Cuando abrí mis ojos nuevamente, me hallé acostado sobre una manta hecha con pieles, no lejos del círculo de fuego donde habíamos estado reunidos para la espantosa fiesta. Cerca de mí yacía Leo, aún desmayado al parecer, y sobre él se inclinaba la alta figura de la muchacha, Ustane, que estaba lavando una profunda herida de lanza en su costado con agua fría, antes de vendarla con un lienzo. Apoyándose en la pared de la caverna, detrás de Ustane, estaba Job, aparentemente sin daño, pero magullado y temblando. Al otro lado del fuego, esparcidos al azar, como si se hubieran tendido para dormir en un momento de absoluta extenuación, yacían los cuerpos de los hombres que habíamos matado en nuestra aterradora lucha por la vida. Los conté: eran doce, sin mencionar a la mujer y el cadáver del pobre Mahomed, que había muerto por mi mano. Éste, a cuyo lado estaba la vasija enrojecida, yacía al final de la línea irregular. A la izquierda, un grupo de hombres se ocupaban en atar con las manos a la espalda a los caníbales supervivientes, amarrándolos de dos en dos. Los villanos se sometían con un aire de malhumorada indiferencia en sus rostros, que casaba mal con la reprimida furia que brillaba en sus sombríos ojos. Frente a estos hombres, dirigiendo las operaciones, estaba nada menos que Billali, que parecía algo cansado pero sumamente patriarcal, con su barba flotante, tan sereno e indiferente como si estuviese supervisando el despedazamiento de un buey.
En ese momento se volvió y, al ver que me incorporaba, se acercó adonde estaba y con la mayor cortesía dijo que esperaba que me sintiese mejor. Le respondí que en aquel momento apenas sabía como me sentía, excepto que me dolía todo el cuerpo.
Luego se inclinó examinando la herida de Leo.
—Es una fea herida —dijo—, pero la lanza no ha penetrado en las entrañas. Se recobrará.
—Gracias por tu llegada, padre mío —respondí—. Un minuto más y hubiéramos estado más allá de las posibilidades de recobrarnos, porque estos diablos tuyos nos habrían asesinado como asesinaron a nuestro sirviente.
Al decir esto señalé a Mahomed. El anciano rechinó los dientes y vi que una extraordinaria expresión de malignidad asomaba a sus ojos.
—No temas, hijo mío —respondió—. La venganza que se ejercerá sobre ellos será tal, que la carne se retorcerá sobre los huesos sólo con oír hablar de ella. Ellos irán ante la presencia de Ella, y su venganza será digna de su grandeza. Aquel hombre —señaló a Mahomed—, aquel hombre, te digo, ha sufrido una muerte misericordiosa en comparación con la que estos hombres-hienas recibirán. Cuéntame, te lo ruego, cómo ha sucedido esto.
En pocas palabras, le esbocé lo ocurrido.
—¡Ah, así es! —respondió—. Ya lo ves, hijo mío, aquí existe la costumbre siguiente: si un extranjero llega al país, se lo mata «con la vasija» y luego es comido.
—Es una hospitalidad al revés —respondí débilmente—. En nuestro país agasajamos al extranjero y le damos de comer. Aquí lo coméis y os agasajáis a vosotros mismos.
—Es una costumbre —respondió encogiéndose de hombros—. Personalmente creo que es mala; por lo demás… —añadió como si se le ocurriera después—, no me gusta el sabor de los extranjeros, especialmente cuando han viajado a través de las ciénagas alimentándose de aves silvestres. Cuando Ella-la-que-debe-ser-obedecida envió la orden de que se os salvase la vida, no dijo nada del negro. Sin embargo, por ser hienas, estos hombres codiciaron su carne y fue la mujer, que has hecho bien en matar, quien insinuó en sus malvados corazones la idea de ponerle la vasija caliente. Bueno, tendrán su recompensa. Mejor sería para ellos no haber visto nunca la luz que tener que presentarse ante Ella en su terrible ira. Felices los que murieron por vuestra mano.
—Ah —prosiguió—, fue una lucha gallarda la que sostuvisteis. ¿Sabes tú, viejo babuino[46] de largos brazos (que eso es lo que tú eres), que has aplastado las costillas de esos dos que están tendidos allí como si fuesen cáscaras de huevo? Y el joven, el león, hizo una resistencia magnífica, uno contra tantos; a tres los mató al momento, y ése que está allá —señaló hacia un cuerpo que aún se movía un poco— morirá pronto, pues su cabeza está partida. Además algunos de aquellos hombres maniatados están heridos. Fue una lucha gallarda y tú y tu amigo habéis hecho que yo me convierta en vuestro amigo, porque me gusta ver una refriega bien disputada. Pero cuéntame, Babuino, hijo mío, —y ahora que lo pienso, tu rostro también es peludo y en conjunto parecido al de un babuino—, ¿cómo has hecho para matarlos haciéndoles un agujero?… Has producido un ruido, dicen, y murieron… ¿Cayeron por tierra con el ruido?
Se lo expliqué lo mejor que pude pero muy brevemente. Estaba tan cansado, que sólo por estar persuadido de que debía hablar, por miedo a ofender a alguien tan poderoso, traté de describirle las propiedades de la pólvora. Instantáneamente me propuso ilustrar lo que decía utilizando la persona de uno de los prisioneros. Uno, dijo, no se echaría de menos, y aquello no sólo sería muy interesante para él sino que me daría la oportunidad de un anticipo de venganza. Quedó sumamente sorprendido cuando le dije que no teníamos costumbre de vengarnos a sangre fría y que dejábamos esas cuentas para que las cobrase la ley y un poder más alto, del cual él nada sabía. Añadí sin embargo que cuando me recuperase lo llevaría de caza con nosotros y que él podría matar un animal por sí mismo, con lo cual quedó tan contento como un niño con la promesa de un juguete nuevo.
En ese momento Leo abrió sus ojos ante el estímulo de un poco de brandy (del cual conservábamos una pequeña cantidad) que Job había vertido en su garganta. Con eso nuestra conversación tocó a su fin.
Después nos las compusimos para llevar a Leo —que verdaderamente estaba bastante mal y sólo a medias consciente— hasta una cama, sostenido por Job y aquella valiente muchacha, Ustane, a quien me hubiese gustado dar un beso (si no fuera por temor a disgustarla) por su espléndida conducta al salvar la vida de mi muchacho con riesgo de la suya propia. Pero Ustane era una joven con la cual era imposible tomarse libertades, a menos de estar perfectamente seguro de no ser mal interpretado. Por lo tanto, reprimí mis inclinaciones. Entonces, magullado y golpeado pero con una sensación de seguridad en mi pecho que durante algunos días me había sido extraña, me arrastré hasta mi propio y pequeño sepulcro, sin olvidar, antes de acostarme allí, de agradecer a la Providencia desde el fondo de mi corazón que no fuese realmente un sepulcro, pues de no mediar una misericordiosa combinación de hechos que sólo puedo atribuir a su protección, eso habría sido seguramente para mí aquella noche. Pocos hombres han visto tan cercano su fin y han escapado de él como nosotros en aquel espantoso día.
Soy un mal durmiente en el mejor de los casos, y mis sueños de aquella noche —cuando al fin logré descansar— no fueron muy placenteros. La horrorosa visión del pobre Mahomed luchando para escapar de la vasija ardiente me perseguía en ellos, y allí al fondo —por decirlo así— siempre revoloteaba una forma velada, que de tanto en tanto parecía apartar las ropas de su cuerpo, revelando algunas veces la silueta perfecta de una encantadora y lozana mujer, y otras los blancos huesos de un esqueleto que hacía muecas burlonas. Esta forma, mientras se velaba o quitaba sus vestiduras, profería esta misteriosa frase, aparentemente sin sentido:
«Aquello que vive ha conocido la muerte, y aquello que está muerto nunca puede morir, porque en el Círculo del Espíritu ni la vida ni la muerte son nada. Sí, todas las cosas viven eternamente, aunque a veces duermen y son olvidadas».
La mañana llegó al fin, pero cuando hubo amanecido hallé que estaba demasiado envarado y dolorido para levantarme. Hacia las siete llegó Job cojeando terriblemente, con su redonda cara del color de una manzana podrida. Me contó que Leo había dormido normalmente, pero que estaba muy débil. Dos horas después llegó también Billali (Job le llamaba «Billy, la Cabra», y realmente su barba blanca le daba cierto parecido con ese animal; también, más familiarmente, le llamaba «Billy»), Llevaba una lámpara en la mano y su elevada figura casi tocaba el techo de la pequeña habitación. Simulé estar adormecido y, a través de las hendiduras de mis párpados observé su rostro anciano, sardónico pero aún apuesto. Clavó sus ojos de halcón sobre mí y mesó su gloriosa barba blanca por la que, entre paréntesis, cualquier peluquero de Londres hubiera pagado cien libras al año con tal de emplearla como anuncio publicitario.
—¡Ah! —le oí decir entre dientes (Billali tenía el hábito de refunfuñar consigo mismo)—. Es feo…, feo como el otro es hermoso…, un verdadero babuino, ése es un buen nombre. Pero el hombre me gusta. Es extraño que ahora, a mi edad, pueda simpatizar con un hombre. Como dice el proverbio: «Desconfía de todos los hombres y mata a aquel de quien desconfíes más; y en cuanto a las mujeres, huye de ellas, porque son perversas y a la larga te destruirán». Es un buen proverbio, especialmente en su última parte: creo que debe provenir de los antiguos. De todos modos me gusta este babuino, y me pregunto dónde le habrán enseñado esos trucos. Espero que Ella no lo embruje. ¡Pobre Babuino! Debe de estar fatigado después de esa lucha. Me iré para que no se despierte.
Aguardé hasta que se dirigiese a la entrada y, cuando estaba cerca de trasponerla, caminando suavemente en puntas de pie, lo llamé.
—Padre mío —dije—. ¿Eres tú?
—Sí, hijo mío, soy yo; pero no quiero que te inquietes. Sólo vine a ver cómo seguías, y para decirte que aquellos que querían matarte, Babuino mío, están ahora lejos, en su camino hacia Ella. Ella dijo que también debíais partir al punto, pero creo que aún no podéis.
—No —dije—, no hasta que nos hayamos restablecido un poco; pero haz que me conduzcan al aire libre, te lo ruego, padre mío. No me gusta este lugar.
—Ah, sí —respondió—. Es un ambiente triste. Recuerdo que cuando era un muchacho hallé el cuerpo de una bella mujer yaciendo allí donde estás acostado ahora; sí, en este mismo banco. Era tan hermosa, que acostumbraba a deslizarme aquí dentro con una lámpara para contemplarla. Si no hubiese sido por sus frías manos, casi podría haber creído que dormía y que algún día iba a despertar, tan bella y apacible estaba con sus blancas vestiduras. Ella era blanca también y sus cabellos eran rubios y pendían casi hasta sus pies. Había muchos más como ella en las tumbas del lugar donde Ella está, porque los que depositaron sus cuerpos allí tenían un sistema, que yo desconozco, para preservar a sus seres queridos de la mano destructora de la Decadencia, aun cuando la Muerte los hubiese golpeado. Ay… Día tras día venía aquí y la contemplaba, hasta que al fin (no te rías de mí, extranjero, que entonces yo sólo era un mozalbete tonto) aprendí a amar a esa forma muerta, aquella envoltura que alguna vez había animado la vida y que ya no existía. Quería trepar hasta ella y besar su rostro frío, y me preguntaba cuántos hombres habían vivido y muerto desde su tiempo, y cuántos la habían amado y besado en aquellos días tan lejanos. Creo, Babuino mío, que aprendí la sabiduría de aquella muerta, porque de verdad me enseñó la pequeñez de la vida y el alcance de la muerte, y cómo todas las cosas que existen sobre la tierra se labran un camino y luego quedan para siempre olvidadas. Meditaba de tal guisa y me parecía que la sabiduría me penetraba viniendo de la muerta, hasta que un día mi madre, una mujer despierta pero de ánimo vivo, al ver cuánto había cambiado me siguió y vio a la bella blanca. Temió que me hubiese embrujado, cosa que en el fondo era verdad. Entonces, a medias asustada y a medias con ira, tomó la lámpara y, colocando a la mujer muerta de pie contra la pared, prendió fuego a sus cabellos y ella ardió violentamente hasta los pies, porque estos cuerpos se queman extraordinariamente bien. Mira, hijo mío, el humo de su incendio se ve todavía en el techo.
Alcé los ojos con incredulidad y allí, en efecto, sobre la roca del sepulcro, se advertía una marca de hollín característicamente suntuosa, de más de tres pies de anchura. Sin duda se había borrado de las paredes de la pequeña cueva en el curso de los años, pero en el techo se había conservado y no había dudas acerca de su aspecto.
—Ardió —dijo meditabundo— hasta los pies. Pero yo volví y salvé los pies cortando el hueso quemado. Los escondí allí, bajo el banco de piedra, envueltos en una pieza de tela, Seguro, lo recuerdo como si fuera ayer. Quizá están allí, si nadie los ha encontrado hasta hoy. Espera, voy a ver.
Arrodillándose, tanteó con su largo brazo en el hueco bajo el banco de piedra. Al punto su rostro resplandeció y con una exclamación extrajo un objeto cubierto de polvo y lo sacudió sobre el suelo. Estaba cubierto con los restos de un trapo podrido, que quitó, descubriendo ante mi mirada atónita el pie, bello y bien formado, casi blanco, de una mujer. Parecía tan fresco y firme como si lo acabasen de colocar allí.
—Y ahora mira, Babuino, hijo mío —dijo Billali con voz triste—. Te he dicho la verdad, porque aquí está todavía uno de los pies. Cógelo, hijo mío, y obsérvalo.
Tomé en mis manos aquel frío fragmento de mortalidad y lo contemplé a la luz de la lámpara con emociones que no puedo describir, tan mezclados estaban con el asombro, el miedo y la fascinación. Era ligero; mucho más ligero, diría, que cuando era parte integrante de un cuerpo viviente. La carne, según todas las apariencias, era todavía carne viviente, aunque desprendía un débil olor aromático. Por lo demás, no estaba encogido o arrugado, ni ennegrecido o deforme, como sucede con la carne de las momias egipcias, sino rozagante y tierno. Si se exceptúa el sitio en que estaba ligeramente quemado, parecía tan perfecto como el día de la muerte… Un verdadero triunfo del arte de embalsamar.
¡Pobre piececito! Lo deposité sobre el banco de piedra donde había descansado durante tantos milenios, mientras me preguntaba quién habría sido la beldad que se había apoyado en él a través de la pompa y el fausto de una civilización olvidada, primero como una alegre niña, luego como floreciente doncella y al fin como una mujer perfecta. ¡A través de qué antesalas de la vida había resonado su paso ligero y, al fin, con qué valor había hollado los polvorientos caminos de la muerte! ¿Hacia quién se había deslizado a hurtadillas en la quietud de la noche, mientras los esclavos negros dormían sobre el piso de mármol y quién había escuchado sus pasos furtivos? ¡Bien formado piececito! Tal vez se había apoyado en la nuca orgullosa de un conquistador, al fin prosternado ante la belleza de una mujer, o bien se habían posado sobre su enjoyada blancura los labios de nobles y reyes.
Envolví aquella reliquia del pasado con los restos del viejo harapo de hilo que evidentemente había formado parte de la vestidura sepulcral de su dueña, pues estaba parcialmente quemado, y lo guardé en mi maleta Gladstone… Una extraña combinación, pensé. Luego, con la ayuda de Billali, me dirigí tambaleando a ver a Leo. Lo hallé terriblemente magullado, peor aún que yo, quizá debido a la excesiva blancura de su piel; estaba desfallecido y débil con la pérdida de sangre sufrida por la herida de su costado, pero por lo demás animado y jovial como un grillo y pidiendo algo para desayunar. Ustane y Job lo trasladaron a un asiento, o más bien a la parte colgante de una litera, que había sido desprendida de sus ganchos para este propósito, y con la ayuda del viejo Billali lo llevaron a la sombra, junto a la boca de la cueva, de la cual, entre paréntesis, se había borrado toda traza de la carnicería que había tenido lugar la noche anterior. Allí desayunamos todos y allí pasamos el resto del día, así como la mayor parte de los dos siguientes.
Al tercer día por la mañana, Job y yo estábamos prácticamente restablecidos. Leo estaba también mucho mejor y por eso cedí a las súplicas de Billali, repetidamente expresadas, dando mi aceptación para que partiésemos de inmediato de viaje a Kôr, que según me habían dicho era el nombre del lugar donde vivía la misteriosa Ella. Accedí a pesar de los temores que aún tenía respecto a sus efectos sobre Leo. Me preocupaba, sobre todo, la repercusión que podría tener el movimiento sobre su herida, que estaba apenas cicatrizada y que podía abrirse de nuevo. En verdad, si no hubiese sido por la evidente ansiedad de Billali por partir, que nos llevaba a sospechar que alguna dificultad o peligro podía asaltarnos si no condescendíamos en ello, no hubiera consentido en que emprendiéramos el viaje.