Eran cerca de las diez de la noche cuando me tumbé sobre mi cama y comencé a ordenar mis dispersos sentidos, reflexionando acerca de lo visto y oído. Pero, cuanto más reflexionaba, menos podía entenderlo. ¿Había estado loco, bebido, soñando o simplemente había sido víctima de un gigantesco y elaborado engaño? ¿Cómo era posible que yo, un hombre racional, que no desconocía los principales hechos científicos de nuestra historia y hasta ahora un absoluto y total incrédulo acerca de todo ese birlibirloque que en Europa se conoce como lo sobrenatural, fuera capaz de creer que hasta hacía dos minutos había estado conversando con una mujer que tenía más de dos mil años? Esto iba contra la experiencia de la naturaleza humana y era absoluta y totalmente imposible. Tenía que ser una burla; y si era así, ¿qué tenía que hacer yo? ¿Qué decir, también, de las figuras en el agua, de los extraordinarios conocimientos acerca del pasado remoto que poseía aquella mujer y de su ignorancia (o aparente ignorancia) sobre los pormenores de la historia posterior? ¿Qué decir, además, de su maravillosa y terrible hermosura? Esto, de todos modos, era un hecho manifiesto y que iba más allá de la experiencia del mundo. Ninguna simple mujer mortal podría resplandecer con una tal radiación sobrenatural. Acerca de esto, sea como fuere, ella estaba en lo cierto: todo hombre que contemplaba semejante belleza estaba perdido.
Yo era un juez poco experto en tales materias, con la excepción de una penosa experiencia en mi tierna y novata juventud, que había puesto al sexo débil (a veces pienso que éste es un nombre inapropiado) casi por entero fuera de mis pensamientos. Pero ahora, para mi profundo pánico, supe que nunca podría borrar la visión de aquellos ojos gloriosos; y —¡ay de mí!— ésta era la verdadera diablerie[61] de la mujer: mientras horrorizaba y repelía, podía atraer aún en mayor medida. Una persona con la experiencia de dos mil años a sus espaldas, con el dominio de poderes tan tremendos y el conocimiento de un misterio que podía detener a la muerte, merecía ciertamente como ninguna otra mujer que se enamorasen de ella. Pero ¡ay!, no era cuestión de saber si lo merecía o no, porque, hasta donde podía discernir, ya que no era versado en tales asuntos, yo, profesor de mi colegio, conocido por lo que mis conocidos llamaban mi misoginia, y hombre respetable ya entrado en la edad madura, ¡me había enamorado de forma absoluta y sin esperanzas de aquella hechicera blanca! ¡Un desatino; tenía que ser un desatino! Ella me lo había advertido honradamente y yo me había negado a tener en cuenta su advertencia. ¡Maldigo la fatal curiosidad que siempre impulsa al hombre a descorrer el velo de la mujer, y maldigo el impulso natural que la engendra! Causa la mitad —ay, más de la mitad— de nuestros infortunios. ¿Por qué no puede el hombre contentarse con vivir solo y ser feliz, dejando a la mujer que también viva sola y sea feliz? Pero quizá no desean ser felices y no estoy seguro de que entrambos puedan serlo. He aquí un bonito estado de cosas. ¡Yo, a mi edad, cayendo víctima de esta moderna Circe[62]! Pero a la sazón, ella no era moderna, al menos lo negaba. Era casi tan antigua como la Circe original.
Me mesé los cabellos y salté de mi lecho, sintiendo que si no hacía algo perdería la cabeza. ¿Qué quería decir ella acerca del escarabajo? Era el escarabajo de Leo y lo había hallado en el viejo cofre que Vincey dejó en mis habitaciones cerca de veintiún años antes. ¿Podría ser, después de todo, que toda la historia fuese verdad y que las inscripciones en la vasija no fueran una falsificación o la invención de un chiflado olvidado desde hacía mucho tiempo? ¿Y si esto era cierto, era posible que Leo fuera el hombre que Ella estaba esperando…? ¡Todo el asunto era algo falto de sentido! ¿Quién oyó hablar de un hombre que haya nacido otra vez?
Pero si era posible que una mujer pudiese vivir dos mil años, aquello también era posible…, cualquier cosa era posible. Yo mismo podría ser, por cuanto sabía, la reencarnación de algún otro yo olvidado o quizá el último de una larga serie de ancestrales encarnaciones de mí mismo. Bien, ¡Vive la guerre[63]!, ¿por qué no? Sólo que, por desgracia, no tenía recuerdos de esos estados anteriores. La idea era tan absurda, que estallé en carcajadas y, dirigiéndome al retrato en bajorrelieve de un ceñudo guerrero esculpido en la pared de la caverna, lo llamé con voz recia: «¿Quién sabe, viejo…? Tal vez soy tu contemporáneo. ¡Por Júpiter! Tal vez yo fui tú y tú eras yo». Luego me volví a reír enloquecidamente y el eco de mis carcajadas rodó tristemente por el abovedado techo, como si el fantasma del guerrero hiciera resonar el espectro de una risa.
En seguida recordé que no había ido a ver cómo seguía Leo, de modo que, alzando una de las lámparas que ardían junto a mi cama, me quité los zapatos y me deslicé por el corredor hasta la entrada de su cueva dormitorio. La corriente del aire nocturno hacía oscilar suavemente su cortina, como si las manos de su espíritu la moviesen una y otra vez. Me introduje en el aposento abovedado y miré en torno. Había una luz, a cuyo resplandor pude ver que Leo yacía en su lecho, revolviéndose sin descanso en medio de la fiebre, pero adormecido. A su lado, medio tendida en el suelo, medio recostada en la cama de piedra, estaba Ustane. Había cogido una mano de Leo entre las suyas pero ella también dormitaba; los dos formaban un cuadro encantador, o más bien patético. ¡Pobre Leo! Sus mejillas ardían rojas, había sombras oscuras bajo sus ojos y respiraba fatigosamente. Estaba muy enfermo, muy grave; y otra vez me asaltó el horrible temor de que muriese, dejándome solo en el mundo. Pero, si vivía, quizá sería mi rival frente a Ayesha; y si no era el hombre esperado, ¿qué posibilidades tenía yo, de edad madura y aspecto repelente, frente a su juventud y belleza? ¡Y bien, gracias a Dios mi sentido de la equidad no había muerto! Ella no lo había eliminado aún; y mientras permanecía allí rogué al cielo desde el fondo de mi corazón para que mi muchacho, más amado que un hijo, pudiera vivir… ¡ay, aun cuando se comprobase que era el hombre elegido por Ayesha!
Luego me fui tan quedo como había venido, pero tampoco pude dormir; el ver al pobre Leo y pensar que yacía tan enfermo sólo añadió combustible al fuego de mi intranquilidad. Mi cuerpo fatigado y mi mente sobreexcitada mantenían despierta mi imaginación en una actividad preternatural. Ideas, visiones, casi inspiraciones, flotaban ante ella con sobrecogedora vivacidad. En su mayoría eran bastante grotescas, otras eran horribles y algunas rememoraban pensamientos y sensaciones que durante años habían quedado sepultadas en los débris[64] de mi vida pasada. Pero detrás y por encima de todo rondaba la figura de aquella terrible mujer, y a través de aquellas visiones resplandecía su fascinante hermosura. A grandes pasos medía la caverna, arriba y abajo, arriba y abajo.
De pronto observé algo que no había advertido antes: que había una estrecha abertura en el muro de roca. Alcé la lámpara y la examiné; la abertura conducía a un pasadizo. Ahora estaba lo suficientemente sensibilizado como para recordar que no era agradable, en una situación como la nuestra, la existencia de pasadizos que se abrían en nuestras alcobas desde no se sabía dónde. Si había pasadizos, alguien podía venir por ellos; podrían aparecer cuando uno estaba dormido. En parte para ver adonde conducía y en parte por un impaciente deseo de hacer algo, me interné por el pasillo. Conducía a una escalera de piedra, por la cual descendí; la escalera concluía en otro pasillo, o más bien un túnel, que también estaba excavado en la roca viva y corría (por cuanto podía juzgar) exactamente desde la base de la galería que conducía a la entrada de nuestras habitaciones, cruzando la gran caverna central. Me interné por él; estaba tan silencioso como una tumba, pero sin embargo, arrastrado por una sensación o atractivo que no puedo definir, seguí avanzando sin hacer el menor ruido por el pulido y rocoso pavimento con mis pies calzados con calcetines. Había recorrido alrededor de cincuenta yardas, cuando llegué a otro pasadizo que transcurría en sentido perpendicular, y allí me sucedió algo espantoso: la penetrante corriente de aire alcanzó mi lámpara y extinguió su luz, dejándome en la absoluta oscuridad que imperaba en las entrañas de aquel misterioso lugar. Di dos pasos adelante para salvar el túnel que se bifurcaba, sintiéndome terriblemente atemorizado por la posibilidad de volver en la oscuridad confundiendo la dirección, y luego me detuve para reflexionar. ¿Qué podía hacer? No tenía cerillas; era espantoso emprender aquella larga travesía de regreso en la total oscuridad pero tampoco podía permanecer allí toda la noche. Si lo hacía, aquello no podía ayudarme mucho, ya que las entrañas de la roca debían ser tan oscuras a mediodía como a medianoche. Miré hacia atrás por encima de mi hombro: no se percibía ni luz ni sonido alguno. Atisbé hacia adelante en las tinieblas: con seguridad, muy lejos, vi algo que parecía el débil resplandor del fuego. Quizá era una caverna donde podría hallar una luz… De todos modos, merecía investigarse. Lenta y penosamente, me arrastré a lo largo del túnel, tanteando las paredes con la mano y probando con el pie, a cada paso, por miedo a caer en algún pozo. Treinta pasos más… ¡Había una luz, una clara luz que iba y venía, brillando a través de unas cortinas! Cincuenta pasos… ¡Estaba cerca! Sesenta… ¡Oh, cielos!
Había llegado a las cortinas, que estaban entreabiertas, por lo cual pude ver claramente el interior de la pequeña caverna que tenía ante mí. Tenía toda la apariencia de ser una tumba y estaba iluminada por un fuego que ardía en su centro con una llama blanquecina que no producía humo. Allí, a la izquierda, había un banco de piedra con un reborde de unas tres pulgadas de altura. Sobre esta plataforma yacía algo que tomé por un cadáver; de todos modos lo parecía, con algo blanco que lo cubría. A la derecha había un banco similar, cubierto por unas mantas bordadas. Sobre el fuego se inclinaba una forma de mujer; estaba de frente al cadáver y de lado respecto a mí. Se envolvía en un manto oscuro que la ocultaba como la capa de una monja. Parecía clavar la mirada en las fluctuantes llamas. De pronto, mientras yo trataba de decidir lo que iba a hacer, la mujer, con un movimiento convulsivo que sin embargo daba la impresión de una desesperada energía, se puso de pie y arrojó lejos de sí la oscura capa.
¡Era Ella en persona!
Estaba vestida tal como la había visto cuando se despojó de sus velos, con una túnica blanca y ceñida, que se abría escotada sobre su seno y se sujetaba en la cintura con la bárbara serpiente de dos cabezas. Como antes, su ondulado cabello negro caía en grávidas masas sobre su espalda. Pero lo que atrajo mi mirada fue su rostro, que me atrapaba como un vicio, mas no esta vez por su belleza sino por el poder de un fascinado terror. La belleza estaba aún allí, en realidad: pero la agonía, la pasión ciega y el espantoso rencor que se leían en sus temblorosas facciones y en la torturada mirada de sus ojos que miraban hacia lo alto eran tales, que sobrepasan mi poder de descripción.
Durante un momento permaneció inmóvil, con sus manos levantadas por encima de su cabeza; al hacer esto, su blanca vestidura resbaló hasta su dorada cintura, desnudando la enceguecedora hermosura de sus formas. Así se quedó, con sus dedos entrelazados y una espantosa mirada de malevolencia acumulándose cada vez más hondamente en su rostro.
De pronto pensé en qué podía suceder si ella me descubría, y esta reflexión hizo que me sintiese enfermo y débil. Pero, aun si hubiera sabido que moriría si me quedaba allí, no creo que me hubiese movido, porque estaba absolutamente fascinado. A pesar de eso, advertía el peligro que corría. Suponiendo que ella me oyese o me viese a través de la cortina, suponiendo que yo estornudase o que su magia le advirtiese de que la estaban observando…, mi sentencia de muerte sería verdaderamente instantánea.
Sus manos crispadas cayeron a ambos lados de su cuerpo, luego subieron otra vez por encima de su cabeza, y juro por mi honor de testigo viviente que las lívidas llamas del fuego subían y bajaban siguiendo sus movimientos, casi hasta el techo, lanzando un fiero y horrendo resplandor sobre Ella, sobre la blanca figura que yacía bajo la envoltura del sudario y sobre cada voluta y detalle de la gruta artificial.
De nuevo descendieron los marfileños brazos y al tiempo ella habló, o más bien musitó con voz siseante, en árabe y con un tono que me heló la sangre, hasta detener por un segundo mi corazón:
—Maldita sea, maldita sea ella por toda la eternidad.
Los brazos cayeron y la llama saltó. Arriba subieron otra vez y la gran lengua de fuego creció al unísono; y entonces descendieron de nuevo.
—Maldita sea su memoria… Maldita sea la memoria de la egipcia.
Arriba otra vez, y otra vez abajo.
—Maldita sea la hija del Nilo, por su belleza.
—Maldita sea, porque su magia prevaleció sobre la mía.
—Maldita sea, porque ella arrancó a mi amado de mi lado.
Y otra vez la llama menguó y se encogió.
Puso las manos ante sus ojos y, abandonando el tono sibilante, gritó con fuerza:
—¿De qué sirve maldecir?… Ella prevaleció y ha desaparecido.
Luego recomenzó con una energía aún más terrorífica:
—Maldita sea dondequiera que esté. Que mis maldiciones la alcancen dondequiera que esté y perturben su descanso.
—¡Maldita sea a través de los espacios estrellados! ¡Que su sombra sea maldita!
—¡Que mi poder la encuentre aun allí!
—¡Que me escuche aun allí! ¡Que se oculte en la negrura!
—¡Que caiga en el pozo de la desesperación, porque algún día la encontraré!
Una vez más la llama descendió y otra vez ella cubrió sus ojos con las manos.
—¡No sirve de nada…, no sirve! —sollozó—. ¿Quién puede alcanzar a los que duermen? Ni siquiera yo puedo alcanzarlos.
Una vez más comenzó sus impíos ritos.
—¡Que sea maldita cuando nazca otra vez! ¡Que nazca maldita!
—¡Que sea maldita del todo desde la hora de su nacimiento hasta que el sueño la alcance!
—Sí, entonces, que ella sea maldita; porque entonces la alcanzaré con mi venganza y la destruiré por completo.
Y así proseguía. La llama se elevaba y descendía, reflejándose en sus agónicos ojos; el sibilante sonido de sus terribles maldiciones (y ninguna de mis palabras puede dar a entender cuán terribles eran) resonaban en los muros y morían en pequeños ecos; la fiera luz y la profunda tiniebla alternaban sobre la blanca y espantosa forma extendida sobre aquel féretro de piedra.
Pero al fin pareció quedar agotada y cesó en sus anatemas. Se sentó en el suelo rocoso, sacudió la densa nube de sus hermosos cabellos sobre su rostro y su pecho, y comenzó a sollozar de una manera terrible, en la tortura de una desgarradora desesperación.
—Dos mil años —gimió—, dos mil años he esperado y soportado; pero a pesar de que los siglos han sucedido a los siglos y el tiempo ha dado lugar al tiempo, el aguijón de la memoria no ha cesado y la luz de la esperanza no es más brillante. ¡Oh! ¡Haber vivido dos mil años con toda mi pasión devorando el corazón y con mi pecado siempre presente! ¡Oh, la vida no puede traer el olvido para mí! ¡Oh, por los tediosos años que corren y tantos como aún han de venir y eternos e interminables y sin fin! ¡Amor mío! ¡Amor mío! ¡Amor mío! ¿Por qué ese extranjero te ha devuelto a mí de esta manera? Hace quinientos años que no sufría tanto. Oh, si he pecado contra ti, ¿no he borrado ya el pecado? ¿Cuándo volverás a mí, que lo tengo todo, y sin embargo sin ti no tengo nada? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? Y tal vez ella, tal vez esa egipcia mora contigo allí donde estés y se burla de mi memoria. ¿Oh, por qué no he muerto contigo, yo, que te he matado? ¡Ay, que no pueda yo morir! ¡Ay, ay!
Cayó postrada sobre el suelo y sollozó y lloró hasta que pensé que estallaría su corazón. De pronto dejó de llorar, se puso de pie, arregló sus vestiduras y, sacudiendo hacia atrás con impaciencia sus largas guedejas, cruzó rápidamente hacia donde la figura yacía sobre la piedra.
—¡Oh, Calícrates! —gritó, y yo temblé ante ese nombre—. Quiero mirar tu rostro otra vez, aunque me angustie. Hace ya una generación que no te miraba, ya que te di muerte…, te di muerte con mi propia mano.
Con dedos temblorosos cogió un extremo de la envoltura, parecida a una mortaja, que envolvía la figura que yacía sobre el féretro de piedra, y permaneció en suspenso un momento. Cuando habló otra vez, fue como un pavoroso susurro, como si la idea que expresaba fuese terrible incluso para ella misma.
—¿Te levantaré? —dijo, dirigiéndose evidentemente al cadáver—. ¿Te levantaré para que estés ante mí como antaño? Puedo hacerlo.
Alzó los brazos sobre el amortajado muerto, mientras su cuerpo entero se tornó rígido y terrible de ver, y sus ojos se ponían fijos y apagados. Retrocedí horrorizado tras la cortina, mientras mi cabello se erizaba en mi cabeza y, ya sea fruto de mi imaginación o de un hecho que era incapaz de explicar, me pareció ver que la quieta figura oculta por el sudario comenzaba a palpitar y la mortaja a levantarse, como si cubriese el pecho de alguien que duerme. De pronto ella bajó las manos y me pareció que el movimiento del cadáver cesaba.
—¿Con qué fin? —dijo ella lúgubremente—. ¿De qué sirve hacer volver la apariencia de la vida cuando no puedo llamar al espíritu? Aun si te levantaras ante mí, no podrías reconocerme y no podrías hacer sino lo que yo te ordenase. La vida que habría en ti sería mi vida y no la tuya, Calícrates.
Por unos instantes permaneció allí cavilando y luego se dejó caer sobre sus rodillas ante el cuerpo y comenzó a apoyar sus labios en la mortaja, mientras lloraba. Había algo tan horrible en el espectáculo de esta mujer que inspiraba terror abandonándose a su pasión sobre el muerto —mucho más horrible que cuanto lo había precedido—, que no pude soportar más su contemplación. Volviéndome atrás, comencé a arrastrarme con lentitud por el oscuro pasadizo en declive, estremeciéndome todo entero mientras pensaba, con el corazón tembloroso, que había tenido la visión de un alma en el infierno.
Allá fui tropezando, sin saber cómo. Dos veces caí, una vez torcí por el pasaje bifurcado, pero afortunadamente descubrí a tiempo mi error. Me arrastré a lo largo del pasadizo durante veinte minutos o quizá más, hasta que al fin advertí que había pasado de largo la escalera por la que había bajado. Entonces, completamente exhausto y muerto de miedo, me arrojé al suelo de piedra cuan largo era y me sumergí en el olvido.
Cuando volví en mí, vislumbré un débil rayo de luz en el pasadizo, exactamente por delante. Me arrastré hacia allí y descubrí que era la pequeña escalera, por donde se introducía a hurtadillas el débil amanecer. Subí por ella y llegué a mi cuarto a salvo; me eché sobre la cama y pronto me sumí en el sueño, o más bien en una especie de sopor.