—No —dijo con voz más suave—; deteneos. Os ruego que permanezcáis de pie. Tal vez llegará pronto el tiempo en que estaréis cansados de estar tendidos. Y rió melodiosamente.
Vi correr un estremecimiento de terror a lo largo de la fila de aquellos infelices sentenciados a muerte; y, villanos malvados como eran, me dieron pena. Pasaron algunos minutos, quizá dos o tres, antes que algo nuevo sucediese, durante los cuales Ella pareció examinar lenta y cuidadosamente a los delincuentes; por supuesto lo dedujimos del movimiento de su cabeza, ya que no podíamos ver sus ojos. Al fin habló, dirigiéndose a mí con un tono tranquilo y deliberado.
—¿Puedes tú reconocer a estos hombres, huésped mío?
—Sí, ¡oh Reina!, a casi todos —dije, y vi cómo me miraban fijamente cuando lo hice.
—Entonces cuéntame a mí y a este gran auditorio la historia que he oído.
Ante este mandato, relaté —en tan pocas palabras como pude— la historia del festín de los caníbales y el intento de torturar a nuestro pobre sirviente. La narración fue recibida en perfecto silencio, tanto por los acusados como por la audiencia y también por la misma Ella. Cuando hube terminado, Ayesha llamó a Billali por su nombre: levantando la cabeza del suelo pero sin incorporarse, el viejo confirmó mi historia. No se requirieron más evidencias.
—Ya lo habéis escuchado —dijo Ella por fin, con una voz clara y fría, muy diferente a su timbre habitual… En realidad, una de las más notables características de esta extraordinaria criatura era que su voz tenía la propiedad de transformarse de una manera maravillosa según el humor del momento—. ¿Qué tenéis que decir, criaturas rebeldes, para que la venganza no caiga sobre vosotros?
Durante algún tiempo no hubo respuesta, pero al fin uno de los hombres, un individuo apuesto y de ancho pecho, edad mediana y una mirada de halcón, habló diciendo que las órdenes que habían recibido eran de no hacer daño a los hombres blancos; nada se había dicho de su sirviente negro; por eso, provocados por una mujer que ya había muerto, procedieron a probar en él la vasija ardiente, según la antigua y honorable costumbre de su país, para después comerlo a su debido tiempo. En cuanto al ataque contra nosotros, se había cometido en un acceso de furia súbita y lo lamentaban profundamente. Concluyó rogando humildemente que la misericordia se extendiera a ellos; o, al menos, que fuesen desterrados a los marjales, para vivir o morir según su suerte; pero vi escrito en sus ojos que tenía pocas esperanzas de perdón.
Luego hubo una pausa y el silencio más profundo reinó sobre toda la escena, que, iluminada como estaba por las llamas vacilantes de las lámparas que arrojaban grandes manchas de luz y sombra sobre los pétreos muros, era tan extraña como ninguna otra que hubiera visto, incluso en aquélla impía tierra. En el suelo, frente al estrado, había filas de cuerpos tendidos, parecidos a cadáveres, de los espectadores más próximos; pero después, sus largas filas se extendían hasta perderse de vista en el fondo tenebroso de la caverna. Por delante de esta extendida audiencia estaban los grupos de los reos, tratando de ocultar su terror natural con la bravía apariencia de la frialdad. A izquierda y derecha se erguían los silenciosos guardias, vestidos de blanco y armados con grandes lanzas y dagas, mientras los hombres y mujeres mudos miraban con duros y curiosos ojos. Y allá, sentada en su bárbaro trono por encima de todos, conmigo a sus pies, estaba la velada mujer blanca cuya belleza y poder aterrador parecía brillar a su alrededor como un halo, o más bien como el resplandor de alguna luz invisible. Nunca había contemplado su forma velada lucir tan terrible como en aquel momento, mientras se concentraba para la venganza.
Al fin llegó ese instante.
—Perros y serpientes —comenzó en voz baja, que gradualmente ganó en fuerza a medida que seguía hasta que todo el ámbito resonó con ella—. Devoradores de carne humana, habéis hecho dos cosas. Primero, habéis atacado a estos extranjeros, siendo hombres blancos, y luego habéis intentado matar a su criado; sólo por esto merecéis la muerte. Pero eso no es todo. Os habéis atrevido a desobedecerme. ¿No había enviado mi palabra hasta vosotros por medio de Billali, mi servidor y padre de vuestra familia? ¿No os había ordenado dar hospitalidad a estos extranjeros, a quienes en cambio habéis intentado dar muerte y que habríais asesinado cruelmente si no fuera porque eran bravos y fuertes entre los hombres? ¿No os han repetido desde la infancia que la ley de Ella es inmutable y el que la infringe, aunque sea por un ápice o una tilde, debe perecer? ¿Acaso mi palabra más simple no es una ley? ¿Acaso vuestros padres no os han hablado de esto desde que érais niños? ¿No sabéis que sería más fácil hacer que estas grandes cavernas se desplomasen sobre vosotros o que el sol se detuviese, que el que mis palabras se vuelvan ligeras o pesadas, de acuerdo con vuestros pensamientos? Bien lo sabéis, malvados. Pero sois todos malvados, malvados de corazón, y la maldad brota de vosotros como una fuente en primavera. De no haber sido por mí, habríais cesado de existir hace generaciones, pues vuestra propia maldad os hubiera empujado a destruiros los unos a los otros. Y ahora, ya que habéis hecho esto, ya que habéis hecho lo posible para que mis huéspedes mueran y, todavía más, ya que habéis osado desobedecer mi palabra, he aquí la sentencia a que os condeno. Debéis ser llevados a la caverna de la tortura[65] y entregados a los torturadores. Aquéllos de vosotros que a la salida del sol de mañana aún estéis vivos, moriréis de la misma forma que ibais a matar al servidor de éstos, mis huéspedes.
Cuando concluyó de hablar, un débil murmullo de horror recorrió la caverna. En cuanto a las víctimas, tan pronto como comprendieron todo el espanto de su condena, perdieron su estoicismo y se arrojaron al suelo, lamentándose y rogando misericordia de una manera que resultaba espantosa de contemplar. También yo me dirigí a Ayesha y le imploré que los perdonase o al menos que se ejecutase su destino de una manera menos espantosa. Pero ella fue dura como el diamante en esta cuestión.
—Holly mío —dijo, hablando otra vez en griego, el cual, para decir la verdad, aunque siempre había sido considerado en esta lengua más erudito que la mayoría, me resultaba difícil seguir, sobre todo por el cambio en la colocación de los acentos. Ayesha, como es natural, hablaba con el acento de sus contemporáneos, en tanto nosotros sólo teníamos la tradición y el acento moderno para guiarnos en la pronunciación exacta—, Holly mío, no puede ser. Si yo demostrase misericordia con estos lobos, tu vida y la de tus compañeros no estarían seguras ni un solo día en este pueblo. Tú no los conoces. Son tigres sedientos de sangre y aun ahora sienten hambre de vuestras vidas. ¿Cómo piensas que gobierno esta gente? Sólo tengo un regimiento de guardias para dar mis órdenes; por lo tanto no es la fuerza mi instrumento de dominio: es el terror. Mi imperio pertenece a la imaginación. Una vez en cada generación, quizá, hago como ahora y mato por la tortura a una veintena. No creas que deseo ser cruel o tomar venganza sobre gentes tan inferiores. ¿Qué puede aprovecharme una venganza sobre tales gentes? Los que viven mucho tiempo, Holly mío, no tienen pasiones, salvo donde tienen intereses. Aunque parezca que doy muerte por iracundia o porque estoy de mal humor, no es así. Habrás visto en el cielo cómo las nubecillas se mueven de aquí a allá sin motivo; sin embargo detrás de ellas está el gran viento, arrastrándolas por su senda donde quiera que esté. Así sucede conmigo, oh Holly. Mis humores y mis cambios son las nubecillas que parecen errar caprichosamente; pero detrás de ellas está el gran viento de mi voluntad, que sopla siempre. No, los hombres deben morir; y morir tal como he dicho.
Luego, volviéndose de pronto hacia el capitán de la guardia, dijo:
—¡He pronunciado mi sentencia, que se cumpla!