Existen algunos acontecimientos cuyas circunstancias y detalles anejos parecen grabarse en la memoria de tal manera que resulta imposible olvidarlos, tal como sucedió con la escena que voy a describir. Surge tan clara en mi mente en este momento como si hubiese ocurrido ayer.
Fue en este mismo mes, hace ya unos veinte años, cuando yo, Ludwig Horace Holly, me hallaba sentado una noche en mis habitaciones de Cambridge, rumiando algún trabajo de matemáticas que ya he olvidado. Debía obtener mi licenciatura una semana después y tanto mi tutor como mi Colegio esperaban que sería distinguido. Al fin, cansado, arrojé el libro y me acerqué a la repisa de la chimenea, cogí una pipa y comencé a llenarla. Había una bujía encendida sobre la chimenea y un estrecho y largo espejo detrás; mientras encendía mi pipa alcancé a ver mi propio semblante en su superficie. Entonces hice una pausa para reflexionar. La cerilla encendida ardió hasta chamuscarme los dedos, obligándome a arrojarla; pero aún permanecí observándome en el espejo y reflexionando.
—Y bien —dije en voz alta, por fin—, es de esperar que pueda ser capaz de hacer algo con el interior de mi cabeza, porque ciertamente nunca haré nada con la ayuda de su parte exterior.
Esta observación, sin duda, puede resultar algo oscura a quien la lea, pero es que yo estaba aludiendo, en realidad, a mis deficiencias físicas. La mayoría de los hombres de veintidós años están dotados, en alguna medida, de cierta gracia proporcionada por su juventud; pero a mí, aun eso me había sido negado. Bajo, rechoncho, con el torso abombado hasta la deformidad, con largos y musculosos brazos, facciones duras, ojos grises muy hundidos, frente baja medio cubierta por una greña de negros cabellos, como un terreno abandonado que la selva vuelve nuevamente a invadir; ésa era mi apariencia hace ya casi un cuarto de siglo y así sigue siendo, con pocas modificaciones, en la actualidad. Como Caín, estaba marcado a fuego… marcado por la naturaleza con el sello de una anormal fealdad, así como estaba dotado por la naturaleza de una fortaleza de hierro, también fuera de lo normal, y de considerables poderes intelectuales. Tan feo era, que los apuestos jóvenes de la universidad, pese a que estaban muy orgullosos de mis pruebas de resistencia y mis dotes físicas excepcionales, no deseaban siquiera que se los viera caminando en mi compañía. ¿Puede sorprender que fuera misántropo y hosco? ¿Puede extrañar que me criase y trabajase solo, y que no tuviese amigos… excepto uno? Había sido puesto aparte por la naturaleza para vivir solitario y hallar solaz en ella y sólo en ella. Las mujeres aborrecían mi aspecto. Apenas una semana antes, escuché a una de ellas llamarme «monstruo», cuando creía que estaba fuera del alcance de mis oídos, y decir también que la había convertido a la teoría del mono[6]. Una vez, es cierto, hubo una mujer que pretendió interesarse por mí y yo prodigué sobre ella todo el afecto reprimido de mi naturaleza. Entonces el dinero que debía recibir se disipó no sé dónde y ella me desechó. Le supliqué como nunca he suplicado a ningún ser viviente, antes o después, porque estaba prendado de su dulce rostro y la amaba; al fin, por vía de respuesta, me condujo ante el espejo, se paró a mi lado y miró su superficie.
—Y bien —dijo—, si yo soy la Belleza, ¿quién eres tú?
Esto sucedió cuando sólo tenía veinte años.
Así permanecía ahora, mirándome fijamente en el espejo, y sentí una especie de agria satisfacción ante el sentimiento de mi propia soledad; porque no tenía ni padre, ni madre, ni hermano. Y así me quedé hasta que oí un golpe en la puerta.
Escuché antes de ir a abrirla, porque era cerca de medianoche y no estaba de humor para recibir extraños. Sólo tenía un amigo en la universidad, o incluso, uno solo en el mundo… Tal vez era él.
En ese momento la persona que se hallaba tras la puerta tosió, y me apresuré a franqueársela, porque reconocí la tos.
Un hombre alto, de alrededor de treinta años, que conservaba los restos de una gran belleza personal, se apresuró a entrar, tambaleándose bajo el peso de una sólida caja de hierro que sostenía por un asa con su mano derecha. Colocó la caja sobre la mesa y luego se sumió en un espantoso acceso de tos. Tosía y tosía hasta que su rostro se tornó casi púrpura. Vertí un poco de whisky en un vaso y se lo di. Lo bebió y pareció sentirse mejor; pero esa mejoría, en verdad, era bastante escasa.
—¿Por qué me tuviste esperando afuera en el frío? —me preguntó lastimeramente—. Sabes que las corrientes de aire son mortales para mí.
—No sabía quién era —contesté—. Eres un visitante muy tardío.
—Sí; y verdaderamente creo que esta será mi última visita —respondió él, con un horrible intento de sonrisa—. Estoy desahuciado, Holly. Estoy desahuciado. ¡No creo que pueda ver el día de mañana!
—¡Eso es absurdo! —dije—. Permíteme que llame a un médico.
Me detuvo imperiosamente con la mano.
—Es un consejo sensato; pero no quiero médicos. He estudiado medicina y sé todo sobre esto. Ningún médico puede ayudarme. ¡Ha llegado mi última hora! Desde hace un año sólo vivo de milagro. Ahora escúchame como nunca has escuchado antes a alguien; porque no tendrás oportunidad de oírme repetir mis palabras. Hemos sido amigos durante dos años; ahora dime: ¿qué sabes acerca de mí?
—Sé que eres rico y que has tenido el capricho de ingresar en la universidad a una edad mucho mayor que la que tienen la mayoría al abandonarla. Sé que has estado casado y que tu esposa murió; y que has sido el mejor, o mejor dicho, quizá el único amigo que he tenido.
—¿Sabías que tengo un hijo?
—No.
—Así es, y tiene cinco años. Costó la vida a su madre y por eso nunca pude soportar el mirarlo a la cara. Holly, si aceptas el compromiso, voy a dejarte este muchacho para que seas su único tutor.
Casi salté de mi silla:
—¡Yo! —exclamé.
—Sí, tú. No en vano te he estudiado durante dos años. Sabía desde hace algún tiempo que no duraría; cuando me di cuenta del hecho estuve buscando a alguien a quien confiar el niño y esto —y dio unos golpecitos sobre la caja de hierro—. Tú eres el hombre, Holly; porque, al igual que un árbol rugoso, eres fuerte y sano de corazón. Escucha: el muchacho será el único representante de una de las familias más antiguas del mundo, es decir, tan lejana como puede ser trazada una estirpe. Te reirás de mí cuando lo diga, pero algún día se te probará, sin lugar a dudas, que mi sexagésimo quinto o sexagésimo sexto antecesor en línea directa fue un sacerdote egipcio de Isis[7], a pesar de que él mismo era de origen griego y se llamaba Calícrates[8]. Su padre era uno de los mercenarios griegos reclutados por Hak-Hor, un faraón mendesiano[9] de la vigésimo novena dinastía, y su abuelo, o su bisabuelo, creo, fue el mismísimo Calícrates mencionado por Heródoto[10]. En el año 339 antes de Cristo, o alrededor de esa fecha, justo en los tiempos de la caída final de los faraones, este Calícrates (el sacerdote) rompió sus votos de celibato y huyó de Egipto con una princesa de sangre real que se había enamorado de él; al fin naufragaron en la costa de África, en algún lugar situado, creo, en las cercanías de lo que es ahora la bahía de Delagoa, o más bien al norte de ésta. El y su mujer se salvaron, y todo lo que quedaba de su séquito fue destruido, de una u otra manera. Allí sufrieron grandes penalidades, pero al fin fueron albergados por la poderosa reina de un pueblo salvaje, una mujer blanca de singular belleza y encanto, la cual (en circunstancias que no voy a explicar, pero que algún día conocerás, si vives, por el contenido del cofre) asesinó por último a mi antepasado Calícrates. Su mujer, empero, logró escapar a Atenas, no sé cómo, llevando a su hijo recién nacido, al cual llamó Tisístenes, o sea el Poderoso Vengador. Pasados más de quinientos años, la familia emigró a Roma en circunstancias que no han dejado huella alguna. Allí, probablemente con la intención de preservar la idea de venganza que hallamos expuesta en el nombre de Tisístenes, aparecen asumiendo con bastante regularidad el apellido de Vindex, o Vengador. En Roma permanecen otros cinco siglos o más, hasta cerca del 770 d. C, cuando Carlomagno invade Lombardía, donde estaban establecidos; por entonces, el jefe de la familia parece haberse unido al gran emperador y retornó con él a través de los Alpes. Por fin, fijó su residencia en Bretaña. Ocho generaciones más tarde, su descendiente en línea directa cruzó a Inglaterra durante el reinado de Eduardo el Confesor, y en tiempos de Guillermo el Conquistador obtuvo grandes honores y poder. Desde aquella época hasta nuestros días, puedo trazar mi ascendencia sin interrupción. No es que los Vincey (ésta fue la corrupción final del nombre después que sus poseedores fijaron sus raíces en el suelo inglés) se hayan distinguido particularmente… Nunca estuvieron en un plano muy prominente. A veces fueron soldados, y otras comerciantes; pero en conjunto conservaron un indudable nivel de respetabilidad, y un grado aún más indudable de mediocridad. Desde la época de Carlos II hasta el comienzo del presente siglo, fueron comerciantes. Hacia 1790, mi abuelo amasó una considerable fortuna elaborando cerveza y se retiró. Murió en 1821, sucediéndolo mi padre, que dilapidó la mayor parte del dinero. Hace diez años murió también, dejándome unos ingresos netos de alrededor de dos mil libras[11] al año. Fue entonces cuando emprendí una expedición relacionada con esto —mi amigo señaló el cofre de hierro—, que termino desastrosamente por cierto. En mi viaje de regreso atravesé el sur de Europa y finalmente llegué a Atenas. Allí conocí a mi amada esposa, que muy bien podría haber sido llamada «la Bella» como mi antiguo antepasado griego. Allí me casé con ella y allí, un año después, al nacer mi hijo, ella murió.
Hizo una pausa, apoyó la cabeza sobre su mano, y luego prosiguió:
—Mi boda me había apartado de un proyecto que no puedo emprender ahora. ¡No tengo tiempo, Holly…, no tengo tiempo! Un día, si aceptas mi encargo, lo sabrás todo. Tras la muerte de mi esposa, volví a pensar en este proyecto. Pero primero era necesario, o al menos yo imaginaba que era necesario, que adquiriese un conocimiento perfecto de los dialectos orientales, especialmente el árabe. Vine a la universidad para facilitar mis estudios. Sin embargo, muy pronto avanzó mi enfermedad y ahora todo va a terminar para mí.
Y como para añadir énfasis a sus palabras, estalló en otro terrible acceso de tos. Le di otro poco de whisky y después de descansar prosiguió:
—Nunca ha vuelto a ver a mi chico Leo, desde que era un bebé. Nunca pude soportar el verlo, aunque me cuentan que es un niño vivaz y hermoso. En este sobre —sacó de su bolsillo una carta dirigida a mí— he anotado el método que quiero que sigas en la educación del muchacho. Es un tanto peculiar. De todos modos, no quiero confiarla a un extraño. Una vez más, ¿querrías comprometerte a ello?
—Primero debo saber a qué me comprometo —respondí.
—Debes comprometerte a tener al muchacho, Leo, y vivir con él hasta que cumpla los veinticinco años de edad… sin enviarlo a un colegio, recuerda. Al cumplir veinticinco años terminará tu tutela, y entonces, con las llaves que te entrego ahora (al decir esto las colocó sobre la mesa) abrirás el cofre de hierro y le permitirás ver y leer el contenido, tras lo cual deberá decir si desea emprender la búsqueda. No está obligado a hacerlo. Y ahora, en lo que respecta a las condiciones; mis ingresos actuales se elevan a dos mil doscientas libras al año. La mitad de esta renta está destinada a ti de forma vitalicia en mi testamento, a condición de que tomes a tu cargo el tutelaje…, es decir, mil libras al año de remuneración para ti, pura que puedas dedicar tu vida al empeño, y cien más al año para pagar el pupilaje del muchacho. El resto deberá acumularse hasta que Leo tenga veinticinco años, de modo que pueda disponer de una suma de dinero si desea emprender la búsqueda de que he hablado.
—¿Y en el caso de que yo muera? —pregunté.
—Entonces el muchacho quedará bajo la tutela del Estado y deberá aceptar su suerte. Unicamente te ruego que no olvides legarle el cofre de hierro en tu testamento. Escucha, Holly, no te niegues a mi pedido. Créeme, será beneficioso para ti. No estás hecho para mezclarte con el mundo…, que sólo podría amargarte. Dentro de pocas semanas te convertirás en miembro de la junta de gobierno de tu colegio mayor, y la renta que obtendrás de ello, combinada con la que te he dejado, te permitirá llevar una vida de ocio erudito, alternado con los deportes, a los cuales eres tan aficionado y que tan bien te cuadran.
Hizo una pausa y me miró ansiosamente, pero yo todavía vacilaba. El encargo parecía sumamente extraño.
—Hazlo por mí, Holly. Hemos sido buenos amigos, y no tengo tiempo para hacer otros arreglos.
—Muy bien. Lo haré, con tal que no haya nada en este papel que me haga cambiar de idea —dije, tocando el sobre que había depositado sobre la mesa junto a las llaves.
—Gracias, Holly, gracias. Nada hay en él que pueda hacerte variar de opinión. Y ahora júrame por Dios que serás un padre para el muchacho, y que seguirás mis instrucciones al pie de la letra.
—Lo juro —contesté solemnemente.
—Muy bien. Recuerda que quizá algún día te exigiré el cumplimiento de tu promesa, porque aunque esté muerto y olvidado, aún seguiré vivo. La muerte no existe, Holly; sólo es un cambio. Y, como quizá podrás comprender en el futuro, creo que incluso ese cambio puede ser indefinidamente postergado, bajo determinadas circunstancias.
Otra vez prorrumpió en uno de sus espantosos accesos de tos.
—Bueno, tengo que irme —dijo—. Tienes el cofre, y mi testamento se halla entre mis papeles; bajo su mandato el niño deberá ser entregado a tu custodia. Serás bien pagado, Holly, y sé que eres honesto; pero, si traicionas mi confianza, por el Cielo que te perseguiré desde el más allá.
No dije nada, porque en verdad me hallaba demasiado aturdido para poder hablar.
Levantó la bujía y se miró en el espejo. Tenía un rostro hermoso, pero la enfermedad lo había devastado.
—Alimento para los gusanos —dijo—. Es curioso pensar que dentro de unas pocas horas estaré rígido y frío… Concluida la jornada, la pequeña partida ha terminado. ¡Ay de mí, Holly! La vida no vale la pena ser vivida, salvo cuando uno ama…; la mía, al menos, no mereció la pena; pero la de Leo, mi muchacho, puede valer, si tiene el coraje y la fe. ¡Adiós, amigo mío!
Con súbito movimiento de ternura, me rodeó con su brazo y me besó en la frente. Luego se volvió para irse.
—Espera, Vincey —dije—. Si estás tan enfermo como dices, será mejor que me dejes ir a buscar un médico.
—No, no —contestó seriamente—. Prométeme que no lo harás. Voy a morir y, como las ratas envenenadas, quiero morir solo.
—No puedo creer que vayas a hacer algo semejante —contesté.
Él sonrió y se fue, con la palabra «Recuerda» en sus labios. Por mi parte, me senté mientras restregaba mis ojos preguntándome si había soñado. Como esta suposición era inverosímil, la deseché y comencé a pensar que Vincey debía de estar bebido. Sabía que estaba y había estado muy enfermo, pero aún así parecía imposible que estuviese en condiciones de saber con certeza que no viviría más allá de esa noche. Si estuviese tan cerca de la muerte era seguramente poco probable que hubiese podido caminar cargado con una pesada caja de hierro. La historia, al reflexionar sobre ella, parecía completamente increíble, pues entonces no tenía edad suficiente como para saber que acaecen en el mundo muchas cosas que el sentido común del hombre medio da por sentado que son tan improbables hasta el punto de ser absolutamente imposibles. Éste es un hecho que sólo recientemente he conocido a fondo. ¿Era probable que un hombre tuviese un hijo de cinco años de edad al cual nunca había visto desde que era un bebé? No. ¿Era probable que pudiese predecir su propia muerte con tal exactitud? No. ¿Era probable que pudiese trazar su progenie hasta más de tres siglos antes de Cristo, o que pudiese confiar súbitamente la absoluta tutela de su hijo y dejar la mitad de su fortuna a un amigo y condiscípulo? Ciertamente no. Claro que Vincey debía de estar bebido o loco. Y, si esto era así, ¿qué significaba aquello? ¿Y qué había en el cofre de hierro sellado?
Todo el asunto me desconcertaba y dejaba perplejo hasta tal punto, que al final no pude soportarlo más tiempo y decidí consultarlo con la almohada. Entonces me levanté de un salto y, habiendo depositado las llaves y la carta que Vincey me había dejado en un cajón de mi escritorio, oculté el cofre de hierro en una espaciosa maleta. Luego me fui a la cama y rápidamente me quedé profundamente dormido.
Me parecía que había dormido sólo unos pocos minutos, cuando fui despertado por alguien que me llamaba. Me levanté restregándome los ojos; era completamente de día: las ocho, para ser exactos.
—¡Vaya! ¿Qué te pasa, John? —pregunté al criado que nos atendía, tanto a Vincey como a mí—. ¡Tienes aspecto de haber visto un fantasma!
—Sí, señor, eso es lo que he visto —contestó—. Al menos he visto un cadáver, que es peor. ¡Fui a llamar al señor Vincey, como de costumbre, y allí yacía, tieso y muerto!