Yo no puedo interpretar a Bing Crosby. Yo soy Cary Grant. Soy yo mismo en ese papel. Lo más difícil es ser uno mismo, sobre todo cuando sabes que lo van a ver inmediatamente trescientos millones de personas[206].
Cary Grant
En febrero de 1945 la Academia anunció que Cary Grant era candidato al Oscar al mejor actor por su interpretación de Ernie Mott en Un corazón en peligro. Era su segunda nominación y su película número cuarenta y seis. Grant creía que no tenía ninguna posibilidad de ganarlo, no solo por la prolongada hostilidad de la Academia hacia él, sino también porque la película había recibido críticas desiguales y no había funcionado demasiado bien, y Hollywood nunca premiaba a actores cuyos filmes perdían dinero. Como no quería brindar a la Academia una nueva oportunidad de desairarle, mantuvo su promesa de no acudir a la ceremonia, con lo que se libró de tener que estar sentado a la mesa durante horas con una sonrisa en los labios, hasta que llegara el momento de aplaudir cuando anunciaran desde el estrado el nombre de otro.
Su intuición no le engañó. Bing Crosby recibió la codiciada estatuilla por su papel del padre Chuck O’Malley en Siguiendo mi camino, de Leo McCarey. La Academia remató el desaire hacia Grant concediendo el Oscar a la mejor actriz secundaria a Ethel Barrymore; el Oscar a la mejor banda sonora original a los compositores C. Bakaleinikoff y Hanns Eisler, y el Oscar al mejor montaje a Roland Gross, como reconocimiento a sus trabajos en Un corazón en peligro.
Durante el resto del año Cary Grant, amargado, declinó todas las ofertas que le llegaron y se sumió en un ciclo posmarital de rechazo al amor perdido, depresión y remordimientos, muy parecido al que había vivido tras divorciarse de Virginia Cherrill. Cuando se enteró de que Hutton se había instalado en el hotel Mark Hopkins de San Francisco, intentó ponerse en contacto con ella, pero, por más que la telefoneó (algunos días hasta en doce ocasiones), ella nunca se puso al aparato. Al ver que aquello no daba resultado Grant le envió flores acompañadas de regalos caros, ninguno de los cuales consiguió que Hutton le llamara, o le enviara siquiera una tarjeta, para darle las gracias. Cuando por fin se puso al teléfono, Hutton se mostró amable pero fría. No obstante, solo con oír su voz Grant creyó que volverían a estar juntos y, presa de una súbita felicidad, anunció a sus amigos que iban a reconciliarse.
No fue así. Aunque Hutton se consideraba amiga de su ex marido («Cómo puede alguien enfadarse con un hombre tan encantador», le dijo a un periodista), estaba convencida de que su matrimonio ya era historia. Para que dicho mensaje entrara en la atractiva cabeza de Grant, utilizó a Louella Parsons como su mensajera particular. Habló en numerosas ocasiones con ella, consciente de que su columna era la forma más segura de enviar misivas a su ex marido. Cuando ya no pudo resistirlo más, Grant viajó a San Francisco y esperó a su ex esposa en el vestíbulo de su hotel hasta que por fin bajó. Hutton se sorprendió al verlo, pero se mostró cordial. Charlaron e incluso tomaron una copa, y ella le dijo una vez más que ambos debían pasar página. Al día siguiente Parsons publicó unas declaraciones de Hutton: «Cary fue el marido a quien más quise, era muy dulce, amable; no funcionó. Pero yo le quería». Grant lo interpretó como una señal esperanzadora.
Poco después Hutton se trasladó a Tánger, donde pensaba pasar el resto de su vida. En cuanto se enteró de su partida, Grant se encerró en su apartamento y, según sus amigos, durante semanas no hizo otra cosa que deambular de habitación en habitación, llorar por las noches y beber hasta que conseguía conciliar el sueño.
Fue el insistente Frank Vincent quien aquella primavera consiguió por fin sacar a Grant de su depresión, y convencerlo de que había llegado el momento de regresar al mundo de los vivos. Por lo pronto, se empeñó en que Grant abandonara su oscuro y deprimente apartamento, y encontró para él un espacioso dúplex de seis habitaciones en el lujoso Beverly Hills, donde vivían muchas estrellas.
Pese al problema de la falta de viviendas, a Vincent no le costó pasar al primer lugar de la larga lista de compradores que querían la casa, pues el propietario era Howard Hughes, quien la había adquirido con la intención de vivir allí con Katharine Hepburn, cuando esta regresó triunfante a Hollywood tras el éxito de Historias de Filadelfia. De hecho, la pareja pasó muy poco tiempo allí; la pintura del interior apenas se había secado cuando Hepburn se enamoró de Spencer Tracy y dejó definitivamente a Hughes. La casa permaneció vacía hasta el verano de 1945, cuando Hughes la puso por fin en venta. Vincent la consiguió enseguida para Grant (con el descuento que Hughes ofrecía a cambio del pago en efectivo).
En otoño de 1946, cuando las colinas de Beverly empezaban a despedirse de las cálidas brisas del verano para recibir las frescas ráfagas de viento que soplaban entre sus laderas, Grant trasladó a su nueva y espaciosa casa el escaso y funcional mobiliario de su pequeño apartamento.
Entretanto Harry Cohn, que quería que Grant cumpliera con su contrato e hiciera la película que tenía pendiente, se impacientaba cada vez más con su hosca y antisocial estrella. También Jack Warner, cuyo estudio había conseguido un gran éxito con Destino: Tokio, estaba interesado en trabajar de nuevo con Grant, cuyo valor comercial se había disparado después de la guerra. Muchas de las grandes estrellas masculinas que habían estado en el frente volvieron con el cansancio de las batallas físicas y emocionales grabado en el rostro.
Clark Gable y James Stewart, dos de los actores más populares, que se alistaron en el ejército como ejemplares físicamente perfectos, regresaron con el rostro endurecido y arrugado, y en el caso de Stewart, con mucho menos pelo en la cabeza. Gable, indiscutiblemente la gran estrella masculina de la década de 1930, sufrió más que la mayoría, empezando por la prematura y horrible muerte de su bellísima esposa, Carole Lombard, al estrellarse el avión en que viajaba con su madre, que también pereció, para promover la venta de bonos de guerra. Gable, que de alguna manera se sentía responsable del accidente, pasó el resto de la contienda de uniforme para expiar su culpa. Como consecuencia, su antigua sonrisa, antaño maliciosa, se convirtió en una mueca coriácea y los mechones canos que vetearon sus sienes acentuaron aún más la distancia entre ese Gable y el pícaro Rhett Butler de antes de la guerra. Las facciones de Stewart también habían adquirido cierta aspereza, ahora sus ojos transmitían angustia. Además de Gable y Stewart, decenas de actores de primera línea como Tyrone Power, Robert Taylor y David Niven, que pasó cuatro largos años en el ejército británico, habían «madurado» de una forma u otra.
Lo cierto era que pocas estrellas masculinas de Hollywood, entre ellas Henry Fonda y Bob Hope, conservaban la apostura de antes de la guerra, y ninguna tenía mejor aspecto que Grant, tanto antes como después de la contienda. A los cuarenta y dos años, podía interpretar sin problemas un personaje diez años menor. Jack Warner opinaba que la perfección física de Cary Grant lo convertía en el último galán de su generación y que todavía podía hacer que una película romántica fuera un gran éxito de taquilla. Por eso decidió tantear a la Columbia sobre la posibilidad de comprar los derechos de la película que Grant todavía debía al estudio. Warner tenía en mente un proyecto concreto para Grant e invitó a comer a Frank Vincent para hablar de él.
Vincent escuchó pacientemente y luego se limitó a decir que daba igual lo que dijera la Columbia; el caso era que Grant no estaba preparado para volver a trabajar y quizá nunca lo estaría. Lo mejor que Warner podía hacer era esperar, afirmó; llegado el momento, quizá podría conseguir al actor sin tener que pactar con la Columbia.
Para Warner aquello no tenía ningún sentido y pensó que debía de ser una especie de estratagema de negociación. La semana siguiente, desoyendo el consejo de Vincent, concertó una reunión con Harry Cohn, y el día antes de que se celebrara telefoneó a Vincent para proponerle que estuviera presente. Para asombro de Warner, Vincent se presentó con Grant, elegantemente vestido, bronceado, sonriente y con la mirada brillante. El actor había dado una sorpresa a Vincent al manifestar su interés por acudir a la reunión cuando este se la mencionó. Le dijo que respetaba a aquellos dos hombres, que habían sido muy buenos con él y que, aunque no tuviera intención de hacer otra película, sentía que debía tener con ellos la deferencia de escuchar sus propuestas.
Grant cambió de opinión en cuanto Warner le habló de la película que quería hacer: una biografía musical de Cole Porter, que pensaba titular Noche y día, con Grant en el papel del gran compositor.
Era una tentación que Grant no podía resistir. Además del sentimiento de obligación moral hacia sus amigos que había manifestado a Vincent, la decisión de acudir a la reunión probablemente significaba que por fin había superado su crisis emocional y que estaba preparado para volver al trabajo. Una película sobre la vida de Cole Porter le pareció ideal para un regreso triunfante a las pantallas.
Y acertó. Las películas biográficas eran muy menudo la obra culminante de la filmografía de un actor. En los diecisiete años de historia que tenía la Academia antes del estreno de Noche y día, habían supuesto el Oscar para una lista impresionante de estrellas; George Arliss lo consiguió por Disraeli (1929), Charles Laughton por La vida privada de Enrique VIII (1933), Paul Muni por La tragedia de Louis Pasteur (1936), Spencer Tracy como el padre Flanagan en Forja de hombres (1938), Gary Cooper por El sargento York (1941), James Cagney como George M. Cohan en Yanqui Dandy (1942) y Jennifer Jones por La canción de Bernadette (1943)[207].
Grant seguía teniendo muy presente el escurridizo Oscar. Debido a la naturaleza tanto del negocio en el que estaba como de la persona que era, y al hecho de que ambos fueran tan determinantes entre sí, una parte de él deseaba desesperadamente conseguir el premio, aunque solo fuera para restregar el dorado trasero de la estatuilla por las narices de los responsables de los estudios, que a su vez estaban empeñados en asegurarse de que nunca tuviera la oportunidad de hacerlo. Con la comedia no lo había conseguido; tampoco con las historias románticas ni con el drama. Quizá, pensó, la biografía era el camino.
La idea de interpretar al extravagante Cole Porter, a quien conocía desde hacía años, aunque no formaba parte de su círculo de amigos íntimos, le resultaba muy atractiva. Cuando Grant trabajaba en Broadway, Porter había sido para él un modelo (cuyas maneras deseaba imitar); por eso le pareció divertido que, cuando la prensa le preguntó al compositor con ojos de búho, bajito y físicamente discapacitado, quién podía representarle en la pantalla, Porter respondió sin vacilar: «¡Cary Grant, por supuesto!»[208].
Durante las negociaciones con Jack Warner, Porter manifestó su preocupación por los «hechos» de su biografía que aparecerían en la película. Solo aceptaría vender los derechos de su historia si el guión no reflejaba ciertos aspectos «comprometedores» de su vida, como su excesiva afición a la bebida, su conocida homosexualidad y su matrimonio de conveniencia y cuenta corriente con Linda Lee Thomas, una mujer divorciada, mayor que él y extremadamente rica. Y, por supuesto, el precio debía ser el adecuado.
Noche y día era un proyecto que Jack Warner acariciaba desde 1943, aunque cuando se le ocurrió la idea de hacer un filme sobre Cole Porter sabía muy poco de su vida. Una noche, poco después de que la película biográfica de la Warner Yanqui Dandy, dirigida por Michael Curtiz, se estrenara con excelentes críticas y una magnífica recaudación, Warner cenó con el compositor Irving Berlin. Durante la conversación salió a colación el nombre de Cole Porter. Berlin habló a Warner del famoso accidente de equitación que había dejado lisiado a Porter. La idea de hacer una película con un protagonista minusválido atrajo a Warner, que seguía buscando un proyecto apropiado para celebrar el vigésimo aniversario de El cantante de jazz, filme realizado por su estudio que había inaugurado la era del cine sonoro.
Antes de Noche y día Warner había producido otra biografía de un compositor, Rapsody in Blue, una película de gran presupuesto y con un reparto plagado de estrellas sobre la vida de George Gershwin. El problema era que su protagonista, Robert Alda, no era aún una estrella consagrada ni tenía la fuerza suficiente para destacar entre sus compañeros. El filme fue un éxito, pero no el taquillazo que Warner quería. Cuando cenó con Berlin, seguía buscando el tema adecuado para conmemorar El cantante de jazz y poco después decidió llevar a la pantalla la vida de Cole Porter.
Warner le pagó a Porter trescientos mil dólares por los derechos de su biografía. Según el acuerdo que firmaron, el compositor debía dar el visto bueno al guión y el reparto, así como elegir las treinta y cinco canciones que finalmente se incluirían en la película. A continuación Warner se puso en contacto con Grant, la única estrella que en su opinión estaba a la altura del personaje. Le ofreció cien mil dólares por adelantado, más un porcentaje de los beneficios. Además, abonó a la Columbia la cantidad correspondiente por la última película que Grant, según su contrato, le debía a los estudios.
Mientras Grant esperaba a que la Warner le enviara el guión aprobado por Porter, se quedó en su nueva casa de Beverly Hills, apenas amueblada, donde dedicaba la mayor parte del tiempo a leer libros de autoayuda, a los que se había aficionado mucho, y solo de vez en cuando se aventuraba a salir, a petición de Howard Hughes.
Hughes, enzarzado en negociaciones para conseguir el control de la siempre deficitaria RKO, necesitó una noche un lugar donde celebrar una reunión secreta con Dore Schary, privacidad que en Hollywood siempre era difícil de asegurar. En la ciudad había numerosos informantes que se enriquecían revelando a los reporteros el paradero y las idas y venidas supuestamente secretas de las estrellas. Por otro lado, los propietarios de los locales que frecuentaban los famosos, como el Trocadero, Ciro’s, Brown Derby y Chasen’s, proporcionaban información con cierta regularidad a cambio de que el nombre del establecimiento se mencionara en las columnas.
El único lugar que Hughes sabía absolutamente impenetrable para la prensa era su antigua vivienda, que entonces pertenecía a Grant. De hecho, Billy Wilder comentó con ironía una vez: «No conozco a nadie, ni a una sola persona, que haya pisado la casa de Cary Grant en los últimos diez años»[209]. Debido a la vida solitaria que llevaba Grant, Hughes escogió su hogar para celebrar sus reuniones más importantes, así como para mantener relaciones sexuales con jóvenes aspirantes a actriz. Hughes, que evitaba cualquier escándalo como si se tratara de una enfermedad contagiosa, sabía que Grant era una de las pocas personas de Hollywood en quienes podía confiar ciegamente. El actor, por su parte, consideraba a Hughes uno de sus mejores y más leales amigos y siempre que este quería usar su anterior residencia se la cedía gustoso, hasta el punto de que no modificó los cuartos de baño que el multimillonario, de metro noventa de estatura, había mandado construir, con unos sanitarios, duchas y bañeras enormes, como tampoco cambió las camas[210].
La noche de la reunión, Schary llegó unos minutos tarde y vio el coche de Hughes aparcado en la entrada. Cuando llamó a la puerta, abrió el mismísimo Grant (el actor había prescindido del servicio y pagaba cien dólares a una cocinera por media jornada; prefería cenar sándwiches de pavo que ella le dejaba preparados a mediodía, antes que una cena de platós elaborados)[211]. Schary, que nunca había estado allí, quedó sorprendido por lo que vio o, mejor dicho, por lo que no vio, en la residencia de la casa de una de las estrellas más ricas de Hollywood. Aparte de unas pocas marinas enmarcadas, en las que destacaba la ausencia de figuras humanas, y un sofá cama sin hacer, con las sábanas apelotonadas, en el salón «no había un papel, un cigarrillo, una flor, una cerilla, una foto, una revista… no había nada más que dos sillas y el sofá. La única señal de vida era Hughes, que salió de una habitación donde, antes de que se cerrara la puerta, entreví a una mujer abrochándose el sujetador»[212].
La mujer que vio Schary era Linda Darnell, una de las muchísimas actrices a las que Hughes perseguía en aquella época. Entre ellas estaba Ingrid Bergman, nacida en Suecia y famosísima desde que había conseguido el Oscar a la mejor actriz en 1944 por Luz de gas. Bergman aceptó una invitación de Hughes para pasar un fin de semana con él en Nueva York, siempre que tuvieran una carabina las veinticuatro horas del día. Todos los actores heterosexuales (y más de una actriz lesbiana) iban detrás de Bergman, pese a que en aquella época estaba casada con el médico sueco Peter Lindstrom, padre de su hija de siete años. A Hughes todo eso le traía sin cuidado. Para él, la fama y la fortuna de Bergman, así como el hecho de que fuera una belleza sueca, hacían irresistible a la alta, altiva y exquisita actriz.
Ante la insistencia de Hughes, Grant aceptó hacer de carabina, siempre y cuando pudiera llevar una compañera de viaje agradable para que la razón de su presencia resultara menos evidente. Así pues, le preguntó a Irene Mayer Selznick si querría acompañarles, y ella aceptó enseguida. Grant y Selznick eran amigos desde que ambos trabajaban en Nueva York, él de actor y ella de productora, y Grant seguía considerándola una de sus mejores confidentes. En aquella época Selznick tenía problemas con su marido, y Grant pensó que el viaje podría hacerle olvidar sus conflictos conyugales durante un par de días. Y acertó: ambos lo pasaron en grande viendo cómo Hughes se daba de bruces intentando cortejar a Bergman. Al menos una noche estuvieron los cuatro juntos en un salón del primer piso del «21», comiendo sándwiches de mantequilla de cacahuete con mermelada (que pidió Grant), regados con un carísimo champán helado[213]. Lo único que Hughes consiguió fue que la lengua se le quedara pastosa.
El lunes, a primera hora de la mañana, Grant y Selznick tomaron un avión con destino a Los Ángeles. Hughes convenció a Bergman de que regresara con él ese mismo día, más tarde. Cuando llegaron al mostrador de facturación con cinco minutos de retraso, Bergman descubrió no solo que los billetes que Hughes aseguraba haber reservado ya estaban vendidos, sino que además no había ni un pasaje en los vuelos con destino a Los Ángeles de aquel día. En aquel momento no lo supo, pero Hughes los había comprado para que tuvieran que volver a casa en su avión privado, que casualmente estaba lleno de combustible y listo para el despegue. «Fue todo muy halagador —dijo más adelante Bergman—, e imagino que algunas mujeres habrían quedado muy impresionadas»[214].
Por desgracia para Hughes, la actriz no estaba entre ellas. A Bergman los intentos de seducción del multimillonario le parecían cómicos (y encontraba a Grant mucho más atractivo, lo que resulta sorprendente). En cuanto llegaron a Los Ángeles, Hughes se despidió de ella, se dirigió a casa de Linda Darnell y se disculpó por su viaje repentino a Nueva York durante el fin de semana a causa de unos «negocios urgentes».
Cuando Jack Warner tuvo el guión de la película sobre Cole Porter, que había encargado a un equipo de guionistas entre los que figuraban Charles Hoffman, Leo Townsend, William Bowers y Jack Moffitt, contrató a Arthur Schwartz, buen amigo de Porter y veterano de Broadway, para que produjera el filme y a Monty Woolley, otro miembro del exclusivo círculo de Porter, como consejero técnico (además, Woolley se interpretó a sí mismo en la película). Como director escogió a Michael Curtiz, una decisión que no hizo feliz a nadie más que a Warner, que tenía contratado al cineasta. Curtiz, sólido director con una larga carrera, tenía un temperamento y unos métodos de trabajo que le hacían muy impopular entre los actores, pese a su impresionante filmografía que incluía Angels with Dirty Faces (1938), por la que fue candidato al Oscar al mejor director; Yanqui Dandy (1942), por la que volvió a ser nominado, y Casablanca (1942), por la que por fin obtuvo la codiciada estatuilla.
La producción de Noche y día empezó en otoño de 1945. Grant, alicaído y todavía presa de la melancolía tras el divorcio de Hutton, no estaba de humor para aguantar el trato cuartelario de Curtiz. Director y actor chocaron inmediatamente y se enzarzaron en pleno plató en una pelea que fue la comidilla de Hollywood.
Sin embargo, el verdadero problema de Grant no era Curtiz, sino el creciente temor de haber escogido de nuevo un proyecto que, más que impulsarlo hacia delante, le haría girar sobre sí mismo.
El estreno mundial de Noche y día tuvo lugar el 2 de julio de 1946 en el Radio City Music Hall. Pese a los comentarios en general tibios de críticos escépticos, que conocían demasiado bien la realidad para ver en aquella versión de la vida de Cole Porter algo más que una fantasía hollywoodiense, a todo el mundo le encantó la actuación de Grant, e incluso su afectada interpretación de la memorable «You’re the Top». Cuando le preguntaban a Porter qué le había parecido la película, siempre aseguraba que le había gustado mucho, pero a continuación aclaraba que no había una palabra de verdad en ella.
Al público no pareció importarle la enorme dosis de fantasía que contenía la película, y para sorpresa de Grant y satisfacción de Warner fue el éxito del verano. Recaudó más de catorce millones de dólares, que justificaban de sobras la enorme cantidad de dinero que Warner había invertido en ella. Desde luego, no había reparado en gastos; la película se rodó en un precioso tecnicolor (la primera producción en color de Grant), y la incandescencia que irradiaba la cara del actor fascinó a los espectadores, que en su mayoría solo habían visto a su ídolo en blanco y negro[215].
Tras demostrar una vez más su alquímica habilidad para transformar en oro las cintas de celuloide, Grant decidió dejar el cine después de aquel do de pecho, y esa vez para siempre.