¡Cuán diferente es la escena que ahora voy a relatar de la que he narrado anteriormente! Han desaparecido las tranquilas habitaciones del colegio, los olmos ingleses mecidos por el viento, los graznidos de las cornejas, los familiares volúmenes en sus anaqueles… En su lugar se eleva la visión de un gran mar en calma, que centellea con matizadas luces plateadas bajo los rayos de la luna llena africana. Una suave brisa colma la enorme vela de nuestro dhow y nos arrastra por las aguas que murmuran musicalmente contra sus bordas. La mayor parte de los hombres duerme, porque es casi medianoche; pero un fornido y atezado árabe, llamado Mahomed, se mantiene al timón, perezosamente guiado por las estrellas. A tres o más millas de nuestra banda de estribor, se ve una línea baja y oscura. Es la costa oriental del África central. Navegamos hacia el sur, por delante del monzón del nordeste, entre la tierra firme y los arrecifes que por centenares de millas guarnecen esta peligrosa costa. La noche es apacible, tan apacible, que un susurro podría oírse de la proa a la popa del dhow; tan apacible y silenciosa, que un débil rugido vibra a través de las aguas y nos llega desde la tierra distante.
El árabe en la caña del timón levanta su mano y pronuncia una sola palabra:
—¡Simba! (león).
Todos escuchamos, incorporándonos. Entonces se oye otra vez un sordo y majestuoso sonido que nos emociona hasta los tuétanos.
—Mañana hacia las diez —dije— deberemos llegar (si el capitán no ha errado sus cálculos, lo que es muy probable) a esa misteriosa roca con la cabeza de hombre, y comenzaremos nuestra cacería.
—Y comenzaremos nuestra búsqueda de la ciudad en ruinas y del Fuego de la Vida —corrigió Leo, quitando la pipa de su boca y riendo suavemente.
—¡Tonterías! —respondí—. Has estado aireando tu árabe con el hombre del timón esta tarde. ¿Qué te ha contado? Ha estado comerciando (comercio de esclavos probablemente) de un lado a otro de estas latitudes durante la mitad de su inicua vida, y alguna vez debe haber desembarcado cerca de la roca «con forma de hombre». ¿Ha oído hablar algo acerca de la ciudad en ruinas de las cavernas?
—No —respondió Leo—. Dice que la comarca está rodeada de ciénagas y llena de serpientes, sobre todo pitones, y de caza. Y que nadie vive allí. Pero sucede que hay un cinturón de ciénagas a lo largo de toda la costa oriental de África, de modo que esto no nos dice mucho.
—Sí —dije—. Dice acerca de la malaria. Ya ves qué clase de opinión tiene esta gente acerca del país. Ninguno de ellos quiere venir con nosotros. Piensan que estamos locos, y palabra que creo que tienen razón. Me sorprendería volver a ver la vieja Inglaterra. De todos modos, eso no me importa demasiado a mi edad, pero estoy inquieto por ti, Leo, y por Job. Esto es cosa de locos, muchacho.
—Está bien, tío Horace. En lo que a mí concierne, estoy deseando probar suerte. ¡Mira! ¿Qué es esa nube?
Leo señaló una oscura mancha en el centelleante firmamento, a varias millas de nosotros.
—Ve y pregúntale al hombre del timón —dije.
Se levantó, estiró los brazos y fue hacia allí. Luego volvió.
—Dice que es una borrasca, pero que pasará lejos, a un lado de donde estamos.
En el mismo momento Job subió a la cubierta; se le veía muy sólido y británico en su traje de cazador de franela marrón, con una especie de expresión perpleja en su honesta cara redonda, una expresión que se había vuelto habitual en él desde que se había adentrado en estas extrañas aguas.
—Perdón, señor —dijo, llevando la mano a su sombrero para el sol, que se había encasquetado en la parte posterior de la cabeza, de una manera un tanto ridícula—, como hemos llevado todos esos rifles y cosas a la popa de la ballenera, sin hablar de las provisiones en los cajones, pienso si no sería mejor que fuéramos allá abajo y durmiésemos en ella. No me gusta el aspecto —aquí bajó la voz hasta un portentoso susurro— de estos negros; tienen el aire de ser unos perfectos ladrones. Supongamos ahora que algunos de ellos se introducen en la barca por la noche, cortan el cable y se la llevan. Sería una buena jugada, sí, señor.
La ballenera, debo explicar, había sido especialmente construida para nosotros en Dundee, Escocia. La habíamos traído con nosotros porque sabíamos que esta costa era una cadena de caletas o ensenadas y podría necesitarse algo así para navegar por ellas. Era una hermosa embarcación, de treinta pies de largo, con una orza de deriva[31] para navegar, con casco de cobre para evitar la carcoma y lleno de compartimentos estancos. El capitán del dhow nos había dicho que, cuando alcanzáramos la roca, que él conocía —y que parecía ser idéntica a la descrita en el ánfora y por el padre de Leo—, era probable que no pudiera acercarse a ella a causa de los bajíos y rompientes. Por eso habíamos empleado tres horas esa misma mañana —mientras permanecíamos en una calma total, ya que los vientos habían cesado al amanecer— en transbordar la mayor parte de nuestros efectos y enseres a la ballenera que llevábamos a remolque, colocando los rifles, municiones y provisiones en conserva dentro de los compartimentos estancos especialmente preparados para ello. De modo que, cuando avistásemos la fabulosa roca, no tendríamos más que saltar a la embarcación y navegar en ella hacia la costa. Otra razón que nos indujo a tomar estas precauciones fue que los capitanes árabes son capaces de pasar de largo ante la meta propuesta, tanto por descuido como por error en su identificación. Ahora bien, como saben los marinos, resulta casi imposible para un dhow navegar contra el monzón, pues está aparejado para correr a favor del mismo. Por ello, mantuvimos nuestra barca preparada para bogar hacia la roca en cualquier momento.
—Bien, Job —dije—, quizá sea lo mejor. Hay muchas mantas aquí; sólo ten cuidado de resguardarte de la luna, o podría trastornarte o dejar ciego.
—¡Por Dios, señor! No creo que importe mucho si sucede; ya me he trastornado con la visión de estos negrazos y sus sucias y rapaces maneras. Sólo son aptos para abono, eso es; y huelen tan mal como él.
Como ya se habrá advertido, Job no era un admirador de los modales y costumbres de nuestros hermanos de piel oscura.
Por tanto, tiramos de la barca con la cuerda de remolque hasta que estuvo justamente debajo de la popa del dhow, y Job se introdujo en la ballenera con toda la gracia de un saco de patatas que cae. Luego retornamos para sentarnos en la cubierta otra vez, fumando y conversando con breves pausas entre cada parrafada. La noche era tan bella y nuestros cerebros estaban tan llenos de excitación contenida de todo tipo, que no nos sentíamos inclinados a retirarnos. Durante una hora o cosa así estuvimos sentados de esa guisa, hasta que, supongo, nos quedamos amodorrados. Al menos, tengo un débil recuerdo de Leo explicando soñolientamente que la cabeza no era mal lugar para disparar a un búfalo, si uno podía acertarle exactamente entre los cuernos, metiendo la bala en su garganta, o alguna tontería semejante.
No recuerdo nada más; hasta que de pronto… un espantoso bramido del viento, un chillido de terror de la tripulación, que se despertaba, y el golpe de agua, parecido a un latigazo, que golpeó nuestros rostros, nos sacó del ensueño. Algunos hombres corrieron a soltar las escotas y arriar la vela; pero los racamentos[32] se atascaron y la verga no bajaba. Yo me incorporé de un salto y me colgué de una cuerda. A popa el cielo estaba oscuro como un pozo, pero la luna aún brillaba delante de nosotros e iluminaba las tinieblas. De ese resplandor surgió una inmensa ola coronada de blanca espuma, de veinte pies de altura, que se precipitaba sobre nosotros. Iba a romper… La luna brillaba en su cresta y guarnecía de luz su espuma. Se precipitaba desde lo más hondo del cielo negro como la tinta, empujada por la espantosa borrasca que venía detrás. De pronto, en un pestañeo, vi la negra silueta de la ballenera suspendida en el aire, en la cresta de la ola que rompía. Después… un golpe de mar, una salvaje embestida de la espuma hirviente, y yo me aferré a un obenque[33] para salvar la vida, y me vi arrastrado con fuerza, como una bandera agitada por el vendaval.
La embarcación calaba mucha agua por la popa.
La ola pasó. Me pareció estar bajo el agua durante minutos… En realidad fueron segundos. Esperé ansiosamente. La ráfaga de viento había arrancado la vela grande, que se alejaba muy alta por los aires hacia sotavento, aleteando como un pájaro herido. Luego hubo un momento de relativa calma, y en medio de ella oí la voz de Job que aullaba salvajemente:
—¡Venga aquí, a la barca!
Aturdido y medio ahogado como estaba, tuve el buen sentido de correr hacia popa. Sentía cómo el dhow se hundía bajo mis pies: estaba lleno de agua. Bajo su borda, la ballenera se sacudía furiosamente, y vi al árabe Mohamed, que había estado al timón, saltando a su interior. Di un desesperado tirón a la cuerda de arrastre, para atraer la barca al costado del dhow. También yo salté salvajemente, Job me aferró por un brazo y rodé hasta el fondo de la ballenera. Todo el casco del dhow empezó a irse a pique, y al verlo, Mohamed sacó su cuchillo curvo y cortó la maroma que nos sujetaba a él. Un segundo más tarde flotábamos, en medio de la tempestad, sobre el lugar en que había estado el dhow.
—¡Gran Dios! —vociferé—. ¿Dónde está Leo? ¡Leo! ¡Leo!
—Ha desaparecido, señor, ¡Dios le ayude! —rugió Job en mi oído; y era tal la furia de la borrasca que su voz sonó como un susurro.
Me retorcí las manos con desesperación. Leo se había ahogado y yo había quedado vivo para llorarlo.
—¡Cuidado! —aulló Job—. Aquí viene otra.
Me volví; una segunda e inmensa ola iba a alcanzarnos. Casi tenía la esperanza de que me ahogase. Curiosamente fascinado, observé su espantosa llegada. La luna estaba casi oculta ahora por los nubarrones de la invasora tormenta, pero una pequeña luz aún alcanzaba a la cresta del rompiente devorador. Había algo oscuro en él…, un resto del naufragio. Ahora se hallaba sobre nosotros y la barca estaba casi llena de agua. Pero la ballenera estaba construida con compartimentos estancos —¡Dios bendiga al hombre que los ha inventado!— y se elevó sobre las aguas como un cisne. Entre la espuma y la agitación vi el objeto negro que se precipitaba derecho hacia mí sobre la ola. Alcé mi brazo derecho para protegerme de aquello y mi mano se cerró sobre otro brazo, cuya muñeca aferraron mis dedos como un torniquete. Soy un hombre muy fuerte y tenía algo para aferrarme, pero mi brazo estuvo a punto de desprenderse de su articulación, por la tensión y el peso ejercidos por el cuerpo flotante. Si el empuje de la ola hubiese durado otros dos segundos, tendría que haberlo dejado ir o ser arrastrado con él. Pero pasó, dejándonos con el agua hasta las rodillas.
—¡Achiquemos! ¡Achiquemos! —gritó Job, uniendo la acción a la palabra.
Pero yo no podía achicar el agua que había entrado en la barca, porque en ese momento la luna —que se había ocultado dejándonos en una total oscuridad— dejó deslizarse un débil y pasajero rayo de luz que se posó sobre el rostro del hombre que había agarrado y que ahora estaba medio tendido, medio flotando en el fondo de la barca.
Era Leo. Leo, rescatado por la ola…, rescatado, vivo o muerto, de entre las mismas fauces de la muerte.
—¡Achiquemos! ¡Achiquemos! —aullaba Job—, o nos vamos a pique.
Cogí una gran escudilla de estaño con un asa, que estaba fijada debajo de uno de los asientos, y los tres comenzamos a achicar el agua como si en ello nos fuese la vida. La furiosa tempestad reinaba por todas partes a nuestro alrededor, arrojando la barca de un lado al otro; el viento y la tempestad se entrelazaban, mientras las cortinas de agua, convertidas en espuma pulverizada y punzante, nos enceguecían y aturdían; pero a pesar de todo trabajábamos como demonios con el alborozo salvaje de la desesperación, si la desesperación puede causar alborozo. ¡Un minuto!, ¡tres minutos!, ¡seis minutos! La barca empezó a aligerarse y no hubo nuevas olas que nos anegasen. Cinco minutos después se había aligerado bastante. Entonces, de súbito, por encima de los espantosos aullidos del huracán, llegó un sordo y profundo rugido. ¡Cielos! ¡Era la voz de los rompientes!
En ese momento la luna comenzó a brillar otra vez despejada, esta vez tras el sendero de la borrasca. Muy lejos, sobre el rasgado seno del océano, asestaba las melladas flechas de su luz. Y allí, a media milla de nuestra embarcación, se veía la blanca línea de espuma, luego un pequeño espacio donde abría sus fauces la oscuridad, y a continuación otra línea blanca. Eran los rompientes, y su bramido crecía cada vez más claro, mientras nos precipitábamos sobre ellos como en una sima. Allí estaban, en ebullición, como surtidores de nevada espuma pulverizada, entrechocándose y rechinando como los fulgurantes dientes del infierno.
—¡Coge el timón, Mahomed! —rugí en árabe—. Tenemos que tratar de salvarlos.
Al mismo tiempo cogí un remo y empecé a utilizarlo, ordenando a Job que hiciese lo mismo.
Mahomed se arrastró hacia la popa y empuñó la barra del timón, mientras Job, que alguna vez había bogado en una batea, en el Cam[34] familiar, blandía su remo con cierta dificultad. Un minuto después la proa de la embarcación enfilaba en línea recta sobre el hervidero de espuma, cada vez más próximo, sobre el cual se lanzó con la velocidad de un caballo de carreras. Justo frente a nosotros, la primera línea de rompientes parecía un poco más rala que a derecha e izquierda… había un resquicio con aguas algo más profundas. Me volví y señalé hacia ese lugar.
—¡Por tu vida, Mahomed, timonea hacia allí! —aullé.
Mahomed era un piloto diestro, muy familiarizado con los riesgos de esta peligrosísima costa; vi como agarraba el timón, se encorvaba poniendo todo su peso hacia adelante y clavaba sobre el terror espumoso sus grandes ojos redondos hasta que parecía que iban a saltar de sus órbitas. La marejada alzaba la proa de la barca y la conducía hacia la banda de estribor. Si tocábamos la línea de rompientes, cincuenta yardas a estribor del paso, nos hundiríamos. Mahomed plantó su pie contra el asiento que estaba delante de él y, al mirarlo, vi como sus dedos morenos se abrían como una mano con el peso que apoyaba sobre ellos cuando aplicaba todo su esfuerzo sobre el timón. Éste giró un poco, pero no lo suficiente. Grité a Job que achicara el agua, mientras yo trabajaba con mi remo. El timón respondió ahora, y nunca tan a tiempo.
¡Cielos, estábamos pasando! Luego siguieron un par de minutos de angustiosa excitación que no tengo palabras para describir. Todo lo que recuerdo es un fragoroso mar de espuma, de donde las oleadas surgían aquí y allá y por todas partes, como fantasmas vengadores desde su tumba oceánica. Una vez giramos en redondo, pero, fuera debido a la suerte o a la destreza de Mahomed como piloto, la proa de la ballenera volvió a enderezarse antes que un escollo nos anegase. Uno más… un monstruo. Lo atravesamos o pasamos por encima —más bien lo atravesamos— y entonces, con un salvaje alarido de júbilo proferido por el árabe, entramos en las aguas comparativamente tranquilas del brazo de mar que había entre las líneas de fragorosas olas parecidas a dientes.