Llevo años oyendo el rumor de la homosexualidad. Yo lo veo de la siguiente manera. Siempre he intentado vestir bien. He tenido cierto éxito en la vida. He disfrutado de mi éxito, en el que incluyo algunas relaciones con mujeres muy especiales. Si alguien quiere decir que soy gay, ¿qué puedo hacer yo? Creo que es algo que se ha dicho de todos los hombres con fama de llevarse bien con las mujeres. No permito que ese tipo de cosas me moleste. Lo importante para mí es que sé quién soy[266].
Cary Grant
En 1957, en virtud del contrato por varias películas suscrito con la Paramount (Psicosis sería la última), Alfred Hitchcock dirigió De entre los muertos (Vértigo en la versión en inglés), la película más personal de toda su filmografía. Pese a que muchos la sitúan entre sus mejores obras, De entre los muertos fue en cierto modo un fracaso comercial y no consiguió la categoría de clásico hasta tiempo después[267]. El protagonista era James Stewart, uno de los dos álter ego preferidos de Hitchcock; el otro, claro está, era Cary Grant. Del mismo modo que resulta imposible imaginar a Grant como un héroe pasivo, que enloquece por la inolvidable imagen de la protagonista femenina (Kim Novak), es imposible concebir a Stewart como el atlético, imperturbable y en apariencia invulnerable Roger O. Thornhill, el «héroe», a falta de otro término más apropiado, de Con la muerte en los talones[268].
A fin de conseguir mejores condiciones para sus siguientes películas, Hitchcock firmó un contrato con Lew Wasserman, que había creado la serie televisiva del director, uno de los mayores éxitos de la MCA-Universal TV en aquel momento. Hitchcock quería lograr un gran éxito de público incontestable y sabía que el enorme poder de Cary Grant era la mejor garantía. Wasserman firmó un contrato con Hitchcock para que rodara una sola película para la MGM, mientras se concretaba el nuevo contrato con la Universal por varias producciones. Puso a Hitchcock a trabajar con Ernest Lehman, el reputado guionista (Sweet Smell of Success, Marcado por el odio, El rey y yo y Sabrina son algunas de sus películas más conocidas), que en aquel momento tenía un contrato con la MGM.
Hitchcock y Lehman ya se conocían. Habían coincidido por primera vez durante el rodaje de La ventana indiscreta, una película que impresionó tanto a Lehman que, cuando le brindaron la oportunidad de trabajar con Hitchcock, no se lo pensó dos veces. Durante la filmación de De entre los muertos Hitchcock leyó una novela de Hammond Innes titulada The Wreck of the Mary Deare y durante un tiempo pensó en llevarla a la pantalla. Lehman escribió un primer borrador para la película. A Hitchcock le gustó, pero al final decidió que el tema no le interesaba. No obstante, quería trabajar con Lehman, de modo que le dio instrucciones para que escribiera un guión confeccionado a la medida de Cary Grant, como sus trajes. Lehman empezó a trabajar en algo que tituló In a Northerly Direction, luego Breathless, hasta que dio con el título definitivo, North by Northwest (Con la muerte en los talones), sugerido por el editor de guiones de la MGM Kenneth MacKenna.
El argumento de la película, que Donald Spoto describió como «un thriller con tono cómico y un ritmo soberbio sobre la confusión de identidades, la perversión política, el chantaje sexual y el omnipresente juego de quién es quién», era un autohomenaje al formato de película preferido por Hitchcock, una encrucijada emocional en cuyo telón de fondo se mueven el héroe y su novia unidos por algo que, en el mundo de Hitchcock, se asemeja a la religión del destino. El director ya había usado varias veces dicho telón de fondo: en Treinta y nueve escalones, Alarma en el expreso, Inocencia y juventud y Sabotaje, y con ciertas variaciones en Extraños en un tren, De entre los muertos y Atrapa a un ladrón.
Hitchcock le ofreció a Grant cuatrocientos cincuenta mil dólares por adelantado (un tercio más de su tarifa habitual), el diez por ciento de los beneficios si estos superaban los ocho millones, más un extra de cinco mil dólares al día a las siete semanas de la firma del contrato, al margen de los posibles retrasos. Esas siete semanas transcurrieron sin que se filmara ni una sola escena, con lo cual el salario real de Grant ascendió a unos setecientos cincuenta mil dólares.
Una vez contratado el protagonista, el resto del reparto se decidió fácilmente, en cuanto Grant comprendió que Hitchcock no podría conseguir a Sophia Loren. El director había aceptado a la actriz como pareja de Grant, pero Ponti se negó. Ya estaba harto de Grant y se negó en redondo a que su esposa trabajara de nuevo con él. La MGM presionó para que eligieran a Cyd Charisse, la estrella del estudio, pero a Hitchcock no le pareció nada excitante. Prefería bellezas rubias como Eva Marie Saint, una actriz parecida a Grace Kelly, que había obtenido el Oscar a la mejor actriz secundaria por su papel en La ley del silencio, de Elia Kazan (1954). Si Grant no pudo ver cumplido su obsesivo deseo, Hitchcock sí satisfizo el suyo. Vio en Saint, que había interpretado básicamente a mujeres trabajadoras —La ley del silencio, Un sombrero lleno de lluvia (1957)—, algo misterioso y glamouroso que la convertía en el perfecto señuelo romántico para arrastrar a Grant a su mundo de sexo y juegos de espías.
Con la muerte en los talones se rodó en diversas localizaciones de todo el país —empezando por el edificio de las Naciones Unidas de Nueva York, el primero de los muchos monumentos que aparecen en la película—, desde Nueva York a Chicago, desde Dakota del Sur a California. El interior del hotel Plaza, el edificio de la CIT en el 650 de Madison Avenue, la estación Grand Central, la finca Phipps de Old Westbury, los maizales del Medio Oeste y el monte Rushmore de Rapid City… todos ellos mostraron la belleza del variado paisaje de Estados Unidos, que bajo la mirada de Hitchcock se convirtió en una metáfora de la belleza de la libertad, que tanto la nación como los personajes protagonistas debían defender.
La historia gira alrededor de un hombre inocente que se ve atrapado en una red de intrigas y engaños, hasta que, a través de una serie de peripecias cada vez más extraordinarias, se convierte en el hombre con quien le han confundido y se enamora de una hermosa mujer que es mucho más culpable de lo que parece. Roger O. Thornhill (Grant) es secuestrado por unos espías extranjeros que le confunden con el agente de la Agencia Central de Investigación (CIA) George Kaplan. Thornhill escapa de la muerte por los pelos después de que le obliguen a beber una botella de coñac y le coloquen al volante de un automóvil en lo alto de una carretera sinuosa. En Con la muerte en los talones, la habitual escena del coche aparece al principio, con un tono de comedia más que de suspense, sobre todo porque nadie creía que Hitchcock fuera a matar a su estrella apenas comenzada la película.[269] En esta ocasión, el viaje en coche marca el principio de un periplo mucho más incierto hacia el autoconocimiento, la libertad personal (lejos de las garras de una madre dominante y dos ex esposas que le abandonaron «porque opinaban que llevo una vida demasiado aburrida») y, en último término, la romántica redención de la mano de la preciosa Eve Kendall (Eva Marie Saint). De una manera muy ingeniosa, Hitchcock (y Lehman) hace que Thornhill, en su búsqueda de «Kaplan», se busque a sí mismo por todo el país.
Thornhill ignora que el enemigo le ha confundido con un agente de la CIA que en realidad no existe, una creación de la agencia para apartar a los «malos» de la pista del auténtico espía doble que han introducido en su maléfica red. Cuando Thornhill es acusado del asesinato de un representante de las Naciones Unidas, huye de las autoridades y busca al «verdadero» Kaplan. Para complicar las cosas, tiene una aventura en un tren con una preciosa rubia, Eve Kendall, que no solo resulta ser la amante de Vandamm (James Mason), el jefe de los enemigos, sino también la agente secreta de la CIA para cuya protección se creó a «Kaplan». En un momento dado, entre varias de las escenas más inolvidables de la película —Thornhill frente a la avioneta fumigadora, su ingeniosa huida de la subasta, su falso «asesinato» a manos de Eve al pie de los monumentos presidenciales—, el director de la CIA (y trasunto de Hitchcock), «el profesor» (Leo G. Carroll), le revela los distintos subterfugios. Al final Thornhill sigue la pista de Eve hasta la casa de Vandamm, donde tiene lugar el magnífico clímax de la película. Thornhill escala el costado de la casa como una araña humana, entra y oye cómo Vandamm y Leonard, su lugarteniente (Martin Landau), planean el asesinato de Eve. La escena culmina con Thornhill y Eve colgados de la pared del monte Rushmore, donde él la rescata agarrándola de la muñeca y tirando de ella. Sigue un primer plano de Grant, luego uno de Saint, y de nuevo uno de Grant. Entonces la cámara se aleja y nos muestra a la pareja casada y enamorada, viajando en tren hacia el este. Una vez más, como ocurre con Hepburn en La fiera de mi niña, el rescate de Saint a manos de Grant significa la redención, la elevación del mundo prosaico de los seres solitarios hacia el poético escenario de los enamorados. El famoso plano final de Con la muerte en los talones, cuya metáfora sexual siempre provoca risas (un tren penetrando en un túnel), sugiere también algo más oscuro: un ritual casi religioso de la inevitable y triste mecanización sexual que es, en el mundo de Hitchcock, el infeliz futuro de los debidamente casados, entre los que dejará de haber todo elemento romántico.
La clave de la película es la dualidad de Grant. Hitchcock permite que el actor, bajo la forma del niño de mamá Thornhill, muestre una vez más el subtexto de su personaje como texto, el subconsciente como consciente, la pulsión desatada como ego. Eso hace que la verdadera «búsqueda» de la película sea el deseo reprimido de Thornhill de invadir y habitar el mundo de aventuras, peligros, arrojo, astucia, dinamismo y, en última instancia, romanticismo del héroe idealizado (y mítico) George Kaplan, el hombre que en secreto (subconscientemente) Thornhill desearía ser. La genialidad de Hitchcock consiste en conseguir que el público, igual que Thornhill, crea en la existencia de George Kaplan, hasta que al final es Kaplan quien sobrevive, mientras Thornhill deja de existir (aunque el plano final da a entender que Kaplan puede haber comenzado a transformarse de nuevo en Thornhill).
Mientras las cámaras de Hitchcock rodaban Con la muerte en los talones, Grant siguió tomando en secreto sus dosis de LSD, que le permitieron realizar su propia búsqueda interior y establecer las conexiones vitales entre el personaje de «Cary Grant» y el Cary Grant privado. En ese sentido, la película celebra tanto como refleja el éxito de esa unión y convierte la transformación de Thornhill en Kaplan, orquestada por Hitchcock, en la interpretación más personal, reveladora, conmovedora y profunda de la larga y brillante filmografía de Grant.
Durante el rodaje de Con la muerte en los talones, Grant, que contaba cincuenta y cuatro años, y Drake, de treinta y cinco, hicieron público lo que era un hecho desde hacía años: que vivían separados. El 16 de octubre de 1958, publicaron una declaración conjunta en estos términos: «Tras meditadas consideraciones y largas conversaciones hemos decidido vivir separados. Sentimos, y sentiremos siempre, el máximo respeto el uno por el otro, pero desafortunadamente nuestro matrimonio no nos ha traído la felicidad que ambos deseábamos. Así pues, ya que no tenemos hijos que necesiten nuestro cariño, es mejor que nos separemos durante un tiempo. No hemos iniciado ningún trámite de divorcio y pedimos únicamente que se respete la declaración que hacemos y que nuestros amigos sean pacientes y comprensivos con nuestra decisión»[270].
Grant apenas aportó más información, ni siquiera a sus amigos más íntimos, y ofreció la habitual retahíla de motivos que había dado para explicar sus dos divorcios anteriores: que se aburría, que no estaba hecho para la vida doméstica y que Drake y él ya no tenían nada que decirse.
En febrero de 1959, un mes después de cumplir cincuenta y cinco años, Grant encabezó por primera vez en su carrera la encuesta de popularidad de la revista Box Office, que le proclamó la estrella más famosa del año 1958[271]. Seis meses después se estrenó Con la muerte en los talones, con gran éxito de crítica y público. Recaudó siete millones de dólares durante su proyección en las salas de Estados Unidos, casi el doble del coste de producción, y llegó a ser uno de los mayores éxitos de taquilla de Hitchcock y el tercero de Grant.
Mientras el actor estaba en Nueva York para asistir al estreno de Con la muerte en los talones en el Radio City Music Hall, los periódicos de todo el país se hacían eco de una desagradable noticia carente de fundamento: el antiguo chófer británico de Grant afirmaba haber tenido una aventura amorosa con él. Según sus declaraciones, Raymond Austin, de veinticinco años, esperaba aparecer como el «tercero en discordia» (el amante de Grant) en la inminente demanda de divorcio de Drake.
Grant, ofendido, se puso inmediatamente en contacto con su abogado, Stanley Fox, para redactar un airado desmentido. Un mes después, Austin intentó suicidarse en Londres con una sobredosis de pastillas. Sobrevivió, pero no volvió a saberse nada de él ni de su presunta relación con Grant.
En cuanto terminó la promoción de Con la muerte en los talones, Grant viajó a Cayo Hueso para empezar la producción de su próxima película, Operación Pacífico, de Blake Edwards, una comedia ligera sobre la tripulación de un submarino y su insólito cargamento de enfermeras durante la Segunda Guerra Mundial. Grant había creado otra empresa, Granart (en esta ocasión, Robert Arthur era su único socio de Granart Company Productions), como productora independiente de la película. Durante el rodaje Grant hizo amistad con su compañero de reparto, Tony Curtis. Curtis, uno de los potenciales sucesores de Grant, estaba en el cénit de su carrera tras el éxito de Con faldas y a lo loco y fue el responsable de que a Grant le llegara, a través de Universal Pictures, Operación Pacífico. Según Curtis: «Me iba tan bien en aquel momento que la Universal me preguntó qué tipo de película quería hacer, y dije: “Una comedia militar sobre submarinos”. Ellos dijeron: “De acuerdo, conseguiremos a Jeff Chandler o a Robert Taylor para el papel de capitán”. Entonces dije: “No, quiero a Cary Grant”. Más adelante me dijeron: “Robert Taylor quiere trabajar en la película y te dará el cinco por ciento de su diez por ciento de los beneficios”. Les contesté: “No. Quiero a Cary Grant”. Eso es lo que quería y lo que conseguí»[272].[273]
Grant estaba encantado ante la perspectiva de trabajar con Curtis. Le gustaba el carisma que el joven actor tenía en la pantalla y probablemente veía algo de sí mismo, con unos años menos, en el atractivo galán de pelo negro. Cuando se conocieron, le fascinó además su sentido del humor. Grant le dijo que la imitación que había hecho de él cuando se hacía pasar por millonario en la película de Billy Wilder del año anterior, Con faldas y a lo loco, era hilarante. Según Curtis: «No pretendía hacer una imitación de Cary Grant… [pero] tanto mejor si la voz de Cary hace que sea un poco más divertido para algunas personas»[274].
A Grant siempre le había gustado trabajar con actrices jóvenes porque creía que a su lado parecía más joven; del mismo modo, creía que actuando con Tony Curtis le resultaría más fácil acceder al público más joven, tanto masculino como femenino.
Durante el rodaje hubo un incidente entre Grant y Joe Hyams, el respetado y veterano columnista de Hollywood, quien tras pasarse años intentándolo por fin consiguió que el actor le concediera una serie de entrevistas[275]. A lo largo de su carrera Grant había convertido sus relaciones con la prensa en una forma de arte, concediendo básicamente la misma entrevista siempre que quería promocionar una película: había nacido en Bristol, se unió a la troupe Pender, viajó con ellos a Nueva York, había heredado de su padre el buen gusto en el vestir, le encantaban las mujeres, le encantaba actuar, le encantaba la vida, le encantaban todas las cosas de la vida, se sentía agradecido por todo cuanto había conseguido en la vida, etcétera. Esa vez, por alguna razón que solo Grant conocía, le contó a Hyams cosas que nunca había revelado a ningún periodista. Cuando vio sus palabras en letra impresa, quedó horrorizado.
Una posible teoría sobre la repentina locuacidad de Grant es que las sesiones de LSD le dieron mayor seguridad en sí mismo. De hecho, una de las primeras cosas de las que habló con Hyams fue hasta qué punto la experiencia con la droga le había elevado el ánimo. Hasta entonces siempre había negado haber visitado a un psiquiatra, y más aún ser uno de los primeros en experimentar con el LSD. Según Hyams, Grant confesó de buena gana: «He herido a todas las mujeres que he amado… Fui un completo farsante… un terco aburrido… hasta que un día, después de unas semanas de tratamiento [con LSD], vi la luz… ahora por primera vez en mi vida soy sincera, profunda y verdaderamente feliz». Hyams se quedó atónito y boquiabierto al oír sus declaraciones y se apresuró a pasarlas a máquina.
No obstante, antes de que la serie de artículos de Hyams basados en las entrevistas saliera a la luz, otro periodista, un británico llamado Lionel Crane, publicó un artículo en un periódico londinense que contenía prácticamente las mismas «revelaciones». Hyams se enfureció y quedó perplejo por la coincidencia temporal, sobre todo porque después de realizar las entrevistas Grant le había telefoneado para pedirle, como favor personal, que no publicara sus conversaciones, al menos en ese momento. Hyams, conocido por ser un profesional digno de confianza, aceptó a regañadientes.
Sin embargo, en cuanto apareció el artículo de Crane, Hyams publicó en dos entregas un artículo de difusión nacional en el que citaba todas y cada una de las palabras de Grant sobre su tratamiento psiquiátrico, su consumo de ácido, su actitud con las mujeres y su insatisfacción personal. Ni que decir tiene que el artículo causó sensación y que Grant montó en cólera. Sin pararse a pensar en la situación, negó públicamente haber sido entrevistado por Hyams, una declaración que Louella Parsons reprodujo como si fuera palabra de Dios, sin siquiera telefonear a Hyams para comprobarlo.
El periodista, indignado, desmintió a Grant y Parsons publicando todos los detalles de los hechos que precedieron a la serie de entrevistas, junto con una fotografía en la que aparecía al lado de Grant en la base naval de Florida, tomada durante el rodaje de Operación Pacífico. La refutación de Hyams provocó un mayor interés por la historia y Grant, a través de Stanley Fox, amenazó con demandarle no solo a él, sino también a la agencia de prensa que había distribuido los artículos y a los periódicos que los habían publicado.
Hyams no entendía por qué Grant le atacaba con tal vehemencia, hasta que se enteró de que, poco después de la publicación del artículo de Crane, el actor había vendido la historia «completa y exclusiva» de su tratamiento con LSD a la revista Look por una importante cantidad de dinero; un acuerdo que, debido a las entrevistas, corría el riesgo de anularse. Entonces Hyams se enfureció aún más y demandó a Grant por difamación, exigiendo la friolera de medio millón de dólares por afirmar que se había inventado la entrevista y que nunca se habían visto.
Grant sintió pánico. No quería declarar ante un tribunal, porque sabía muy bien que lo que podía salir a la luz era mucho peor que lo que ya se sabía. A fin de evitarlo, antes de la fecha prevista para su comparecencia ante el abogado de Hyams, Stanley Fox ofreció al periodista un generoso pacto: escribir la «autobiografía» de Grant[276], con acceso completo al actor, venderla por la cantidad que pudiera conseguir y quedarse con todos los beneficios. Era un pacto demasiado bueno para rechazarlo. Grant solo puso una condición: que se publicara una sola vez, como un reportaje, nunca en forma de libro. Hyams aceptó, siempre y cuando Grant accediera a que apareciera la siguiente nota al pie: «Por Cary Grant, tal como se lo contó a Joe Hyams».
Luego ambos pasaron mucho tiempo juntos, grabando unas conversaciones que, en su mayor parte, no diferían de las entrevistas habituales de Grant. Poco a poco Hyams se dio cuenta de que aquello no iba a ser un autoexamen incisivo y revelador, sino un agradable relato de Grant sobre sus recuerdos, más que trillados y en ocasiones adornados: las memorias de «Cary Grant», no de Cary Grant. Aun así, el actor contó su historia de una forma muy amena y proporcionó material de interés suficiente para que la fantasiosa «autobiografía» atrayera al Ladies’ Home Journal, que la compró por la desorbitante cantidad de ciento veinticinco mil dólares.
Cuando Grant se enteró de lo que Hyams había ganado, amenazó furioso con anular el acuerdo. Entonces Fox llamó a Hyams y le aconsejó que le regalara a Grant un Rolls Royce de veintidós mil dólares. Hyams echó cuentas y restas correspondientes y decidió que el veinte por ciento no era una suma excesiva para evitar futuras sanciones legales. Hyams le compró a Grant un coche con la matrícula CG-1.
Ahí debería haber acabado la historia, pero no fue así. Hedda Hopper, que había perseguido durante años a Grant para que le permitiera escribir su biografía, se enfadó tanto porque se la había encargado a Hyams en lugar de a ella, que mandó una carta feroz no a Ladies’ Home Journal, sino a un director de la revista Look, con la que Grant había suscrito el lucrativo pacto. En ella afirmaba que todos en Hollywood sabían que su inminente «autobiografía» no era más que un intento de ocultar la verdad sobre su homosexualidad. Look decidió no publicar la carta de Hopper (que aparece en la biografía que Charles Higham y Roy Moseley escribieron a toda prisa tras la muerte de Grant).
En cambio, la revista decidió seguir adelante y publicar la historia sobre el LSD que tenía pactada, escrita por Laura Bergquist y titulada «The Curious Story Behind the New Cary Grant»[277], en la que el actor hablaba de sus experiencias al descubrir los placeres del LSD. Bergquist dejó claro desde el principio el tono del artículo citando a David Niven, que describía a Grant como ninguno de sus amigos se había atrevido a hacer en público, aludiendo a todas sus manías e incluso, de forma muy indirecta, a su homosexualidad. «Conozco a Cary desde hace veinticinco años —declaró Niven—, y es el amigo más misterioso que tengo. No es un inglés, sino un celta imprevisible. Debe de tener algo de sangre galesa. Se vuelve loco por personas como la difunta condesa Di Frasso, o por ideas como el hipnotismo, y luego lo deja. Tiene profundas depresiones y luego episodios de verdadera euforia, durante los que parece salir despedido al espacio exterior».
En el artículo, Grant afirmaba: «He dejado atrás la tristeza. Por fin estoy cerca de la felicidad. Después de tantos años me he desembarazado de los complejos de culpa y los miedos». A continuación se embarcaba en una reflexión incoherente, durante la cual compartió con Bergquist detalles tan interesantes como su recién descubierta (después de empezar a tomar LSD) capacidad de «pensar» en sí mismo como alguien delgado, sin necesidad de hacer ejercicio ni dieta. Al final del artículo exponía sus puntos de vista sobre la interpretación y hacía una sorprendente declaración: «La interpretación no es lo más importante del mundo… Personalmente, creo que por fin estoy preparado para tener hijos. Me gustaría tener un montón de niños haciendo travesuras alrededor de la mesa del comedor. Creo que mis relaciones con las mujeres también serán distintas. Solía amar a una mujer con verdadera pasión, y nos destruíamos mutuamente. O no la amaba y la consideraba una amiga. Ahora estoy preparado para amar de igual a igual. Si puedo encontrar a una mujer con quien compartir todas mis ideas, energías y emociones, y ella me corresponde, podemos ser felices para siempre». Bergquist apostilló sus palabras con un comentario muy perspicaz: «En Hollywood hay escépticos que se preguntan si el “nuevo” Cary Grant no será el mejor personaje que jamás ha interpretado».
En comparación, la «autobiografía» de Hyams (que tardó dos años en aparecer en el Ladies’ Home Journal) era de lo más insulsa, pues muchas de las tachas más feas de su vida se habían borrado cuidadosamente, como las arrugas en una foto publicitaria, para no mancillar la imagen que su legión de admiradoras tenía de él. No obstante, sirvió como una prueba «objetiva» de muchas de las ideas erróneas sobre la vida de Cary Grant.
Grant no volvió a hablar con Hopper después de la publicación de su carta en la revista Look, ni con Hyams tras la aparición de su biografía autorizada.
Con cincuenta y seis años, Grant prefería mirar hacia el futuro, hacia una nueva vida que, desde su punto de vista, acababa de empezar.