XIII
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Ayesha se descubre

—¡Vaya! —dijo Ella—, ¡ya se ha ido este viejo tonto de barba blanca! Ah, cuan pequeña es la sabiduría que un hombre adquiere durante su existencia. La acumula como si fuese agua, y como el agua se desliza entre sus dedos. Aun así, cuando sus manos están apenas húmedas, como cubiertas de rocío, he aquí que una generación de tontos exclama: «¡Mirad, es un sabio!» ¿No es así? Pero ¿cómo te llaman? «Babuino», dijo el viejo —y rió—; mas ésa es una costumbre de estos salvajes que carecen de imaginación y recurren a las bestias, sus parientes, para buscar nombre. ¿Cómo te llaman en tu propio país, extranjero?

—Me llaman Holly, oh Reina —respondí.

—Holly —dijo ella, pronunciando la palabra con dificultad y sin embargo con el acento más encantador—; ¿y qué significa Holly?

—Holly es un árbol espinoso —contesté.

—Ya. Y bien, eres espinoso y además te pareces a un árbol. Eres fuerte y feo, pero, si mi saber no se equivoca, eres honesto de alma y como un báculo para apoyarse. También eres alguien que piensa. Pero no te quedes ahí, Holly. Entra y siéntate a mi lado. No quiero verte arrastrándote como esos esclavos ante mí. Estoy cansada de su adoración y su terror; a veces, cuando me irritan, puedo maldecirlos para entretenerme, y ver como el resto empalidece hasta el fondo de su corazones.

Diciendo esto, sostuvo la cortina con su mano de marfil para que pudiese pasar. Entré, estremeciéndome. Esta mujer era verdaderamente terrible. Detrás de la cortina había un gabinete, de unos doce pies por diez, con un diván y una mesa donde había fruta y agua burbujeante. Junto a ella, al fondo, había un ánfora parecida a una fuente, labrada en piedra tallada, llena también de agua pura. El lugar estaba suavemente iluminado con lámparas formadas por aquellas hermosas vasijas de las que ya he hablado. El aire y las cortinas estaban cargados de un sutil perfume. También parecían emanar perfume los gloriosos cabellos y las blancas vestiduras colgantes de la misma Ella. Entré en la pequeña habitación y quedé indeciso.

—Siéntate —dijo Ella señalando el diván—. Por ahora no tienes motivos para temerme. Y si tuvieras motivo no sería por mucho tiempo, porque te mataría. Por tanto, deja que tu corazón se tranquilice.

Me senté a los pies del diván, cerca del depósito de agua parecido a una fuente y Ella se dejó caer suavemente en el otro extremo.

—Ahora, Holly —dijo—, explícame cómo llegaste a hablar el árabe. Es mi propia y querida lengua, porque árabe soy de nacimiento, incluso «al Arab al Ariba», una árabe entre árabes y de la raza de nuestro padre Yárab, el hijo de Kâhtan, porque en aquella hermosa y antigua ciudad de Ozal he nacido, en la provincia de Yaman el Feliz. Sin embargo tú no hablas como solíamos hacerlo. Te falta la música que tenía la dulce lengua de las tribus de Hamyar que yo acostumbraba escuchar. Algunas palabras parecen haber cambiado, tal como sucede entre esos amahagger, que han degradado y profanado su pureza; por eso debo hablar con ellos en algo que es para mí otro lenguaje[54].

—Lo he estudiado —contesté— durante muchos años. También se habla en Egipto y en otros lugares.

—De modo que aún se habla, ¿y aún existe Egipto? ¿Y qué faraón ocupa ahora el trono? ¿Es aún un retoño del persa Ochus o se han ido los aqueménidas porque están lejos de los días de Ochus?

—Los persas han abandonado Egipto hace casi dos mil años y desde entonces los ptolomeos, los romanos y muchos otros han florecido, ejerciendo su imperio sobre el Nilo; y han caído, cuando llegó su hora —dije estupefacto—. ¿Qué puedes tú saber del persa Artajerjes?

Ella rió sin responder; y otra vez un escalofrío helado me recorrió el cuerpo.

—Y Grecia —dijo—; ¿existe aún Grecia? Ah, yo amé a los griegos. Eran hermosos como el día, e inteligentes. Pero crueles de corazón y volubles, a pesar de todo.

—Sí —dije—, Grecia existe aún y precisamente ahora su pueblo es de nuevo independiente. Empero, los griegos de hoy no son como los de los viejos tiempos, y la misma Grecia no es más que un remedo de lo que fue.

—¡Ya! ¿Y los hebreos están todavía en Jerusalén? ¿Se alza todavía el templo que construyó el Rey Sabio[55] y, si es así, a qué Dios adoran? ¿Ha llegado su Mesías, al cual alababan tanto y que profetizaban constantemente? ¿Es Él quien domina el mundo?

—Los judíos fueron destruidos y tuvieron que irse. Los fragmentos de su pueblo están desparramados por el mundo y Jerusalén ya no existe como entonces. En cuanto al templo que edificó Herodes…

—¡Herodes! —dijo Ella—. No lo conozco, pero continúa.

—Los romanos lo quemaron y sus águilas aletearon sobre sus ruinas. Actualmente Judea es un desierto.

—¡Así es, así es! Esos romanos eran un gran pueblo y sabían ir derechos a su objetivo… Ay, corrían hacia él como el destino o como sus propias águilas, hasta alcanzar su presa… Y dejaban la paz tras ellos.

—«Solitudinem faciunt, pacem appellant[56]» —sugerí.

—¡Ah!, también sabes hablar la lengua latina —dijo sorprendida—. Suena extrañamente en mis oídos después de tanto tiempo, y me parece que tu acento no cae donde lo ponían los romanos. ¿Quién escribió esto? No conozco el dicho, pero es una verdad de aquel gran pueblo. Parece que he hallado un hombre sabio…, uno cuyas manos han retenido el agua del conocimiento humano. ¿Sabes también el griego?

—Sí, oh Reina, y algo de hebreo; pero no los hablo correctamente. Todas ellas son lenguas muertas actualmente.

Ella palmoteo con un gesto de júbilo infantil:

—Oh, Holly, tú que eres un feo árbol, de la verdad has bebido los frutos de la sabiduría —dijo—; pero estos judíos que odio, porque me llamaron pagana cuando quise hablarles de mi filosofía…, dime: ¿vino el Mesías que esperaban y gobierna ahora el mundo?

—Su Mesías vino —respondí reverente—; pero vino pobre y humilde, y ellos no quisieron saber nada de Él. Lo azotaron y crucificaron en un madero, pero sus palabras y sus obras perviven aún, porque es el Hijo de Dios y la verdad que trajo gobierna la tierra; pero eso no es un imperio de este mundo.

—Ah, esos lobos fieros de corazón —exclamó ella—, los seguidores de los Sentidos y de muchos dioses…, codiciosos de la ganancia y propensos a la revuelta. Aún puedo ver sus rostros oscuros. ¿De modo que crucificaron a su Mesías? Bien puedo creerlo. Que Él fuese un Hijo del Espíritu Viviente no significaría nada para ellos, si es que realmente lo era; pero de esto hablaremos más tarde. Poco les importaría a ellos un dios, si Él no llegaba con pompa y poderío. Ellos, el pueblo elegido, el vaso de Aquel a quien llaman Jehovah. Ay, el vaso de Baal y el vaso de Astoreth, y el vaso de los dioses de los egipcios…, un pueblo que todo lo digiere, sediento de lo que les traiga riquezas y poder. ¿De modo que crucificaron a su Mesías porque llegó de humilde manera… y ahora han sido desperdigados de su tierra? Vaya, si recuerdo bien, uno de sus profetas dijo que eso iba a suceder. Bien, dejémoslos a su suerte… Esos judíos quebraron mi corazón e hicieron que viera el mundo con malos ojos; ay, y me empujaron a este desierto, este lugar que perteneció a un pueblo más remoto que ellos. Cuando les quise enseñar la sabiduría en Jerusalén, me apedrearon, ay, en la puerta del templo; ¡esos hipócritas de barba blanca y esos rabinos lanzaron al pueblo contra mí para que me lapidasen! ¡Mira, aquí está la marca de aquel día!

Con súbito movimiento ella levantó la envoltura de gasa de su redondeado brazo y señaló una pequeña cicatriz que se veía roja sobre su blancura de leche.

Yo retrocedí horrorizado.

—Perdóname, oh Reina —dije—, pero estoy perplejo. Cerca de dos mil años han transcurrido sobre la tierra desde que el Mesías judío pendió de su cruz en el Gólgota. ¿Cómo, pues, has podido enseñar tu filosofía a los judíos antes que Él existiera? Eres una mujer, no un espíritu. ¿Cómo puede una mujer vivir dos mil años? ¿Por qué me confundes, oh Reina?

Ella se reclinó en el diván y una vez más sentí que los ojos ocultos se paseaban sobre mí y escudriñaban mi corazón.

—¡Ah, hombre! —dijo al fin, hablando muy lentamente y con deliberación—, parece que todavía hay cosas en la tierra de las que nada sabes. ¿Crees todavía que todas las cosas mueren, como aquellos judíos opinaban? Yo te digo que nada muere. No existe eso que se llama muerte, aunque hay algo que es el cambio. Mira —señaló algunas esculturas de la pared rocosa—, tres veces dos mil años han pasado desde que el último de aquella gran raza que labró estas figuras cayó ante el hálito de la pestilencia que los destruyó; y sin embargo no están muertos. Aun ahora ellos viven; quizá sus espíritus nos rodean en este mismo momento —ella miró en tornen—. Te aseguro que a veces me parece que mis ojos los ven.

—Sí, pero para el mundo han muerto.

—Ah, por algún tiempo; pero hasta para el mundo ellos nacen de nuevo, una y otra vez. Yo misma, yo, Ayesha[57] (porque ése, extranjero, es mi nombre), te digo que estoy esperando que alguien a quien he amado vuelva a nacer. Y aquí me he quedado hasta que él me encuentre, sabiendo con certeza que hacia aquí vendrá, y que aquí, solamente aquí, me dará la bienvenida. ¿Por qué crees tú que yo, que soy todopoderosa; yo, que soy más bella que la griega Helena[58], a quien solían cantar; yo, que poseo una sabiduría mayor, ay, mucho mayor que la de Salomón el Sabio; yo, que conozco los secretos de la tierra y sus riquezas y que puedo hacer que todas estas cosas se sometan a mi servicio; yo, que incluso temporalmente he superado el cambio, eso que tú llamas muerte… ¿Por qué, oh extranjero, crees que convivo aquí con unos bárbaros inferiores a las bestias?

—No lo sé —dije humildemente.

—Porque espero al que amo. Mi vida quizá ha sido malvada, no sé, ¿porque, quién puede decir lo que es malo y lo que es bueno? Por eso temo morir, si pudiera morir, cosa que no puedo hacer hasta que mi hora llegue, pues, si fuera a buscarlo, podría alzarse un muro entre nosotros que quizá no sabría derribar; por último, eso me da miedo. Seguramente sería fácil también perder el camino en una búsqueda a través de esos grandes espacios donde los planetas vagabundean desde siempre. Pero el día llegará (podrá ser cuando cinco mil años más hayan pasado y se hayan perdido y mezclado en la bóveda del tiempo, así como las pequeñas nubes se pierden en las tinieblas de la noche, o podrá ser mañana) en que mi amor habrá nacido otra vez; entonces, siguiendo la ley que es más fuerte que todo designio humano, me encontrará aquí, donde una vez me conoció. De seguro su corazón se enternecerá frente a mí, aunque he pecado contra él; ah sí, aun si no me reconoce me amará, aunque sólo sea por amor a mi belleza.

Por unos instantes me quedé sin habla y no pude responder. La cuestión era demasiado abrumadora para que mi intelecto la pudiera asir.

—Pero aun en ese caso, oh Reina —dije al fin—, aun si los hombres nacen una y otra vez, eso no es lo que sucede contigo, si hablas verdad —en este punto ella me contempló con agudeza, y otra vez sentí el relampagueo de aquellos ojos ocultos—. Tú —me apresuré a decirle—, ¿no has muerto nunca?

—Así es —dijo—, y eso fue así porque, mitad por suerte y mitad por ciencia, resolví uno de los grandes secretos del universo. Dime, extranjero: si la vida existe…, ¿por qué entonces no puede ser prolongada durante un cierto lapso? ¿Qué son diez, veinte o cincuenta mil años en la historia de la vida? Porque en diez mil años la lluvia y las tempestades apenas disminuyen en un palmo de espesor la cima de una montaña. En dos mil años estas cavernas no han cambiado, como no han cambiado los animales y el hombre, que es como los animales. Debes comprender que nada de esto es extraordinario. La vida es extraordinaria, sí, pero que ésta pueda ser prolongada un poco no es algo extraño. La naturaleza tiene un espíritu que la anima, al igual que el hombre, que es hijo de la naturaleza. Quien pueda hallar ese espíritu y proyectarlo sobre sí vivirá de su vida. No vivirá eternamente, porque tampoco la naturaleza es eterna y ella misma debe morir, así como la naturaleza de la luna ha muerto. La naturaleza debe morir, digo, o más bien cambiar y dormir hasta que llegue el tiempo en que deberá vivir de nuevo. ¿Pero cuándo morirá? Todavía no, imagino. Y mientras viva, aquellos a quienes ha entregado sus secretos vivirán con ella. Todo lo que tengo, si es que tengo algo, quizá no es más que lo que tuvo cualquiera que vivió antes que yo. Ahora bien, te digo que sin duda esto es un gran misterio, por tanto no querría abrumarte ahora con ello. En otra oportunidad te contaré más cosas, si mi ánimo es propicio, a pesar de que tal vez nunca hable de esto otra vez. ¿Deseas saber cómo supe que llegábais a esta tierra, y cómo salvé vuestras cabezas de la vasija ardiente?

—Sí, oh Reina —respondí débilmente.

—Entonces observa el agua —señaló el recipiente parecido a una fuente y luego, inclinándose hacia adelante, alzó su mano sobre el mismo.

Me levanté y observé: instantáneamente el agua se oscureció. Luego se aclaró y pude ver en ella con tanta nitidez como nunca vi nada en mi vida… Pude ver, dije, nuestra embarcación en aquel horrible canal. Allí estaba Leo, dormido en el fondo, cubierto con una chaqueta que lo protegía de los mosquitos hasta ocultarle el rostro. Job, Mahomed y yo mismo, estábamos remolcando el barco desde la orilla.

Retrocedí despavorido y exclamé que aquello era magia, porque reconocí toda la escena… Era como si estuviese ocurriendo.

—No, no; ¡oh Holly! —respondió—. La magia es un sueño de la ignorancia. No es algo mágico, sino el conocimiento de los secretos de la naturaleza. El agua es mi espejo; en ella veo lo que pasa si consigo convocar las imágenes, lo cual no sucede a menudo. Ahí dentro puedo mostrarte lo que quieras del pasado, si tiene que ver con algo de este país y que yo conozco, o algo que tú, el observador, has conocido. Piensa en un rostro, si lo deseas, y será reflejado en el agua desde tu mente. No conozco todavía todos sus secretos… No puedo leer nada en el futuro. Pero éste es un secreto antiguo; no lo he descubierto. En Egipto y en Arabia las hechiceras lo conocían hace siglos. De tal modo, un día se me ocurrió pensar en ese viejo canal (habían pasado veinte siglos desde que había desembarcado en él) y me propuse verlo otra vez. Entonces miré y vi la barca y tres hombres que caminaban. También había otro, cuyo rostro no pude ver, pero que era un joven de nobles formas, que estaba durmiendo en el fondo de la embarcación. Así fue como envié el mensaje y os salvé. Y ahora adiós. Pero espera, cuéntame de ese joven…, el León, como lo llama el anciano. Hubiese querido verlo también, pero está enfermo, ya sabes…, enfermo de fiebres, y además fue herido en la refriega.

—Está muy enfermo —repliqué con tristeza—. ¿No podrías hacer algo por él, ¡oh Reina!, tú que sabes tanto?

—Claro que puedo. Puedo curarlo; pero ¿por qué hablas con tanta tristeza? ¿Quieres al joven? ¿Es acaso tu hijo?

—Es mi hijo adoptivo, ¡oh Reina! ¿Debo traerlo ante tu presencia?

—No. ¿Cuánto tiempo hace que cogió las fiebres?

—Hace tres días.

—Bien; déjalo descansar un día más. Entonces quizá se recobre por sus propias fuerzas y eso es mejor que verse sometido a mi curación, porque mi medicina es de tal suerte que sacude la vida en su propia ciudadela. No obstante, si mañana por la noche, a la misma hora en que la fiebre le atacó, no ha comenzado a mejorar, entonces iré yo a verlo y lo curaré. Espera, ¿quién lo cuida?

—Nuestro servidor blanco, al que Billali llama el Cerdo. También —aquí hablé con una ligera vacilación— una mujer llamada Ustane, una mujer muy hermosa de este país, que vino y lo besó cuando lo vio por primera vez, y desde entonces se quedó con él, de acuerdo con lo que según creo es la costumbre de tu pueblo, oh Reina.

—¡Mi pueblo! No me hables de mi pueblo —respondió presurosa—; estos esclavos no son mi pueblo. Sólo son perros que cumplen mis mandatos hasta el día en que llegue mi liberación. Y en cuanto a sus costumbres, nada tengo que ver con ellas. Además, no me llames Reina: estoy cansada de honores y títulos; llámame Ayesha, este nombre tiene un dulce sonido en mis oídos: es un eco del pasado. En cuanto a esa Ustane, no la conozco. Me pregunto si será ella la mujer contra la cual debo estar prevenida, y a quien yo a mi vez amenacé. Voy a ver si es ella.

Inclinándose hacia adelante, pasó su mano sobre la fuente de agua y observó atentamente su interior:

—Mira —dijo tranquilamente—, ¿es ésta la mujer?

Miré dentro del agua y allí, espejada en su plácida superficie, vi la silueta del soberbio rostro de Ustane. Estaba inclinada hacia adelante, con una expresión de infinita ternura en sus facciones, observando algo que estaba debajo de ella, con sus rizos castaños cayendo sobre su hombro derecho.

—Es ella —dije en voz baja, porque una vez más me sentía muy perturbado ante aquella visión poco común—. Vigila el sueño de Leo.

—¡Leo! —dijo Ayesha con voz ausente—; pues eso quiere decir «león» en la lengua latina. El anciano ha encontrado un nombre apropiado esta vez. Es extraño —prosiguió hablando consigo misma—, de lo más extraño. Es como si… ¡Pero no es posible!

Con un gesto de impaciencia pasó su mano sobre el agua una vez más. Se oscureció y la imagen fue desapareciendo en silencio, tan misteriosamente como había surgido. Una vez más la luz de la lámpara, sólo ella, brilló en la plácida superficie de aquel límpido espejo viviente.

—¿Tienes algo que preguntarme antes de que te vayas, oh Holly? —dijo ella después de unos momentos de reflexión—. Sólo podrás llevar aquí una vida rústica, porque este pueblo es salvaje y no conoce los hábitos de un hombre culto. No es que eso me moleste; contempla mi comida —señaló la fruta colocada sobre la mesita—. Nada que no sea fruta pasa por mis labios…, fruta, pasteles de harina y un poco de agua. He pedido a mis muchachas que te sirvan. Son mudas, como ya sabes, sordas y mudas; por eso son las servidoras más seguras, salvo para quienes pueden leer sus rostros y sus señas. Las creé así… Me llevó muchos siglos y muchos trabajos, pero al fin pude triunfar. Antes tuve otro éxito, pero la raza era demasiado fea, por eso la dejé morir. Pero, como tú ves, son otra cosa. También logré una vez una raza de gigantes, pero después de un tiempo la naturaleza los rechazó y se extinguieron. ¿Deseas preguntarme algo?

—Sí, una cosa, oh Ayesha —dije con osadía; pero sintiéndome sin duda mucho menos osado de lo que aparentaba—. Quisiera ver tu rostro.

Ella se rió, con sus notas de campanillas.

—Reflexiona, Holly —respondió—. Reflexiona. Parece que conoces los viejos mitos de los dioses de Grecia. ¿No había uno, Acteón, que pereció miserablemente porque contempló a una beldad sobrehumana? Si te muestro mi rostro, quizá perezcas también miserablemente; quizá un impotente deseo devore tu corazón; porque debes saber que no soy para ti… Yo no soy de ningún hombre, salvo de uno que existió una vez y que aún no ha vuelto a ser.

—Como quieras, Ayesha —dije—. No temo tu belleza. He apartado mi corazón de vanidades tales como la belleza femenina, que se marchita como una flor.

—No, te equivocas —dijo Ayesha—, porque no se marchita. Mi belleza perdurará lo mismo que yo; no obstante, si lo deseas, oh temerario, serás satisfecho. Pero no me maldigas si la pasión cabalga tu razón, como los domadores egipcios acostumbraban montar a un potro, y te guía a donde no quieras llegar. Nunca el hombre a quien fue revelada mi belleza sin velos pudo apartarla de su mente; por eso aun entre estos salvajes voy oculta, no sea que intenten molestarme y deba matarlos. Di, ¿quieres verme?

—Sí, quiero —respondí, mientras me dominaba la curiosidad.

Ella levantó sus blancos y redondeados brazos —nunca vi antes brazos semejantes— y lentamente, muy lentamente, quitó alguna ligazón que había bajo sus cabellos. Entonces, de súbito, las largas envolturas parecidas a una mortaja cayeron al suelo y mis ojos se pasearon por su figura, que ahora estaba únicamente vestida con una túnica blanca que se ceñía al cuerpo y que sólo servía para mostrar su perfecta e imperial forma, animada por una vida que era más que vida y por cierta gracia serpentina que era más que humana. Sus pequeños pies calzaban sandalias aseguradas con tachones de oro. Luego seguían los tobillos más perfectos que jamás soñara un escultor. Alrededor de su cintura la blanca túnica estaba ceñida por una serpiente de oro puro de dos cabezas; más arriba sus graciosas formas se desarrollaban en líneas tan puras como encantadoras, hasta que la túnica concluía en el níveo y argentado pecho sobre el cual sus brazos estaban cruzados. Miré por encima de ellos su rostro y —no exagero— retrocedí enceguecido y pasmado. Había oído hablar de la belleza de las criaturas celestiales, ahora la veía; sólo que esta belleza, con todo su terrible encanto y su pureza, era perversa… o más bien, en ese momento, me impresionó como perversa. ¿Cómo podría describirla? No puedo… ¡Sencillamente no puedo! No existe el hombre cuya pluma pueda transmitir el sentido de lo que vi. Podría hablar de los grandes y cambiantes ojos del negro más suave y profundo, del sonrosado rostro, de la amplia y noble frente desde donde el cabello caía hacia abajo; de las delicadas y perfectas facciones. Pero bellos, excelsos como eran sus formas y rostro, no podían explicar su encanto. Residía más bien —si pudiera decirse que residía en algún lugar determinado— en una visible majestad, en una gracia imperial, en un sello divino de sereno poderío que resplandecía en aquel radiante semblante como un halo viviente. Hasta entonces nunca había sospechado cuán sublime podía ser la belleza… Y sin embargo esa sublimidad era oscura…, la gloria no era del todo celestial…, pero no por eso era menos gloriosa. Aunque el rostro que tenía ante mí era el de una joven mujer que ciertamente no tenía más de treinta años, de salud perfecta y en el primer florecimiento de una madura belleza, había sin embargo estampado en él un sello de indecible experiencia y de profundo conocimiento del dolor y la pasión. Ni siquiera la adorable sonrisa que jugueteaba en los hoyuelos de su boca podía ocultar esa sombra de pecado e infortunio. Brillaba hasta en la luz de sus gloriosos ojos; estaba presente en su aura majestuosa y parecía decir: «Contémplame, adorable como ninguna mujer ha sido o es, inmortal y semidivina; la memoria me acosa a través de los tiempos y la pasión me lleva de la mano… He hecho el mal y con dolor adquirí el conocimiento a través de los siglos. Y de siglo en siglo el mal que hice y el pesar que he conocido me siguen hasta que la redención llegue».

Conducido por alguna fuerza magnética que no podía resistir, dejé que mis ojos se demoraran en sus brillantes pupilas y sentí que una corriente pasaba de ellas hacia mí, hasta quedar aturdido y medio ciego.

Ella rió… ¡Ah, cuán musicalmente! Y sacudió su cabecita en mi dirección, con un aire de sublime coquetería que habría hecho justicia a una Venus Victrix[59].

—¡Hombre imprudente! —dijo—; como Acteón, has cumplido tu deseo; sé prudente, para que no te suceda como a él y debas perecer miserablemente, despedazado por los sabuesos de tus propias pasiones. Yo también, oh Holly, soy una diosa virgen, que ningún hombre puede conmover, salvo uno que no eres tú. Di, ¿has visto lo suficiente?

—He visto la belleza y me ha dejado ciego —dije con ronca voz, alzando la mano para cubrirme los ojos.

—¿Ves? ¿Qué te había dicho? La belleza es como el rayo, es hermosa pero destruye…, especialmente a los árboles, ¡oh Holly! —y otra vez sacudió la cabeza y rió.