Reflexiones finales y agradecimientos

La primera vez que vi a Cary Grant yo no era más que un muchacho. La película era Con la muerte en los talones. La vi cuando la estrenaron, un viernes por la noche, en el Loew’s Paradise del Grand Concourse, en el Bronx. Yo no tenía la edad para entrar y le pregunté a un adulto si podía comprarme la entrada. Él aceptó, le di los setenta y cinco centavos que había ahorrado, entré, compré palomitas (quince centavos, con mantequilla) y una Coca-Cola (diez centavos), encontré un asiento en las primeras filas de la amplia sala, con estrellas artificiales en un precioso «cielo» falso, y me senté para dejarme llevar. En aquella época, pese a que las posibilidades de ver películas eran muy limitadas comparadas con las actuales —no había televisión por cable, vídeo, DVD ni canales temáticos de filmes clásicos, y los pocos cines que programaban reposiciones quedaban relativamente lejos—, yo ya estaba bastante enganchado al cine, a Alfred Hitchcock y, después de esa película, a Cary Grant.

Con la muerte en los talones fue una de las películas (junto a Solo ante el peligro, La ley del silencio, De aquí a la eternidad, Raíces profundas, Compañeros de juerga) que marcaron mis años de formación con tanta intensidad que llegaron a cambiar el rumbo emocional y creativo de mi vida. En el caso de Con la muerte en los talones, no fue a causa de la enrevesada trama y la multiplicidad temática. Era demasiado joven para entender todos aquellos temas, la oscura maestría «oculta» de Alfred Hitchcock, la peculiar resistencia hacia Eva Marie Saint y sus eróticos labios pintados de carmín, pero inmediatamente quedé embelesado por el increíble, y para mí todavía inexplicable, atractivo carismàtico de sus tres protagonistas: el malvado James Masón, la provocativa señorita Saint y el apuesto señor Grant. Por primera vez, pese a la presencia de mi padre en nuestro pequeño y atiborrado apartamento, comprendí el amor incondicional de mi madre por Cary Grant.

Después de graduarme en el Instituto de Artes Interpretativas y obtener la licenciatura de filosofía y letras en la Universidad de Nueva York, perdí dos años recuperándome de un grave accidente. En 1970 me concedieron una beca para estudiar en la Escuela de Arte para Licenciados de la Universidad de Columbia. Así empezó mi nuevo maratón educativo de cinco años: dos para obtener un máster de escritura, y los tres restantes en un curso de doctorado sobre historia y crítica cinematográficas en la Escuela de Arte, bajo la dirección de alguien que cambiaría por completo mi concepción sobre el cine. Se llamaba Andrew Sarris y en aquella época era crítico de cine del periódico The Village Voice y profesor de la Universidad de Columbia. Se había incorporado a la Escuela de Arte después de revolucionar el universo cinematográfico con su monumental The American Cinema, un libro que planteaba la «teoría del autor» y que se convirtió para mí, y para toda una generación de estudiantes y cineastas, en el Santo Grial del cine. Aunque hoy día está tan plenamente aceptada en el análisis cinematográfico como la dieta baja en hidratos de carbono en la nutrición, en aquella época la obra de Sarris consiguió soliviantar el pensamiento dominante y al mismo tiempo le hizo tomar conciencia de dónde residía el verdadero valor artístico del cine norteamericano.

Por más que yo adorara la superficie de la gran pantalla, Sarris me enseñó a ver los diferentes estratos de las películas, los que se ocultan bajo la resplandeciente superficie y conectan directamente con el alma. Descubrir cómo se entrelazan esos estratos emotivos para desentrañar su poder y significado máximos, así como la pasión de la visión del director, avivó mis propias pasiones creativas. Sarris me enseñó también cómo los sueños de realidad de las películas ayudan a revelar la realidad de nuestros propios sueños.

Después de estudiar en la Universidad de Columbia, durante varios años intenté ver al menos una película todos los días. Al final dejé atrás ese delirio interpretativo del cine y volví a la fuente primigenia de mi atracción por él: la fuerza cautivadora, maravillosa e irresistible de los portadores de su significado. Después de haberme enfrascado durante tanto tiempo en el análisis de la estructura emocional que yace bajo la tez perfecta de sus estrellas, volví a captar el mensaje cuando vi de nuevo Con la muerte en los talones, a mediados de los años ochenta, en un ciclo dedicado a Hitchcock que ofreció una sala de cine de Nueva York. Fue entonces cuando volví a ser consciente de que nadie había tenido jamás mayor atractivo, ni mejor rostro ni alma más profunda que el milagro cinematográfico que fue Cary Grant. Y que la magia real de las películas y los actores consistía en cómo se mostraban ante nosotros.

El trabajo de investigación para esta biografía, que duró cinco años, incluyó entrevistas, consultas en bibliotecas y archivos de colecciones privadas; además, y por supuesto, vi repetidas veces las películas de Cary Grant (de las que, según mis cuentas, he visto por el momento sesenta y tres de las setenta y dos)[332]. Como biógrafo, probablemente he recurrido menos que otros a los recuerdos de «testigos oculares», de personas que conocieron o dicen haber conocido a Cary Grant. En primer lugar, han pasado casi veinte años desde que murió, en 1986 a los ochenta y dos años. Cuando empecé este libro, pocos de los que le habían conocido en sus inicios y primera juventud estaban vivos para dar su versión. De los que seguían con vida, la mayoría, como he descubierto para mi pesar en el ejercicio de mi profesión, tenía la desafortunada tendencia a reescribir la historia en beneficio del difunto, cuando no a exagerar su relación con él. Los biógrafos honrados solemos decir en broma a nuestros colegas que hemos conocido al menos a una docena de los «mejores amigos o amigas», «colegas más cercanos» o «confidentes más íntimos» del biografiado. Cuando escribí mi primera biografía, The Death of a Rebel sobre Phil Ochs, me topé con decenas de sus «mejores» y más «íntimos» amigos, pese a que murió en la más absoluta soledad.

Mucho más importante, en mi opinión, es una cuidadosa documentación de los hechos, e igualmente importante es saber comprender y determinar el significado de esos hechos. Cuando Grant murió, hubo un desafortunado pero inevitable alud de versiones falsas sobre su muerte, y «por fin» se reveló el «gran secreto» de su vida: su «oculta» homosexualidad. Una generación después, ese tema ya no provoca el escándalo y la indignación que causó en los meses posteriores a su muerte. En cambio, ofrece la posibilidad de ver cómo Hollywood reaccionó ante la homosexualidad en vida de Grant y, en un sentido más amplio, a cómo se veía en general en el siglo XX.

En cuanto a su trabajo para el FBI, otra cuestión sobre la que apenas existe documentación y que «causó sensación» cuando salió a la luz inmediatamente después de la muerte de Grant, la dolorosa lección que hemos aprendido es que entre los años treinta y sesenta casi nadie en la industria del espectáculo logró escapar del largo y poderoso brazo del monstruoso (y monstruosamente poderoso) J. Edgar Hoover. Como en el pasado, me he acogido a la Ley de Libertad Informativa (FOIA) para obtener información de incalculable valor. La FOIA supone la aplicación directa, si bien difícil de conseguir, del principio constitucional, derivado de la Primera Enmienda, de que en un mundo libre debe garantizarse el derecho de la opinión pública a saber. He recurrido a la FOIA para cuatro libros: Death ofa Rebel, Rockonomics, Walt Disney: Hollywood’s Dark Prince y esta biografía de Cary Grant. Debo decir que, pese a numerosas decisiones judiciales a favor del derecho del público a acceder a la información, el FBI continúa haciendo que resulte muy difícil, cuando no imposible, para los periodistas obtener documentos significativos e importantes, y que tiene un derecho al parecer incuestionable a alterar y ocultar cualquier información que en su opinión no sea de interés público.

En el caso de Cary Grant, el FBI continúa afirmando que, pese a todas las pruebas en sentido contrario, no hay ningún archivo sobre el actor (probablemente si no lo hay es porque se destruyó, como muchos otros, por orden de J. Edgar Hoover poco antes o después de su muerte). Por fortuna, he podido reunir gran parte del material que necesitaba gracias a los archivos que pusieron a mi disposición personas ajenas al gobierno que, en un momento u otro, tuvieron acceso a los expedientes del FBI sobre terceros (véase el apartado «Fuentes»).

Hay una información inquietante sobre la relación de Grant y Hoover. Durante los casi diez años de inquisición anticomunista que el gobierno infligió a Hollywood, entre mediados de los años cuarenta hasta mediados de los cincuenta, mientras McCarthy ocupaba el centro del escenario con su personal estilo de salvador de la patria, la influencia de Hoover, cuando no su presencia, fue permanente entre bambalinas. Sin embargo, a lo largo de su carrera, después de sus años de gángster durante la Depresión, nunca persiguió a miembros del crimen organizado, ni durante las sesiones que se celebraron bajo los auspicios del Comité de Actividades Antiamericanas jamás preguntó a nadie si «era o había sido alguna vez nazi». Por último, al parecer durante el funcionamiento del comité se movieron algunos hilos para proteger a Grant, que se había convertido en una propiedad valiosa (aunque no leal) para algunos de los cineastas más importantes de Hollywood. Peor aún, puede que Hoover, que era gay, se enamorara de Cary Grant y por eso quiso protegerlo. Cosas más extrañas, como bien sabemos, han sucedido en la historia estadounidense del siglo XX entre quienes tenían la obligación de aplicar la ley.

Son muchísimas las personas a las que quiero dar las gracias por su ayuda, consejo, tutela y estímulo durante la escritura de este libro. Algunas solicitaron permanecer en el anonimato, y por respeto a ellas y a Cary Grant así será. Mencionaré a quienes sí puedo citar: Peter Bogdanovich, Charlie Callas, Cindy Hubach, Teresa McWilliams, Ward Morehouse, William Frye, Joey Reynolds, Chi-Li Wong, Virginia Cherrill (McWilliams me proporcionó generosamente sus diarios y grabaciones personales), Luisa Flynn y Satsko. A los demás, que ya saben quiénes son, les doy las gracias.

Quisiera expresar mi gratitud a Authors Guild y a mis compañeros del Friars Club, especialmente a Mickey Freeman.

También quisiera dar las gracias a mi editora Shaye Arehart, a los editores Julia Pastore y Teryn Johnson, al productor editorial Mark McCauslin, a la diseñadora Laure Dong, a la supervisora de producción Leta Evanthes, a la maquetista Janet Biehl, al corrector de pruebas Robin Slutzky, a mi fotógrafa Brenda Killenbeck y a mi agente Mel Berger.

Y especialmente a todos mis amigos que me han sido leales a lo largo de los años, gracias también.

FIN