Solo un actor era lo bastante ágil para volar junto a la joven Katharine Hepburn, y ese era Cary Grant. En sus mejores comedias, La fiera de mi niña, Vivir para gozar e Historias de Filadelfia, está la perfecta efervescencia de dos de los mejores actores de la pantalla ofreciendo a la comedia todo cuanto tenían, entre otras cosas, una genuina inteligencia acrobática[153].
Verlyn Klinkenborg
Cary Grant empezó el año 1938 con una casa feliz y llena de gente: Randolph Scott, tras acabar su última película, volvía a estar en la playa, y la Brooks llegó después de finalizar un rodaje. Además, sus ahorros por primera vez llegaban al millón de dólares. Pese al fracaso de La fiera de mi niña, se había convertido en asiduo de los locales frecuentados por la gente del espectáculo que le gustaban. Se le podía ver disfrutando de una larga comida en el pub favorito del contingente británico de Hollywood, el Cock and Bull de Sunset; cenando en el Brown Derby de Vine o en el venerable Musso’s and Frank’s de Hollywood Boulevard, o bailando con la Brooks al son de la música de la orquesta en el Trocadero hasta bien entrada la noche.
Su creciente presencia pública le hizo más accesible a la prensa. Cuando los periodistas le preguntaban por su fama y fortuna, al principio al menos intentó mostrar cierta modestia y discreción, y siempre recordaba a quien quisiera saberlo que no tenía la impresión de haberse alejado tanto de «la brutal frontera de la pobreza» y que era consciente de la naturaleza efímera de la fama y la fortuna. Lo que intentaba disimular, sin demasiado éxito, era su idea un tanto paranoica de que el gobierno quería robarle prácticamente todo el dinero que con tanto esfuerzo había ganado. Era algo que le molestaba, pero trataba de restarle importancia adoptando la actitud campechana de «el dinero no lo es todo».
«Desde luego —le dijo a un periodista de la revista Liberty—, el gobierno se queda con ochenta y un centavos de cada dólar que gano. Pero soy uno de esos tipos afortunados que ganan muchos dólares, todos con una marca que indica diecinueve centavos para Grant. ¡No está mal! La gente dice: “¡Oh, pobre fulanito, que tiene que trabajar de figurante!”. Lo que no dicen, o quizá no recuerdan, es que fulanito estuvo en la cumbre durante una época. Se divirtió muchísmo más que cualquier persona corriente en toda su vida y, desde luego, si es humano, guardará buenos recuerdos, momentos divertidos con los que podrá volver a reírse”[154].
En realidad, el dinero no era cosa de risa para Grant. Había personas en quienes confiaba para ganarlo y otras a las que recurría para conservarlo. Frank Vincent, su agente, era el responsable de negociar los contratos, pero Grant no quería que abarcara demasiado, lo que le impediría concentrarse en esa función primordial. Desde luego, no se fiaba de ninguna de las mujeres con las que salía. Desde que se había divorciado de Virginia Cherrill lo último que deseaba era que alguien supiera cuánto dinero tenía.
Grant desconfiaba incluso de Hughes, pero por otros motivos. Pensaba que no le conocía lo bastante bien para seguir sus consejos sobre cómo invertir, aunque Hughes hubiera estado dispuesto a dárselos, cosa que jamás hizo. En esa partida de póquer Hughes jamás ponía las cartas boca arriba, aún menos que Grant, una actitud que este admiraba, pero que también le disuadía de buscar en él consejo financiero. Grant sabía que Hughes perdía a menudo enormes cantidades de dinero en los proyectos en los que invertía.
Quedaba Randolph Scott, cuya experiencia en los que muchos consideraban planes descabellados (inversiones en uranio, por ejemplo) le había enriquecido más que nunca. Animaba a Grant a sacar partido de su dinero, a hacerlo crecer, no a través de un medio lento como los intereses que ofrecían los bancos (además, ¿quién podía confiar en los bancos en aquellos tiempos inciertos?), sino mediante bonos y valores, con los que podían obtenerse más beneficios y más rápidamente. A Scott le gustaban sobre todo las inversiones en el extranjero, a las que los recaudadores de impuestos del gobierno estadounidense no llegaban. A Grant la idea le pareció sensata y, guiado por Scott, invirtió casi medio millón de dólares en unos bonos emitidos en Filipinas, creyendo que al cabo de un año habría doblado su dinero.
Fue una inversión que daría muchos quebraderos de cabeza tanto a Grant como a Scott y que aceleraría su anunciada ruptura.
Aquel febrero, Grant volvió a la Columbia para protagonizar una película en la que se reunió de nuevo con George Cukor y Katharine Hepburn, con quienes había trabajado en La gran aventura de Silvia. Cohn estaba impaciente por que Grant regresara a las pantallas con otra comedia, pero con Irene Dunne como compañera. Imaginaba a la irresistible pareja de La pícara puritana en una nueva versión cinematográfica de Vivir para gozar, de Philip Barry, que había triunfado en Broadway en 1928 y que el estudio ya había llevado al cine en 1930, con Ann Harding, Robert Ames y Mary Astor como protagonistas.
Después de La gran aventura de Silvia, Cukor había dirigido Margarita Gautier para la MGM, protagonizada por la ya legendaria Greta Garbo, el joven y apuesto Robert Young y el venerable icono de la pantalla Lionel Barrymore. Margarita Gautier confirmó la reputación de Cukor como «director de mujeres», no solo porque sabía manejar a las difíciles estrellas de cine, sino también por el enorme atractivo que sus películas solían tener para el público femenino. Seguía contratado por Selznick International Pictures (SIP), esperando dirigir la largamente aplazada versión cinematográfica de la famosa novela Lo que el viento se llevó. En los dos años transcurridos desde que había dirigido Margarita Gautier, Cukor había rechazado varios encargos de la SIP, entre ellos la versión de 1937 de Ha nacido una estrella, protagonizada por Fredric March y Janet Gaynor, que consiguió un Oscar al mejor guión para William Wellman y Robert Carson, y nominaciones para Selznick (mejor película), William Wellman (mejor director) y March y Gaynor. La otra gran producción que Cukor rechazó fue Las aventuras de Tom Sawyer, que realizó Norman Taurog en 1938 (de hecho, Cukor dirigió algunas escenas, sin que su nombre apareciera en los títulos de crédito, como un favor personal hacia Selznick, que no quedó satisfecho con el trabajo de Taurog).
A principios de 1938, cuando Cohn planteó a Selznick la posibilidad de que le cediera a Cukor, Selznick aceptó enseguida. La SIP había pagado a Cukor ciento cincuenta y cinco mil dólares, por sus servicios solo durante el mes de enero, a cuenta de los trabajos preliminares de investigación y búsqueda de localizaciones en el sur del país para Lo que el viento se llevó. Por eso Selznick, que siempre andaba escaso de dinero, accedió a cedérselo a Cohn por diez mil dólares a la semana, que debían dividirse a partes iguales, según los términos del contrato de Cukor, entre este y la SIP.
Cohn estaba encantado de haber conseguido a Cukor, pero su alegría se esfumó cuando este se negó en redondo a hacer otra película con Grant y Dunne, con el argumento de que le parecía una secuela de La pícara puritana, de Leo McCarey, algo que en su opinión estaba por debajo de su categoría. Insistió en trabajar con Hepburn y aseguró que no dirigiría a ninguna otra actriz.
Cukor tenía sus motivos para querer a Hepburn. Por un lado, era su primera opción para el papel de Scarlett O’Hara, aunque le estaba costando persuadir de ello a Selznick, que consideraba que su físico, su talento y, quizá más importante aún, su tirón en taquilla no la hacían merecedora del papel cinematográfico más codiciado del mundo. Hepburn se ofreció a cobrar un salario relativamente modesto de ochenta mil dólares por el papel, pero Selznick seguía sin verlo claro. Sin embargo, para dar satisfacción a todas las apuestas, le ofreció la opción de cobrar mil quinientos dólares semanales a cambio de su colaboración en la película. Eso convenció a Hepburn de que iban a darle el papel, motivo por el cual retrasó la producción teatral de Historias de Filadelfia, un proyecto que había encargado a Philip Barry, autor precisamente de la versión teatral de Vivir para gozar, gracias al dinero de Hughes[155].
En cuanto Cohn se enteró de que Hepburn estaba entre las candidatas al papel de Scarlett, cambió de opinión y permitió a Cukor incluirla en el reparto. Firmó con ella lo que creyó era un pago en efectivo para Selznick, sin saber que Hepburn ya estaba en posición de comprar su libertad fuera de la SIP. Si hubiera jugado mejor sus cartas, Cohn probablemente habría conseguido a Hepburn gratis. Sin embargo, le pagó encantado varios miles de dólares.
En cuanto a Dunne, se dice que, cuando Cohn le informó de que no trabajaría en la película que supuestamente le había prometido, se quedó en casa y se pasó el fin de semana llorando. Pese a haber sido nominada a los Oscar en los dos años anteriores (por Los pecados de Teodora, de Richard Boleslawski, en 1936 y La pícara puritana, en 1937), la despidieron sin contemplaciones, por insistencia de Cukor, en favor de su actriz favorita y buena amiga Hepburn, que era mucho menos popular.
El argumento de Vivir para gozar retoma el mejor elemento de La pícara puritana (la resistencia de los dos protagonistas a admitir la existencia y, en última instancia, el poder del amor mutuo) y su ambiente anticipa el peculiar encanto de Historias de Filadelfia, con el cambio de parejas final que les conduce a la gran fiesta. Como sucedería también en Historias de Filadelfia, Vivir para gozar tiene un brillante empaque que da a la oscura historia de la rivalidad entre hermanas una sofisticación atractiva, que el biógrafo de Cukor Patrick McGilligan definió como «el balancín del ingenio y la desesperación» que formaba parte de los recursos teatrales de Barry.
La adaptación del guión corrió a cargo de Sidney Buchman, guionista de la Columbia, y Donald Ogden Stewart, que en la producción original de Broadway había encarnado a Ned Seton, el hijo alcohólico de la familia Seton, y a quien Cohn quería en el filme hasta que Cukor se negó. El director prefería a Robert Benchley, un famoso humorista de mediana edad. El papel finalmente fue para Lew Ayres, el protagonista de Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone, que había conseguido el Oscar a la mejor película en 1930.
Para el papel clave de Johnny Case, el prometido de la rica y malcriada Julia Seton (interpretada en la película por Doris Nolan), la primera opción de Cukor continuaba siendo Grant.
El rodaje de Vivir para gozar empezó el 28 de febrero, el mismo día que se estrenó La fiera de mi niña y una semana después de que se anunciaran las candidaturas para los premios de la Academia de aquel año. La pícara puritana estaba nominada para mejor película, mejor actriz (Irene Dunne), mejor actor secundario (Ralph Bellamy), mejor montaje (Al Clark) y mejor director (Leo McCarey, que fue el único que consiguió el Oscar)[156]. En la lista llamaba la atención la ausencia de Cary Grant.
Pese a no haber sido nominado, Grant, por insistencia de Cohn, asistió a la ceremonia de los Oscar, que en aquella época era poco más que una fiesta de la industria. Aquel año se celebró en el Biltmore Bowl del hotel Biltmore, en el centro de Los Ángeles. Aquella noche Grant notó una palpable frialdad hacia él[157]. La mayoría de los miembros de la Academia seguía guardándole rencor por haber roto el hasta entonces férreo sistema de contratos.
Grant tenía muy pocos partidarios en Hollywood. A la mayoría de los actores les ponía nerviosos la idea de existir sin un contrato con un estudio, y los creadores como McCarey no tenían razones profesionales para intentar mejorar sus relaciones con él. En realidad, salvo un grupo de rebeldes como Howard Hughes, muy pocos deseaban ponerse del lado de Grant en ningún tema. El discurso de aceptación de McCarey, que todavía estaba molesto con el actor y ofendido porque Zukor le había despedido por el fracaso comercial de Make Way for Tomorrow, fue recibido calurosamente por el auditorio. Después de que le entregaran el Oscar declaró: «Gracias, pero me lo habéis dado por la película equivocada».
Grant no dijo nada mientras el público aplaudía y vitoreaba al cineasta, y su sonrisa era tan rígida como los faldones de su esmoquin.
Vivir para gozar se estrenó el 15 de junio de 1938 y fue un fracaso de crítica y público. Si La fiera de mi niña adolecía de la falta de profundidad de sus personajes, el problema de Vivir para gozar era el exceso. La película, con demasiados diálogos, provinciana, excéntrica y solo en ocasiones sublime —las volteretas de Cary Grant son una metáfora del cambio del objeto de su amor, de Julia a Linda—, no es tanto una bola con efecto (screwbalt) como una bola que avanza lentamente y cae en el momento decisivo. El mensaje de «el mundo se acaba, luego divirtámonos», de Vivir para gozar, que celebra los placeres no materiales de la vida, era uno de los favoritos de Hollywood durante los años treinta: los ricos tienen la desgracia de verse encadenados por su riqueza, mientras que los pobres son libres para amar. Sin embargo, en los últimos años de la Depresión ese mensaje, más que fascinar, desconcertó al público, al que tampoco entusiasmó el estilo estridente y anticuado que Hepburn imprimió a su interpretación de Linda, la hermana en cierto modo cínica de Julia, cuyo cometido es ayudar a Johnny (y a los espectadores) a darse cuenta de que en las familias cínicas el verdadero cínico es el único idealista.
Vivir para gozar tuvo críticas dispares. The New York Times comentó que «la intensidad de Hepburn es capaz de irritar a cualquier hombre, incluso a uno tan optimista como el Johnny Case de Cary Grant». Otis Ferguson, en su reseña del New Republic, calificó la película de «mecánica» y «estridente», y aconsejó al público que «ahorrara el dinero y bostezara en casa», consejo que este siguió.
A Cohn se le ocurrió un eslogan para anunciar la película («¿Es cierto eso que dicen de que Hepburn es veneno para la taquilla?»), y es difícil encontrar un lema publicitario más desafortunado. Vivir para gozar no solo le costó a Hepburn el papel de Scarlett en Lo que el viento se llevó, sino que además volvió a alejarla de Hollywood. Tras el fracaso comercial de la película, regresó a los escenarios de Broadway, donde con la ayuda de Hughes montó por fin Historias de Filadelfia y se dispuso a tratar de resucitar su moribunda carrera.
En el lado positivo, Vivir para gozar fue para Grant, en todos los sentidos excepto el económico, un triunfo personal. Le gustaba el tono moderado del idilio que mostraba la película (más realista para él que la excéntrica visión del amor que ofrecían tanto La pícara puritana como La fiera de mi niña), y en especial el hecho de que Johnny, según el guión, fuera una especie de rompecorazones cruel (miserable y artero, según McGilligan), cuyos deseos e impulsos más oscuros quedan enmascarados por el encanto de su rápido ingenio. Tal como Grant lo interpretó, Johnny era en efecto un «caso» (Case), pero simpático.
No obstante, Vivir para gozar no logró mitigar el miedo de Grant de que, pese al éxito de su interpretación, de alguna forma su carrera había perdido impulso. Como La fiera de mi niña, fue un fracaso económico, el segundo para él tras el éxito espectacular de La pícara puritana, y no tenía a nadie a quien culpar más que a sí mismo de haber intervenido en esas películas, siendo como era un actor independiente. Aunque él había salido bien parado, la dura realidad era que en sus dos primeras películas para la RKO y la Columbia, respectivamente, los estudios perdieron dinero. Todas las semanas recibía miles de cartas de sus admiradores, pero por las noches no podía dormir pensando en cuánto tiempo continuaría siendo un actor con posibilidades de trabajar, en una ciudad donde los estudios le recibían con franca hostilidad, no con premios.
El 27 de junio, justo doce días después del decepcionante estreno de Vivir para gozar, Grant empezó a trabajar en Gunga Din. Pese a que habían retirado del proyecto a Hawks, no dudó en aceptar la que entonces era una película de George Stevens, considerándolo un tema de supervivencia: la suya propia. Aunque nunca había trabajado con Stevens, lo había conocido durante el rodaje de La fiera de mi niña (Hepburn se lo presentó una noche durante una cena en un restaurante de Hollywood) y le caía bien. Otra razón por la que quería aparecer en el filme de dos horas, «adaptación» del poema épico de Kipling, en el que se glorifica el imperialismo británico, era su deseo de trabajar con Douglas Fairbanks Jr., a quien propuso personalmente que participara en la película, y al famosísimo Víctor McLaglen, que había ganado un Oscar en 1935 por su interpretación en El delator, de John Ford. Grant deseaba un reparto masculino coral para la película, de manera que si fallaba, hubiera mucha «gloria» para repartir entre todos los que participaran en ella.
Es difícil discernir qué quedó (si es que quedó algo) de la idea original de Hawks en la versión de Gunga Din de Stevens, que hoy parece poco más que un episodio de una serie televisiva de acción con pretensiones para la mañana del sábado. Una razón es la ausencia de mujeres. Excepto las tramas secundarias en las que aparecen Joan Fontaine y Ann Evers, apenas hay historias de amor, que son sustituidas por la visión idealizada de la guerra y el casi ineludible estilo erótico al modo de los tres mosqueteros de la unión afectiva entre «camaradas» que caracteriza a las películas de aventuras.
Gunga Din es uno de los pocos filmes en los que Grant viste uniforme militar, y el único en el que aparece en un combate cuerpo a cuerpo. La cinta era un ataque apenas velado a la maquinaria bélica de Hitler; el Führer está representado por el malvado gurú que encarna Eduardo Ciannelli, líder de un culto maligno empeñado en expulsar a las fuerzas británicas. Durante el proceso de producción de Gunga Din Hitler amenazaba a Gran Bretaña con una invasión masiva (y a su dirigente Winston Churchill, con una rápida ejecución). Pero aún faltaban tres años para Pearl Harbour y Hollywood, como el resto del país, estaba profundamente dividido sobre la conveniencia de que Estados Unidos entrara en la guerra. Grant, un ciudadano británico cuya ideología política definiríamos hoy como liberal, siempre se guardó para sí sus puntos de vista y puede que no captara inmediatamente el paralelismo entre los soldados de Gunga Din y la grave situación que vivía la población inglesa. (La película no se estrenó en Inglaterra hasta 1946, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial)[158]. Mientras los británicos organizaban su ejército, llamando a filas a todos cuantos no estuvieran en una silla de ruedas, Grant no se mostró demasiado entusiasmado por servir a su majestad de otro modo que no fuera en la pantalla. Incluso hubo quien sospechó que Grant (como muchos otros miembros de la colonia de actores británicos expatriados de Beverly Hills, que guardaban un desacostumbrado silencio, como sir Cedric Hardwicke, David Niven, Merle Oberon, Christopher Isherwood, Ray Milland, sir C. Aubrey Smith y Boris Karloff) se sentía tan integrado en la élite de celebridades de Hollywood que no quería renunciar a una vida de lujos para regresar a su patria e ir a la guerra.
En la prensa británica empezaron a aparecer airados artículos donde se decía que esos actores que habían decidido quedarse en Estados Unidos para evitar el reclutamiento debían ser considerados traidores. En algunos casos las acusaciones estaban fuera de lugar, pues muchos de los expatriados británicos en Malibú eran demasiado mayores para el servicio militar, pero entre los que no lo eran solo David Niven (cinco años mayor que Grant) optó por abandonar su carrera y su vida en Hollywood. Se alistó en el ejército británico en 1939, cuando Gran Bretaña declaró formalmente la guerra a las fuerzas del Eje[159]. Su decisión le mantuvo seis años alejado de Hollywood y le supuso pérdidas millonarias. Grant no deseaba seguir los pasos de Niven y aquel verano discretamente volvió a presentar su solicitud para convertirse en ciudadano estadounidense.
No actuó así por paranoia o miedos infundados. A principios de aquel año el gobierno británico había exigido su vuelta al país y puede que recurriera a la ayuda del FBI para hacerle regresar (presumiblemente para ponerle un uniforme). Incluso antes de acabar Gunga Din, que tardó ciento catorce días en rodarse, el doble de lo previsto, y costó casi dos millones de dólares, con lo que se convirtió en la película más cara de la historia de la RKO, Grant empezó una complicada partida de ajedrez con los gobiernos estadounidense y británico para conseguir el derecho a permanecer legalmente en Estados Unidos.
El verano de 1938, Estados Unidos dejó de prestar atención a la tormenta que se avecinaba en Europa para seguir el vuelo en solitario alrededor del mundo de Howard Hughes, una aventura muy arriesgada que casi le costó la vida. Cuando aterrizó en Pensilvania el 14 de julio, el mundo libre celebró su hazaña, que al menos en parte se consideraba una demostración de la fuerza, la resistencia, el ingenio y el compromiso estadounidense. El alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, organizó un desfile a lo largo de Wall Street en honor de Hughes, y Grant, a quien Hughes invitó a asistir, obtuvo el permiso de Stevens para ausentarse del rodaje de Gunga Din durante dos días.
Después del desfile y una celebración privada con Hughes en Nueva York, Grant voló directamente a Lone Pine, en California, los mayores escenarios al aire libre del estudio, donde se rodaba la mayoría de exteriores de Gunga Din. Los presentes recordaban que Grant apareció inquieto, distraído y, según la versión de al menos uno, claramente preocupado. Menos de una semana después pidió permiso a Stevens para volver a Nueva York y el director de nuevo le dejó marchar.
Un mes más tarde, Grant seguía en Manhattan, y David O. Selznick lo invitó a una fiesta privada en el «21» para que conociera a Alfred Hitchcock, que había solicitado una entrevista con el actor de Hollywood que más deseaba conocer. Era su primera visita a Estados Unidos y Selznick organizó una cena de gala en su honor en el club «21»[160].
Grant le pidió a Jean Rogers que lo acompañara, pues ya no salía con Phyllis Brooks. En el mes de mayo anterior, justo antes del inicio de la producción de Gunga Din, Grant había propuesto matrimonio a la actriz, pero apenas unas semanas más tarde se retractó porque, según le comentó, «sencillamente no podía seguir adelante con aquello». Tanto el compromiso como su «cancelación» llegaron a las columnas de cotilleos y, pese a las numerosas peticiones de la prensa, Grant se negó a hablar públicamente del asunto. Eso no impidió que Brooks confiara a Louella Parsons que la ruptura, como ella la denominó, se había debido a las dificultades y separaciones provocadas por las carreras cinematográficas de ambos.
Aquel verano, Brooks se fue a vivir a Nueva York, donde trabajó en varias obras y musicales de Broadway. No supo nada de Grant mientras él estuvo en Manhattan con Rogers.
Selznick tenía la vista puesta desde hacía años en el ya legendario director británico y esperaba el momento oportuno para llevar a cabo su maniobra. ¡Asesinato! (1930), El hombre que sabía demasiado (1934), Treinta y nueve escalones (1935) y Sabotaje (1936) figuraban entre las relativamente escasas películas extranjeras que habían cruzado con éxito el Adámico y contado con el favor del público estadounidense. Mientras que las producciones de Hollywood seguían dominando Gran Bretaña, pocos filmes británicos, aparte de los de Hitchcock, consiguieron un éxito comercial importante en Estados Unidos. De hecho, el voluminoso y reticente director era más conocido para los estadounidenses que muchos de los actores y actrices británicos que aparecían en sus películas.
Hitchcock tenía sus motivos para querer instalarse en Estados Unidos. Gaumont-British, dirigida por Michael Balcón, la empresa cinematográfica con la que había hecho sus películas más conocidas, estaba a punto de hundirse, un síntoma de la desorganización que sufría la industria cinematográfica británica, debido principalmente a la incertidumbre política y económica que la guerra implicó. Hitchcock quería seguir haciendo películas, aun cuando eso significara trasladarse a Hollywood.
A los treinta y cinco años, el joven David O. Selznick era uno de los productores de cine independiente más poderosos de Hollywood, una verdadera proeza en aquella época dominada por los estudios. Después de que su padre se arruinara en 1923 cuando intentaba establecerse como independiente en la industria del cine, Selznick empezó a trabajar como analista de guiones para la MGM. Pronto pasó a la Paramount, donde fue productor asociado de varias películas de éxito. En 1931 la RKO le nombró vicepresidente responsable de producción, y supervisó algunos de los mejores filmes del estudio, entre ellos Doble sacrificio (1932) y Hollywood al desnudo (1932), de George Cukor, y el clásico King Kong (1933), de Merian C. Cooper, cuyo éxito le consolidó como uno de los grandes del cine de Hollywood. Aquel mismo año, cuando el joven Irving Thalberg cayó enfermo, Louis B. Mayer le ofreció un considerable aumento para que volviera a la MGM y les ayudara a controlar la programación de las producciones del estudio. Durante los cuatro años siguientes, Selznick supervisó el trabajo de Cukor en Cena a las ocho (1932) y David Copperfield (1935), y el de Clarence Brown en Ana Karenina (1935), entre otras películas importantes. En 1936, cuando Thalberg, aún muy débil, insistió en que estaba lo bastante bien para volver a dedicarse por completo al estudio, Selznick, en lugar de entrar en una batalla por el poder, renunció a su puesto en la MGM y creó su propia productora independiente, Selznick International Pictures.
Selznick le hizo sus primeras propuestas a Hitchcock en 1938, cuando intentó que el director firmara un contrato de servicios exclusivos. Había otros estudios interesados en Hitchcock, especialmente la RKO y MGM. Este último le hizo al cineasta una oferta que le habría permitido permanecer en Londres y filmar cuatro películas en dos años por una tarifa fija de ciento cincuenta mil dólares, más primas si el rodaje se terminaba en el tiempo previsto. Entonces Selznick se puso a trabajar en serio. Echó mano de la Selznick-Joyce Agency, una próspera sociedad que compartía con su hermano Myron y con Frank Joyce, para que actuara de representante del director en Estados Unidos. Myron rechazó entonces todas las demás ofertas que había recibido Hitchcock, mientras David O. Selznick ponía en marcha una ingeniosa campaña para agasajarlo, que incluyó, el 23 de agosto, la fiesta privada en el «21», donde, tal como había prometido, Selznick puso a Cary Grant a los pies de Alfred Hitchcock.
Como la historiadora y crítica de cine Molly Haskell observó con perspicacia: «Una de las características de un gran director es la capacidad de captar la faceta de un actor que ha permanecido oculta, y Hitchcock era un genio desenterrando la parte neurótica de la imagen de una estrella»[161]. Efectivamente, para el resto del mundo Cary Grant se había convertido en lo que Leo McCarey hizo de él y Howard Hawks perfeccionó: el galán más sofisticado y refinado de Hollywood, divertido y romántico a la vez; romántico porque era divertido.
Para Hitchcock, sin embargo, Grant era algo más, algo o alguien que los demás no habían visto, o sabido malinterpretar, precisamente porque se habían dejado seducir enseguida por su belleza física y agilidad. El mayor logro cinematográfico de Hitchcock fue su capacidad para extraer el subtexto interno de un personaje y proyectarlo como su exterior visible; para enseñar sus deseos subconscientes a través de su comportamiento consciente; para hacer visible el mecanismo emocional que mueve un personaje. Cuando conoció a Grant aquella noche, confirmó su impresión de que nadie lo había «captado» todavía. Solo necesitó echarle un vistazo para imaginar lo que sería ver su reprimido y complejo ser íntimo proyectado en la pantalla en el cuerpo esbelto y atractivo de Cary Grant, haciendo que este interpretara un personaje romántico que se comportaba como si en su fuero interno fuera, como Hitchcock, bajo, gordo, calvo y reprimido.
Al día siguiente Grant envió a Rogers a Los Ángeles, mientras él partía hacia los escenarios de Gunga Din para empezar lo que acabarían siendo seis semanas más de rodaje. Cuando finalizara la filmación, tenía previsto hacer una película con Hawks; creía que se lo debía al director por haber trabajado en Gunga Din. Planeaba descansar seis semanas entre el final de un filme y el comienzo del siguiente, y esperaba con impaciencia aquellas vacaciones.
No obstante, en noviembre, solo unos días después de que Gunga Din estuviera listo, el fiscal general de Estados Unidos le notificó oficialmente que se le investigaba por su participación en un fraude por valor de un millón de dólares mediante bonos emitidos en Filipinas. Atónito y angustiado, antes de tener la oportunidad de averiguar qué estaba pasando recibió otra notificación, aún más extraña, donde se le ordenaba que hiciera el equipaje de inmediato y comprara un billete de avión con destino a Londres. Mientras las autoridades estadounidenses le investigaban, el gobierno británico lo convocaba a una reunión de seguridad de alto secreto y «de máxima prioridad». Según le informaron, el FBI se hacía cargo de los gastos del viaje.
Una vez en Londres, tras registrarse en el hotel, fue directamente al cuartel general del ejército británico, donde durante varios días le interrogaron sobre sus intenciones, si es que las tenía, de contribuir al esfuerzo bélico. Luego, lo llevaron ante el responsable de la coordinación de la seguridad británica, sir William Stephenson, que Grant supuso iba a obligarle a alistarse en ese mismo momento. Sin embargo, sir William le sorprendió urgiéndole a volver lo antes posible a Estados Unidos, donde podía serles de mucha más utilidad si mantenía los ojos y los oídos abiertos ante cualquier miembro de su círculo de Hollywood que sospechara que pudiera estar realizando labores de espionaje para los nazis. Durante la reunión lord Stephenson le presentó a lord Lothian, el embajador británico en Estados Unidos, que también insistió en la importancia de que Grant regresara de inmediato a Hollywood, donde podía servir mejor a su majestad.
En lugar de eso, viajó a Bristol para visitar a su madre[162]. Llevaba tres años sin ver a Elsie y, ya que estaba en Inglaterra, decidió ir en coche hasta la casa familiar, donde, para su desesperación, ella pareció no reconocerle. Le llamaba Cary en lugar de Archie y le trataba como si fuera una celebridad estadounidense de visita. Al cabo de pocos días Grant le dijo que debía regresar a Estados Unidos. Sin embargo, no mencionó que acababa de recibir una notificación oficial de J. Edgar Hoover, el jefe del FBI, que le informaba de que no estaba de vacaciones y le apremiaba a presentarse de inmediato en Washington.
En lugar de viajar en avión, Grant reservó un pasaje en el Normandie con la intención de tardar el máximo tiempo posible. Por fin se reunió con Hoover, pero por desgracia, según el FBI, la información relativa a dicha reunión, junto con el archivo secreto que Hoover tenía de Grant, se perdió o (mucho más probable) se destruyó.
En Washington se encontró con Scott, ya que ambos debían prestar declaración sobre el caso de los bonos fraudulentos de Filipinas el 11 de diciembre. Ese día, Scott y Grant testificaron bajo juramento, por separado, todo cuanto sabían del asunto. Durante su interrogatorio Grant negó con vehemencia conocer o tener alguna relación con un tal William P. Buckner hijo, el supuesto cerebro de la trama de inversiones, que en ese mismo momento estaba retenido en Londres por haber intentado blanquear ilegalmente una gran cantidad de dinero.
El caso dio un giro aún más extraño cuando resultó que Buckner era el marido de la actriz Loretta Young, que había protagonizado junto a Grant Born to Be Bad. Grant y Young se habían hecho buenos amigos durante el rodaje y conservaban su amistad. El actor admitió ese hecho ante las autoridades, pero sostuvo que no conocía ni había oído hablar de Buckner[163].
Llegados a ese punto, pareció que Grant acabaría implicado o que al menos tendría que testificar ante un jurado sobre su participación en un importante caso de fraude. Sin embargo, después de hacer una sola declaración a la prensa, en las escaleras de edificio del Departamento de Justicia, afirmando que él no era más que una víctima y que los fotógrafos debían «hacer la foto a otro pardillo»[164], no volvieron a citarle en relación con la investigación. Tampoco a Randolph Scott. Cualquier interés que el gobierno estadounidense pudiera tener por ellos desapareció de repente, y a ambos se les permitió volver a Hollywood.
Scott se sintió aliviado. Grant estaba furioso. En su fuero interno, culpaba a Scott de aquel vergonzoso episodio. El incidente mató definitivamente su relación, que ya estaba en las últimas antes de aquella desastrosa sucesión de acontecimientos aparentemente inconexos, cuya relación entre sí quedaría bien clara para Grant a su debido tiempo.
No obstante, hubo otro factor que convenció a Grant de que Scott y él habían terminado: en su viaje de vuelta a Estados Unidos a bordo del Normandie, había conocido a la mujer que pronto se convertiría en la segunda señora de Cary Grant.