La gran mayoría de las comedias de enredo dejan el matrimonio para el fundido final o incluso para más adelante. Por lo tanto, las comedias de enredo son en general comedias de cortejo… Cary Grant e Irene Dunne pasan con ritmo trepidante y facilidad por una serie de situaciones cómicas que hubieran hecho vacilar a Laurel y Hardy[134].
Andrew Sarris
El sorprendente éxito comercial de Una pareja invisible dio brillo a la imagen en pantalla de Cary Grant y asoció su nombre a las buenas recaudaciones, hasta el punto de que Harry Cohn quiso que se incorporara lo antes posible al rodaje de su próxima película, un proyecto al que ya había dado luz verde. Se trataba de una comedia que iba a dirigir Leo McCarey, titulada La pícara puritana. Cohn decidió emparejar a Cary Grant con Irene Dunne, una actriz sureña muy guapa que unos años antes había surgido de la nada para llegar a lo más alto con una nominación al Oscar a la mejor actriz por su interpretación en Cimarrón, de Wesley Ruggles (1931)[135]. Cohn, que recientemente se la había arrebatado a la RKO y firmado un contrato de larga duración con ella, quería ponerla a trabajar de inmediato. La pícara puritana, la película número veintitrés de Irene Dunne, era la última incursión en un subgénero de la comedia enormemente popular, aunque en última instancia efímero, conocido como screwball, «comedia de enredo», que surgió durante la Depresión económica (y emocional) de los años treinta. Fue la película número veintinueve de Grant y la que por fin lo catapultaría al estrellato.
Screwball es un término especialmente apropiado para cierto tipo de películas que, como el lanzamiento de béisbol del mismo nombre, sigue una trayectoria rápida e impredecible antes de conseguir de algún modo llegar a la base final. Los diálogos se dicen a una velocidad que en ocasiones alcanza las doscientas palabras por minuto, y a menudo el sentido de las frases de un personaje queda oculto por el ritmo de la réplica, hasta el punto de que esa réplica se convierte en el sentido.
Otro elemento definitorio de las comedias de enredo es la relación entre los protagonistas masculino y femenino. Casi siempre son jóvenes, ricos, solteros o separados, que de inmediato se sienten irremediablemente atraídos el uno por el otro y han de enfilar un camino de lo más rocambolesco hacia el amor eterno y verdadero. A principios de los años treinta los censores del Departamento Hays habían contribuido a que el erotismo cinematográfico se convirtiera en un chiste: el remate, nada gracioso, del matrimonio siempre aparecía amenazador en el fundido final; una metáfora, sancionada por el gobierno, del final del cándido amor. Como señala el historiador de cine Andrew Sarris: «La frustración [en la comedia de enredo] surge inevitablemente de una situación en la que los censores habían eliminado el sexo de las comedias sexuales»[136]. Quizá por eso casi nunca hay niños en las comedias de enredo, para que no sustituyan el comportamiento a menudo infantil (pero rara vez inocente) de los protagonistas románticos adultos.
Como material básico de Hollywood en buena parte de la segunda mitad de la década de 1930, las comedias de enredo consiguieron tanto satisfacer a los censores como fascinar a la audiencia, bromeando con ella, con la ayuda de mujeres hermosas que a su vez se burlaban de sus rivales masculinos. ¿Y quién mejor para representar a la víctima de esa mujer intrigante que el actor a quien no le gustaba que sus personajes persiguieran a las mujeres?
La pícara puritana, basada en una obra de Broadway de 1922 de Arthur Richman, contaba ya con dos versiones cinematográficas de los estudios Pathé, que se habían arruinado hacía poco. Harry Cohn creía en el reciclaje de los «productos seguros», como solía llamar a los remakes, porque pensaba que tenían «mayores probabilidades». Cuando adquirió los derechos de todas las propiedades de los estudios Pathé (treinta y cinco mil dólares a tocateja), encontró La pícara puritana e inmediatamente encargó una versión actualizada del filme del mismo título, realizado por Marshall Neilan en 1929, que pudiera resultarle barato.
Desde el principio Cohn quiso que Leo McCarey la dirigiera. McCarey fue el primero que reunió a Stan Laurel y Oliver Hardy (un honor que suele atribuirse erróneamente a Hal Roach). Tras supervisar, escribir y dirigir muchas de las mejores comedias mudas de la pareja, triunfó luego en el cine sonoro, como realizador contratado por la Paramount, dirigiendo en 1933 a los hermanos Marx en Sopa de ganso y en 1935 a Charles Laughton en Nobleza obliga. A pesar del éxito de ambas películas, McCarey languideció durante varios años en una serie de encargos mediocres de la Paramount, entre ellos No es pecado (1934), que protagonizó Mae West ya en decadencia, e intentó sin éxito resucitar la carrera de Harold Lloyd con La Vía Láctea (1936). Finalmente consiguió triunfar de nuevo con lo que fue para él un radical cambio estilístico: Make Way for Tomorrow (1937), una inquietante tragedia familiar ambientada en los años de la Depresión. De todas las películas que hizo esta era su favorita, y devolvió el lustre a su carrera. Pero no fue suficiente y llegó demasiado tarde: la Paramount prescindió de sus servicios más o menos al mismo tiempo que Grant decidía no renovar su contrato con el estudio.
Cohn, que pensaba que el talento para la comedia de McCarey estaba desaprovechado, lo contrató de inmediato como posible sustituto de Frank Capra, que amenazaba con dejar a la Columbia[137]. Después de dar prestigio y varios premios de la Academia al estudio, Capra exigió un aumento considerable a Cohn, que se negó a renegociar su contrato. En lugar de eso, ofreció a McCarey la módica cantidad de cien mil dólares al año. McCarey, que necesitaba desesperadamente el dinero, entró a trabajar en la Columbia.
Durante la etapa de su carrera con Laurel y Hardy, McCarey usó a Oliver «Babe» Hardy como su álter ego en la pantalla; siempre era Ollie, no Stanley, quien se dirigía directamente al público para comentar sus problemas. Sin embargo, en la vida real McCarey era mucho más elegante, sofisticado y apuesto; era licenciado en derecho y tenía un agudo sentido del humor. Era, en resumen, el modelo en la vida real del personaje de comedia que estaba a punto de ayudar a crear a Cary Grant en La pícara puritana.
Nada más leer el guión original de Pathé, McCarey lo tiró a la papelera y con la ayuda de Viña Delmar, su amiga y en ocasiones colaboradora independiente, lo reescribió de principio a fin. En la versión McCarey-Delmar la historia se convierte en un engaño y un malentendido conyugal, que escapa por completo al control de la pareja. La falta de comunicación entre el marido y la esposa conduce a la ruptura del matrimonio, que provoca una serie de estratagemas y ardides cuando ambos intentan reconquistar al otro sin admitir que eso es lo que en verdad quieren, hasta que el romántico reencuentro final permite que el amor lo conquiste (y aclare) todo.
La pícara puritana es el paradigma de la comedia de enredo, lo que el crítico cinematográfico Stanley Cavell describe como «una comedia de rematrimonio»[138]. El espectador nunca llega a dudar de que Grant y Dunne acabarán juntos (que la pelota alcanzará la base); la comicidad reside en el disparatado camino que cada uno toma para llegar hasta allí. Jerry Warriner (Grant), en un diálogo que McCarey y Delmar más o menos extrajeron de la película de Laurel y Hardy Compañeros de juerga [139], le dice a su esposa, Lucy (Irene Dunne), que se va de vacaciones a Florida, cuando lo que en realidad pretende es quedarse en Nueva York. Para asegurar el éxito de su engaño y conseguir que sus falsas vacaciones resulten más convincentes, se broncea con lámparas solares. Cuando finalmente regresa a casa, se sorprende al ver que Lucy no está esperándole como una amante esposa. De hecho, ella está por ahí, disfrutando de la compañía de su apuesto y lascivo profesor de canto, Armand Duvalle (Alexander D’Arcy). Cuanto Lucy regresa, se sorprende al ver el bronceado de Jerry, ya que según el parte meteorológico en Florida no ha dejado de llover. Pronto ambos se convencen de que el otro es un mentiroso e infiel (y de hecho bien puede ser, ya que la verdad, sea cual sea, resulta intencionadamente ambigua). La comunicación continúa fallando entre los dos, hasta que deciden que el divorcio es la única salida. Tras una desagradable vista judicial, Lucy consigue la custodia de su querido perrito, Mr. Smith (interpretado por el famoso Asta de El hombre delgado), y se concede a Jerry el derecho a visitas limitadas.
Una vez establecidos los términos del divorcio, Jerry se apresura a reanudar su vida de soltero. Para dar celos a Lucy (aunque no lo reconozca) empieza salir con una de sus anteriores novias, la desvergonzada artista de cabaret Dixie Belle Lee (Joyce Compton). Lucy, entretanto, entabla relación con el riquísimo pero aburridísimo Daniel Leeson (Ralph Bellamy), heredero de una empresa petrolera, se da cuenta de que sigue queriendo a Jerry y, antes de que el divorcio sea definitivo, le pide ayuda a Armand para salvar lo que queda de su matrimonio.
Mientras le está explicando la situación a Armand, Jerry se presenta inesperadamente para arreglar las cosas con su esposa. Lucy, a quien su aparición pilla por sorpresa, esconde a Armand en el dormitorio. Entonces llega Leeson y Jerry se ve obligado a ocultarse en el tocador, donde se produce un gran alboroto y Jerry se marcha, más enfadado que nunca. Para complicar aún más las cosas, Jerry se promete entonces con una mujer de la alta sociedad, Barbara Vanee (Molly Lamont). Con el fin de que la boda no se celebre, Lucy se presenta en una cena de gala que ofrecen Barbara y sus padres, finge ser la hermana de Jerry y procede a emborracharse (con ginger ale), tras lo cual se desmadra. Jerry se la lleva fuera para intentar que se serene y se dirige en coche a la cabaña que ambos tienen en las montañas, donde por fin aclaran todos los malentendidos amorosos y, cabe suponer, después viven felices (aunque no necesariamente para siempre).
Durante el rodaje de La pícara puritana, Cohn no se molestó en dar un despacho a McCarey (no creía que los directores necesitaran tales lujos), de modo que el realizador se vio obligado a hacer la mayoría de los retoques de guión a mano en el asiento delantero de su coche, mientras Delmar, sentada al lado, garabateaba los diálogos a lápiz. Después de probar las páginas del día, conservaban las que funcionaban con los actores y reescribían las demás para el rodaje del día siguiente.
Era una forma de dirigir que Cary Grant detestaba. Él no era un actor espontáneo; la «magia» no funcionaba para él cuando la cámara grababa. Prefería trabajar con un guión acabado y ensayar los diálogos definitivos con los demás miembros del reparto una y otra vez, hasta definir el menor detalle de su interpretación por adelantado para «congelarlo» antes de que un solo centímetro de película pasara por la lente de la cámara. Ése era el método habitual de Grant; sin una formación interpretativa académica, era la única forma que conocía de abordar un personaje.
Dado que esa preparación previa de Grant era tan distinta del estilo esencialmente improvisado de McCarey, no tardaron mucho en chocar[140] y Grant pronto desarrolló cierto desapego emocional. Su ansiedad aumentó y comenzó a mostrarse irritable con los demás actores.
Para complicar más las cosas, y como empezaba a ser habitual, Grant se enamoró de la protagonista, Irene Dunne, cuya imagen de integridad inquebrantable la convertía en inadecuada para el papel de Lucy Warriner, pero en una candidata ideal para ser objeto del casto deseo de Grant. En esos enamoramientos participaban en igual medida Leach y Grant, fundidos en el personaje que estuviera representando. Aparte de las necesidades emocionales que esas atracciones pudieran satisfacer, proporcionaban a Grant un centro de atención valioso, aunque neurótico, la base de lo que parecía ser un estilo amable y sofisticado en la pantalla.
A diferencia de Grant, su personaje era un mujeriego y, mientras que el guión era intencionadamente vago acerca de si comete o no adulterio (para no enfurecer al Departamento de Censura Hays)[141], su interpretación dejaba pocas dudas de que había sido infiel. Eso fue algo que a Grant le costó asimilar, sobre todo en su estado de enamoramiento. En efecto, su amor por Dunne le hacía creer que nadie con la suerte de estar casado con una mujer como ella (o con Lucy Warriner), tras perderla, se recuperaría tan fácilmente, y mucho menos saliendo con otras mujeres. De manera que al principio Grant no se sintió a gusto con el estilo de las comedias de enredo de McCarey. Creía que sustituían la comicidad gestual por la profundidad emocional. Su idea de una comedia cinematográfica era más chaplinesca: el humor como reflejo de la tragedia, la risa que surge entre las lágrimas. Para Grant los límites de la comedia de enredo estaban en la forma en que conseguía que el público llorara de risa, en la ausencia de todo atisbo de tragedia, que habría dado profundidad a la historia.
Las descripciones, a menudo incoherentes, que McCarey hacía cada día de las escenas que iban a rodar, no mitigaban la inseguridad y los reparos de Grant; más bien contribuían a aumentar su ira y la confusión. El primer día de rodaje, alguien le entregó una serie de notas manuscritas en trozos de una bolsa de papel marrón. Tras leer lo que McCarey quería conseguir de él ese día, pensó que el director bromeaba. Cuando al parecer nada de lo que tenía previsto funcionó, McCarey les dijo a sus actores que improvisarían algo gracioso. Grant quedó muy abatido, pero no dijo nada e hizo todo lo que pudo, confiando en que las cosas mejorarían a medida que avanzara el rodaje[142].
Sin embargo, cuando al día siguiente pasó lo mismo, Grant dio media vuelta, dejó el plató y fue directamente al despacho de Cohn para manifestar su insatisfacción. Cohn, que no tenía paciencia con los actores temperamentales a los que consideraba se pagaba en exceso (es decir, todos en su opinión), lo echó de allí diciéndole que volviera al plató, hiciera su trabajo y dejara de comportarse como una ancianita.
Al día siguiente Grant regresó al despacho de Cohn y educadamente se ofreció a intercambiar los papeles con Ralph Bellamy e interpretar el personaje secundario del rico heredero de la empresa petrolera, que en su opinión era más apropiado para él. Aseguró que Bellamy estaba dispuesto. Cohn le dijo que hiciera el favor de largarse.
Al día siguiente fue de nuevo a ver a Cohn, pero esa vez antes de hablar le entregó un informe mecanografiado de ocho páginas en el que había trabajado durante toda la noche y donde señalaba las deficiencias de la película (la falta absoluta de comicidad, la ausencia de un guión acabado, la dirección improvisada y desestructurada de McCarey). Además, le ofreció a Cohn un soborno de cinco mil dolares en efectivo si lo sacaba de la película, tras lo cual le prometió que trabajaría en otra producción para Columbia (cualquier otra producción) gratis. Cohn rechazó el dinero y le dijo una vez más que volviera al plató.
McCarey se puso furioso cuando supo lo que Grant había hecho (y durante años contó a quienes le preguntaban que, cuando le enseñó el documento de Grant a Asta, el perro le mordió). Tras el episodio, a menos que tuviera que darle alguna indicación, no volvió a hablarle al actor durante el resto del rodaje ni, excepto cuando trabajaron juntos, durante el resto de su vida. En un momento determinado, según contó McCarey más adelante, la actitud de Grant le irritó tanto que fue él quien acudió al despacho de Cohn y dobló la oferta de Grant hasta diez mil dólares si despedía al actor.
Sin embargo, pese a las fricciones entre el director y la estrella, o quizá debido a ellas, la actuación que McCarey consiguió de Grant fue poco menos que asombrosa. No solo redefinió la imagen de Grant como galán, sino que sobre todo contribuyó a cambiar la percepción del público sobre lo que debía ser un galán de cine.
Antes de La pícara puritana, la figura del protagonista romántico que fuera a la vez encantador, inteligente, romántico, sensible, ingenioso, atractivo, pillo y tan guapo como la protagonista femenina sencillamente no existía en el cine estadounidense. La primera generación de galanes de Hollywood eran, salvo contadas excepciones, europeos galantes con elaborados bigotes y el cabello engominado como Ronald Colman; crápulas maduros como Adolphe Menjou; traviesos hedonistas como Rodolfo Valentino, o auténticos vaqueros americanos como Tom Mix.
Cuando llegó el cine sonoro, se impuso la imagen del estadounidense blanco y anglosajón, básicamente muchachotes rústicos sin sentido del humor, como Gary Cooper, Clark Gable, el joven Jimmy Stewart y, en menor grado, Henry Fonda y John Wayne. Cooper y Stewart en particular se especializaron en el papel del pueblerino llevado con engaños por el mal camino y más tarde redimido por su propio rigor ético. Otros, como el refinado William Powell en su papel de Nick Charles en la serie de El hombre delgado (1934-1947) y el caricaturesco de John Barrymore en La comedia de la vida, de Howard Hawks (1934), eran una combinación de los antiguos europeos sofisticados y bigotudos, y delincuentes adolescentes estadounidenses, en los que la inteligencia y el ingenio sustituían, en lugar de despertar, cualquier pasión sexual.
En La pícara puritana, el Warriner de Cary Grant era guapo, sexy y refinado, con apenas un toque de sofisticación británica y sin el menor atisbo de rudeza que empañara el aire divertido. Su carismàtica actuación tenía, pese a los métodos de McCarey, algo de la emotividad de Chaplin (un corazón herido que debe sobreponerse) y algo de Keaton, con una gracilidad extraordinaria que resulta a la vez atractiva, elegante y expresiva. Paradójicamente, el talento para la comedia de McCarey y su inteligencia cinematográfica ayudaron a que Grant, pese a sus reparos, lograra que sus características personales se fundieran en un personaje redondo. Como Jerry Warriner, su belleza no era únicamente la de otra cara bonita, sino una insinuante invitación a detenerse un momento para mirar alrededor y hasta el fondo de su alma.
Con la decidida dirección de McCarey, Grant encontró por fin la forma de utilizar el humor gestual para transmitir la humanidad de Jerry Warriner. Sus movimientos felinos, que en sus primeros papeles le habían hecho parecer casi sombrío, se traducían ahora en contoneos juveniles y rítmicos, impulsados por la potente energía de la comedia ligera. Una flexión de la rodilla se convertía en el equivalente de una frase ingeniosa. Las palmas levantadas expresaban un perpetuo escepticismo. La inclinación de la cabeza daba a entender que ofrecía la otra mejilla. El crítico Andrew Britton señaló, en una de las explicaciones más perspicaces del inmenso atractivo de Grant en La pícara puritana, que su interpretación era «notable porque conseguía que las características [tradicionalmente] asignadas a las mujeres aparecieran como deseables y atractivas en un hombre»[143].
El filme causó también sensación por la genial y posmoderna imagen que ofrecía de las mujeres. Lucy, tal como la interpretó Irene Dunne, es una igual, inteligente y atractiva, capaz de defenderse por sí misma en la eterna batalla entre sexos. La desenfadada y brillante actuación de Dunne definió el estilo de actrices que triunfarían mucho después en papeles cómicos, como Judy Holliday y Audrey Hepburn, y de las payasadas de las comedias televisivas de Lucille Ball, Carol Burnett y Gilda Radner.
En la inolvidable última escena, en la aislada cabaña, McCarey reconcilia brillantemente a sus personajes solucionando sus conflictos emocionales. En dos tomas muestra a Lucy en la cama, con una colcha sobre las piernas, la barbilla ligeramente apoyada sobre la mano derecha y la cara iluminada por la belleza del perdón, observando cómo su hombre ofrece un recital de expresiones y gestos: frunce el entrecejo, abre de par en par los ojos, empañados, traga saliva para deshacer un nudo en la garganta, ahueca la mano derecha y señala hacia arriba. La silenciosa reconciliación ofrece a los espectadores un momento privilegiado y arrebatador de puro amor mutuo.
Cuando La pícara puritana se estrenó el 21 de octubre de 1937 en el famoso Radio City Music Hall de Nueva York (la primera de las veintiocho películas de Grant que se estrenarían allí, un récord nunca superado), la crítica y el público la declararon unánimemente la mejor película del año, si no de la década. Una de las críticas más entusiastas apareció en el The New York Times: «¡Un intencionado retorno a los fundamentos de la comedia (que) parece original y atrevido!».
En menos de un mes La pícara puritana recaudó lo que había costado su producción y pronto superó el medio millón de dólares de beneficios. Llegaría a ser uno de los mayores éxitos comerciales de la Columbia. Gracias a Vincent, Grant se llevó el diez por ciento de los beneficios, aparte de la tarifa que establecía su contrato, de modo que durante la proyección de la película en Estados Unidos (antes de los preestrenos, la distribución en el extranjero y los derechos de televisión y vídeo), se embolsó más de medio millón de dólares.
En uno de los saltos más espectaculares de la historia de Hollywood, Grant, que ocupaba una posición relativamente insignificante tan solo dos años antes, cuando recibió menos del uno por ciento de los votos en la encuesta anual del Motion Picture Herald (una de las listas más populares y respetadas antes de la aparición de Entertainment Tonight), se convirtió en 1937 en uno de los cinco galanes de mayor éxito en taquilla. Su magnífica interpretación, la primera que permitió al mundo vislumbrar la imagen cómica de «Cary Grant», lo situó en la cima junto a Gary Cooper, Clark Gable, Paul Muni y Spencer Tracy.
A sus treinta y tres años, todavía joven y atractivo, Grant había pasado una eternidad (desde el punto de vista de la industria de Hollywood) interpretando papeles inadecuados para él, personajes «resplandecientes pero vacíos, incluso ligeramente lánguidos, muy atractivos aunque un poco nerviosos; un seductor un tanto marchito o un galán un poco corpulento y de expresión bovina, con el aspecto de un atractivo y joven asesino»[144], como Pauline Kael observaría más adelante. En efecto, después de casi una década como acróbata en espectáculos de vodevil, otra en Broadway como actor y artista de variedades de cierto éxito, pero sin llegar a destacar, y una trayectoria mediocre como hombre serio de las actrices más glamourosas de Hollywood, por fin descubrió un director (o, mejor dicho, fue descubierto por un director, Leo McCarey) que le ayudó a transformarse en el actor sofisticado, atractivo, ingenioso y galante que el mundo conocería y amaría como Cary Grant. De pronto las mujeres se desmayaban al ver su belleza, mientras los hombres intentaban peinarse como él y se ponían piezas de metal en la barbilla para conseguir un hoyuelo como el de Cary Grant. Al parecer todos estaban locos por él.
Todos menos Cary Grant. Mientras aceptaba agradecido los elogios por su interpretación en La pícara puritana, confiaba a sus amigos íntimos que la película no le gustaba en absoluto, y menos aún su papel en ella. En efecto, nadie estaba más sorprendido que él por el éxito que había cosechado, sobre todo porque no tenía ni idea de dónde había salido su magnífica actuación. Le divertía pero no le alegraba que todos dieran por sentado que en la vida real era el mismo personaje afable que en el filme: el granuja extremadamente atractivo y gracioso, la fantasía perfecta de todo el mundo.
En realidad, seguía sin tener una imagen clara de quién era. Siempre que se veía en la pantalla era como si mirase un gigantesco espejo, cuyo reflejo le resultaba conocido, pero no alguien con quien pudiera identificarse o relacionarse. La persona que había allí arriba, el personaje idealizado y novelesco cuyos movimientos venían dictados por un director invisible; cuyas palabras y forma de hablar eran las que había indicado un guionista invisible; a quien iluminaban y fotografiaban expertos invisibles que sabían cómo hacer que su piel fuera satinada; sus ojos, brillantes; su cabello, lustroso; su mentón, granítico… ese personaje fabricado era más apuesto, divertido, inteligente y sensato de lo que él llegaría a ser en la vida real, poseía una elegancia natural y una gracilidad que ningún hombre podría tener jamás. Ése era el hombre que todo el mundo adoraba; ese era «Cary Grant».
De vuelta al otro lado del espejo, el de la vida real, veía sus defectos con claridad meridiana. Sin un productor, una actriz y un guión, no necesitaba un director que le dijera qué debía hacer, sino un dios que le mostrara quién era.
Y de hecho se cruzaría uno en su camino, un británico que sabría exactamente cómo redimir a Cary Grant de la hermosa distorsión de la luz cegadora de su propia estrella.