La estrategia de Cukor consistió en mantener a Cary Grant cerca de su verdadero yo: encantador pero exasperante, un chiquillo sin corazón[173].
Patrick McGilligan
Cuando Luna nueva se estrenó el 18 de enero de 1940, con excelentes críticas y un enorme éxito de público, Grant había desaparecido de la rutilante vida nocturna de Hollywood. Después de su agria ruptura con Scott, volvía a vivir como un ermitaño: pasaba la mayor parte del tiempo solo en la playa, y apenas pisaba la casa que había alquilado en Beverly Hills[174]. Únicamente salía a comer, casi siempre solo, en el Chasen’s, sentado en la banqueta roja del fondo del local; en el hotel Beverly Hills, y alguna que otra vez en el Brown Derby, donde dejó de ir a causa de los implacables coleccionistas de autógrafos. Le parecía que todo el mundo quería el suyo, aunque fuera garabateado en una servilleta húmeda, y empezaba a hartarse. Incluso se quejó ante Louella Parsons de lo que denominó una «costumbre absurda». La periodista, con quien se había reconciliado y que seguía escribiendo sobre él, aunque de un modo menos sensacionalista, advirtió en una columna a sus lectores que, si tenían la suerte de ver a Cary Grant, no se les ocurriera pedirle un autógrafo.
Pocos meses después Grant aceptó trabajar en la continuación largamente pospuesta de La pícara puritana, coprotagonizada por Irene Dunne y dirigida por Leo McCarey. Mi mujer favorita se convirtió en una de las producciones más esperadas de aquel año, hasta que McCarey se emborrachó y destrozó su coche en un choque en Sunset Boulevard en el que estuvo a punto de morir y que llevó a la RKO a plantearse la cancelación del proyecto. McCarey se recuperó lo suficiente para supervisar la producción, con Garson Kanin como director.
En Mi mujer favorita Nick (Cary Grant), cuya esposa, Ellen (Dunne), ha desaparecido en un naufragio, espera los siete años preceptivos antes de solicitar en un tribunal que la declaren legalmente muerta para poder casarse con la nueva mujer de su vida, Bianca (Gail Patrick). Nick quiere a Bianca, pero no con la misma pasión que sentía por Ellen, y cree que será una madre excelente para sus dos hijos, de corta edad. En cuanto Nick contrae segundas nupcias, Ellen es rescatada milagrosamente de la isla desierta donde ha estado viviendo y reaparece, para descubrir que la han declarado oficialmente muerta y que Nick tiene una nueva esposa. Para complicar más las cosas, Nick se entera de que Ellen ha estado en esa isla desierta con un compañero muy varonil (interpretado nada menos que por Randolph Scott). Los problemas se resuelven en el último rollo de película para satisfacción de todos, tras algunas situaciones realmente divertidas. La tensión en la vida real y la química entre Grant y Scott se traducen en vitalidad. Mientras compiten por el amor de Irene Dunne, se acicalan, se pavonean delante del otro, exhiben sus cuerpos y por último se alejan juntos hacia el crepúsculo.
En aquel momento Grant era sin la menor duda la estrella masculina más importante de Hollywood, mientras que Scott seguía siendo un actor de serie B. Todo el mundo pensó que Grant había hecho un favor a Scott al conseguirle un papel en la película. En realidad lo hizo simplemente porque le echaba de menos y deseaba verlo. Es sabido que durante el rodaje pasaron varias noches juntos en la casa de la playa.
Entre sus amigos se rumoreaba que quizá reanudarían su relación, pero Grant no tenía eso en mente. Su soledad no se vio mitigada por aquel reencuentro con Scott, que una vez más dejó la casa de la playa para siempre en cuanto terminó el rodaje. Cary Grant buscaba algo más, algo mejor, algo que lo situara en la parte delantera del tranvía.
«Delante hay mucho espacio»[175], respondía Grant en aquella época cuando le preguntaban cómo iba todo. A veces añadía: «Pasen a la parte delantera del vehículo», una frase que desconcertaba a la mayoría. El vehículo al que se refería era un tranvía, como los que recorrían Sunset y Santa Monica Boulevard de Hollywood. En ellos encontró la metáfora ideal para expresar lo duro que le resultaba rodar una película tras otra cuando no había nadie en casa esperándolo por las noches. Los tranvías seguían una ruta circular; en ese sentido eran como los tiovivos. «Solo hay espacio para un tranvía en los raíles y demasiados pasajeros. En el momento en que arranca, el conductor empieza a decir: “¡Pasen delante! ¡Hay mucho espacio delante!”. En la siguiente parada, mientras una multitud se pelea para subir, un puñado de actores heridos, vapuleados y desaliñados se apea entre empellones y aterriza con un ruido sordo en un socavón del asfalto de la calle del Olvido!»
Claramente Cary Grant estaba dispuesto a hacer algunos cambios en su vida privada, aunque no tenía ni idea de lo que quería ni de lo que debía hacer para saberlo.
Finalmente no tuvo necesidad de hacerlo; el cambio llegó a él. Todo empezó en la primavera de 1940, cuando —sin saber de dónde, o así se pensó en aquel momento— Barbara Hutton apareció en Beverly Hills y enseguida buscó la compañía de Cary Grant.
Hutton se había ganado una peculiar reputación como miembro de la llamada beautiful people, a la que a todo el mundo le gustaba odiar. Nacida en 1912, estaba acostumbrada a ver su nombre y sus fotos en los periódicos desde los cinco años, cuando su madre se suicidó y la pequeña Hutton se convirtió en heredera de un tercio de las posesiones de su abuelo, Frank Woolworth, cuyo valor se estimaba en unos cien millones de dólares. Su padre se ocupó personalmente de la herencia de su hija, que aumentó otros cincuenta millones; luego previo el desplome bursátil de Wall Street y se retiró del mercado semanas antes de que Estados Unidos se sumiera en la Gran Depresión.
A partir de ese momento los Hutton se convirtieron en la personificación de la codicia y el egoísmo. Eso fue antes de que Barbara, una joven rubia de veinte años, ojos azules, metro sesenta de estatura y apenas cuarenta kilos de peso, conociera al príncipe Alexis Mdivani, un cazafortunas vilipendiado por todo el mundo, a quien, según se creía en aquel entonces, pagó dos millones de dólares para que se casara con ella. Al cabo de tres años se cansó de él y le pagó otro millón y medio para que aceptara el divorcio, de modo que ella pudiera contraer matrimonio con el conde danés Haugwitz-Reventlow, de quien se decía que cobró un millón y medio de dólares por «concederle su mano». Para cumplir con la legislación danesa sobre transmisión de títulos nobiliarios, Hutton tuvo que renunciar a la nacionalidad estadounidense, lo que hizo sin dudar.
El segundo matrimonio de Hutton duró algo menos de un año, justo lo suficiente para que tuviera un hijo, después de lo cual se separó legalmente del conde. Entonces se estableció en Londres, donde planeaba criar al pequeño Lance Reventlow, hasta que la entrada de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial la impelió a buscar la seguridad de Estados Unidos.
Barbara compró una casa en San Francisco y, por consejo de su amiga la condesa Dorothy di Frasso, contrató una empresa de relaciones públicas para mejorar su imagen. Hizo cuantiosas donaciones a varias organizaciones benéficas, entre ellas una de cien mil dólares a la Cruz Roja, acompañada de un gran aparato publicitario.
En 1940, visitó a su amiga Di Frasso, que vivía en Beverly Hills, y la condesa ofreció en su casa una espléndida cena en su honor, a la que acudieron numerosas celebridades. Uno de los invitados que Hutton pidió que asistieran fue aquel atractivo actor que había conocido el año anterior en su viaje a América a bordo del Normandie.
No es difícil comprender por qué Hutton se sintió atraída por Grant. Menos evidente, pero no menos fascinante, es por qué él se mostró tan receptivo frente a una persecución tan clara (y pública) por parte de ella. Los aficionados al cine le adoraban, pero él se sentía atrapado en aquel tranvía. A sus treinta y seis años ya había vivido dos «divorcios», contando la ruptura con Scott, con el que había mantenido una relación que en muchos sentidos fue más un matrimonio que el que tuvo con Cherrill. Bajo su frialdad emocional se agitaba el anhelo de tener una relación seria y duradera. Como temía tanto que le hirieran, guardaba una prudente distancia con todo aquel por quien sentía algo; su personaje cinematográfico que no iba tras de nadie era el reflejo del modo en que en su vida privada mantenía su intimidad fuera del alcance de los demás. A sus enamoramientos no consumados se sumaba su concepción poco realista del amor. Tras su desastroso matrimonio con Cherrill, las únicas mujeres con las que podía mantener relaciones serias y duraderas eran aquellas lo bastante ricas para que tuviera la certeza de que no iban detrás del cash and Cary («dinero y Cary»)[176], o aquellas por las que no se sentía sexualmente atraído, como Phyllis Brooks, Jean Rogers, Katharine Hepburn y Rosalind Russell. En ese sentido, Barbara Hutton era la pareja perfecta.
Había todo eso y algo más. La relación de Grant con Scott se había caracterizado siempre por una extrema rivalidad, tan intensa como la que existe entre hermanos. En muchos sentidos, Scott era para él la encarnación del hermano mayor que le fue negado por la temprana muerte de John William Elias Leach. Grant era con mucho una estrella más importante que Scott. También era más atractivo y estaba en mejor forma. Además había conseguido quedarse con la casa que ambos querían. Scott, por otro lado, tenía más dinero y una esposa rica. Grant sabía que si se casaba con Barbara Hutton, heredera del imperio Woolworth, superaría a su antiguo amante y sustituto de su hermano en ambos aspectos.
Cuando Hutton apareció, Grant empezó a salir con ella, pero insistió en que la agencia de relaciones públicas que ella había contratado no informara de su relación. No quería ver sus nombres juntos en la prensa. Si a ella le interesaba la publicidad, le dijo Grant, más valía que se buscara a otro. Tampoco le interesaban los exclusivos círculos sociales en los que ella se movía.
A Grant le preocupaba algo más que el miedo a que Hutton lo explotara cuando insistió en mantener su relación en secreto. Lo último que deseaba era enfrentarse a la siempre temperamental Brooks a causa de la presencia de otra mujer en su vida. Consideraba que no había por qué herirla ni entrar en una serie de confrontaciones innecesarias con ella. No tenía tiempo para eso, ni casi para nada más, puesto que tenía en perspectiva varias películas.
Pese a que en cierto sentido le aburría hacerlas, le servían de válvula de escape emocional; además, temía que si estaba demasiado tiempo sin trabajar el gobierno no le autorizaría a permanecer en el país, pues al fin y al cabo lo que tenía era en realidad un mero permiso de trabajo. Grant había accedido a la petición de que interviniera en películas patrióticas, fuera lo que fuera eso, y no podría cumplir tal encargo si estaba en una playa en México. De hecho, debido a las limitaciones de su permiso de residencia, ni siquiera podía viajar a México, y tampoco a Dover, Roma, Barcelona o la Riviera francesa. Al parecer la guerra había llegado a todas partes, menos a Norteamérica. En todo el mundo, hombres de su edad vivían con el temor a que les descerrajaran un tiro entre los ojos, mientras que su mayor preocupación era entrar en el reparto del último proyecto de Hepburn, la versión cinematográfica de la obra con la que la actriz había arrasado en Broadway: Historias de Filadelfia.
En la primavera de 1940 Grant, siguiendo el consejo de Cohn, y porque le pareció lo bastante «patriótica», aceptó un papel en The Howards of Virginia, una producción de la Columbia, dirigida por Frank Lloyd. Cohn creía que ampliaría el abanico de personajes que Grant podía interpretar, pero resultó ser uno de los filmes con menos éxito de la carrera del actor. Era un proyecto impulsado por Cohn, que compró la novela original en la que estaba basada: The Tree of Liberty, un drama rural sobre la guerra de la Independencia de Elizabeth Page. Escogió a Frank Lloyd, que había ganado un Oscar por Rebelión a bordo, para que la produjera y dirigiera.
El rodaje tuvo lugar en su mayor parte en la recién restaurada «colonia» de Williamsburg, en Virginia (comprada por John D. Rockefeller, que se la cedió gratuitamente a Cohn con la intención de promover el turismo). Cary Grant, que luce en la película una cola de caballo, interpreta un papel inadecuado para él, el de Matt Howard, agrimensor y amigo de Thomas Jefferson, que trabaja para Fleetwood Peyton (sir Cedric Hardwicke) y se enamora de su hija Jane (Martha Scott). Animado por Jefferson, Howard entra en política, y, cuando la guerra de la Independencia amenaza con estallar, se pone del lado de los colonos y se enrola en el ejército, pese que Jean le suplica que no se deje matar. Le siguen sus dos hijos, uno de los cuales estaba enemistado con él. Se reconcilian en el fragor de la batalla y vuelven a casa, a los brazos de una madre y esposa que les espera con lágrimas en los ojos.
The Howards of Virginia destaca por ser la primera película en la que Grant aparece como un hombre mayor. Las sienes canosas y los hijos crecidos eran elementos que resultaban incongruentes en el todavía joven actor, al igual que los trajes de ante y los mosquetes. Grant improvisó en la película, mientras esperaba que comenzara la producción de Historias de Filadelfia.
A nadie, excepto a Cohn, sorprendió la escasa recaudación de The Howards of Virginia, que supuso el final de una serie ininterrumpida de éxitos comerciales de Grant. Nadie quería verle con el pelo cano e hijos mayores. A diferencia de su otra película bélica, Gunga Din, en la que él, Fairbanks y McLaglen eran «niños», este filme carecía de humor e ironía, así como de la sofisticación urbana que era la marca registrada de Grant.
Barbara Hutton había pensado irse a vivir a Hawai con su hijo Lance mientras hubiera guerra, pero cuando su relación con Grant adquirió tintes más serios, decidió alquilar una casa en Beverly Hills, mientras él trabajaba en la largamente esperada producción de Historias de Filadelfia.
La versión teatral de la obra de Philip Barry, escrita especialmente para Katharine Hepburn, había obtenido un gran éxito en Broadway, pero Howard Hughes tuvo problemas para vender los derechos de la adaptación cinematográfica en Hollywood, donde Hepburn (una verdadera estrella en Broadway, tras recibir el premio de la Agrupación de Críticos de Teatro de Nueva York por su interpretación) seguía considerándose un tanto indigesta. En aquel espléndido espectáculo, estrenado en Nueva York en la primavera de 1939, actuaron Joseph Cotten en el papel de C.K. Dexter Haven, ex marido de Tracy Lord (Katharine Hepburn); Van Heflin como Macaulay Connor, el sarcástico cronista de sociedad —Heflin sostenía, como casi todos los miembros del reparto original, que Barry había escrito el papel pensando en él (en el caso de Hepburn era cierto; en el de Heflin, no—, y Shirley Booth. El elenco, que era perfecto para el público de Nueva York, no contribuyó sin embargo a mejorar las perspectivas del proyecto cinematográfico. Selznick dijo que lo quería, pero si la protagonista era Bette Davis. La MGM, lo quería para Joan Crawford. La única oferta decente que Hughes consiguió fue de la Warner Bros, que estaba dispuesta a pagarle doscientos veinticinco mil dólares si su estrella Ann Sheridan encabezaba el reparto. Lo cierto es que todos los estudios estaban interesados, pero ninguno quería a Hepburn, quien por su parte se negaba a que Hughes vendiera los derechos sin contar con ella. Cuando el cineasta independiente Samuel Goldwyn, quien según su biógrafo Scott Berg estaba «entusiasmado por el material»[177], propuso dar el papel protagonista a Gary Cooper y encargar la realización a William Wyler, Hepburn dijo que no. Quería que George Cukor, y solo George Cukor, la dirigiera en aquella película.
Al final fue la MGM de Louis B. Mayer la que puso sobre la mesa una oferta que la actriz consideró aceptable: ciento setenta y cinco mil dólares por los derechos y setenta y cinco mil para que ella interpretara el papel de Tracy Lord con el que había triunfado en Broadway. El estudio pensó en Clark Gable, Spencer Tracy (a quien ella aún no conocía) e incluso Robert Taylor para el protagonista masculino, mientras Mayer quería que Jimmy Stewart estuviera en el reparto.
La MGM se topó con el primer muro cuando Gable, Tracy y Taylor rechazaron el papel. Todos ellos tenían muy buena acogida en las taquillas y no querían arriesgarse a trabajar con Hepburn, «el veneno de las taquillas». Además, a ninguno le gustó especialmente el guión. Gable en concreto consideró que había demasiados diálogos, y Tracy estaba más interesado en interpretar al doctor Jekyill y mister Hyde en la inminente producción de Víctor Fleming del clásico de Robert Louis Stevenson.
Entonces Mayer se lo ofreció a Cary Grant, y Hepburn dio un brinco. (Grant aceptó hacer la película para Mayer si su nombre aparecía en los carteles encima del de Hepburn y le incrementaba su salario a ciento treinta y siete mil dólares, el doble de lo que cobraría la actriz). Ella tenía muchas ganas de volver a trabajar con él, no porque sus previas interpretaciones juntos hubieran ido tan bien, sino porque él era sin lugar a dudas el actor de moda en Hollywood. Mayer le dijo que, puesto que él le daba a Grant, ella tendría que aceptar también a Stewart, lo que a Hepburn le pareció bien. Lo más importante para ella, y lo que la llevó a sellar el acuerdo, fue que Mayer accediera a que Cukor fuera el director. Cuando Goldwyn se enteró de la noticia, se llevó un disgusto y envió el siguiente telegrama a Hepburn, que continuaba representando la obra en el teatro Shubert de Nueva York: «Estoy descorazonado y espero que lo que he oído no sea cierto»[178].
A Gary Cooper le molestó que dieran a Grant el papel que le habían ofrecido y declaró públicamente que Grant era demasiado apuesto para interpretar a Dexter, que nadie se creería que Hepburn fuera capaz de apartarle de su vida. Por otro lado, añadió Cooper, él habría sido perfecto para el papel.
Con el reparto decidido, Hepburn dio por terminadas las representaciones de la obra en mayo de 1940, y en julio empezó la producción de la película en Hollywood. En el primer día de rodaje, las columnas de cotilleos informaron del cuantioso salario de Grant, que se apresuró a anunciar que donaría su sueldo íntegro al Fondo de Ayuda a las Víctimas de la Guerra en Gran Bretaña, un gesto por el que fue muy aplaudido[179].
Desde el famoso prólogo sin diálogo, en el que Tracy rompe el palo de golf de Dexter con la rodilla cuando él la abandona en el umbral de la casa, y él se venga poniéndole una mano en la cara y empujándola hacia atrás, Historias de Filadelfia es sencillamente una de las mejores comedias sonoras que Hollywood ha producido jamás. Se estrenó en diciembre de 1940 y batió récords de recaudación allí donde se programó, incluido el Radio City Music Hall, donde arrebató a Blancanieves y los siete enanitos, de Walt Disney (1937), el puesto de película más taquillera[180].
En muchos sentidos, Historias de Filadelfia es el último gran filme de la década de 1930. Con una notable agudeza verbal y rasgos tanto de comedia burlesca como costumbrista y melodrama, representa nada menos que los últimos días de inocencia de un Estados Unidos que pasó a la historia en la madrugada del 7 de diciembre de 1941, con el ataque japonés a Pearl Harbour. Muestra a una acaudalada familia tan absorta en sí misma y aislada del mundo exterior que lo único que empaña su realidad es el vaho que se forma en las copas de champán helado. Desde todos los puntos de vista la casa de los Lord existe en un lugar donde el tiempo y el espacio sirven únicamente para prolongar las situaciones cómicas y conducir a la felicidad por siempre jamás. Como Grant comentó a un periodista a propósito de lo que para él eran los irresistibles encantos de la película: «Cuando voy al cine, quiero olvidarme de los platos sucios que hay en el fregadero y de lo que tengo en la cabeza. Quiero olvidar mis problemas, salir de mí mismo. Quiero reírme un poco»[181].
Todos los miembros del reparto de Historias de Filadelfia ofrecieron lo que los críticos consideraron la mejor interpretación de sus respectivas carreras. Bosley Crowther, del The New York Times, escribió: «Tiene casi todo lo que una comedia de primera categoría ha de tener: un ingenioso guión creado por Donald Ogden Stewart a partir de la exitosa obra de Philip Barry, la elegancia de la alta sociedad, con la que el público inevitablemente se deleita, y un espléndido elenco».
Llegaría a ser la segunda película más taquillera del año, por detrás de El sargento York, protagonizada por Gary Cooper. Esta producción de la Warner Bros, dirigida por Howard Hawks y ambientada en la Primera Guerra Mundial, es una visión hagiográfica del joven estadounidense que, como un gigante que despierta de su sueño, se convierte en un héroe de la guerra (venidera).
En noviembre Grant volvió con Harry Cohn y la Columbia para iniciar su tercera película de 1941, Serenata nostálgica, un melodrama dirigido por George Stevens, el responsable de Gunga Din.
Lo que a Grant le interesó de ese proyecto fue la oportunidad de trabajar de nuevo con Irene Dunne, su pareja cinematográfica favorita, en un drama, en lugar de otra comedia de enredo. Poco después de empezar el rodaje le contó a un reportero: «Irene y yo nos sentamos aquí cada día y durante media hora nos preocupamos por la gente que se ríe ya imaginando otro disparatado enredo conyugal. Oh, claro que tendrán la oportunidad de reír, pero la película se centra en un drama humano. No hay otro hombre ni otra mujer. Estamos casados y el argumento gira en torno a las dificultades y tribulaciones de dos personas corrientes y las cosas que pueden sucederle a cualquier pareja»[182].
El título Serenata nostálgica se refiere a los discos que escucha Julie Gardiner Adams (Dunne) mientras se prepara para separarse de su marido, Roger Adams (Grant). Una serie de flashbacks describen las circunstancias del noviazgo. Adams es un periodista que conoce y corteja a Gardiner, dependienta de una tienda de discos. Se enamoran, se casan y se trasladan a Japón, donde Roger tiene un puesto de corresponsal. Julie queda embarazada, pero a consecuencia de un terremoto sufre un aborto. Cuando le comunican que no podrán tener hijos, ambos deciden adoptar una niña. La pareja pasa por seis años de estrecheces, y justo cuando parecen conseguir la estabilidad económica su hija adoptiva fallece. El matrimonio está a punto de romperse, pero se salva en el momento en que la pareja decide adoptar otro hijo.
Grant se dejó dirigir por Stevens en un papel que era capaz de interpretar con los ojos cerrados y las manos atadas a la espalda, hasta que el 25 de enero de 1941 recibió en el plató la noticia de que cinco miembros de su familia paterna —sus tíos (John Henry Leach y su esposa), la hija de ambos, el yerno y un nieto de corta edad— habían muerto bajo las bombas alemanas que cayeron directamente sobre Bristol[183]. La noticia le perturbó y le provocó un amargo sentimiento de culpa y remordimientos por haber eludido volver a Gran Bretaña y alistarse en el ejército para luchar contra los alemanes. Sin embargo, no hizo ningún comentario público sobre la tragedia ni permitió que se interrumpiera el rodaje. El dolor que sentía por la pérdida de sus familiares dio al personaje de Roger Adams una gran autenticidad, en una interpretación sorprendentemente distinta de las que Grant había hecho hasta entonces y de las que haría después.
Durante los últimos días de rodaje se anunciaron las nominaciones de la Academia para las mejores películas, directores, técnicos e intérpretes de 1940. Como era de esperar, Hepburn era candidata en la categoría de mejor actriz por su papel de Tracy Lord en Historias de Filadelfia. La sorpresa llegó con las nominaciones al mejor actor: James Stewart consiguió una por su papel de Macaulay Connor, pero la Academia excluyó una vez más a Grant. Por ello, el actor decidió no asistir a la ceremonia. Stewart sí acudió y ganó el Oscar, al igual que Donald Ogden Stewart por su adaptación de la obra de Barry[184].
Serenata nostálgica se estrenó el 24 de abril de 1941. Las críticas fueron buenas y muchas destacaron especialmente la interpretación de Grant. Otis Ferguson, escribió en The New Republic: «Cary Grant está perfecto, en algún momento incluso sorprendente, pues no solo ofrece ese sentido ágil del ritmo y la pizca de malicia que hay en él, sino también fe y pasión, un personaje compacto, cuando este hubiera podido fácilmente disgregarse en las partes que lo componen: el tipo demasiado bueno, el tonto, etcétera».
A Grant le satisfizo mucho la reacción de la crítica a su interpretación, pero en aquel momento pensaba en el primer proyecto que realmente le ilusionaba desde La pícara puritana. Por fin su agenda y la de Alfred Hitchcock coincidían, y Grant aceptó con muchas ganas participar en Sospecha, la cuarta película estadounidense del director[185].
Estaba especialmente fascinado con el papel de Johnnie Aysgarth, un papel muy distinto del romántico conquistador que solía interpretar.
El papel de un asesino.