Como podía esperarse, la súbita muerte del pobre Vincey creó un gran alboroto en la universidad, pero como se sabía que estaba muy enfermo y que se extendería un certificado médico satisfactorio, no hubo investigación alguna. Esas indagaciones judiciales no eran muy del agrado de la gente en aquellos tiempos, al contrario de lo que sucede ahora; en realidad eran mal vistas generalmente, a causa del escándalo. En esas circunstancias, al no habérseme planteado preguntas, no me sentí llamado a proporcionar ninguna información voluntaria acerca de nuestra entrevista en la noche del deceso de Vincey, salvo mencionar que había venido a verme a mis habitaciones, como lo hacía a menudo. El día del funeral un abogado vino de Londres y acompañó los restos de mi pobre amigo hasta la tumba. Después regresó llevándose sus papeles y efectos, salvo, por supuesto, el cofre de hierro que había quedado bajo mi custodia. Hasta después de una semana no volví a oír nada sobre el asunto y, en realidad, mi atención estuvo ocupada ampliamente en otras direcciones, porque estaba preparando mi licenciatura, un hecho que me había impedido asistir al funeral o ver al abogado. Por fin, sin embargo, el examen concluyó y volví a mis habitaciones, donde me hundí en una poltrona con la feliz sensación de que lo había pasado favorablemente.
Muy pronto, empero, mis pensamientos volvieron —al estar descargados de la urgencia que los había presionado en una única dirección durante los últimos días— a los acontecimientos de la noche en que había muerto el pobre Vincey; otra vez me pregunté qué significaba todo aquello, y me pregunté si volvería a oír algo más sobre el asunto, y, si esto no era así, cuál sería mi obligación respecto a lo que debía hacer con el curioso cofre de hierro. Permanecí sentado pensando, pensando, y comencé a sentirme cada vez más desasosegado acerca de todo lo ocurrido durante la misteriosa visita nocturna, así como acerca de la profecía de la muerte tan prontamente cumplida y del solemne juramento que había hecho, del cual Vincey había prometido pedirme cuentas en otro mundo diferente a éste. ¿Había aquel hombre cometido un suicidio? Eso parecía. ¿Y cuál era la búsqueda de que había hablado? Las circunstancias eran pavorosas; tanto que, a pesar de que yo no soy nada nervioso o inclinado a alarmarme por nada, aquello parecía atravesar las fronteras de lo natural. Por ello empecé a sentir temor, hasta desear no haber tenido nada que ver con lo sucedido. ¡Cuánto más lo deseo ahora, cerca de veinte años después!
Mientras estaba sentado con mis pensamientos, dieron un golpe en la puerta y me fue entregada una carta, en un gran sobre azul. De una ojeada advertí que se trataba de la carta de un abogado, y un instinto me dijo que estaba relacionada con mi encargo. La carta, que todavía conservo, rezaba como sigue:
«Señor: Nuestro cliente, el fallecido M. L. Vincey, Esq.[12], que murió el 9 del corriente en el colegio mayor…, Cambridge, ha dejado un testamento, copia del cual tenemos el placer de adjuntarle, y del que somos albaceas. De acuerdo con esta última voluntad, usted percibirá una renta vitalicia equivalente a la mitad, aproximadamente, de las propiedades del señor Vincey, actualmente invertidas en acciones consolidadas. Este legado está sujeto a la aceptación de la tutela de su único hijo, Leo Vincey, que actualmente es un niño de cinco años de edad. De no haber redactado nosotros el documento, en obediencia a las claras y precisas instrucciones del señor Vincey, tanto verbales como escritas, y de no habernos él asegurado que tenía muy buenas razones para obrar de este modo, nos veríamos obligados a decirle a usted que las disposiciones del testamento nos parecen de una naturaleza tan insólita, que nos hubiéramos sentido obligados a recurrir al Tribunal del Estado para que éste diera los pasos que juzgara convenientes, ya sea recusando la capacidad del testador o, de otro modo, salvaguardando los intereses del niño. Pero, sabiendo que el testador era un caballero de la mayor capacidad e inteligencia y que no tenía ningún familiar en vida a quien confiar la custodia del niño, no creemos necesario seguir ese procedimiento.
A la espera de las instrucciones que tenga a bien enviarnos en lo que respecta a la entrega del niño y el pago de la porción de los dividendos que le corresponden a usted, quedamos, señor, a su disposición,
GEOFREY Y JORDAN.
Horace L. Holly, Esq».
Puse a un lado la carta y posé la mirada en el testamento, que parecía, aparte de su absoluta ininteligibilidad, haber sido redactado según los más estrictos principios legales. Sin embargo, hasta donde alcanzaba a comprender, el testamento confirmaba exactamente lo que mi amigo Vincey me había dicho la noche de su muerte. Luego era verdad, después de todo. Debía recibir al muchacho. De pronto recordé la carta que Vincey había dejado junto con el cofre. Fui a buscarla y la abrí. Sólo contenía las instrucciones que ya me había dado, para abrir el cofre cuando Leo cumpliese los veinticinco años, y especificaba los planes para la educación del muchacho, que incluían el griego, las matemáticas superiores y el árabe. Al final había una posdata, según la cual, si el muchacho moría antes de alcanzar los veinticinco años —algo que no creía fuese el caso, por otra parte—, yo tenía que abrir el cofre y actuar (de acuerdo a la información que obtuviera) según lo considerase conveniente. Si no lo consideraba así, debía destruir todo el contenido. En ningún caso debía entregarlo a un extraño.
Como esta carta no añadía nada sustancial a mis conocimientos, y por cierto no suscitaba mayores objeciones en mi mente para emprender la tarea que había prometido emprender a mi amigo muerto, sólo quedaba un camino abierto para mí: escribir a los señores Geoffrey y Jordán comunicándoles que aceptaba esa misión, señalando que deseaba comenzar mi tutela sobre Leo dentro de diez días. Hecho esto, me dirigí a las autoridades de la universidad y, habiéndoles relatado lo que consideré oportuno (lo cual no era mucho), logré persuadirlos de que incumplieran ligeramente el reglamento, lo que conseguí tras grandes dificultades, y que en caso de obtener mi grado académico —lo cual era sumamente probable— me dejaran tener al niño conmigo. Su consentimiento fue otorgado con la condición de que abandonara mis habitaciones en el colegio y buscase otro alojamiento. Así lo hice, y tras alguna dificultad logré obtener unas habitaciones muy buenas cerca de las puertas de la universidad. El paso siguiente fue hallar una niñera. En este punto llegué a una decisión. No quería que una mujer se enseñoreara del niño y me quitase su afecto. El muchacho era ya lo suficientemente crecido para no necesitar la asistencia femenina, por lo cual me puse a buscar un apropiado servidor masculino. Con alguna dificultad logré contratar un joven respetable de cara redonda, que había sido ayudante en la cuadra de un coto de caza, pero que afirmaba tener diecisiete hermanos, y que por lo tanto estaba acostumbrado a los usos infantiles, manifestándose gustoso de tomar a su cargo al amo Leo cuando llegase. Entonces llevé el cofre de hierro a la ciudad y con mis propias manos lo deposité en mi banco. Luego compré algunos libros que trataban de la salud y la educación de los niños y los leí, primero para mí y luego en voz alta para Job (éste era el nombre del joven), tras lo cual sólo restaba esperar.
Finalmente el niño llegó, al cuidado de una anciana que lloraba amargamente al separarse de él; por cierto que era un hermoso muchacho. Verdaderamente, no creo que haya visto nunca un niño tan perfecto. Sus ojos eran grises, su frente amplia, y su rostro, aun a esa temprana edad, de un perfil tan puro como un camafeo, sin ser estrecho o delgado. Pero quizá su rasgo más atractivo era el cabello, del color del oro puro, en compactos rizos sobre su bien formada cabeza. Lloró un poco cuando su niñera se separó al fin, a regañadientes, y lo dejó con nosotros. Nunca olvidaré la escena. Estaba de pie, con el sol que entraba por la ventana sobre sus dorados rizos, con su puño apretado sobre un ojo, mientras nos observaba con el otro. Yo estaba sentado en una silla, y extendí mi mano hacia él para inducirlo a venir conmigo, mientras Job, en un rincón, hacía un ruido parecido a un cloqueo, el cual, de acuerdo con su previa experiencia, o por su analogía con el producido por las gallinas, juzgaba que producía un efecto tranquilizador e inspirador de confianza en la mente infantil. También hacía galopar a un caballo de madera particularmente horrible hacia atrás y hacia adelante, de una manera sumamente necia que se acercaba a la sandez. Esto duró algunos minutos, tras lo cual, repentinamente, el mocito abrió sus pequeños brazos y corrió hacia mí.
—Me gustas —dijo—. Eres feo pero bueno.
Diez minutos después estaba comiendo grandes rebanadas de pan con mantequilla, dando muestras de satisfacción; Job quería poner mermelada en su pan, pero le recordé severamente las excelentes obras que habíamos leído y se lo prohibí.
En un lapso muy breve (porque, como esperaba, obtuve mi licenciatura) el chico se convirtió en el favorito de la universidad —donde a pesar de todas las órdenes y reglamentaciones que lo impedían, seguía entrando y saliendo sin cesar—, una especie de libertino privilegiado, en cuyo favor todas las reglas se aflojaban. Los ofrecimientos ante su altar eran sencillamente innumerables, y tuve serias diferencias de opinión con un viejo cofrade residente, muerto hace ya mucho tiempo, generalmente considerado como el hombre de más mal genio de la universidad y que además aborrecía hasta la vista de un niño.