VII
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La canción de Ustane

Cuando concluyó la ceremonia del beso —entre paréntesis, ninguna de las jóvenes se ofreció a acariciarme de ese modo, si bien pude ver a una rondando a Job, para evidente alarma del respetable individuo—, el anciano Billali se acercó y nos hizo señas para que entráramos en la caverna, donde nos introdujimos seguidos por Ustane, que no parecía inclinada a tomar en cuenta las insinuaciones que le hice acerca de nuestro deseo de aislamiento.

Antes de haber dado cinco pasos, me llamó la atención el ver que la caverna en que estábamos entrando no era obra de la naturaleza sino, por el contrario, un recinto excavado por la mano del hombre. Por lo que podía juzgar, parecía tener alrededor de cien pies de largo por cincuenta de ancho y era tan elevada que más parecía la nave de una catedral que cualquier otra cosa. Desde esta nave central se abrían pasadizos a una distancia de doce o quince pies y que conducían, presumo, a habitaciones más pequeñas. A unos cincuenta pies de la entrada de la caverna, justamente donde la luz comenzaba a disminuir, ardía un fuego que proyectaba enormes sombras sobre los tenebrosos muros circundantes. Aquí se detuvo Billali y nos pidió que nos sentásemos, diciendo que aquellas gentes nos traerían comida. Por consiguiente nos tendimos sobre las pieles que habían extendido en el suelo para nosotros y esperamos. Entonces unas jóvenes trajeron la comida, que consistía en carne de cabra hervida, leche fresca en cuencos de arcilla y unas bolas de maíz cocido. Estábamos casi muertos de hambre y no recuerdo haber comido nunca con tanta satisfacción. En realidad, devoramos todo lo que se nos puso por delante apenas servido.

Cuando hubimos terminado, nuestro algo melancólico anfitrión Billali (que había estado observándonos en absoluto silencio) se incorporó dirigiéndose a nosotros. Dijo que era cosa maravillosa lo que había sucedido. Nadie había sabido u oído jamás de hombres blancos que arribasen al país del Pueblo de las Rocas. A veces, muy rara vez empero, habían llegado negros, y a través de ellos habían oído hablar de la existencia de hombres mucho más blancos que ellos mismos, que navegaban por el mar en barcos. Pero de su arribo no había precedentes. Nosotros, por otra parte, habíamos sido vistos remolcando la barca por el canal y nos confesó con franqueza que al punto había dado órdenes de que fuésemos destruidos, ya que estaba prohibido a cualquier extranjero entrar aquí. Pero entonces llegó un mensaje de Ella-la-que-debe-ser-obedecida, diciendo que nuestras vidas debían ser respetadas y que deberían conducirnos hacia aquí.

—Perdóname, padre mío —le interrumpí entonces—. Si he comprendido bien, Ella-la-que-debe-ser-obedecida vive muy lejos. ¿Cómo pudo saber de nuestra proximidad?

Billali se volvió, y viendo que estábamos solos —porque la joven Ustane se había apartado cuando él comenzó a hablar— dijo con una extraña risita:

—¿No hay nadie en vuestra tierra que pueda ver sin ojos y oír sin orejas? No hagas preguntas; Ella lo sabía.

Me encogí de hombros ante aquello, mientras él prosiguió diciendo que no se habían recibido más instrucciones acerca de nosotros, por lo que pensaba ir a entrevistarse y conocer los deseos de Ella-la-que-debe-ser-obedecida, a quien generalmente llamaban por amor a la brevedad «Hiya» o Ella, simplemente, y nos dio a entender que era la reina de los amahagger.

Le pregunté cuánto tiempo pensaba permanecer ausente y Billali dijo que viajando a marchas forzadas podría estar de vuelta al quinto día, porque había muchas millas de ciénagas que atravesar antes de llegar a donde estaba Ella. Dijo luego que se habían tomado todas las disposiciones para nuestra comodidad durante su ausencia, y que, puesto que él personalmente nos había cobrado afecto, esperaba que la respuesta que debía recibir de Ella fuese favorable a la conservación de nuestra existencia. Pero al mismo tiempo no quería ocultarnos que consideraba esto muy dudoso, ya que todo extranjero llegado al país durante la vida de su abuela, de su madre y en el curso de la suya propia había sido ejecutado sin misericordia, y de un modo tal que no quería perturbar nuestros sentimientos con su descripción. Esto había sido hecho por orden de Ella, en persona, o al menos él suponía que había sido por orden suya. De todos modos, ella nunca había intercedido para salvarlos.

—Pero —dije—; ¿cómo pudo ser aquello? Tú eres un anciano y el tiempo de que hablas debe remontarse a la vida de tres hombres sumadas por entero. ¿Cómo pudo, pues, haber ordenado Ella la muerte de alguien cuando empezaba la vida de tu abuela, ya que Ella misma no podría haber nacido?

Sonrió otra vez… con esa débil y peculiar sonrisa; y con una profunda reverencia partió, sin haber respondido. Tampoco lo volvimos a ver durante cinco días.

Cuando se fue, discutimos la situación, que me había llenado de alarma. No me habían gustado en absoluto los relatos sobre esa misteriosa Reina, Ella-la-que-debe-ser-obedecida o, para mayor brevedad, Ella, la cual por lo visto ordenaba la ejecución de todo infeliz extranjero de manera tan despiadada. Leo también había quedado alicaído con todo eso, pero se consolaba al apuntar triunfalmente que esa Ella era indudablemente la misma persona a la que se referían las escrituras de la vasija y la carta de su padre, en prueba de lo cual aducía las alusiones de Billali a su edad y poder. A esta altura yo estaba tan abrumado por el curso de los acontecimientos, que no tenía ánimo para discutir siquiera una proposición tan absurda. Por eso sugerí que tratásemos de salir para tomar un baño, que todos necesitábamos con urgencia.

En efecto, tras haber mencionado nuestro deseo a un individuo de edad mediana (cuya expresión melancólica era poco común, aun entre este pueblo melancólico) y que parecía encargado de cuidar de nosotros ahora que el Padre del villorrio había partido, salimos todos juntos… tras haber encendido nuestras pipas. Fuera de la caverna hallamos una considerable multitud, que sin duda esperaba nuestra aparición. Pero al vernos salir fumando, desaparecieron clamando que éramos grandes magos. En verdad, nada en nosotros causó tanta impresión como nuestro humo de tabaco… Ni siquiera nuestras armas de fuego[42]. Luego tuvimos la suerte de llegar a un arroyo que tenía sus fuentes en un copioso manantial que surgía del suelo; tomamos nuestro baño en paz, a pesar de que algunas de las mujeres, sin excluir a Ustane, mostraron una decidida inclinación a seguirnos también hasta aquí.

A la hora en que acabamos de tomar aquel baño tan refrescante, el sol se estaba poniendo; en realidad, cuando volvimos a la gran caverna ya había oscurecido. La cueva estaba llena de gente agrupada en torno a las hogueras —pues se habían encendido ahora algunas más— y comían su cena bajo aquella luz fantástica, a la cual se añadía la de varias lámparas colocadas alrededor o colgadas de los muros. Estas lámparas estaban toscamente confeccionadas de barro cocido y eran de variadas formas, algunas bastante gráciles por cierto. Las más grandes eran vasijas de barro rojo llenas de sebo derretido y tenían una mecha que salía a través de un disco de madera que cubría la parte superior del cacharro. Esta especie de lámpara requería una atención constante para impedir que se apagase cuando el pabilo se quemaba, ya que no había medio de levantarlo. Sin embargo, las lámparas de mano más pequeñas, que también eran de arcilla cocida, estaban provistas de pabilos hechos con la médula de palmera o a veces con tallos de una variedad de helecho muy bonita. Esta clase de pabilo se pasaba a través de un agujero redondo practicado en el fondo de la lámpara, donde una aguzada pieza de madera dura estaba sujeta para atravesarlo y hacerlo subir cuando daba muestras de consumirse.

Durante algunos momentos estuvimos sentados observando a estas adustas gentes, que consumían su cena en un silencio tan adusto como ellos mismos, hasta que, cansados de contemplarlos a ellos y a las enormes sombras que se movían en las rocosas paredes, sugerí al nuevo custodio nuestros deseos de ir a la cama.

Sin decir palabra se levantó y, tomándome cortésmente de la mano, se dirigió con una lámpara hacia uno de los pequeños pasadizos que, como sabíamos, se abrían en la caverna central. Seguimos por el pasillo cinco pasos y súbitamente se ensanchó en una pequeña habitación de unos ocho pies cuadrados labrada en la roca viva. A uno de los lados de esta cámara había una losa de piedra, que tenía tres pies de altura sobre el suelo y corría todo a lo largo de la habitación como la litera de un camarote. El guardián me indicó que debía dormir sobre esta losa. No había ventana ni respiradero alguno en la cámara y tampoco muebles; observándola más detenidamente, llegué a la inquietante conclusión (la cual, como descubrí más tarde, no estaba descaminada) de que originariamente había servido de sepulcro para los muertos más que de dormitorio para los vivos, y la losa estaba destinada a recibir el cadáver de los difuntos. Este pensamiento me hizo estremecer a pesar mío; pero, habida cuenta de que tenía que dormir en alguna parte, dominé mis sentimientos como mejor pude y regresé a la caverna para coger mi manta, que había sido transportada desde el barco con las demás cosas. Allí encontré a Job, que habiendo sido conducido a un aposento similar se había negado de plano a permanecer en él, diciendo que el aspecto del lugar le daba horror y que más le valía estar muerto y enterrado enseguida en la tumba de ladrillos de su abuelo. Entonces manifestó su determinación de dormir en mi compañía, si yo se lo permitía. Por supuesto, estuve más que encantado de permitírselo.

En general, la noche pasó muy confortablemente. Digo «en general», porque yo personalmente sufrí la más horrible de las pesadillas, soñando que me enterraban vivo, sin duda por influencia del sepulcral ambiente que me rodeaba. Al amanecer nos despertó el sonido de una estrepitosa trompetería, producido, según descubrimos más tarde, por un joven amahagger que soplaba a través de un orificio practicado en el costado de un colmillo de elefante, horadado para tal fin.

Tomando en cuenta la insinuación, nos levantamos y bajamos hasta el arroyuelo para lavarnos, tras lo cual se nos sirvió el desayuno o comida matinal. Durante el desayuno, una de las mujeres, ya no muy joven, se acercó y besó públicamente a Job. Creo que en cierto modo fue lo más gracioso —poniendo temporalmente de lado su incorrección— que jamás haya visto. Nunca podré olvidar el abyecto terror y disgusto del respetable Job. Job, como yo, es algo misógino —imagino que en su caso se debe principalmente al hecho de haber nacido en una familia con diecisiete hijos—, y los sentimientos que expresó su semblante cuando comprendió que no sólo era besado públicamente, y sin autorización de su parte, sino que esto era presenciado también por sus amos, fue algo demasiado complicado y penoso para admitir una minuciosa descripción. Se puso de pie de un salto y apartó de sí a la mujer, una rolliza dama de unos treinta años.

—¡Bueno, yo nunca…! —tartamudeó, en tanto ella, pensando seguramente que sólo era timidez, lo besó otra vez.

—¡Retírese, váyase de aquí, moza descarada! —gritó, sacudiendo la cuchara de madera con que comía el desayuno ante la cara de la mujer—. Discúlpenme, señores, estoy seguro de no haberla alentado. ¡Oh, Dios! Viene por mí otra vez. ¡Deténgala, señor Holly! Por favor, ¡deténgala! No puedo resistirlo; verdaderamente no puedo. Esto nunca me ha sucedido antes, caballeros, nunca. No es propio de mi carácter.

Dicho esto huyó corriendo tan velozmente como pudo hacia la caverna… y por una vez vi reír a los amahagger. En cuanto a la mujer, por cierto que no rió. Por el contrario, montó en cólera y las burlas de las otras mujeres sólo sirvieron para intensificar su furia. Se quedó allí gruñendo y temblando literalmente de indignación; viéndola, deseé que los escrúpulos de Job hubiesen sido menos estentóreos, conjeturando con mal humor que su admirable conducta ponía en peligro nuestras gargantas. No andaba descaminado, como se demostrará a continuación.

Cuando la dama se retiró, Job se acercó a nosotros en un estado de gran nerviosismo, mirando de reojo a cada mujer que se le acercaba. Aproveché la oportunidad para explicar a nuestros huéspedes que Job era un hombre casado y que había tenido muy desgraciadas experiencias en su relación doméstica, lo cual se probaba con su presencia aquí y su terror a la vista de las mujeres, pero mis observaciones fueron recibidas en adusto silencio, siendo evidente que la conducta de nuestro criado había sido considerada como un desaire para toda la «familia». En cambio las mujeres, siguiendo la costumbre de algunas de sus más civilizadas hermanas, se divertían ante el repudio de su compañera.

Después del desayuno, dimos un paseo e inspeccionamos los rebaños de los amahagger, así como sus tierras cultivadas. Había dos razas de ganado vacuno, una grande y angulosa, sin cuernos, pero que daba una espléndida leche; la otra, de color rojo, era muy pequeña y gorda, excelente para carne pero sin valor para productos lácteos. Esta última raza se parecía mucho a la variedad Norfolk de astas rojas, salvo en que tenía cuernos que por lo general se curvaban sobre la cabeza, a veces hasta tal extremo, que tenían que cortarlos para evitar que crecieran hasta atravesar los huesos del cráneo. Las cabras tenían un pelaje largo y sólo se utilizaban para comer; al menos nunca vi que las ordeñasen. En cuanto a los cultivos, los métodos de los amahagger eran extremadamente primitivos, utilizando como única herramienta una azada de hierro, pues este pueblo funde y trabaja el metal de hierro. Esta azada tiene una forma más parecida a una punta de lanza grande que a cualquier otra cosa, y no tiene una espaldilla donde el pie pueda apoyarse. En consecuencia, la labor de cavar la tierra requiere gran trabajo. El cual, por otra parte, está enteramente a cargo de los hombres, pues a la inversa del hábito común a la mayoría de las razas salvajes, las mujeres de los amahagger están absolutamente exentas de labores manuales. Como creo haber dicho en otra parte, entre los amahagger el sexo débil ha consolidado sus derechos.

Al principio, nos devanamos los sesos acerca del origen y formación de esta extraordinaria raza, temas acerca de los cuales son singularmente poco comunicativos. Llegó el tiempo —ya que los siguientes cuatro días pasaron sin acontecimientos notables— en que supimos algo a través de Ustane, la amiga de Leo, que, dicho sea de paso, se adhería al joven caballero como a su propia sombra. Acerca de su origen lo ignoraban todo, si hay que juzgar por el conocimiento que ella tenía. Había sin embargo, nos informó, montículos de mampostería y muchos pilares cerca del lugar donde moraba Ella; se llamaba Kôr y allí, según los sabios decían, se habían levantado casas donde los hombres vivían, sospechándose que los amahagger descendían de aquéllos. Nadie, sin embargo, se atrevía a acercarse a esas grandes ruinas, porque estaban hechizadas. Unicamente las observaban desde lejos. Ruinas similares, según ella había oído, podían verse en varias partes del país, es decir, donde la montaña se elevaba sobre el nivel de las ciénagas. También las cavernas donde vivían habían sido excavadas en las rocas por los hombres, quizá los mismos que habían construido las ciudades. No tenían leyes escritas, sólo costumbres, las cuales, por otra parte, eran casi tan vinculantes como aquéllas. Si algún hombre violaba la costumbre, era condenado a muerte por orden del Padre de la «familia». Pregunté cómo se le daba muerte y ella se limitó a sonreír, diciendo que ya lo vería un día, muy pronto.

De todos modos tenían una Reina. Ella era su Reina, pero la veían muy rara vez, quizá una cada dos o tres años, cuando aparecía en público para dictar sentencia sobre algún transgresor. Y cuando se la veía era embozada en una gran capa, de modo que nadie podía observar su rostro. Todos sus servidores eran sordomudos y por lo tanto no podían propalar habladurías. Sin embargo había referencias acerca de su belleza, que no tenía par: no había ni hubo jamás mujer que pudiera igualarla. También decían los rumores que era inmortal y que tenía poder sobre todas las cosas; ella, Ustane, no podía decir nada acerca de ello. Pero creía que la Reina elegía un esposo de tiempo en tiempo, y tan pronto como nacía una niña el esposo —al cual nunca volvía a verse— era ejecutado. Entonces la niña crecía y tomaba el lugar de la Reina cuando su madre moría y era sepultada en las grandes cavernas. Pero de estos asuntos no podía hablar con certeza. Sólo Ella era obedecida a lo largo y lo ancho de todo el país y cualquier oposición a sus órdenes ocasionaba la muerte. Ella mantenía una guardia, pero no poseía un ejército regular. Mas cualquier desobediencia era mortal.

Pregunté qué extensión poseía el país y cuántos habitantes tenía. Ustane respondió que había diez «familias» como ésta que conocía, incluyendo la gran «familia» que estaba con la Reina. Todas las «familias» vivían en cavernas, en lugares que se parecían a esta extensión de tierras altas, rodeados por una vasta extensión de ciénagas que sólo podían ser atravesadas por pasos secretos. Frecuentemente las «familias» se hacían la guerra entre sí, hasta que Ella enviaba su mensaje para que cesara, cosa que inmediatamente se obedecía. Esto y la fiebre que acometía a los que cruzaban las ciénagas impedían que su número creciera demasiado. No tenían contactos con ninguna otra raza y nadie vivía cerca de ellos o era capaz de atravesar las vastas ciénagas. Una vez llegó un ejército desde el gran río (presumiblemente el Zambeze) e intentó atacarlos, pero se perdió en los marjales y por la noche, al ver las grandes esferas de fuego que se movían sobre ellos, trataron de alcanzarlas, creyendo que eran las luces que señalaban el campamento enemigo y la mitad de los soldados se ahogó. En cuanto a los demás, pronto murieron de fiebres y hambre sin que recibieran un solo golpe. Las ciénagas, dijo Ustane, eran absolutamente impracticables excepto para quienes conocían las sendas. Añadió —y bien podía creerla— que nunca hubiésemos podido llegar hasta aquí si no nos hubiesen traído.

Éstas y muchas otras cosas supimos por Ustane durante la pausa de cuatro días que precedieron a nuestra verdadera aventura y, tal como había imaginado, nos dieron considerables motivos para pensar. Toda la historia era sumamente notable, si bien bastante increíble desde luego, y la parte más extraña era con mucho la que correspondía a las antiguas inscripciones de la vasija. Y ahora aparecía una misteriosa Reina investida por los rumores con terribles y maravillosos atributos, conocida usualmente por el título impersonal —pero a mi juicio bastante aterrador— de Ella. De todos modos no lo podía comprender ni Leo tampoco, pero éste, en cambio, se sentía victorioso frente a mí, porque yo siempre me había burlado de la leyenda. En cuando a Job, éste había abandonado desde hacía tiempo toda tentativa de gobernar su razón, y la dejaba ir a la deriva por el mar de las circunstancias. A propósito, Mahomed, el árabe (que era tratado cortésmente, pero con frío menosprecio por los amahagger), se hallaba, según descubrí, sumido en un gran temor, aunque no pude comprender cuál era la causa. Se sentaba acuclillado en un rincón de la caverna durante todo el día, rogando a Alá y al Profeta que le protegiesen. Cuando lo apremié acerca de ello, dijo que estaba atemorizado porque aquellas gentes no eran hombres y mujeres de verdad sino demonios, y que ésta era una tierra encantada; por mi honor que una o dos veces, desde entonces, me sentí inclinado a concordar con él. Así pasó el tiempo hasta la noche del cuarto día después de la partida de Billali, cuando algo sucedió.

Nosotros tres y Ustane estábamos alrededor de una hoguera en la caverna, poco antes de la hora de acostarnos, cuando la mujer (que hasta entonces había estado cavilando silenciosamente) se levantó de pronto y, posando la mano sobre los dorados rizos de Leo, se dirigió a él. Todavía ahora, cuando cierro los ojos, puedo ver su orgullosa y bien formada figura, cubierta alternativamente por las densas sombras o el rojo resplandor del fuego, tal como se erguía allí —salvaje centro de una escena tan salvaje como nunca he presenciado—, mientras se liberaba del peso de sus pensamientos y presagios en una suerte de discurso rítmico que se expresaba más o menos como sigue: