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Especulaciones

Una hora después de habernos decidido por fin a partir, cinco literas estaban alistadas frente a la puerta de la caverna. Cada una de ellas estaba acompañada por cuatro porteadores regulares y dos de refresco, así como por una compañía de alrededor de cincuenta amahagger que servirían de escolta y a la vez transportarían el equipaje. Tres de estas literas, naturalmente, eran para nosotros y una cuarta para Billali, que para mi inmenso alivio iba a ser nuestro acompañante. En cuanto a la quinta litera, suponía que iba a ser para el uso de Ustane.

—¿La dama vendrá con nosotros, padre mío? —pregunté a Billali, que estaba allí supervisando todas las cosas.

Se encogió de hombros y respondió:

—Si ella quiere. En este país las mujeres hacen lo que les place. Nosotros las adoramos y les dejamos hacer su voluntad, porque sin ellas el mundo no podría seguir; ellas son la fuente de la vida.

—Ah —dije—. El asunto nunca se me había presentado antes con esa perspectiva.

—Nosotros las adoramos —prosiguió—, hasta cierto punto, hasta el punto en que se vuelven insoportables, lo cual —añadió—, sucede aproximadamente cada segunda generación.

—¿Y entonces que hacéis? —pregunté con curiosidad.

—Entonces —respondió con una tenue sonrisa—, nos rebelamos y matamos a las más viejas como ejemplo para las jóvenes, y para demostrarles que nosotros somos los más fuertes. Mi pobre esposa murió de esta manera hace tres años. Fue muy doloroso, pero para decirte la verdad, hijo mío, mi vida ha sido más feliz desde entonces, porque la edad me protege de las jóvenes.

—En síntesis —repliqué, citando la frase de un político cuya sabiduría aún no ha iluminado la oscuridad de los amahagger—, has adquirido una situación donde tienes la mayor libertad con la menor responsabilidad.

Esta frase lo dejó algo perplejo al principio, debido a su vaguedad, aunque pienso que mi traducción expresaba su sentido con exactitud; al fin comprendió y dio a entender que la apreciaba.

—Sí, sí, mi Babuino —dijo—. Ahora comprendo. Pero ahora todas las «responsabilidades han muerto», al menos algunas de ellas, y por eso actualmente hay tan pocas mujeres viejas. Bien, ellas se lo buscaron. En cuanto a esta muchacha —prosiguió con voz grave—, no sé que decir. Es una muchacha valiente y ama al León; tú has visto cómo se abrazó a él y salvó su vida. Además, de acuerdo con nuestra costumbre, ella está casada con él y tiene derecho a seguirlo donde vaya. A menos —añadió significativamente—, que Ella le ordene lo contrario; su palabra está por encima de todos los derechos.

—¿Y si Ella ordena que lo abandone y la muchacha rehúsa, qué sucedería?

—Si el huracán ordena al árbol que se incline y éste se opone, ¿qué sucede? —dijo Billali encogiéndose de hombros.

Luego, sin esperar una respuesta, se volvió y caminó hacia su litera. Diez minutos después, ya estábamos en camino.

Nos llevó más de una hora atravesar la cavidad de la planicie volcánica y otra media hora escalar su borde por la ladera más alejada. Una vez allí, por cierto, el paisaje era espléndido. Ante nosotros se extendía una larga y empinada pendiente herbosa, interrumpida aquí y allá por macizos de árboles, espinos en su mayoría. Al fondo de esta suave ladera, a unas nueve o diez millas de distancia, pudimos descubrir un oscuro mar de ciénagas, sobre el cual los fétidos vapores flotaban como el humo sobre una ciudad. Los porteadores bajaban fácilmente por las laderas, y hacia mediodía habíamos alcanzado las orillas de la funesta ciénaga. Allí hicimos alto para el almuerzo y luego, siguiendo un sendero tortuoso y lleno de recodos, desembocamos en el marjal. Para nuestros ojos no habituados, el sendero se presentaba tan borroso que apenas se distinguía de los trazados por las bestias acuáticas y los pájaros. Hasta hoy es para mí un misterio de qué forma nuestros porteadores hallaban su camino entre los marjales. Al frente de la cabalgata marchaban dos hombres con unas grandes pértigas, que cada tanto sumergían en el suelo delante de ellos. La causa de este proceder era que la naturaleza del terreno variaba frecuentemente por motivos que desconozco; por lo tanto, los lugares que podrían considerarse seguros para el cruce durante un mes, podían ciertamente tragarse al viandante durante el mes siguiente. Nunca había visto una escena tan melancólica y deprimente. Millas y millas de tremedal, cuya única variación eran las franjas de verde brillante que correspondían a un suelo comparativamente sólido y los profundos y sombríos estanques ornados por altos juncos; en éstos bramaban los alcaravanes y croaban las ranas sin cesar: millas y millas de este panorama que se extendía sin interrupción, a menos que la niebla que engendra la fiebre pueda ser considerada como una interrupción. La única vida existente en el gran cenagal consistía en aves acuáticas y en los animales que se alimentan de aquéllas; de ambas especies había gran número. Gansos, grullas, patos, cercetas, negretas, agachadizas y avefrías bullían en torno a nosotros; muchas de ellas eran de variedades casi desconocidas para mí. Eran tan dóciles, que se las podría haber golpeado con una estaca. Entre estos pájaros advertí en especial una variedad muy bella de agachadiza pintada, casi del tamaño de una becada, con una manera de volar que recordaba mucho más la de este pájaro que el de la agachadiza inglesa. En los lagunajos había especies de caimanes o enormes iguanas; no sé cuáles de ellos se alimentan —según me dijo Billali— de aves acuáticas. También había grandes cantidades de repugnantes serpientes negras de agua cuya mordedura es peligrosa, aunque no tanto como la de la cobra u otras víboras venenosas. Las ranas (de la especie de ranas-toro[47]) eran también muy grandes y con voces proporcionadas a su tamaño; en cuanto a los mosquitos —los «mosqueteros», como los llamaba Job— eran aún peores, si esto es posible, que los conocidos en el río. Nos atormentaban sobremanera. Pero sin duda el rasgo más sobresaliente de la ciénaga era el espantoso hedor de la vegetación descompuesta que despedía, y que a veces era realmente insoportable, además de las exhalaciones de malaria[48] que lo acompañaba y que estábamos obligados a respirar.

Continuamos nuestro camino a través del pantano hasta que al fin el sol se hundió en un sombrío esplendor, en el preciso momento en que alcanzábamos una porción de terreno elevado de alrededor de dos acres de extensión —un pequeño oasis seco en medio del cenagoso desierto— y Billali anunciaba que allí estableceríamos el campamento. El acto de acampar, por otra parte, se había convertido en un proceso muy simple y consistía, de hecho, en sentarse alrededor de un escaso fuego hecho de juncos secos y alguna madera que habíamos traído con nosotros. De todos modos sacamos el mejor partido que pudimos de aquello, fumando y comiendo con todo el apetito que permitía el hedor de la niebla y el sofocante calor, porque aquella tierra baja era muy calurosa y además, aunque parezca extraño, helada a veces. Sin embargo, a pesar del calor, nos sentíamos afortunados por estar junto al fuego, pues descubrimos que a los mosquitos no les gustaba el humo. Luego nos envolvimos en nuestras mantas y tratamos de dormir, pero en lo que a mí concierne, las ranas-toro y el extraordinario bramido y los ruidos alarmantes producidos por centenares de agachadizas que revoloteaban muy alto hacían que el sueño fuese imposible, sin hablar de nuestras demás incomodidades. Me di la vuelta y miré a Leo, que estaba cerca de mí; parecía adormecido, pero su rostro tenía un aspecto sonrojado que no me gustó. A la luz vacilante del fuego, vi a Ustane, que estaba tendida al lado suyo, y que se incorporaba de tiempo en tiempo apoyada en el codo mirándolo también con ansiedad.

De todos modos nada podía hacer por él, ya que habíamos tomado todos una buena dosis de quinina, que era el único preventivo que teníamos. Por lo tanto me tendí, observando cómo las estrellas aparecían por millares hasta que el inmenso arco del cielo quedó salpicado de puntos resplandecientes. ¡Cada punto era un mundo! ¡He aquí una visión gloriosa por la cual el hombre puede medir su propia insignificancia! Pronto desistí de tales pensamientos, porque la mente se fatiga fácilmente cuando se esfuerza por aferrar el Infinito y traza los pasos del Todopoderoso en su deambular por las esferas, o cuando intenta deducir su intención a través de sus obras. No son cosas que podamos saber. El Conocimiento es para los fuertes, y nosotros somos débiles. Quizá el exceso de sabiduría puede obnubilar nuestra imperfecta visión y el poseer demasiado pueda llevarnos a la ebriedad, sobreponiéndose a nuestra débil razón hasta hacerla caer, hasta sumergirnos en las profundidades de nuestra propia vanidad. Porque, ¿cuál es el primer resultado del creciente conocimiento del hombre al interpretar el libro de la Naturaleza a través del persistente esfuerzo de su ofuscada observación? ¿No sucede a menudo que ponga en tela de juicio la existencia de su Hacedor, o hasta el poder de cualquier inteligencia que lo sobrepase? La verdad está velada, porque no podemos fijar la mirada en su gloria, así como no es posible mirar el resplandor del sol. Podría destruimos. El conocimiento absoluto no es para el hombre, tal como es aquí abajo; su capacidad, que le permite grandes pensamientos, es ciertamente pequeña. El vaso queda muy pronto colmado y, cuando una milésima parte de la indecible y silenciosa Sabiduría que rige el movimiento de aquellas esplendorosas esferas, y la Fuerza que las hace rodar, comprime el recipiente, éste puede quebrarse en fragmentos. Quizá en otro tiempo y lugar pueda ser de otra manera, ¿quién puede saberlo? Aquí, lá mayoría de los hombres nacidos de la carne sólo pueden sufrir en medio de la fatiga y las tribulaciones, atrapando las burbujas henchidas por el destino (que llaman placeres) y dando gracias si antes de estallar permanecen un momento en sus manos. Y, cuando el telón ha caído sobre la tragedia y siente que la hora final ha llegado, debe pasar humildemente hacia lo que ignora.

Así permanecía tendido, mientras sobre mí brillaban las eternas estrellas y allí, a mis pies, rodaban las impías bolas de fuego engendradas por la ciénaga siguiendo su camino errabundo. En ellas, lanzadas a los vapores y deseosas de la tierra, me pareció ver la imagen y semejanza del hombre tal como es y de lo que quizá sea algún día, si la Fuerza viviente que rige a unos y otras así lo determina. ¡Oh, si pudiéramos permanecer año tras año en ese elevado estado del corazón que a veces alcanzamos! ¡Oh, si pudiéramos desatar los grilletes que maniatan el alma para remontarnos a ese nivel superior donde, como el viajero que se asoma a los horizontes desde la cima de una montaña, lográsemos contemplar la profundidad del Infinito con ojos espirituales!

¡Si pudiéramos abandonar estas vestiduras mundanas para concluir para siempre con estos pensamientos terrenales y esos miserables deseos; para no ser sacudidos de un lado al otro, como esas candelas mortuorias, por fuerzas que escapan a nuestro control; fuerzas que, si bien podemos controlar teóricamente, a veces nos vemos obligados a obedecer por exigencias de nuestra naturaleza! ¡Sí, poder abandonarlas, para terminar con las impuras y arduas comarcas del mundo! Y así, como aquellos puntos que centelleaban sobre mí, permanecer en lo alto envueltos para siempre en el resplandor de lo mejor de nosotros mismos, que aún ahora brilla en nuestro interior como el débil fuego que surge de aquellas fantásticas esferas. ¡Y así abandonar nuestra pequeñez en la gloria de nuestros sueños, en aquella invisible pero envolvente bondad de donde emana toda la verdad y toda la belleza!

Éstos y muchos pensamientos similares cruzaron mi mente aquella noche. Llegan para atormentarnos a veces. Para atormentarnos, digo, porque, ¡ay!, el pensar sólo sirve para dar la medida de la inutilidad del pensamiento. ¿De qué puede servir nuestro débil sollozo en el silencio del espacio? ¿Puede nuestra confusa inteligencia leer los secretos de este cielo sembrado de estrellas? ¿Puede llegar de ellas alguna respuesta? ¡Nunca llegará ninguna! ¡Nada, excepto ecos y visiones fantásticas! Y sin embargo aún creemos que allí hay una respuesta, y que un nuevo amanecer vendrá a iluminar los caminos de nuestra permanente noche. Creemos en ella, porque su belleza reflejada brilla aún constantemente en nuestros corazones desde más allá del horizonte de la tumba y la llamamos esperanza. Sin la esperanza sufriríamos una muerte moral y con la ayuda de la esperanza aún podemos escalar el cielo, o en el peor de los casos, si solamente demostrase una amable burla que se nos otorga para que no caigamos en la desesperación, servirá al menos para sumergirnos dulcemente en los abismos del sueño eterno.

Entonces me puse a reflexionar en la empresa en que nos habíamos empeñado, tan descabellada como era; y también en cuán extrañamente parecía coincidir con la que había sido contada en la vasija hacía tantos siglos. ¿Quién era esa extraordinaria mujer, Reina de un pueblo que parecía tan extraordinario como ella misma y que reinaba entre los vestigios de una civilización perdida? ¿Y qué significaba esa historia del Fuego que otorgaba una vida eterna? ¿Era posible que existiese algún fluido o esencia capaz de fortificar los muros de la carne para que pudiesen resistir a través de los siglos las destrucciones y deterioros de la vejez? Era posible, pero no probable. La prolongación indefinida de la vida no debía ser —como decía el pobre Vincey— algo tan maravilloso como su creación incesante y su duración temporal. Y, si fuera verdad, ¿qué significaba? La persona que lo consiguiese sin duda dominaría el mundo. Podría acumular toda la riqueza, todo el poder y toda la sabiduría, que también significa poder. Podría dedicar toda una vida al estudio de cada arte o ciencia. Y bien: si era así y esta Ella era prácticamente inmortal (cosa que yo no creía ni por un momento), ¿cómo era posible que con todas esas cosas a sus pies prefiriese permanecer en una cueva en medio de una sociedad de caníbales? Esto seguramente clarifica la cuestión. La historia era monstruosa y sólo digna de la supersticiosa época en que había sido escrita. De todos modos era indudable que yo no intentaría alcanzar, la vida eterna. Había tenido suficientes preocupaciones, desengaños y secretas amarguras durante mis cuarenta y tantos años de existencia para desear que este estado de cosas se prolongase indefinidamente. Y eso a pesar de que mi vida, supongo, ha sido bastante feliz en comparación con otras.

Entonces, reflexionando que en el momento presente era mucho más probable que nuestras carreras terrenales fueran acortadas en exceso, en lugar de verse indebidamente prolongadas, conseguí al fin conciliar el sueño, algo que seguramente agradecerá quien lea esta narración, si es que alguien llega a hacerlo.

Cuando desperté estaba amaneciendo, y los guardias y porteadores deambulaban como fantasmas en medio de las espesas nieblas matutinas, preparándolo todo para nuestra partida. El fuego estaba casi apagado al levantarme y mientras me desperezaba tirité todo entero bajo el frío húmedo del amanecer. Entonces observé a Leo. Estaba sentado, mientras sostenía su cabeza entre las manos. Vi que su rostro estaba enrojecido y sus ojos brillantes, con un círculo amarillo alrededor de sus pupilas.

—Y bien, Leo —dije—. ¿Cómo te sientes?

—Me siento como si estuviera a punto de morir —respondió con voz enronquecida—. Mi cabeza estalla, mi cuerpo tiembla y me siento tan mal como un gato enfermo.

Silbé, o si no lo hice me sentí inclinado a silbar… Leo había cogido un ataque agudo de fiebre. Fui donde estaba Job para pedirle la quinina, de la cual por fortuna teníamos aún una buena provisión, para descubrir que el mismo Job no estaba mucho mejor. Se quejaba de dolores en la espalda y vértigos; en realidad apenas era capaz de ayudarse a sí mismo. Entonces hice lo único que era posible en tales circunstancias: les di a ambos diez granos de quinina y tomé yo mismo una dosis ligeramente menor, a guisa de precaución. Luego encontré a Billali y le expliqué cómo estaban las cosas, preguntándole al mismo tiempo si pensaba que se podría hacer algo mejor. Vino conmigo y observó a Leo y a Job, a quien, por cierto, había denominado el Cerdo debido a su gordura, cara redonda y ojos pequeños.

—Ah —dijo, cuando estuvimos fuera del alcance de sus oídos—. ¡La fiebre! Me lo imaginaba. El León tiene la peor, pero es fuerte y vivirá. En cuanto al Cerdo, su ataque no es tan fuerte; ha cogido la «pequeña fiebre»; ésta siempre empieza con dolores en la espalda y ella misma se consumirá en su propia gordura.

—¿Podrán seguir adelante, padre mío? —pregunté.

—Tienen que seguir adelante, hijo mío. Si se detienen aquí morirán seguramente; además, estarán mejor en las literas que en el suelo. Por la noche, si toda va bien, habremos cruzado el marjal y el aire será más sano. Ven, subamos a las literas y partamos, porque es muy malo permanecer en la niebla matutina. Podremos tomar nuestra comida mientras marchamos.

Se hizo así y, con el corazón oprimido, me puse de nuevo en camino para seguir este extraño viaje. Durante las tres horas siguientes todo transcurrió tan bien como esperábamos, pero entonces sucedió un accidente que estuvo a punto de hacernos perder el placer de la compañía de nuestro venerable amigo Billali, cuya litera iba a la cabeza de la caravana. Estábamos atravesando una extensión particularmente peligrosa del tremedal, donde los porteadores se hundían a veces hasta las rodillas. En realidad, era un misterio para mí saber cómo se ingeniaban para transportar las pesadas literas por un terreno semejante, si bien las dos manos sobrantes, así como las cuatro de los porteadores regulares, debían aplicarse al trabajo, y además sostenían las pértigas con sus hombros.

Cuando así íbamos, tropezando confusamente, se oyó un grito agudo, luego un vendaval de exclamaciones y por último un tremendo chapoteo, con lo cual toda la caravana se detuvo.

Salté de mi litera y corrí hacia adelante. Alrededor de veinte yardas más allá estaba la orilla de uno de esos tétricos lagunajos de turba que ya he mencionado. El sendero que seguíamos corría a lo largo de la cima del talud, que en ese lugar era muy empinado. Al inclinarme a mirar la charca vi, para horror mío, que la litera de Billali flotaba en su superficie. En cuanto al mismo Billali, no se veían trazas de él. Para aclarar las cosas, explicaré en seguida lo ocurrido. Uno de los porteadores de Billali había tenido la mala suerte de pisar una serpiente que se calentaba al sol y ésta le había picado en la pierna, debido a lo cual, no sin motivo, había soltado la pértiga y luego, viendo que iba a caerse por el talud, se aferró a la litera para salvarse. El resultado de esta acción fue el que podía esperarse. La litera fue empujada por encima del borde del talud, los porteadores la soltaron y Billali y el hombre picado por la serpiente rodaron dentro del fangoso estanque. Cuando llegué al borde del agua no se veía a ninguno de ellos; en verdad, nunca se volvió a ver al infortunado porteador. O bien había golpeado su cabeza contra algo o se habría hundido en el fango. O quizá la picadura de la serpiente lo había paralizado. De cualquier modo, había desaparecido. Pero aunque tampoco se veía a Billali, su paradero podía ubicarse claramente por la agitación de la litera flotante y por la posición de las ropas y cortinas que lo mantenían enredado.

—¡Está allí! ¡Nuestro padre está allí! —dijo uno de los hombres, pero no movió un dedo para ayudarlo ni tampoco lo hicieron los demás. Simplemente se quedaron de pie, observando el agua.

—¡Fuera del camino, so brutos! —grité en inglés; y, arrojando mi sombrero, tomé carrera y me zambullí con fuerza en el horrible estanque de aspecto legamoso. Un par de brazadas me llevaron al lugar en que Billali estaba luchando con sus ropajes.

De algún modo, no sé cómo, logré liberarlo y su venerable cabeza emergió a la superficie del agua cubierta totalmente de limo verde, como un Baco[49] amarillento coronado de hojas de hiedra. Lo demás fue fácil, porque Billali era un individuo eminentemente práctico y tuvo el sentido común de no aferrarse a mí, como suele hacer la gente que se está ahogando; por tanto, lo tomé de un brazo y lo remolqué hacia la orilla, aunque el lodo hacía que avanzáramos penosamente. Ambos teníamos un aspecto tan repugnante como jamás había visto antes. Esto puede dar quizá alguna idea de la casi sobrehumana dignidad que poseía Billali en todo su talante: tosiendo, medio ahogado, cubierto de lodo y limo verde como estaba, con su hermosa barba chorreante como la recién aceitada coleta de un chino, aún emanaba de él un aire venerable e imponente.

—Ah, perros —dijo, apenas se recobró lo suficiente para hablar y dirigiéndose a los porteadores—, habríais dejado que vuestro padre se ahogase. Si no hubiese sido por este extranjero, mi hijo, el Babuino, seguramente me habría ahogado. Bien, no lo olvidaré.

Entonces los miró fijamente, con sus ojos brillantes aunque ligeramente acuosos, de un modo tal que pude observar que los intranquilizaba, aunque trataron de aparentar una malhumorada indiferencia.

—En cuanto a ti, hijo mío —el anciano avanzó hacia mí y me estrechó la mano—, puedes estar seguro de que soy tu amigo, en las buenas y en las malas. Has salvado mi vida: tal vez llegará el día en que yo podré salvar la tuya.

Después nos limpiamos como mejor pudimos, rescatamos la litera y nos fuimos, minus[50] el hombre que se había ahogado. No sé si debido a que era impopular entre sus compañeros o por una nativa indiferencia y egoísmo de temperamento, me atrevería a decir que nadie pareció lamentar demasiado su súbita y definitiva desaparición, excepto el hombre que debía tomar a su cargo el trabajo que le correspondía.