el agua, como yo soy yo todavía. Quien creó el agua la creó; y aquello que me creó a mí, a mí me creó, sin que mi esencia se altere. Por eso no prestes atención a lo que parezco, teniendo en cuenta que no sabes quién soy. Y, si me perturbas de nuevo, me velaré y no volverás a ver mi rostro.
Me incorporé y luego me arrojé en el diván lleno de cojines que estaba frente a ella, aún palpitante de emoción, aunque por un momento me había abandonado mi loca pasión, como las hojas de un árbol aún se estremecen cuando la ráfaga que lo ha agitado ya ha pasado. No me atreví a decirle que la había visto en aquel profundo e infernal estado de ánimo, musitando encantamientos sobre el fuego de la tumba.
—Y bien —prosiguió—, ahora come algo de fruta; créeme, es el único alimento verdadero para el hombre. Oh, háblame de la filosofía de ese Mesías hebreo que vino después de mí y que según dijiste gobierna ahora a Roma, Grecia y Egipto, y a los bárbaros que están más allá. Debió de ser una extraña filosofía la que enseñaba, porque en mis días las gentes no querían saber nada de nuestras filosofías. Orgías, codicia y bebida, sangre y fría indiferencia, y la emoción de los hombres reunidos en la batalla… éstos eran los cánones de sus creencias.
A estas alturas ya me había recobrado un poco y, sintiéndome amargamente avergonzado por la debilidad que me había traicionado, hice todo lo que pude para exponerle las doctrinas del cristianismo, a las cuales, sin embargo, prestaba muy poca atención, salvo en lo referente a nuestra concepción del Cielo y del Infierno, ya que su interés se dirigía por completo al hombre que las enseñaba. También le dije que otro profeta, llamado Mahoma, había surgido de su propio pueblo, el árabe, y que predicaba una nueva fe a la que se habían adherido muchos millones de personas.
—¡Ah! —dijo ella—, ya comprendo… ¡Dos nuevas religiones! He conocido muchas y sin duda han surgido muchas más de las que nada sé, desde que estoy dentro de las cavernas de Kór. La humanidad siempre pide a los cielos la revelación de lo que se oculta tras ellos. Es el terror a la Nada y también una forma sutil de egoísmo… Esto es lo que engendran las religiones. Observa, Holly mío, que cada religión reclama el futuro para sus seguidores; o por lo menos para los buenos de entre ellos. El mal es para los descarriados, que no tendrán nada de esto; que verán la luz que adoran los verdaderos creyentes, pero sólo la percibirán oscuramente, como los peces a las estrellas. Las religiones vienen y se van, lo mismo que las civilizaciones; y nada permanece, salvo el mundo y la naturaleza humana. ¡Ah!, si el hombre fuese capaz de comprender que la esperanza viene de dentro y no de fuera… ¡que él mismo ha de lograr su propia salvación! Él está allí, existe, y en su interior alienta el soplo de la vida y el conocimiento del bien y el mal, en tanto bien y mal son para él. Por lo tanto, déjalo que obre y se mantenga erecto y que no se incline ante la imagen de ningún dios desconocido, modelado a su humilde semejanza, pero con un cerebro mayor para concebir el mal y con un brazo más largo para ejecutarlo.
Pensé para mí —lo que demuestra cuán antiguo es tal razonamiento, en verdad uno de los temas recurrentes de la discusión teológica— que sus argumentos sonaban muy parecidos a otros que había escuchado en el siglo diecinueve y en lugares que no eran las cavernas de Kór y con los cuales —por otra parte— estaba en completo desacuerdo. Pero no intenté siquiera discutir el asunto con ella. Para empezar, mi mente estaba demasiado fatigada con todas las emociones sufridas; y en segundo lugar, sabía que en una discusión llevaría la peor parte. Ya es una tarea harto fatigosa argüir con un materialista ordinario, que arroja sobre nuestras cabezas estadísticas y estratos completos de datos geológicos, en tanto uno sólo puede combatirlo con deducciones, instintos y los copos de la nieve de la fe, que son, ¡ay!, tan aptos para fundirse en las pavesas ardientes de nuestras preocupaciones. ¡Cuán pocas serían pues mis oportunidades frente a alguien cuyo cerebro estaba aguzado de manera sobrenatural y que poseía dos mil años de experiencia, además de toda clase de conocimientos acerca de los secretos de la naturaleza que dominaba! Pensando que era más probable que ella me convirtiese a mí en lugar de convertirla yo a ella, creí mejor dejar el asunto a un lado y me senté en silencio. Muchas veces desde entonces lamenté amargamente haber hecho eso, porque de tal modo perdí la única oportunidad que recuerde de averiguar en qué creía realmente Ayesha, y cuál era su «filosofía».
—Y bien, Holly mío —prosiguió—, de modo que ese pueblo mío también halló un profeta, un falso profeta, como lo has calificado porque no es el tuyo, pero creo que con razón. Mas en mi época era diferente, porque entonces los árabes teníamos muchos dioses. Estaba Allát y Saba, el Huésped del Cielo; Al Uzza y Manah, el pétreo, para quien manaba la sangre de las víctimas; y Wadd y Sawá, y Yaghüth, el León de los moradores de Yaman; y Yáük, el Caballo de Morad; y Nars, el Aguila de Hamyar, ay, y muchos más. ¡Oh, todo era una locura, una vergonzosa y lamentable locura! No obstante, cuando me elevé en mi sabiduría y les hablé de esto, me hubiesen matado en nombre de sus ultrajados dioses. Bueno, así ha sido siempre… Pero, Holly mío, ¿te has cansado ya de mí, que estás sentado tan silencioso? ¿O temes que te vaya a enseñar mi filosofía? ¿Dónde hubo un maestro sin su propia filosofía? Y, si me hostigas, ¡ten mucho cuidado!, porque te la enseñaré, serás mi discípulo, y ambos fundaremos una nueva fe que devorará a todas las demás. ¡Hombre sin fe! Y hace apenas unas horas estabas de rodillas (la postura no te sienta, Holly) jurando que me amabas. ¿Qué vamos a hacer?… ¡Ya lo tengo! Iré a ver a ese joven (el León, como lo llama Billali), que vino contigo y que está tan enfermo. La fiebre debe de haber seguido su curso ahora, y si está a punto de morir haré que se recobre. No temas, Holly mío, no utilizaré magia. ¿No te han dicho que no existe tal cosa, la magia, sino que hay algo que se llama entendimiento y la aplicación de las fuerzas que existen en la naturaleza? Ve ahora, y en cuanto haya terminado de hacer la medicina te seguiré[75].
Me fui, pues, solo, hallando a Job y Ustane en el colmo de la aflicción, declarando que Leo se hallaba en los estertores de la muerte y que me habían buscado por todas partes. Corrí hasta el lecho y lo miré: era evidente que se estaba muriendo. Estaba sin sentido y respiraba pesadamente, pero sus labios temblaban y a cada momento un pequeño estremecimiento recorría sus facciones. Sabía lo suficiente de medicina para ver que dentro de una hora estaría más allá de toda ayuda terrena…, quizá en los próximos cinco minutos. ¡Cómo maldije mi egoísmo y la locura que me había demorado junto a Ayesha mientras mi querido muchacho se moría! ¡Ay de mí! ¡Con cuánta facilidad los mejores de entre nosotros nos dejamos llevar hacia el mal por el brillo de los ojos de una mujer! ¡Qué malvado despreciable era yo! Durante la última media hora apenas había pensado en Leo, a pesar de que —esto debe recordarse— desde hacía veinte años era mi compañero más querido, el mayor interés de mi existencia. ¡Y ahora quizá era demasiado tarde!
Me retorcí las manos y miré alrededor. Ustane estaba sentada junto al lecho y en sus ojos ardía la triste luz de la desesperación. Job gimoteaba —lamento no poder describir su congoja con un término más delicado— ruidosamente. Viendo mis ojos fijos en él, salió al corredor para dar rienda suelta a su aflicción. Evidentemente, la única esperanza residía en Ayesha. Ella y sólo ella —a menos que fuese una impostora, cosa que no podía creer— podía salvarlo. Iría a verla y le rogaría que viniese. Cuando salía con ese propósito, no obstante, entró Job a toda carrera, con sus cabellos erizados de terror.
—¡Oh, que Dios nos ayude, señor! —susurró aterrorizado—, aquí viene un cadáver deslizándose por el corredor.
Por un instante quedé perplejo pero luego, naturalmente, comprendí que debía de haber visto a Ayesha envuelta en sus vestiduras con aspecto de mortaja: engañado por la extraordinaria suavidad de sus ondulantes pasos pudo creer que era un blanco fantasma que se le acercaba flotando. En realidad, la cuestión se aclaró en ese mismo momento, porque Ayesha en persona apareció en la estancia, mejor dicho en la caverna. Job se dio la vuelta y vio su silueta cubierta por una sábana; con un convulsivo alarido de ¡Aquí llega! se precipitó a un rincón y ocultó su cabeza contra la pared, mientras Ustane, adivinando a quién debía pertenecer aquella pavorosa presencia, se prosternó de cara al suelo.
—Llegas en buena hora, Ayesha —dije—, porque mi muchacho está a punto de morir.
—Bien —dijo suavemente—; si no está muerto eso no tiene importancia, porque puedo volverlo a la vida, Holly mío. ¿Ese hombre es tu sirviente? ¿Y ésa es la forma que tus servidores usan para recibir a los extranjeros en tu país?
—Tus vestiduras lo han asustado… Tienen un aspecto fúnebre —repuse.
Ella rió.
—¿Y la muchacha? Ah, ahora comprendo. Es la muchacha de la cual me habías hablado. Bien, pídeles que nos dejen solos y veré a este León tuyo enfermo. No me gusta que los criados observen mi sabiduría.
Por lo tanto dije a Ustane en árabe y a Job en inglés que abandonaran el cuarto; una orden que éste último obedeció en seguida y que estaba contento de obedecer, ya que no podía dominar el miedo. Pero con Ustane era otra cosa.
—¿Qué quiere Ella? —susurró, dividida entre su temor a la terrible Reina y su deseo de permanecer junto a Leo—. Es un derecho de la esposa estar cerca de su esposo cuando éste muere. No, no quiero irme, mi señor Babuino.
—¿Por qué no nos deja esta mujer, Holly mío? —preguntó Ayesha desde el otro extremo de la caverna, mientras se entretenía examinando con indiferencia algunas de las esculturas de la pared.
—No quiere abandonar a Leo —respondí, sin saber qué decir.
Ayesha giró en redondo y, señalando a la muchacha, Ustane, dijo una palabra, una sola, pero fue harto suficiente, porque el tono en que fue dicha equivalía a varios volúmenes.
—¡Vete!
Entonces Ustane se arrastró hacia atrás sobre sus manos y rodillas y se fue.
—Ya lo ves, Holly mío —dijo Ayesha con una risita—, era necesario que yo diese una lección de obediencia a esta gente. Esta muchacha estuvo a punto de desobedecerme, pero es porque no ha visto esta mañana cómo trato a los desobedientes. Bueno, se ha ido; ahora muéstrame al joven.
Se deslizó hacia el lecho en que yacía Leo, con su rostro en la sombra y vuelto en dirección a la pared.
—Tiene una noble figura —dijo y se inclinó sobre él para observar el rostro.
En un segundo su alta y esbelta figura retrocedió tambaleante por la habitación, como si hubiese recibido un disparo o una puñalada; retrocedió vacilante hasta que chocó con la pared de la caverna, mientras brotaba de sus labios el grito más espantoso y sobrenatural que he oído en mi vida.
—¿Qué sucede, Ayesha —grité—. ¿Ha muerto?
Ella se volvió y saltó hacia mí como una tigresa.
—¡Tú, perro! —dijo con su terrible susurro, que se asemejaba al silbido de una serpiente—. ¿Por qué me has ocultado esto?
Alzó su brazo y pensé que iba a matarme.
—¿Qué? —exclamé con el terror más vivo—. ¿Qué?
—¡Ah! —respondió—, tal vez no lo sabías. Entérate, Holly mío, entérate: aquí yace… aquí yace mi perdido Calícrates. Calícrates, que al fin ha vuelto a mí. ¡Yo lo sabía, yo lo sabía! —y comenzó a sollozar y a reír y a conducirse como habitualmente lo hace cualquier dama cuando está un poco trastornada, murmurando—: ¡Calícrates, Calícrates!
«Absurdo», pensé para mi coleto, pero no me animé a decirlo en voz alta; en realidad, en ese momento estaba pensando en la vida de Leo, habiendo olvidado cualquier otra cosa en aquella terrible ansiedad. Temía ahora que él muriese mientras ella «viajaba» con sus recuerdos.
—A menos que seas capaz de auxiliarlo, Ayesha —le apunté a modo de recordación—, tu Calícrates pronto estará fuera del alcance de tu llamada. Seguramente se está muriendo ahora.
—Es verdad —dijo con un arranque—. Oh, ¿por qué no vine antes? No tengo valor…, mi mano tiembla, aun la mía…, y sin embargo es muy fácil. Aquí, Holly, coge esta redoma —y extrajo una fina jarra de arcilla de entre los pliegues de su vestidura—, y vierte el líquido por su garganta. Le curará, si no está muerto. ¡De prisa ahora, de prisa, que se muere!
Lo miré y era verdad: Leo se debatía con la muerte. Vi que su pobre rostro se ponía ceniciento y escuchaba cómo su aliento se volvía un estertor al pasar por su garganta. La redoma estaba cerrada con una pequeña pieza de madera. La quité con mis dientes y una gota del fluido cayó sobre mi lengua. Tenía un sabor dulce, y durante un segundo me produjo un vahído, mientras una niebla cubría mis ojos. Pero por fortuna el efecto pasó tan velozmente como había venido.
Cuando llegué junto a Leo era evidente que expiraba… Movía lentamente su cabeza dorada de un lado a otro y su boca estaba ligeramente abierta. Llamé a Ayesha para que sostuviese la cabeza, y logró hacerlo, pese a que la mujer estaba temblando como la hoja de un árbol o como un caballo asustado. Entonces, forzando la mandíbula para que se abriese un poco más, vertí el contenido de la redoma en su boca. Instantáneamente brotó de ella un vapor, como sucede cuando se agita el ácido nítrico. Esta visión no aumentó mis esperanzas, ya de por sí bastante débiles, acerca de la eficacia del tratamiento.
Sin embargo algo era evidente: los estertores de la agonía habían cesado… Al principio creí que era porque él estaba más allá de ellos, y había cruzado el espantoso río[76]. Su rostro se puso de una palidez lívida y los latidos de su corazón, que ya antes eran muy débiles, parecieron decaer del todo… Sólo los párpados se agitaban un poco aún. Dudando miré a Ayesha, cuyo velo se había deslizado en medio de la excitación cuando se tambaleó a través del cuarto. Aún sostenía la cabeza de Leo y, con una faz tan pálida como la suya, contemplaba su aspecto con tal expresión de agónica ansiedad como jamás había visto. Era evidente que ella no sabía si viviría o moriría. Pasaron lentamente cinco minutos y vi que abandonaba sus esperanzas; su bello rostro oval parecía menguar y ponerse cada vez más delgado bajo la presión de una agonía mental cuyo lápiz dibujaba negras líneas en las cuencas de sus ojos. El rojo coral de sus labios se desvaneció hasta que quedaron tan blancos como la cara de Leo y temblaba lastimosamente. Verla era algo conmovedor: aun en medio de mi propio dolor sentí el suyo propio.
—¿Es demasiado tarde? —tartamudeé.
Ella ocultó su rostro entre las manos y no respondió; yo también me di la vuelta. Pero al hacerlo escuché una respiración profunda y al mirar hacia abajo percibí una línea de color que se deslizaba sobre la cara de Leo, luego otra y otra; tiI fin, maravilla entre maravillas, el hombre que creíamos muerto se volvió sobre un costado.
—¿Has visto? —dije en un susurro.