La víspera de la fecha en que Leo cumplía veinticinco años, ambos viajamos a Londres y retiramos el misterioso cofre del banco donde yo lo había depositado veinte años atrás. Lo trajo, recuerdo, el mismo empleado que lo había recibido. Recordaba perfectamente dónde lo había guardado. De no ser así, dijo, habría tenido dificultades para hallarlo, porque estaba completamente cubierto de telarañas.
Por la tarde regresamos con nuestra preciosa carga a Cambridge, y pienso que, si ambos hubiéramos regalado lo que dormimos aquella noche, no hubiéramos perdido nada. Al amanecer Leo pasó a mi cuarto en bata y sugirió que entrásemos en materia inmediatamente. Rechacé desdeñosamente la idea como una muestra de indigna curiosidad. El cofre había esperado veinte años, dije, y por tanto muy bien podía seguir esperando hasta después del desayuno. En efecto, desayunamos a las nueve…, a las nueve en punto, con inusual puntualidad. Tan ocupado estaba con mis pensamientos, que lamento constatar que puse una loncha de jamón en el té de Leo, en lugar de un terrón de azúcar. También Job, que por supuesto se había contagiado de la excitación, se las arregló para romper el asa de mi taza de té de porcelana de Sévres, que era idéntica, según creo, a la que Marat[14] estaba usando momentos antes de que lo apuñalaran en el baño.
Por fin, sin embargo, se retiró el servicio del desayuno, y Job, a petición mía, fue a buscar el cofre y lo colocó sobre la mesa de una manera más bien cautelosa, como si le tuviese desconfianza. Luego, se dispuso a abandonar la habitación.
—Espera un momento, Job —dije—. Si el señor Leo no se opone, yo preferiría tener un testimonio independiente en este asunto, alguien en quien se pudiera confiar que mantuviese la boca cerrada, a menos que se le pida que hable.
—Desde luego, tío Horace —respondió Leo; porque yo lo había acostumbrado a llamarme tío, aunque él solía variar los apelativos, a veces en forma poco respetuosa, llamándome «viejo compañero» y hasta «mi pariente avuncular»[15].
Job se llevó la mano a la frente, al no llevar sombrero.
—Cierra la puerta, Job —dije—, y tráeme mi caja de documentos.
Obedeció y yo extraje de la caja aquellas llaves que el pobre Vincey, el padre de Leo, me había dado la noche de su muerte. Había tres: la más grande era una llave comparativamente moderna; la segunda, sumamente antigua; y la tercera era enteramente distinta a cualquier objeto de esa clase que hubiésemos visto antes. Aparentemente estaba confeccionada con un lingote de plata maciza, con una barra cruzada a modo de asa, donde aparecían algunas muescas cortadas en el borde. Se parecía más a un modelo de llave de ferrocarril antediluviana que a cualquier otra cosa.
—Bien, ¿estáis listos los dos? —dije, como alguien que está a punto de hacer explotar una mina.
No hubo respuesta, por lo que tomé la llave grande, la lubriqué con un poco de aceite de ensalada en las guardas y, tras uno o dos intentos fallidos porque mis manos temblaban, conseguí ajustarla y hacer girar la cerradura. Leo se inclinó y cogió la maciza tapa con ambas manos, y de un tirón, porque los goznes estaban enmohecidos, la levantó. Su apertura reveló otra caja cubierta de polvo. Ésta se pudo extraer del cofre de hierro sin ninguna dificultad, y quitamos la suciedad acumulada durante años con un cepillo de ropa.
Era, o aparentaba ser, de ébano o de alguna otra madera negra de grano apretado, y estaba sujeta en todas direcciones con flejes de hierro. Su antigüedad debía de ser muy grande, porque la densa y pesada madera estaba ya parcialmente comenzando a desmenuzarse por su vejez.
—Ahora ésta —dije, introduciendo la segunda llave.
Job y Leo se inclinaron hacia adelante, en silenciosa expectación. La llave giró y, al echar atrás la tapa, proferimos una exclamación. No era de extrañar: dentro de la caja de ébano había una maravillosa arquilla de plata, de alrededor de doce pulgadas de ancho por ocho de altura. Parecía ser de elaboración egipcia, porque las cuatro patas estaban formadas por esfinges, y la tapa en forma de cúpula también estaba coronada por una esfinge. La arquilla, por supuesto, estaba muy manchada y abollada por su vejez, pero por lo demás se conservaba en perfecto estado.