A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, nos levantamos e hicimos las abluciones que las circunstancias permitían. Al fin estuvimos prontos para la partida. Me veo forzado a decir que, cuando hubo suficiente luz para que pudiéramos vernos las caras, yo, el primero, estallé en risas estruendosas. La ancha y cordial cara de Job se había hinchado hasta casi el doble de su tamaño normal por la picadura de los mosquitos, y la condición de Leo no era mucho mejor. De los tres era yo en verdad quien había salido mejor librado del trance, probablemente a causa de la rudeza de mi piel morena y al hecho de que buena parte de ella estaba cubierta de pelo, ya que desde nuestra partida de Inglaterra había dejado que mi barba, de por sí exuberante, creciera a su placer. Pero los otros dos, en comparación, estaban bien afeitados, lo cual por supuesto dejaba al enemigo una más amplia extensión de terreno para operar. Sin embargo, en el caso de Mahomed, los mosquitos —reconociendo el sabor de un verdadero creyente— no lo habían querido tocar a ningún precio. ¡Cuán a menudo, recuerdo, deseamos durante las semanas siguientes haber poseído un sabor semejante al de los árabes!
Durante el tiempo que habíamos dedicado a reír tan animosamente como lo permitían nuestros labios hinchados, la luz del día había llegado y la brisa matinal soplaba desde el mar, abriendo sendas en las densas neblinas del marjal, y aquí y allí las empujaba en grandes vellones de vapor. Izamos la vela entonces, tras echar una mirada a los dos leones muertos y el cocodrilo, a los cuales, naturalmente, no podíamos quitarles la piel por carecer de medios para curtirla. Partimos y, navegando a vela por la laguna, seguimos el curso del río por el lado más alejado. A mediodía, cuando cesó la brisa, tuvimos la fortuna de hallar un apropiado trozo de tierra seca donde pudimos acampar y encender fuego. Allí cocinamos un par de patos salvajes y un trozo de la carne del gamo…, no de forma muy apetitosa, es cierto, pero asaz suficiente. El resto de la carne del gamo la cortamos en tiras y la colgamos al sol para secar y convertirla en «biltong», como creo que llaman los holandeses sudafricanos a la carne así preparada. En esta bienvenida porción de terreno seco permanecimos hasta el siguiente amanecer, y allí dormimos, como antes, en guerra con los mosquitos pero sin otros inconvenientes. Uno o dos días más pasaron de modo similar y sin aventuras dignas de mención, excepto que cazamos un ejemplar de antílope sin cuernos de peculiar donaire. Vimos muchas variedades de nenúfares en pleno florecimiento, algunos de ellos azules y de exquisita belleza, aunque pocas de sus flores eran perfectas, debido al predominio de unas larvas blancas de agua de cabeza verde, que se alimentaban de ellas.
Al quinto día de nuestro viaje, cuando habíamos recorrido, según nuestros cálculos, de ciento treinta y cinco a ciento cuarenta millas al occidente de la costa, ocurrió el primer incidente de importancia. Aquella mañana el viento acostumbrado nos faltó hacia las once y, tras haber remado un pequeño tramo, nos vimos forzados a detenernos, más o menos exhaustos, en un lugar que parecía ser la intersección de nuestro río con otro de una anchura uniforme de unos cincuenta pies. Algunos árboles crecían cerca —los únicos árboles en toda esta región eran los que crecían en las orillas del río—, y allí descansamos bajo su fronda, y como la tierra estaba felizmente seca precisamente allí, caminamos un poco a lo largo de la orilla del río para explorar. Al tiempo cazamos algunas aves acuáticas para la comida. Antes de haber andado cincuenta yardas advertimos que toda esperanza de continuar navegando en la ballenera por aquella corriente tocaba a su fin, porque a menos de doscientas yardas más arriba había una sucesión de vados y bancos de lodo donde el agua no llegaba a seis pulgadas de profundidad. Era un cul de sac[39] acuático.
Volviendo atrás, caminamos un trecho por las orillas del otro río, y pronto llegamos a la conclusión, por varios indicios, de que no se trataba de un río en absoluto, sino de un antiguo canal, como el que puede verse sobre Mombasa, en la costa de Zanzíbar, comunicando el río Tana con el Ozy, de manera que es posible navegar río abajo por el Tana hasta cruzar el Ozy y llegar por él al mar, evitando así la muy peligrosa barra que bloquea la desembocadura del Tana. El canal que teníamos ante nosotros había sido evidentemente excavado por el hombre en algún remoto periodo de la historia del mundo, y el resultado de esas excavaciones era aún visible en la hechura de las empinadas orillas, que alguna vez habían formado, sin duda, caminos de sirga para remolcar los navíos. Salvo en algunos lugares, donde el agua los había ahuecado o se habían hundido, los taludes de arcilla ligada y endurecida estaban a igual distancia entre sí, y la profundidad de la corriente también parecía uniforme. La corriente, allí, parecía muy pequeña o inexistente, y en consecuencia la superficie del canal estaba sofocada por la proliferación de la vegetación, interrumpida por pequeñas vías de agua clara. Éstas deberían haber sido producidas, supongo, por el constante paso de las aves acuáticas, las iguanas y otras sabandijas. Ahora bien, como era evidente que no podríamos continuar avanzando por el río, era igualmente cierto que deberíamos optar por probar el canal o retornar al mar. No podíamos detenernos donde estábamos, para cocernos al sol y ser devorados por los mosquitos hasta perecer de fiebres en aquella melancólica ciénaga.
—Bueno, supongo que debemos probar el canal —dije.
Los demás asintieron a su modo: Leo, como si fuese la mejor broma del mundo; Job, con respetuoso disgusto; y Mahomed con una invocación al Profeta y un amplio anatema sobre todos los descreídos y sus maneras de pensar y viajar.
En consecuencia, tan pronto como el sol llegó al ocaso y teniendo poco o nada que esperar de nuestro amistoso viento, partimos. Durante la primera hora pudimos navegar con los remos, aunque con gran trabajo; pero cuando la maleza se tornó demasiado espesa para avanzar por ella, nos vimos obligados a recurrir al primitivo y agotador procedimiento de remolcar la barca con cuerdas. Trajinamos durante dos horas, Mahomed y Job de un lado, y yo del otro, pues se suponía que yo era lo suficientemente fuerte como para tirar solo de un extremo, mientras Leo, sentado en la proa de la embarcación, apartaba las malezas que se amontonaban alrededor de la quilla con la espada de Mahomed. Al oscurecer hicimos alto por algunas horas: para descansar y para goce de los mosquitos. Pero a medianoche proseguimos otra vez, aprovechando el relativo frescor nocturno. Al amanecer descansamos durante tres horas y comenzamos de nuevo, trabajando hasta las diez, cuando una tormenta, acompañada de una lluvia torrencial, nos detuvo. Pasamos las seis horas siguientes prácticamente bajo el agua.
No sé si hay alguna necesidad de que describa en detalle los cuatro días que siguieron en nuestro viaje, más allá de decir que en conjunto fueron los más miserables que he pasado en mi vida, sumando un monótono registro de pesados trabajos, calor, penuria y mosquitos. Durante todo este triste camino cruzamos por una región de ciénagas casi interminables y sólo puedo atribuir el haber escapado a la fiebre y a la muerte, a las constantes dosis de quinina y purgantes que tomamos, y al incesante ejercicio a que estábamos forzados. Al tercer día de nuestra travesía por el canal, avistamos una redondeada colina que asomaba entre los vapores del marjal. Al atardecer de la cuarta noche, cuando acampamos, esta colina parecía estar a unas veinticinco o treinta millas de distancia. Para entonces estábamos completamente exhaustos y sentíamos que nuestras manos, cubiertas de ampollas, no podían tirar del barco ni una yarda más, y que lo mejor que podíamos hacer era echarnos en tierra y morir en aquel horrible yermo cenagoso. Era una situación espantosa, en la cual no creo que ningún hombre blanco se haya encontrado jamás. Y cuando me arrojé en la cubierta de la barca para dormir, aquél fue el sueño de la fatiga extrema; entonces maldije mi locura al tomar parte en aquella búsqueda demencial que sólo podía concluir con nuestra muerte en aquella horrible comarca. Recuerdo que pensé, a medida que me sumergía lentamente en la somnolencia, en cuál sería el aspecto de la embarcación y de su infeliz tripulación dos o tres meses después de aquella noche. Allí yacería la embarcación, con sus cuadernas deshechas, medio llena de agua fétida, que cuando el viento cargado de brumas la agitase, chapotearía entre nuestros huesos desgastados y ése sería su fin y el de todos los que en ella habían ido en pos de mitos y del descubrimiento de los secretos de la naturaleza.
Aún me parece oír el agua batiendo contra nuestros huesos consumidos y haciéndolos entrechocar sonoramente, rodando mi cráneo contra el de Mahomed y el suyo contra el mío, hasta que al fin Mahomed se enderezaba sobre sus vértebras y, echándome una mirada con sus vacías órbitas, me maldecía con una mueca de sus mandíbulas, pues yo, perro cristiano, turbaba el último sueño de un verdadero creyente. Abrí los ojos estremeciéndome ante el horrible sueño. Y me estremecí otra vez porque había algo que no era un sueño: dos grandes ojos fulguraban sobre mí a través de la brumosa oscuridad. Pugné por levantarme y en medio de mi terror y confusión grité y grité hasta que los otros se levantaron también, tambaleándose como ebrios, medio dormidos y asustados. Hubo entonces un relampagueo de frío acero y una gran lanza se apoyó en mi garganta, mientras detrás brillaban cruelmente otras lanzas.
—Paz —dijo una voz hablando en árabe, o más bien en algún dialecto en el cual el árabe participaba muy ampliamente—; ¿quiénes sois vosotros que venís hacia aquí nadando sobre el agua? Hablad o moriréis —y el acero se apretó agudamente sobre mi garganta, haciendo correr un escalofrío por todo mi cuerpo.
—Somos viajeros y hemos llegado aquí por azar —contesté en mi mejor árabe, que al parecer fue comprendido, porque el hombre volvió la cabeza y, dirigiéndose a una alta figura que se alzaba entre las sombras, dijo:
—Padre, ¿los matamos?
—¿De qué color son los hombres? —interrogó una voz profunda.
—Blanco es su color.
—No los mates —fue la respuesta—. Cuatro soles han pasado desde que me llegó la palabra de Ella-la-que-debe-ser-obedecida: «Llegarán hombres blancos: si llegan hombres blancos, no los matarás. Los conducirás a la casa de Ella-la-que-debe-ser-obedecida. Llevarás a los hombres y sus pertenencias».
—¡Venid! —dijo el hombre, medio conduciéndome, medio arrastrándome fuera de la barca. Mientras esto hacía, advertí que otros hombres cumplían los mismos buenos oficios con mis compañeros.
Sobre el talud estaba congregada una compañía de alrededor de cincuenta hombres. En aquella luz pude descubrir que estaban armados con enormes lanzas, que eran muy altos y robustos, de color relativamente claro y que iban desnudos, salvo una piel de leopardo que llevaban en torno a la cintura.
Habían desatado a Leo y Job, que ahora estaban colocados a mi lado.
—¿Qué diablos sucede? —dijo Leo restregándose los ojos.
—¡Oh, mi Dios! señor, en buena nos hemos metido —exclamó Job, y precisamente en ese instante se produjo un desorden y Mahomed cayó tambaleándose entre nosotros, perseguido por una silueta sombría que llevaba una espada en alto.
—¡Alá, Alá! —chilló Mahomed, sintiendo que poco podía esperar de los hombres—. ¡Protegedme! ¡Protegedme!
—Padre, es un negro ——dijo una voz—. ¿Qué dijo Ella-la-que-debe-ser-obedecida acerca de un negro?
—No dijo nada; pero no lo mates. Ven aquí, hijo mío.
El hombre se acercó y la alta figura oscura se inclinó y susurró algo.
—Sí, sí —dijo el otro, ahogando una risita en un tono que helaba la sangre.
—¿Están allí los tres hombres blancos? —preguntó la figura.
—Sí, allí están.
—Entonces traigan lo que está dispuesto para ellos y dejad que los hombres cojan todo lo que puede ser transportado de la cosa que flota.
Apenas pronunció esas palabras, los hombres vinieron corriendo con nada menos que unos palanquines que transportaban sobre sus hombros —cuatro cargadores y dos hombres de refresco por cada palanquín— y se nos indicó enseguida que esperaban que los montásemos.
—¡Bien! —dijo Leo—. Es una bendición hallar a alguien que nos lleve después de tanto tiempo en que teníamos que transportarnos a nosotros mismos.
Leo siempre ve el lado alegre de las cosas.
No pudiendo hacer de otro modo, y, tras haber visto que los demás se instalaban en sus palanquines, me tumbé en mi propia litera y por cierto que la hallé muy confortable. Parecía confeccionada con un paño tejido con alguna fibra de hierbas, que cedía y se estiraba acomodándose a todos los movimientos del cuerpo, balanceándose arriba y abajo desde su punto de sostén, dando un agradable apoyo a la cabeza y al cuello.
Apenas me había instalado cuando los cargadores, acompañando sus pasos con un monótono canto, iniciaron un ondulante trote. Durante una media hora descansé sosegadamente, mientras reflexionaba en las notabilísimas experiencias que estábamos atravesando, preguntándome si alguno de mis eminentes y respetables amigos fósiles, del lejano Cambridge, me creería si por milagro estuviera sentado a la mesa familiar de las comidas relatándoselas. No quisiera dar a entender una idea ligera o irrespetuosa al llamar fósiles a aquellos bondadosos y sabios hombres, pero mi experiencia señala que la gente es proclive a la fosilización, aun en la universidad, si sigue la misma senda con demasiada persistencia. Yo también me estaba fosilizando, pero últimamente mis ideas se habían ampliado muy considerablemente. Y bien: descansé y reflexioné, preguntándome cuál podría ser el fin de todo aquello; hasta que al fin cesé de interrogarme y me quedé dormido.
Sospecho que dormí siete u ocho horas, tomando el primer descanso real que había gozado desde la noche previa al naufragio del dhow, por lo cual cuando desperté el sol ya estaba alto en el cielo. Todavía estábamos viajando, a un ritmo de cuatro millas a la hora. Atisbando a través de las delgadas cortinas de la litera, que estaban ingeniosamente sujetas a la pértiga de sostén, percibí para mi infinito alivio que habíamos salido de la región de las eternas ciénagas y estábamos atravesando ahora unas planicies cubiertas de espesa hierba en dirección a una colina en forma de taza. Si era o no la misma colina que habíamos visto desde el canal, no lo sé; nunca pude descubrirlo desde entonces, porque —como observamos más tarde— ese pueblo suministra escasa información sobre esos temas. Luego observé a los hombres que me transportaban. Estaban magníficamente formados, pocos entre ellos tenían menos de seis pies de estatura y su color era amarillento. En conjunto, su aspecto tenía bastante en común con el de los somalíes del África Oriental, sólo que su pelo no era rizado, sino que caía en espesas guedejas negras sobre los hombros. Sus facciones eran aquilinas y en muchos casos sumamente bellas; los dientes eran notablemente proporcionados y hermosos. Pese a su bella apostura me impresionó que, en conjunto, sus rostros tuvieran la expresión más malvada que he visto en mi vida. Era un aire de frialdad y tétrica fiereza que se imprimía en sus semblantes y que me repugnó. Ésa sombría crueldad era en algunos casos pavorosa por su intensidad.
Otra cosa que me impresionó de ellos es que nunca parecían sonreír. A veces cantaban la monótona canción que he mencionado, pero, cuando no lo hacían, se encerraban en un silencio casi perfecto, y el brillo de una risa jamás venía a iluminar sus sombríos y malignos semblantes. ¿Cuál podría ser la raza de ese pueblo? Su lenguaje era un árabe adulterado, pero no eran árabes; estoy casi seguro de ello. Para eso eran demasiado oscuros, o más bien amarillos. No puedo explicar por qué, pero sé que su aspecto me llenó de un miedo enfermizo del cual me sentí avergonzado. Cuando aún estaba sumido en estas cavilaciones, otra litera se acercó poniéndose a la par de la mía. En ella —porque las cortinas estaban recogidas— se podía ver a un anciano sentado. Estaba vestido con una túnica blanquecina, hecha en apariencia de basto lino, que colgaba laxa a su alrededor. Llegué a la inmediata conclusión de que aquélla era la sombría figura que estaba de pie en el talud y al cual se dirigían llamándole «Padre». Era un anciano de magnífico aspecto, con una barba de nieve tan larga que sus extremos colgaban fuera de la litera. Tenía una nariz curvilínea sobre la cual fulguraban un par de ojos tan penetrantes como los de una serpiente, en tanto su semblante en conjunto tenía una expresión de sabio y sardónico humor que resulta imposible de reflejar en el papel.