Versión ampliada de la traducción latina medieval anterior:
«Amenartas, e genere regio Egyptii, uxor Callicratis, sacerdotis Isidis, quam dei fovent demonia attendunt, filiolo suo Tisistheni jam moribunda ita mandat: Effugi quondam ex Egypto, regnante Nectanebo, cum patre tuo, propter mei amorem pejerato. Fugientes autera versus Notum trans mare, et viginti quatuor menses per Iitora Libye versus Orientem errantes, ubi est petra quedam magna sculpta instar Ethiopis capitis, deinde dies quatuor ab ostio fluminis magni ejecti partim submersi sumus partim morbo mortui sumus: in fine autem a feris hominibus portabamur per paludes et vada, ubi avium multitudo celum obumbrat, dies decem, donec advenimus ad cavum quendam montem, ubi olim magna urbs erat, caverne quoque immense; duxerunt autem nos ad reginam Advenaslasaniscoronantium, que magica utebatur et peritiá omnium rerum, et saltem pulcritudine et vigore insenescibilis erat. Hec magno patris tui amore perculsa, primum quidem ei connubium michi mortem parabat; postea vero, recusante Callicrate, amore mei et timore regine affecto, nos per magicam abduxit per vias horribiles ubi est puteus ille profundus, cujus juxta aditum jacebat senioris philosophi cadaver, et advenientibus monstravit flammam Vite erectam, instar columne volutantis, voces emittentem quasi tonitrus: tune per ignem Ímpetu nocivo expers transiit et jam ipsa sese formosior visa est.
Quibus factis juravit se patrem tuum quoque immortalem ostensuram esse, si me prius occisa regine contubernium mallet; neque enim ipsa me occidere valuit, propter nostratum magicam cujus egomet partem habeo. Ille vero nichil hujus generis malebat, manibus ante oculos passis, ne mulieris formositatem adspiceret: postea illum magica percussit arte, at mortuum efferebat inde cum fletibus et vagitibus, et me per timorem expulit ad ostium magni fluminis, velivoli, porro in nave, in qua te peperi, vix post dies huc Athenas vecta sum. At tu, O Tisisthenes, ne quid quorum mando nauci fac: necesse enim est mulierem exquirere si qua Vite mysterium impetres et vindicare, quantum in te est, patrem tuum Callicratem in regine morte. Sin timore seu aliqua causa rem relinquis infectam, hoc ipsum ómnibus posteris mando, dum bonus quis inveniatur qui ignis lavacrum non perhorrescet, et potentia dignus dominabitur hominum.
Talia dico incredibilia quidem at minime ficta de rebus michi cognitis.
Hec Grece scripta Latine reddidit vir doctus Edmundus de Prato, in Decretis Licenciatus, e Collegio Exoniensi Oxoniensi doctissimi Grocyni quondam e pupillis, Idibus Aprilis Anno Domini MCCCCLXXXXV0°.»
—Bueno —dije, cuando al fin terminé de leer y examinar cuidadosamente estos escritos y frases, al menos los que todavía eran fácilmente legibles—, eso es todo, Leo, y ahora podrás formar tu propia opinión. Yo ya tengo la mía.
—¿Y cuál es la tuya? —preguntó vivamente, como era su costumbre.
—Ésta es: creo que la vasija es perfectamente genuina y que, por increíble que parezca, ha permanecido con tu familia desde el siglo cuarto antes de Cristo. Las inscripciones lo prueban sin lugar a dudas; luego, por más improbable que parezca, debe ser aceptado. Pero aquí me detengo. No dudo que tus remotos antepasados, la princesa egipcia o algún escriba bajo su dirección, hayan escrito lo que vemos en la vasija, ni tampoco tengo la más mínima duda de que sus sufrimientos y la pérdida de su marido le trastornaron la cabeza y que no estaba en sus cabales cuando escribió esto.
—¿Cómo explicas todo lo que mi padre vio y oyó allí? —preguntó Leo.
—Coincidencias. Sin duda hay en la costa de África riscos o morros que se asemejan a la cabeza de un hombre y muchísima gente que habla un árabe adulterado. También creo que hay cantidades de ciénagas. Pero hay otra cosa, Leo, y siento decirlo: no creo que tu pobre padre se hallase del todo bien cuando escribió esta carta. Había tenido grandes desgracias y ello lo había conducido a que esta historia hiciera presa de su imaginación. Y era un hombre muy imaginativo. De todos modos, creo que todo el asunto es un completo disparate. Sé que hay cosas extrañas y fuerzas en la naturaleza que raramente se nos presentan y que cuando lo hacen no las podemos comprender. Pero hasta que lo vea con mis propios ojos (y no creo que eso suceda) nunca creeré que haya un medio de evitar la muerte, ni siquiera por un tiempo, o que hay o hubo una hechicera blanca viviendo en el corazón de una ciénaga africana. ¡Son palabrerías, muchacho, sólo palabrerías!… ¿Qué dices tú, Job?
—Digo, señor, que es una mentira; y, si es verdad, espero que el señor Leo no se inmiscuya en cosas semejantes, porque nada bueno puede salir de ellas.
—Quizá los dos tengáis razón —dijo Leo muy serenamente—. No quiero opinar. Pero digo esto: voy a ocuparme de este asunto de una vez por todas, y, si no venís conmigo, iré solo.
Miré al joven y comprendí que pensaba lo que decía. Cuando Leo se afirma en lo que dice, siempre hace un curioso gesto con la boca. Había sido una costumbre desde niño. Ahora bien, en realidad yo no tenía intención de dejar que Leo fuera a ninguna parte solo, más que por él, por mí, por mí mismo. Estaba demasiado unido a él para no hacerlo. No soy hombre de muchos afectos ni ataduras. Las circunstancias habían estado contra mí en este aspecto; hombres y mujeres se apartaban de mí —o al menos yo pensaba que así lo hacían, lo cual viene a ser lo mismo—, creyendo quizá que mi apariencia exterior, algo repulsiva, es una clave de mi carácter. En lugar de resistirme a esto, me había segregado del mundo en gran medida, vedándome todas las oportunidades que para muchos hombres se producen al establecer amistades más o menos íntimas. Por tanto, Leo representaba todo el mundo para mí —hermano, hijo, amigo— y, hasta que se cansara de mí, donde él fuese yo iría también. Pero naturalmente no era cosa de hacerle ver cuán grande era la influencia que ejercía sobre mí; por eso busqué la forma de acceder a sus deseos.
—Sí, iré, tío; y si no encuentro el «eterno Pilar de la Vida», al menos podré hallar caza de primera.
Allí estaba mi oportunidad y la aproveché.
—¿Caza? —dije—. Ah, sí; no había pensado en eso. Debe de ser una región muy salvaje y llena de caza mayor. Siempre he deseado cazar un búfalo antes de morir. Sabes, hijo mío, no creo en la búsqueda, pero sí en la caza mayor. En suma, realmente, si después de reflexionar sobre esto te decides a ir, me tomaré unas vacaciones e iré contigo.
—Ah —dijo Leo—. Pensé que no dejarías escapar semejante oportunidad. ¿Pero, qué pasa con el dinero? Necesitaremos una buena cantidad.
—No tienes que preocuparte por eso —contesté—, está toda tu renta, que se ha ido acumulando durante años, y por añadidura he guardado dos tercios de lo que tu padre me dejó, porque consideraba que era un depósito para ti. Hay dinero suficiente.
—Muy bien, entonces; podemos poner a un lado estas cosas e ir a la ciudad para ocuparnos de nuestras armas. De paso, Job, ¿vendrás con nosotros? Es hora de que empieces a ver mundo.
—Bueno, señor —dijo Job impasible—, no me atrae mucho viajar, pero si ustedes dos, caballeros, van a ir, necesitarán a alguien que cuide de ustedes. Y yo no soy hombre de quedarme atrás después de haberles servido durante veinte años.
—Eso está muy bien, Job —dije—. No hallarás cosas extraordinarias, pero podrás hacer alguna buena cacería. Y ahora prestadme atención los dos. No pienso decir ni una palabra a nadie acerca de este desatino —y señalé la vasija—. Si esto sale a la luz y algo me pasa, mis parientes más cercanos impugnarán mi testamento por demencia y me convertiré en el hazmerreír de todo Cambridge.
Tres meses después nos hallábamos en el mar, rumbo a Zanzíbar.