Pese a que protagonizaría seis producciones de Hollywood más, Cary Grant llegó al punto culminante de su carrera con el personaje dual de George Kaplan/Roger O. Thornhill de Con la muerte en los talones, de Alfred Hitchcock[1], su película número treinta y cuatro. Estrenada en 1959, significó el cénit comercial y artístico no solo de la magnífica trayectoria profesional de Grant, sino también de la de Hitchcock. Con la muerte en los talones, una de las películas más ingeniosas (y más pueriles) del célebre director, permitió al cineasta, cada vez más sentimental, meditar sobre su obsesión fundamental, su propia mortalidad, representada en esa ocasión en la pantalla por la peripecia de su protagonista masculino favorito, Cary Grant, en el que llegaría a ser para ambos el fruto cinematográfico más disparatado de su imaginación.
Durante dos tercios de la película, el falso asesinato de Kaplan plantea la cuestión de si en realidad es quien los demás creen que es, si es alguien totalmente distinto —Roger O. Thornhill— o si de hecho existe siquiera. A partir de esa pregunta surge otra más importante: ¿es Kaplan la creación de Hitchcock, representado por el agente de la CIA (Leo G. Carroll) que hasta ese momento ha permanecido en la sombra, dirigiendo con inteligencia todos los movimientos de Kaplan y Thornhill? ¿O es alguien, o algo distinto, la proyección de una elaborada fantasía, quizá de los deseos más reprimidos de Thornhill de una vida idealizada, llena de aventuras emocionantes, amores y sentido? A Grant debieron de parecerle muy atractivos los múltiples giros del guión, puesto que reflejaban con claridad la batalla que durante toda su vida había librado para equilibrar el enorme escenario circense de la fama y su deseo de llevar una vida privada real, una vida cuya existencia misma dependía de la enorme popularidad de su artificial imagen como estrella de cine.
De hecho, en las pantallas Cary Grant era sencillamente perfecto, «el hombre de la ciudad de los sueños»[2], como le describió Pauline Kael una vez; el apuesto malvado que todos los hombres soñaban ser y el irresistible y atractivo amante que todas las mujeres soñaban tener. Para quienes le conocían y amaban solo a través de sus películas era digno de adoración y reverencia, pese a que todo (desde la seguridad en sí mismo que denotaban sus andares hasta su encanto romántico e imperturbable y la mágica cadencia poética de su nombre ultrabritánico) era tan artificial y calculado como… el mismo George Kaplan.
En 1966, siete años después del estreno de Con la muerte en los talones, Cary Grant se retiró oficialmente del cine por tercera y última vez; entonces ya tenía asegurado un lugar en el panteón de los iconos culturales de Hollywood. Durante los veinte años de vida que le quedaban, como es lógico, sus andares se hicieron más lentos, su piel se apergaminó; su pelo encaneció y sus hombros se encorvaron, hasta que a los ochenta y dos años se unió discretamente a la lista de las leyendas de Hollywood fallecidas. Sin embargo, gracias al magnífico legado de sus películas, para sus seguidores presentes y futuros siempre sería joven, eternamente atractivo, poseedor de una belleza sobrenatural, el máximo exponente de la personificación cinematográfica de la definición del estadounidense del siglo XX «alto, moreno y guapo». Una vez que se hubo convertido en una estrella, con notables y escasas excepciones, Cary Grant nunca se atrevió a alejarse mucho de «Cary Grant» y siempre fue fácil de identificar por su sonrisa deslumbrante, sus piernas un tanto arqueadas y su forma de andar arrastrando los pies, el suave timbre de su voz, el irresistible hoyuelo de la barbilla y los inolvidables y penetrantes ojos de color marrón, que le conectaban al mundo (dos haces de luz que proyectaban sus sentimientos).
Las estrellas de cine son imágenes magnificadas de los sueños idealizados de la sociedad, de sus esperanzas y fantasías. Los amantes del cine se identifican con dichas estrellas hasta tal punto que su belleza física se convierte en una metáfora social de la perfección moral y emocional. Ésa es la razón por la que se les adora cuando están en la cima de su popularidad y lo que explica que su condición de estrellas rara vez dure más de cinco años. Ese tiempo se traduce en quizá media docena de grandes papeles protagonistas para los hombres, e incluso menos para las mujeres, antes de que la realidad irrumpa en esa fiesta sin fin e irrevocablemente les aleje de sus admiradores. En un rostro antaño terso, la primera arruga a menudo marca el principio del declive de una estrella rutilante.
Por eso resulta extraordinario que Cary Grant se mantuviera en la cima del estrellato durante treinta y cuatro años. No solo desafió la implacable curva descendente del declive en las taquillas, sino que de hecho su popularidad aumentaba a medida que envejecía y más tiempo llevaba haciendo películas. Su filme número cuarenta y ocho, Noche y día (Michael Curtiz, 1946), una trivialidad de Hollywood que pretendía ser la biografía de Cole Porter, fue su primera película en color y también la primera de su filmografía que llegaría a engrosar la lista de sus doce mayores éxitos de taquilla. A la cabeza de esa lista figura su película número sesenta y dos, Operación Pacífico, dirigida por Blake Edwards en 1959, cuando Grant tenía cincuenta y cinco años. Y su película número setenta y dos, la última que rodó, Apartamento para tres, dirigida por Charles Walters en 1966, cuando Grant contaba sesenta y dos, ocupa el duodécimo lugar; fue más popular (es decir, más rentable) que las otra sesenta que había hecho.
Durante esa trayectoria extraordinariamente larga para Hollywood, Grant fue, con un par de excepciones, el actor preferido de todos los grandes directores de Hollywood, la primera opción para protagonizar una y otra vez las mejores películas que hacían, junto a las mujeres más hermosas que han embellecido la gran pantalla y cuya luz él contribuía a realzar.
La lista es tan larga como impresionante. Entre las más destacadas figuran La Venus rubia, de Josef von Sternberg (1932), con Marlene Dietrich; Lady Lou, de Lowell Sherman (1933), con Mae West; Una pareja invisible, de Norman McLeod (1937), con Constance Bennett; La fiera de mi niña, de Howard Hawks (1938), con Katharine Hepburn; Vivir para gozar, de George Cukor (1938), de nuevo con Hepburn; Gunga Din, de George Stevens (1939), con Joan Fontaine; Solo los ángeles tienen alas, de Hawks (1939), con Jean Arthur; Dos mujeres y un amor, de John Cromwell (1939), con Carole Lombard, que trabajó por primera vez con Grant en la segunda película de este; Pecadores sin careta, de Alexander Hall (1932); Luna nueva, de Hawks (1940), con Rosalind Russell; Mi mujer favorita, de Garson Kanin (1940), con Irene Dunne; Historias de Filadelfia, de Cukor (1940), con Hepburn; Sospecha, de Hitchcock (1941), con Fontaine; Mr. Lucky, de H. C. Potter (1943), con Laraine Day; Destino: Tokio, de Delmer Daves (1943), con Faye Emerson; Arsénico por compasión, de Frank Capra (1944), con Priscilla Lañe; Un corazón en peligro, de Clifford Odets (1944), con Jane Wyatt; Noche y día, de Michael Curtiz (1946), con Alexis Smith; Encadenados, de Hitchcock (1946), con Ingrid Bergman; El solterón y la menor, de Irving Reis (1946), con Myrna Loy; The Bishop’s Wife, de Henry Koster (1947), con Loretta Young; Los Blanding ya tienen casa, de Potter (1948), con Loy; Me siento rejuvenecer (1952), de Hawks, con Ginger Rogers; Atrapa a un ladrón, de Hitchcock (1955), con Grace Kelly; Tú y yo, de Leo McCarey (1957), con Deborah Kerr; Indiscreta, de Stanley Donen (1958), con Bergman; Cintia, de Melville Shavelson (1958), con Sophia Loren; Con la muerte en los talones, de Hitchcock (1959), con Eva Marie Saint; Operación Pacífico, de Blake Edwards (1959), con Dina Merrill; Página en blanco, de Donen (1960), con Kerr; Suave como visón, de Edwards (1962), con Doris Day; Charada, de Donen (1963), con Audrey Hepburn; Operación Whisky, de Ralph Nelson (1964), con Leslie Carón, y Apartamento para tres, de Charles Walters (1966), con Samantha Eggar.
La lista resulta tanto más sorprendente, incluso pasmosa, si se tiene en cuenta que la carrera cinematográfica del actor, a quien la revista Time describió una vez como «el animal macho más perfecto del mundo», empezó relativamente tarde para lo que es habitual en Hollywood, cuyo reloj avanza más deprisa. Grant tenía veintiocho años cuando viajó por primera vez a Los Ángeles para probar suerte en el cine, después de haber trabajado durante varios años en musicales y comedias de Broadway, donde destacaba como un actor prometedor.
Durante las tres décadas y media siguientes su influencia en el cine fue tan grande que prácticamente redefinió la imagen cinematográfica del varón estadounidense romántico. En manos de los magnates de los estudios, todos ellos de origen inmigrante, la mayoría judíos, obsesionados con la belleza femenina blanca de clase alta, el británico Archie Leach renació como la proyección de la imagen idealizada que aquellos tenían del norteamericano y se presentó al mundo como Cary Grant.
Sin embargo, pese a su belleza física (y eso era, con raras excepciones, todo lo que los magnates le pedían), Grant pronto se dio cuenta de que en sus actuaciones faltaba algo, que había una desconexión interna entre la imagen manufacturada que el cine ofrecía de él y su ser íntimo. Desde luego, sin un guión magistral que le proporcionara un personaje convincente, sin un sastre brillante que lo vistiera, sin el arte de un maquillador que diera brillo a su rostro, sin el buen gusto de un escenógrafo que creara el marco idóneo para él, sin el talento de un montador que sacara lo mejor de su comicidad, sin el ojo certero de un cámara que le filmara bajo la luz más favorecedora, sin una hermosa coprotagonista en quien proyectar el deseo y sin un director que impusiera su personalidad unificadora, Grant temía ser, en el fondo, menos que la suma de una estrella de cine, un símbolo cinematográfico sin alma.
Por otro lado, una vez construido el personaje y congelado en una cinta, sabía que tendría que competir siempre con aquel símbolo en una batalla contra el tiempo real que nunca podría ganar. Por eso al entrar en los cincuenta (los suyos y los del siglo), se volvió más selectivo a la hora de escoger sus personajes y a los directores, seleccionando con cuidado los papeles y los hombres que le dirigían, realizadores que sabían ayudarle a llevar a cabo ante el público, una y otra vez, aquellos juegos de manos especiales de Grant sin revelar nunca el truco.
En 1953, después de rechazar tres grandes papeles —el de Norman Maine, que finalmente interpretó James Masón, en Ha nacido una estrella, de George Cukor, con Judy Garland; el periodista Joe Bradley, que encarnaría Gregory Peck, en Vacaciones en Roma, de William Wyler, con Audrey Hepburn, y Linus Larrabee, que interpretó Humphrey Bogart, en Sabrina, de Billy Wilder, con Audrey Hepburn (Grant no había trabajado nunca con los directores y la actriz protagonista de las últimas películas)—, decidió volver a aguas más tranquilas, si bien poco profundas, y protagonizar, junto a una de sus compañeras de reparto favoritas, Deborah Kerr, La mujer soñada, una comedia romántica en toda regla, para la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), escrita y dirigida por su buen amigo Sidney Sheldon, que en 1947 había escrito el guión, para lucimiento de Grant, de la popularísima El solterón y la menor.
La mujer soñada resultó un fracaso y Grant, a punto de cumplir cincuenta años, se convenció de que la magia finalmente se había acabado y anunció su intención de retirarse. Hizo falta la intervención de uno de sus directores preferidos, Alfred Hitchcock, el llamado maestro del suspense y creador de algunos de los cadáveres más inolvidables de Hollywood, para que Cary Grant volviera a la vida. Aceptó protagonizar Atrapa a un ladrón, una película cuyo guión se centra en si el tipo cortés y sofisticado John Robie, el ladrón de joyas más famoso de Europa, se ha retirado realmente o no del oficio. Robie insiste en que alguien debe de estar imitándole —en que él no es quien todo el mundo cree que es—, una idea que reflejaba a la perfección el interés profesional y emocional tanto de Grant como de Hitchcock por temas como la identidad, la imagen y el yo íntimo.
El enorme éxito de Atrapa a un ladrón devolvió a Grant al esplendor de la gran pantalla. Lo que pretendía ser un único bis se prolongó más de lo previsto, y durante los once años siguientes intervino en doce películas más, cada una de las cuales le permitió retomar algún aspecto de su bien conocido repertorio de personajes: el protagonista romántico, el ocurrente, el atleta, el vividor, el héroe refinado. Como en las dos películas anteriores que había rodado con Hitchcock (Sospecha, 1941, y Encadenados, 1946), el instinto para la comedia de Grant se había ensombrecido, y por lo tanto agudizado, por obra del gran director, que sabía utilizar mejor que nadie las extraordinarias habilidades de uno de sus protagonistas favoritos. Sospecha, en la que Grant podía ser o no un asesino, llegó en un momento en que a Grant se le consideraba básicamente un actor cómico, tras películas como La pícara puritana (1937), La fiera de mi niña (1938), Vivir para gozar (1938) e Historias de Filadelfia (1940), que se cuentan entre sus mejores comedias ligeras y de enredo. Su incursión en el melodrama, inmediatamente antes de Sospecha, fue Serenata nostálgica (1941), por la que recibió una nominación al Oscar, pero que no obtuvo una gran recaudación. Sospecha, por otro lado, fue un verdadero éxito y devolvió a Grant a la primera línea de los protagonistas más valorados de Hollywood. No fue hasta Apartamento para tres, de Charles Walters, estrenada en 1966, cuando Grant, que ya no podía pasar por el héroe romántico y no deseaba envejecer con elegancia en papeles de tío o de abuelo, se retiró definitivamente del cine y se contentó con dejar que «Cary Grant» viviera gracias a la incesante reposición de sus antiguas películas. Tras haber fracasado en su intento de conectar su vida real con el mundo que su yo cinematográfico había creado con tanto éxito, y una vez dejada atrás su imagen de gran estrella de la pantalla, ya no sentía la romántica pasión por hacer películas. En su lugar, se dedicó al drama de su vida real. Alejado de los platós y con la ayuda de psicoterapia y psicotrópicos, con un cuarto y breve matrimonio, cuyo fruto fue el hijo que tanto deseaba, y una quinta y última esposa que se convirtió en su fiel compañera hasta el final, Grant consiguió en los últimos veinte años de su vida estar más cerca que nunca de dirimir su larga lucha entre personaje y persona, visión y visionario, sueño y soñador, estrella de cine y hombre. Por eso, para aquellos que buscamos encontrarnos a nosotros mismos en las películas, descubrir en ellas la proyección de nuestros propios sueños y esperanzas; los que creemos que nos conocemos mejor cuando nos sentamos en la oscuridad (pero no a oscuras); para aquellos que vemos en nuestros héroes lo que esperamos descubrir en nosotros mismos, la vida de Cary Grant, dedicada a la búsqueda de la felicidad, solo puede servir de ejemplo e inspiración.