Tres personas ocupaban la vasta penumbra de la biblioteca de la mansión que se erguía, altiva y solitaria, en el 891 de Riverside Drive, Nueva York. Dos de ellas se hallaban sentadas en sendos sillones frente a las llamas de la chimenea. Una de ellas, el agente especial A.X.L. Pendergast, ojeaba con desgana un catálogo de vinos de Burdeos en primeur. Enfrente de él, su pupila Constance estaba absorta en la lectura de un tratado cuyo título era La trepanación medieval: instrumentos y técnicas.
El tercer ocupante de la sala no estaba sentado, sino que iba de un lado a otro con irritación. Se trataba de un personaje extraño y cómico: bajo de estatura, vestía chaqué y llevaba al cuello, en cadenas de plata, todo tipo de viejos amuletos y reliquias que tintineaban al ritmo de sus movimientos. Apuntalaba sus andares con un bastón grueso cuya empuñadura labrada representaba una sonriente calavera. De vez en cuando se oía en forma de gruñido la vacua protesta de su estómago. Era monsieur Bertin, profesor de Pendergast cuando era niño de ciencias naturales, zoología y otras materias más raras. Había ido a Nueva York para visitar a su antiguo pupilo.
—¡Esto es un escándalo! —dijo a voces por la biblioteca—. ¡Fou, très fou! ¡En Nueva Orleans hace horas que habría terminado de cenar! Mirad… ¡prácticamente es medianoche!
—Todavía no son las ocho y media, maître —dijo Pendergast con una leve sonrisa.
En la puerta de la biblioteca apareció una silueta. Pendergast alzó la vista.
—Dígame, señora Trask.
—Es la cocinera —contestó el ama de llaves—. Me ha pedido que le diga que la cena se retrasará media hora.
Bertin manifestó su indignación.
—Lo siento —añadió la señora Trask—, pero ha hervido demasiado la pasta y tiene que volver a hacerla.
—Dígale que no se preocupe —repuso Pendergast—. No tenemos prisa.
La señora Trask asintió con un leve movimiento de cabeza, dio media vuelta y se marchó.
—¡No tenemos prisa! —dijo Bertin—. Habla por ti. Aquí estoy, invitado en tu casa y hambriento como un prisionero en la Bastilla… A partir de esta noche mi digestión ya no volverá a ser la misma.
—Créame, maître, la espera lo merece. Los tagliatelle al tartufo bianco son un plato muy sencillo pero muy delicado —Pendergast hizo una pausa, como si ya paladease la cena mentalmente—. Se hace con finas láminas de las mejores trufas blancas frescas, mantequilla y tagliatelle. Por supuesto, la cocinera utiliza trufas piamontesas, de Alba. Son las mejores del mundo. Al peso cuestan casi tanto como el oro.
—¡Bah! —dijo Bertin—. Nunca entenderé esta fascinación yanqui por la pasta poco hecha.
Constance habló por vez primera.
—No es ninguna fascinación yanqui. Los propios italianos prefieren la pasta firme, al dente…, al diente.
Esa explicación pareció enfadar aún más a Bertin.
—Pues a mí los espaguetis me gustan blandos, igual que el arroz, y que la sémola. Vaya, que soy un filisteo, ¿oui? Al dente… ¡Bah! —Se giró hacia Constance—. Pregúntale a tu tutor por los dents. Es una buena anécdota para matar el rato mientras uno se muere de hambre.
Se marchó enfurruñado; el sonido de su bastón se fue apagando a medida que golpeaba el suelo del recibidor, al otro lado de la puerta.
Por un momento en la biblioteca reinó el silencio. Constance miró a Pendergast. Tenía los ojos fijos en la puerta por la que Bertin acababa de salir. Luego el agente se giró hacia Constance.
—Este Bertin es desde luego un tipo voraz. No le hagas caso. Te aseguro que para el segundo plato habrá recuperado el buen humor.
—¿A qué se refería con lo de la anécdota sobre los dents? —preguntó Constance.
Pendergast titubeó.
—No te gustaría oírla. Estoy seguro. No es agradable. Además… sale mi hermano.
Por el rostro de Constance pasó fugazmente una expresión inescrutable.
—Eso no hace sino acrecentar mi interés.
Pendergast permaneció largo rato en silencio. Tenía la mirada distante. Constance no dijo nada; esperó pacientemente. Por fin, Pendergast respiró hondo y empezó.
—¿Sabes eso del hada de los dientes que les cuentan a los niños?
—Por supuesto. A mí, de niña, mis padres me ponían un penique debajo de la almohada a cambio de un diente; cuando tenían alguna moneda, claro.
—Eso es. En el Barrio Francés de Nueva Orleans, donde pasé gran parte de mi infancia, teníamos la misma y entrañable leyenda. Pero también había otra leyenda adicional, o acaso paralela.
—¿Paralela?
—Unos cuantos niños de nuestro barrio creían en la fantasía que acabas de explicar, la típica. Pero la mayoría de ellos creían en algo muy distinto: el hada de los dientes no era un ser efímero, protagonista de visitas nocturnas, no, el hada de los dientes del Barrio Francés vivía cerca, justo a la vuelta de la esquina, y era ni más ni menos una persona a la que llamábamos «el viejo Dufour».
—Dufour… Apellido francés, «del horno». Creo que su equivalente en inglés sería Baker.
—Su nombre completo era Maurus Dufour. Era un anciano de edad indefinida que vivía a pocas manzanas, en una vetusta mansión de Montegut Street. Es probable que llevara cincuenta años sin salir de casa. No tengo la menor idea de cómo se las arreglaba para alimentarse. A veces, de pequeños, cuando era de noche, veíamos moverse su sombra jorobada a través de las ventanas poco iluminadas de su domicilio. Como es natural, los niños del barrio contaban toda clase de extravagancias y de historias de terror acerca de él: era un asesino que mataba con un hacha, comía carne humana, torturaba a animales pequeños… De noche, a veces, los niños mayores y más golfos del barrio se acercaban a su casa, arrojaban alguna que otra piedra a las ventanas y se marchaban corriendo. Su valor no les daba para más. Nadie se habría atrevido a llamar al timbre, por decir algo. —Pendergast hizo una pausa—. Era una de esas casas viejas al estilo criollo pero con buhardilla y miradores. Daba miedo verla: casi todas las ventanas estaban rotas, había tejas sueltas, el porche parecía a punto de caerse, el jardín delantero estaba cubierto de maleza y de palmitos medio muertos…
Constance se inclinó hacia delante con expresión de creciente interés.
—Nadie sabe cómo nació esta leyenda sobre el hada de los dientes. Lo único que puedo decirte es que existía desde donde alcanza nuestra memoria de niños. Y dado que Dufour no salía de casa e inspiraba pánico, difícilmente se le podía preguntar por sus orígenes ni por lo que pensaba de tan absurda idea… Ya sabes cómo son estas cosas, Constance: de vez en cuando, entre los niños, surge una leyenda que adquiere vida propia y se transmite de generación en generación. Y eso es especialmente cierto en un lugar como el Barrio Francés, pues, a pesar de hallarse en el centro de una gran ciudad, era muy cerrado y provinciano. El francés seguía siendo la lengua de las viejas familias; muchos ni siquiera se consideraban estadounidenses. En múltiples aspectos era un sitio aislado del resto del mundo, donde podían brotar, extenderse y… supurar toda clase de supersticiones criollas e ideas extrañas, de gran antigüedad en muchos casos. —Pendergast señaló la puerta de la biblioteca—. No hay más que ver a nuestro famélico amigo. Es el fruto perfecto de ese aislamiento. ¿Has visto esas cosas tan raras que le cuelgan del cuello? No son adornos excéntricos, sino amuletos, gris-gris y talismanes para ahuyentar el mal, atraer el dinero y sobre todo ayudarle a mantener su potencia sexual en los años de declive.
Constance puso cierta cara de asco.
—Cree en el obeah, el hoodoo y el vudú, y los practica.
—Qué curioso.
—No para alguien que ha crecido en un ambiente como éste. Gozaba del mismo respeto que un médico profesional en cualquier otra comunidad.
—Sigue con lo que contabas.
—Como te decía, la mayoría de los niños pequeños creían que el viejo Dufour era el hada de los dientes. El mecanismo era el siguiente: si se te caía un diente, tenías que esperar hasta la próxima luna llena, y ese día, justo antes de acostarte, te escapabas a la mansión de Dufour y dejabas el diente en un lugar concreto del porche delantero.
—¿Qué clase de lugar? —preguntó Constance.
—Era un bloque de madera con una especie de pedestal, muy labrado, con un orificio en la parte superior y, encajado dentro, un pequeño recipiente de cobre. Supongo que en principio se había utilizado como cenicero grande o, tal vez, como pequeña escupidera. Estaba en el borde del porche, justo a la derecha de los maltrechos escalones. Tenías que subir sin hacer ruido, meter allí el diente y salir corriendo como alma que lleva el diablo.
—¿Y la recompensa? —preguntó Constance—. ¿Qué recibías a cambio?
—Nada. No había recompensa.
—Entonces, ¿por qué lo hacíais? ¿No era mejor dejar el diente debajo de la almohada y conseguir un poco de dinero?
—No, no, tenías que dárselo al viejo Dufour. Porque… —Pendergast bajó un poco la voz— si no se lo dabas al hada de los dientes, venía de noche a tu casa y… se lo llevaba.
—¿El qué?
—Lo que le debías.
Constance soltó una risita.
—Qué leyenda más cruel… Me pregunto si el viejo Dufour estaba al corriente de todo esto.
—Por supuesto que lo estaba. Lo oirás enseguida.
—O sea, que básicamente los niños mantenían alejado al pérfido Dufour dejándole sus dientes.
—Exacto. La seguridad de no recibir una horrible visita nocturna del hada de los dientes superaba con mucho el valor de diez peniques, o de veinticinco, o de lo que pudieras conseguir dejando el mismo diente debajo de la almohada. —Pendergast volvió a guardar silencio para hacer memoria—. La anécdota que voy a contarte sucedió justo después de mi noveno cumpleaños. Como es lógico, a mí esa leyenda del hada de los dientes, con o sin Dufour, me parecía una sandez. Miraba con desdén y hasta con desprecio a los que creían en ella. Fue a finales de agosto, después de un verano largo y caluroso. Mi madre estaba en el hospital, enferma de malaria, y mi padre en Charleston, de viaje de negocios. Para cuidarnos se instaló en nuestra casa de Dauphine Street un tío bastante lejano, descendiente de Erasmus Pendergast. Se llamaba Everett Judgment Pendergast. El tío Everett. Era de esos hombres que se toman su copita de brandy con sifón. Se dedicaba a la lectura y nos dejaba prácticamente a nuestro aire. Como imaginarás, eso era muy de nuestro agrado.
Pendergast cambió de postura y cruzó una pierna sobre la otra.
—Mi hermano Diógenes acababa de cumplir seis años. Fue antes de que se apoderasen de él una serie de intereses digamos… aberrantes. Todavía era un niño impresionable, y muy precoz, tal vez para su desgracia. No sé cómo, pero había conseguido acceder al interior de la biblioteca de nuestro bisabuelo, que estaba cerrada con llave, y había leído muchos libros antiguos que no eran indicados para él: volúmenes sobre demonología, brujería, la Inquisición, toda clase de prácticas anómalas, alquimia…, libros que a mi juicio tuvieron un influjo nocivo para el resto de su vida. Otra de sus costumbres era escuchar en silencio y con gran atención las conversaciones del servicio. A los seis años ya era un niño callado y retorcido.
»La noche en cuestión, era el 25 de agosto, vi a Diógenes merodear sospechosamente cerca de la puerta trasera; llevaba algo en una mano. Le pregunté qué hacía. Se negó a contestar, así que le cogí la mano e intenté abrírsela a la fuerza. Forcejeamos. Él tenía sólo seis años y perdió. En la palma de su mano encontré un diente de leche sucio, con restos de sangre seca; obviamente se le había caído hacía poco. Le obligué a contármelo todo. Se le había caído hacía dos días y había esperado a que hubiera luna llena. Aquella noche su intención era escaparse con el diente a Montegut Street y depositarlo en el recipiente de cobre que había en el porche del viejo Dufour. Tenía mucho miedo de que en caso contrario Dufour fuera a buscarlo por la noche. Las deudas con el viejo tenían que saldarse.
Pendergast hizo una pausa. Una expresión seria, incluso dolorosa, se había instalado en su pálida cara.
—Me porté fatal como hermano mayor. Me burlé de su miedo. Lo menosprecié. Puestos a creer en un hada de los dientes, me parecía mejor creer en la versión tradicional, no en un cuento ridículo que susurraban los criados sobre un viejo patético que vivía a la vuelta de la esquina. Me irritaba que mi propio hermano, un Pendergast, fuera víctima de semejante necedad, y no pensaba permitirlo.
»Así que discutimos. Le dije que nada de llevar el diente a la casa de Dufour, que él haría lo que hacían los chicos normales de su edad y lo pondría debajo de la almohada, aunque tuviera que obligarle a hacerlo. Desprecié la leyenda, me burlé de ella y dije que ningún hermano mío creería semejante bobada.
»Pero Diógenes era testarudo, y mientras yo estaba inmerso en mis acalorados razonamientos me arrebató el diente. Volvimos a forcejear, pero esta vez se escapó, echó a correr por la puerta trasera… y desapareció en la oscuridad de la noche.
»Salí corriendo detrás de él, pero no lo encontré; ya entonces Diógenes destacaba por su habilidad para esconderse. Di vueltas por el barrio, cada vez más enfadado, y al final, en vista de que no lograba averiguar su paradero, me decanté por la segunda opción: fui a Montegut Street, a la mansión de Dufour, me oculté entre los palmitos medio muertos que crecían en el jardín abandonado frente al porche, y aguardé la llegada de mi hermano.
»Recuerdo que era una noche desapacible. Durante la espera, empezó a soplar el viento y se oía el murmullo de los truenos a lo lejos. Sólo había una luz en toda la casa, muy arriba, en la ventana rota de un mirador, pero no iluminaba nada. Varias de las farolas más próximas estaban rotas. La luna llena quedaba detrás de la mansión, así que el porche estaba completamente a oscuras. Era imposible que Diógenes detectara mi presencia. Así que seguí esperando. También la vieja casa de Dufour parecía a la espera. Pese a haberme burlado de las pocas luces de mi hermano, a medida que pasaban los minutos, escondido a la sombra de aquella mole medio en ruinas, empecé a ponerme francamente nervioso. Se percibía algo, una especie de presencia que rodeaba la mansión como un efluvio mórbido. Para colmo, en aquel bosque de palmitos marchitos el calor y la humedad eran insoportables, y era como si la casa emanase un olor, un hedor pútrido que me recordó el del gato muerto que había encontrado hacía unos meses en un rincón oscuro de nuestro jardín.
»A las diez y media Diógenes apareció por fin. Salió sin hacer ruido de la oscuridad, al otro lado de la casa, y fue a dejar su diente. Miró furtivamente hacia ambos lados. Vi en la oscuridad su cara pálida, asustada. Después dirigió directamente la mirada hacia el bosquecillo de palmitos donde me ocultaba yo. Por un segundo temí haber delatado mi presencia, pero no: se acercó con sigilo a la mansión, volvió a mirar a todas partes y con una cautela infinita subió al porche y dejó caer el diente en la vieja escupidera situada junto al último escalón. Oí un leve tintineo cuando rodó por el pequeño recipiente de cobre. Después Diógenes dio media vuelta, bajó los peldaños y se fue por la calle; sus pasos apenas se oían. Casi enseguida regresó el silencio. Ahora que lo pienso, me sorprende que un crío tan pequeño pudiera moverse con tanto sigilo. En la madurez perfeccionó enormemente ese talento.
»Esperé… diez minutos, quince. En honor a la verdad, la idea de subir esos escalones me ponía muy nervioso. También tenía miedo de que Diógenes, que era una criatura recelosa por naturaleza, hubiera dado media vuelta y estuviera escondido a la espera de ver si yo andaba por ahí. El silencio, sin embargo, era sepulcral, así que al final hice de tripas corazón, me levanté de mi escondite y atravesé los palmitos hacia la escalera del porche. Recuerdo bien el ruido seco de las ramas y el olor a podredumbre y descomposición, que se intensificó a medida que me aproximaba. Prácticamente repté por los peldaños. Vi el bloque de madera, ricamente labrado en otros tiempos, pero ya en pésimo estado, casi sin restos de pintura y con la madera gastada y agrietada. En la parte de arriba había un agujero oscuro y redondo del que sobresalía el borde del recipiente de cobre. Aguanté la respiración, metí la mano por la boca del bote y palpé el fondo en busca del diente. Lo cogí y lo saqué. Me sorprendió que no hubiera más dientes, sólo ése. Lo sostuve en la palma de la mano y lo miré en la penumbra: un pequeño incisivo central, blanco y con una ligera línea carmesí en la raíz. Era, efectivamente, el de Diógenes. La posibilidad de que Dufour conociera su «estatus» y recogiera cada poco tiempo los dientes que se le dejaban me hizo dar un respingo. Pero enseguida me dije que eran fantasías. Sin duda, la criada o alguna otra persona había limpiado el recipiente hacía poco. Era la explicación más evidente. Miré un momento la vieja mansión. Todo estaba en silencio, todo estaba en calma. No había señales de vida a excepción del tenue resplandor de la ventana de arriba.
»Corrí hasta la cancela, salí a Montegut Street y me detuve, pensativo, en la esquina con Burgundy.
Pendergast titubeó y una nueva expresión —¿pesadumbre?, ¿culpabilidad?— apareció en su rostro.
—Mi intención era ponerle el diente debajo de la almohada cuando estuviera dormido, y pedirle a mi tío que lo sustituyese por una moneda. Pero aún estaba enfadado con mi hermano. Por otra parte, temía que Diógenes se despertase justo cuando yo estuviera poniendo el diente debajo de la almohada, o que se enterase de alguna otra manera del engaño. En ese caso seguramente lo cogería y volvería a dejarlo en el porche del viejo, frustrando mi plan de darle una lección. Al pensar en eso mi enfado se recrudeció. ¿Cómo podía creer mi hermano semejante majadería? ¿Y por qué estaba yo perdiendo el tiempo con eso, pasándome horas en cuclillas y a oscuras? Ya le enseñaría yo lo tonto que había sido. En resumidas cuentas, un arranque infantil de mal humor me hizo tirar el diente por una alcantarilla de la esquina de Montegut con Burgundy.
»Mientras lo hacía, vi con el rabillo del ojo un destello de luz en la ventana rota del mirador de la mansión, como si los trozos de cristal hubieran reflejado fugazmente la luz de una linterna. También vi, o creí ver, que allí se movía algo, una sombra que de pronto se marchaba sigilosa. Pero agucé la vista y no vi nada más; ni sombras ni movimiento, sólo el mismo y apagado resplandor. Habían sido simples fantasías. Nadie me había visto coger el diente ni tirarlo. Me estaba dejando llevar por mi imaginación.
»Volví a casa lo más rápido que pude. Cuando llegué, Diógenes estaba despierto y me esperaba. Me miró y su cara de niño se arrugó con recelo y desconfianza. Le expliqué, victorioso, lo que había hecho y el porqué. Le reproché de nuevo sus absurdas e infantiles supersticiones. Le dije que esperaba que hubiera aprendido la lección. Me porté fatal. Todavía me avergüenzo cuando pienso en lo que hice. Parte de la trágica evolución de Diógenes recae sobre mis hombros.
Pendergast se quedó un buen rato callado antes de proseguir.
—La rabieta que sufrió fue algo sin precedentes. «¡Vendrá el viejo Dufour!», gritaba, aterrado y lloroso. «Le has robado el diente y ahora vendrá… ¡a por mí!».
»Yo, a pesar de mi sorpresa, me mantuve en mi actitud de superioridad, de hermano mayor que sabe más. Le dije que Dufour no vendría, que él no tenía ni idea de que creían que era el hada de los dientes, que no nos había visto ni a Diógenes ni a mí, y que ni siquiera sabía que le había dejado un diente. Diógenes no se creyó nada de nada; insistía en que los dientes eran la vida de Dufour, que los atesoraba, y que seguro que esa noche había visto lo que habíamos hecho.
»La cruda virulencia de aquella emoción, desacostumbrada en él, me chocó. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que había hecho algo mal, muy mal. Me sentí culpable y avergonzado. Vi que mi conducta había sido cruel. Diógenes alternaba paroxismos juveniles de rabia con momentos de llanto. Es la única vez que recuerdo haberlo visto llorar. En consecuencia, le pedí disculpas. Traté de señalar, a mi infantil manera, lo poco razonables que eran sus temores. Prometí protegerlo. No sirvió de nada. Al final mi frustración creció con su histerismo y me marché a mi dormitorio.
»El viejo Dufour no fue a por él esa noche. Al día siguiente, durante el desayuno, Diógenes estuvo callado y taciturno. Yo volví a indicarle que su miedo carecía de fundamento. Pero mientras se lo estaba explicando me turbó el recuerdo de la escupidera vacía, el hecho de que no hubiera otros dientes. En el Barrio Francés los niños se contaban por decenas, por no decir centenas. Seguro que habían habido más dientes. Pero ¿dónde estaban? ¿Por qué no había al menos unos cuantos dentro de la escupidera? Sin embargo, hice lo posible por quitar importancia a aquellos pensamientos.
»A la hora de comer, Diógenes estaba igual: agitado, rencoroso y molesto. A media tarde desapareció. Era algo que hacía a menudo: no le decía a nadie adónde iba y, cuando volvía, no explicaba dónde había estado; por eso no me preocupé más de la cuenta, ni siquiera en aquellas circunstancias. Supuse que se había escondido en un armario con uno de sus libros prohibidos, o que estaba en el gran sótano de nuestra casa, embarcado en algún experimento infantil.
»A la hora de la cena seguía sin volver. El tío Everett estaba preocupado, pero le expliqué que Diógenes tenía por costumbre desaparecer así y que no había nada que temer. Después de la cena, con su brandy y su puro, protestó contra las «escapadas nocturnas impropias en alguien de tan corta edad», pero una vez más logré tranquilizarlo diciéndole que pronto aparecería. Mi tío se dio por satisfecho y subió a acostarse.
»Por la mañana Diógenes no había vuelto, y esta vez cundió la alarma en toda la casa. El tío Everett me dio una buena reprimenda por haberle hecho creer que aquello era normal. Yo me preguntaba, desesperado, si debía contarle lo ocurrido el día anterior, pero estaba casi seguro de que Diógenes, furioso por lo que yo había hecho, se había ido enfurruñado y estaba sano y salvo en algún escondite. Después de un registro exhaustivo e infructuoso de la casa, el tío llamó a la policía. Todas las tentativas de localizar a mi hermano fueron vanas. Buscaron en varios sitios poco recomendables del Barrio Francés, así como en los caminos de la orilla, en los muelles de Canal Street y en Woldenberg Park. Finalmente, hacia las cuatro de la tarde del 27 de agosto, cuando ya mi tío pugnaba por que se dragasen las orillas, me vine abajo y le conté lo sucedido dos días antes. A esas alturas, sin creérmelo del todo, empezaba a tener miedo de que los temores de Diógenes fueran ciertos y el viejo Dufour hubiera ido en su busca.
»La reacción de mi tío fue cuando menos escéptica. Dijo que, por supuesto, no se lo podía explicar a la policía…, era una idea demasiado absurda. Pero estaba preocupadísimo, temía sobre todo a nuestro padre, un hombre irascible e incluso violento que, a su regreso, además de culparle de la desaparición de su hijo, podía muy bien llegar a las manos. Al final suspiró, se secó la cara y dijo: “Supongo que hay que intentarlo por todas los medios. Iré yo mismo a ver a monsieur Dufour”.
»Se puso en marcha y desde la ventana del salón delantero lo observé encaminarse a Montegut Street. Calculé que volvería al cabo de una hora. Pero estuvo ausente casi cuatro horas. Finalmente (faltaba poco para medianoche y yo estaba sentado en la escalera principal, incapaz de dormir), oí el sonido de una llave dentro de la cerradura. Era mi tío Everett, con Diógenes al lado. Mi hermano estaba lívido e inexpresivo. Subió a su cuarto de inmediato, sin decir palabra, se encerró con llave y no salió en varios días.
Pendergast hizo una pausa. Un profundo silencio se instaló en la mansión de Riverside Drive. Las brasas del fuego, ya apagado, crepitaban suavemente encima de la reja. Las ventanas estaban herméticamente cerradas y cubiertas por pesadas cortinas. El tráfico exterior no se filtraba en el silencio de la biblioteca. Al cabo de un momento Pendergast continuó.
—Pero mi tío tenía un aspecto horrible. Horrendo, a decir verdad. Estaba despeinado, cosa rara en él, y tenía los ojos inyectados en sangre. Era como si se le hubiera dislocado la cara: las mandíbulas hundidas, las mejillas caídas, un temblor en los labios como de parálisis y una burda hinchazón en la parte inferior, como si tuviera agua en la boca. El color de su piel era… morado, casi cárdeno, y tenía un corte en la mejilla. Se me quedó mirando con una expresión horrible: los labios apretados, un brillo duro en los ojos… Nunca lo había visto así. Me pareció distinguir manchas de sangre en el cuello de su camisa.
»Fue a la parte de atrás de la casa y llamó al ama de llaves. Cuando oí su voz me quedé estupefacto. Había cambiado, sonaba diferente; arrastraba las palabras como si estuviera bebido. Oí la conversación muy vagamente, pero al parecer mi tío quería que el ama de llaves le confirmase que mi padre volvería al día siguiente. Añadió que él saldría de inmediato y que nos dejaba a Diógenes y a mí al cuidado de ella.
»Una vez obtenida la confirmación que deseaba, fue al estudio. Yo seguía sentado en la escalera, escuchándolo todo con pavor. Oí los rasguños de una pluma. Y después el tío Everett volvió a salir. Era una noche de bochorno, pero aun así se había puesto una chaqueta blanca de lino. Tenía una mano dentro del bolsillo. Imaginé sus nudillos blancos asiendo la culata de una pistola. No pareció que reparase en mí cuando abrió la puerta principal y desapareció en la oscuridad.
»Esperé su regreso, pero no volvió. Diógenes continuaba encerrado con llave, sin dar respuesta a mis golpes y súplicas. La noche transcurrió sin noticias del tío Everett. Llegó un nuevo día y yo seguía esperando. Pasó la mañana, y después del mediodía empezó a caer la tarde. Diógenes seguía enclaustrado en su habitación, y el tío Everett seguía sin aparecer. Yo estaba muerto de miedo.
»Mi padre regresó esa tarde; con semblante muy serio. Desde mi cuarto oí murmullos en la planta baja. Finalmente, hacia las nueve, mi padre me llamó a su estudio. Sin decir una palabra me entregó una nota garabateada con premura. La recuerdo al pie de la letra.
»Querido Linnaeus:
»Esta tarde he ido a ver a monsieur Dufour, en Montegut Street. Ignorante de todo, he cometido la insensatez de no tomar precauciones, pero no pienso regresar del mismo modo. Podría acudir a la policía, pero —por razones que acaso queden claras algún día, o no— se trata de un asunto del que deseo ocuparme personalmente. Si hubieras estado dentro de la casa, Linnaeus, lo comprenderías. La existencia de esta abominación que se hace llamar Maurus Dufour no debe tolerarse por más tiempo.
»Que sepas, Linnaeus, que no he tenido elección. Dufour sentía que le habían robado, así que lo he «aplacado». De lo contrario no habría dejado al niño en libertad. Se han llevado a cabo procesos espantosos cuya huella me acompañará el resto de mi vida.
»En caso de que no volviera de mi tarea, los jóvenes Diógenes y Aloysius podrán facilitarte más datos al respecto.
»Adiós, primo.
»Atentamente,
»Everett.
»Al recibir la carta de mis manos, mi padre me miró de hito en hito. “¿Te importaría explicarme qué significa todo esto, Aloysius?” Su tono era suave, pero con vueltas y revueltas como las del resorte de una trampa de acero.
»Yo, con voz entrecortada y una mezcla de vergüenza y miedo, le expliqué lo ocurrido. Él me escuchó con atención, sin hacerme preguntas ni interrumpir el relato. Cuando acabé, se apoyó en el respaldo, encendió un cigarrillo y se lo fumó en silencio, pensativo. Una vez que el cigarrillo quedó reducido a una pizca de ceniza entre la punta de sus dedos, lo arrojó a un cenicero, se inclinó y releyó el mensaje de mi tío. A continuación respiró hondo, se levantó, se alisó la pechera de la camisa, abrió un cajón, sacó un revólver, comprobó que estuviese cargado y lo metió en la parte trasera de su cinturón.
»“¿Qué vas a hacer, padre?”, pregunté, aunque lo adivinaba con toda claridad.
»“Ir a ver qué ha sido de tu tío Everett”, repuso él.
»Salió rápidamente del estudio hacia la puerta principal.
»“Déjame ir contigo”, le espeté.
»Me miró sorprendido, con los ojos entornados.
»“No puedo hacer eso, hijo”, contestó.
»“Pero es culpa mía. Tengo que ir, ¿no te das cuenta?” Le cogí el puño de la camisa, supliqué, insistí, rogué…
»Al final asintió con lentitud.
»“Está bien. Tal vez te sirva de lección, sea lo que sea”.
»Justo antes de abrir la puerta se giró como si se hubiese acordado de algo y cogió una lámpara de queroseno. Nos adentramos en la noche.
»Hacía pocas noches que yo había recorrido Dauphine Street hasta girar por Montegut Street exactamente como estábamos haciendo. Pensaba entonces en la insensatez de mi hermano, y sentía un gran enfado por tener que ser yo quien le abriera los ojos. Esta vez, al aproximarnos a la casa oscura y silenciosa de Dufour, lo que sentí fue un peso enorme en mi corazón. Era una noche borrascosa, mucho más desapacible que la de mi anterior salida; el viento agitaba las ramas de los árboles, que se contorsionaban y gemían, y las farolas proyectaban en la calle sombras giratorias. Las casas que dejábamos atrás estaban oscuras, cerradas a cal y canto contra la furia de una inminente tormenta. Al levantar la vista vi correr finas nubes delante de una luna amarilla, abotargada. Pese a la compañía de mi padre, mi alma era presa de una gran ansiedad, de un terror mortal como pocas veces he vuelto a sentir desde aquel día.
Pendergast guardó silencio. Después de un largo rato, se levantó y se paseó por la biblioteca de una manera no muy distinta a como lo había hecho tres cuartos de hora antes monsieur Bertin. Se paró a atizar el fuego; las brasas moribundas, al avivarse, proyectaron por la sala toda una panoplia de luces temblorosas. Después de otras cuantas idas y venidas, se dirigió al aparador y se sirvió una buena copa de brandy. La apuró de un trago, rellenó la copa y regresó a su sillón. Constance esperó a que prosiguiera.
—La casa estaba completamente a oscuras y en silencio, como la otra vez. Me fijé en la ventana del mirador, pero también estaba oscura. El viento había sacado por el marco roto un visillo hecho jirones que revoloteaba en las alturas. Me pareció un espectro prisionero que gesticulaba desesperadamente pidiendo ayuda.
»Subimos los peldaños del porche, las tablas crujieron bajo nuestro peso, y nos acercamos a la puerta. Traté de no mirar, pero fue más fuerte que yo. El extraño pilar o caja con su recipiente de cobre seguía en el mismo sitio, con su boca oscura.
»En la puerta no había timbre ni aldaba. Mi padre me pasó la lámpara sin encender, sacó el revólver de su cinturón e intentó abrir la puerta. No estaba cerrada con llave ni pestillo. Un pequeño empujón la hizo bascular hacia una oscura sima de la que pareció manar algún olor, un efluvio pegajoso de animales muertos, carne descompuesta y huevos podridos.
»Avanzamos. El interior estaba totalmente a oscuras. Mientras mi padre palpaba la pared en el vano intento de encontrar un interruptor, una ráfaga de viento cerró con un golpazo la puerta principal. Di un brinco y me quedé temblando en la oscuridad; los ecos de los profundos espacios interiores de la casa llegaban hasta nosotros.
»“Aloysius”, oí que me decía mi padre en la negrura, “dame la lámpara”.
»Me maravilló la serenidad y la entereza de su voz. Levanté la lámpara por encima de mi cabeza, y una mano invisible la cogió. Por un momento reinó el silencio. Después, la fricción de una cerilla y el parpadeo amarillo de la lámpara. Se oyó un chirrido cuando mi padre ajustó la mecha. La luz se fue intensificando hasta que pudimos… hasta que pudimos ver la sala en la que estábamos.
Pendergast bebió dos tragos de brandy y dejó la copa.
—Nos encontrábamos en la entrada de la casa. Pese a lo tenue de su luz, la lámpara nos permitió distinguir, no sin dificultad, los detalles que nos rodeaban. Al principio no parecía nada especial: la típica mansión de antes de la guerra, al estilo del delta. A la izquierda había una puerta doble abierta que daba al salón principal, y a la derecha otra que comunicaba con el comedor. Delante ascendía en grácil curva una gran escalera bajo la que discurría hasta perderse de vista un corredor.
Pendergast respiró hondo y exhaló lentamente.
—Poco a poco se fue perfilando ante mi vista aquella estancia en penumbra y su decrepitud quedó aún más patente. La alfombra persa que cubría el suelo estaba raída y tenía mordiscos de ratones. Los cuadros de las paredes estaban tan renegridos por el paso del tiempo que resultaban indescifrables. En la escalera faltaba un trozo de baranda y había macetas con plantas resecas a ambos lados. De pronto me fijé en algo más, algo extrañísimo: las superficies (de las paredes, de los muebles…) no parecían regulares, planas. Era como si tuviesen… densidad, textura. A medida que mi padre avanzaba con cautela hacia el centro de la sala, con la lámpara por delante, me llamaron la atención infinitos destellos que formaban intrincadas líneas y arabescos en el papel pintado y en otras partes. Me quedé mirando aquello fijamente, no entendía qué causaba ese extraño efecto.
»Mi padre lo comprendió antes que yo. Oí salir un grito ahogado de su boca, frenó en seco y acercó la lámpara a un dibujo especialmente enrevesado del papel pintado.
»Fue entonces cuando me di cuenta de que aquello no era un estampado inherente al papel. Era el resultado de diminutos objetos brillantes incrustados en la pared. Mientras lo miraba fijamente, mi padre dio un solo paso adelante y yo comprendí qué eran esas cositas que brillaban.
»Eran dientes. Dientes diminutos, blancos y pulidos. Me quedé sin habla; también mi padre. Además me di cuenta de otra cosa: esos arabescos estaban por todas partes. Recorrían las molduras, se enroscaban en el artesonado y formaban espirales en los marcos de las puertas. Marchaban en filas baranda arriba y decoraban los marcos dorados de los cuadros. Dientes… En todas partes encontraban mis ojos pequeños incisivos y premolares que me contemplaban. Bucles de molares infantiles seguían los contornos de la sala en líneas de puntos dispuestos meticulosamente, con obsesiva regularidad. A veces la parte fijada a la pared era la punta, y las raíces curvas sobresalían formando arcos horrendos; otras veces estaban colocados al revés, en hileras de hueso blanco y amarillo, como dispuestos a mordisquear el aire. Había volutas y espirales como las de los collares de conchas de cauri de los mares del Sur, y nubes delicadas que eran como fuegos de artificio detenidos en el aire. Otros dibujos, más tupidos, se asemejaban a rostros obscenos, con ranuras por ojos y bocas muy abiertas que parecían gritarnos desde las paredes.
»Mi padre no dijo nada. Creo que su silencio me puso más nervioso que cualquier grito de asco. Se acercó lentamente a la pared que tenía más cerca, alzó la lámpara y la desplazó a ambos lados. El movimiento de la luz creaba infinidad de sombras pequeñas y afiladas en las superficies, como una proyección terrorífica con una linterna mágica. La… la precisión, por así decirlo, de esa artesanía obsesiva era diabólica.
»A pesar de la impresión, y de que estaba casi anonadado por el miedo, mientras mis ojos muy abiertos lo miraban todo a la luz de la lámpara, una pequeña parte de mi cerebro se hizo una pregunta ineludible: ¿desde cuándo ocurría todo aquello? ¿Cuántos niños, y durante cuántos años, habían aportado sus dientes a aquella horrenda labor? Muy viejo tenía que ser Dufour, en efecto, para haber acumulado tantos dientes…
»Con angustiosa lentitud, y la lámpara en alto, mi padre recorrió las cuatro paredes examinando la obra dental. Ignoro la razón por la que juzgó necesario inspeccionarla. Yo tenía que hacer esfuerzos para no cerrar los ojos ante aquella visión abominable.
»Horrorizado, sin pensarlo, empecé a retroceder y perdí el equilibrio. Maquinalmente eché la mano atrás, para no caerme. Entonces toqué la pared y… me embargó una terrible sensación de fría y dura irregularidad. Con un grito, aparté la mano de los afilados dientes como si me hubiera quemado y me tambaleé de nuevo hacia delante jadeando de miedo.
Pendergast dejó de hablar. Su respiración, que en la última parte del relato se había acelerado, acabó calmándose. A su debido tiempo, continuó.
—Mi padre se giró hacia mí. Vi en su cara una expresión extraña, ausente. «Sal a la calle», dijo, «tengo que buscar a Everett». Yo, sin embargo, no obedecí. Me aterraba separarme de él. En el momento en que giró y cruzó una puerta al fondo de la sala, eché a correr detrás de él. Sin hacerme caso, con la pistola preparada, se adentró por un oscuro pasillo. Llegamos a una cocina cuyas superficies eran todas de baldosa y mármol, pero allí no había nada salvo excrementos de rata y moho. Tampoco en el viejo salón, con sofás y sillones agujereados por los roedores, había indicios de mi tío o de Maurus Dufour.
»Pero al fondo del todo de la casa, en un cuartito que daba a lo que en otros tiempos había sido un jardín, encontramos… un taller. Había un sillón de dentista, antiguo, de finales del siglo XIX, hecho de madera ennegrecida, cuero agrietado y latón bruñido. El relleno asomaba del asiento, pasto de los ratones. Al lado, sobre una antigua bandeja de acero chapado, vimos una colección de instrumentos dentales oxidados, con el mango de hueso.
»Y ahí, dispuestos sobre la bandeja con una precisión militar, vimos algo más. Dientes. Treinta y dos. Pero ésos no eran dientes de leche…, oh, no. Eran todos de adulto. Y estaban húmedos, tenían sangre en la raíz; algunos los habían sacado con tal brusquedad que aún llevaban adheridos fragmentos de los huesos circundantes. Todos estaban recién extraídos.
—Recién extraídos —repitió Constance con voz monocorde, y citó—: «Lo he aplacado».
—Everett hablaba siempre con tanta precisión… Es cierto que aplacó al viejo Dufour. Qué transacción tan espantosa debió de ser…
—¿Y qué fue de él?
—Al tío Everett no volvimos a verlo. La policía lo registró todo una y otra vez, pero tanto Dufour como mi tío desaparecieron como por ensalmo. Hubo quien dijo haber oído gritos durante la noche, o haber visto una oscura silueta que arrastraba un baúl por los muelles abandonados de Saint Peter Street, pero claro, no pasaron de ser simples rumores.
—¿Y lo de…, bueno, lo de dejar los dientes en casa de Dufour? ¿Ha tenido continuidad la tradición del hada?
—Ya sabes cómo son los niños, mi querida Constance. Los ritos infantiles nunca mueren. Se transmiten con más tenacidad que cualquier tradición adulta. La tradición continuó aun si la casa de Dufour estaba cada vez más desvencijada y en ruinas. Y entonces, en una noche sin luna, se incendió. Eso fue unos tres años después de lo que he relatado. A nadie le sorprendió demasiado; es verdad que suele haber incendios en las casas abandonadas, pero yo me pregunté durante mucho tiempo si mi hermano Diógenes había tenido algo que ver. Más tarde reparé en que disfrutaba mucho con el fuego; cuanto más grande, mejor.
En la puerta de la biblioteca apareció la figura rechoncha de la señora Trask, encantada de anunciar que la cocinera había terminado de preparar los tagliatelle, la cena estaba servida, y el tartufo bianco merecía el calificativo de divino. De hecho, su maravilloso aroma había llenado la cocina y ya flotaba hacia la biblioteca.
—¿Y la pasta está al dente? —preguntó Constance.
—Perfecta —respondió la señora Trask.
Tras el ama de llaves apareció Bertin, que, tal como había predicho Pendergast, volvía a estar de buen humor.
—¡Maravilloso! ¡No veo la hora de empezar! —dijo frotándose las manos—. ¿Habíais olido alguna vez unas truffes tan exquisitas? No perdamos más tiempo, por favor.
Pendergast se levantó y miró a Constance.
—¿Vamos?
—Al dente —repitió Constance para sus adentros—. Sí, la pasta debe comerse al dente. No sé por qué, pero tu anécdota me ha despertado el apetito en grado sumo, Aloysius.
Y tras esta observación, se fueron los tres a cenar.