Como el galán alto, moreno y atractivo, «Cary Grant» representa siempre al hombre apuesto y deseable, ya sea en una comedia de enredo de los años treinta, una película de cine negro de los cuarenta o una comedia romántica de los cincuenta. Por consiguiente, da la vuelta a la diferencia de sexos ortodoxa entre quien mira (y por lo tanto desea) y el que es mirado (y por lo tanto deseado). En consecuencia, el sello distintivo del estilo interpretativo de Grant es inseparable de su imagen cinematográfica como el galán prototípico de la comedia romántica norteamericana[124].
Steven Cohan
Durante sus negociaciones para dejar la Paramount, Grant, consciente de que estaba a punto de enfrentarse al difícil reto de la independencia, reunió a un equipo de expertos para que le ayudaran. Por primera vez en su carrera de actor contrató oficialmente a un agente. Para encontrar uno que le gustara, se remontó hasta sus inicios con la troupe Pender, cuando conoció a Frank W. Vincent, que en aquel momento era un joven agente de talentos escénicos[125]. Vincent sentía simpatía por Archie y, a petición de Lomas, durante el tiempo que el joven actor estuvo de gira por el circuito Orpheum no le perdió de vista. Desde entonces se había convertido en un reconocido agente de Hollywood, que compartía negocio con Harry Edington. Cuando Grant contrató sus servicios, la formidable lista de clientes de la agencia incluía a Greta Garbo, Marlene Dietrich, Douglas Fairbanks, Leopold Stokowski, Rita Hayworth, Mary Martin, Rosalind Russell, Claire Trevor, Louis Jourdan, Nigel Bruce, Joel McCrea y Edward G. Robinson.
Lo primero que Vincent hizo por Grant fue negociar los términos de su salida de la Paramount. Demostró gran astucia al ofrecer la renovación de Grant a cambio de setenta y cinco mil dólares por película, más el derecho a aprobar los guiones. Grant quería dejar atrás sus personajes de esmoquin y aventurarse en la comedia. Zukor rechazó la propuesta, como Vincent suponía, y respondió que Grant debía abonar al estudio once mil ochocientos dólares en un solo pago por los meses que le quedaban de contrato (según su salario del momento y los días que todavía debía a Zukor), además de aceptar una última cesión, cuya prima cobraría la Paramount. Vincent se avino y de ese modo Grant se convirtió en independiente.
Se lo cedieron a Harry «King» Cohn[126], un tipo duro, arbitrario y peculiar, dueño de Columbia Pictures, el llamado «Pabellón de los Pobres» de los grandes estudios. Zukor pudo hacerlo, al menos en parte, para vengarse de Grant, porque la reputación de vulgar, mujeriego y tirano irascible que tenía Cohn[127] a menudo ensombrecía y restaba valor a la calidad de las películas que producía su estudio, muchas veces en detrimento de los actores, productores y directores que trabajaban en ellas.
Cohn quería a Grant para una sola película, Preludio de amor, de Robert Riskin. Vincent, sin embargo, vio la oportunidad de conseguir un trato único para Grant y ofreció a Cohn y a la Columbia un acuerdo sin exclusividad por cuatro películas que se acercaba bastante a la cifra mágica que había provocado un soponcio a Zukor: cincuenta mil dólares garantizados por las dos primeras (superior a la prima de la Paramount) y setenta y cinco mil por las otras dos. La única condición de Cohn fue bastante inteligente: Grant tendría que trabajar en al menos una película al año para la Columbia. Para Grant, que había hecho una media de cinco películas al año en la Paramount (por aproximadamente la décima parte del dinero), aquella parte del trato le pareció la más fácil. Entonces Vincent demostró de lo que era capaz y por qué se le consideraba uno de los mejores agentes de la industria. Antes de que se secara la tinta del acuerdo con la Columbia, se fue a la RKO y consiguió el mismo contrato por cuatro años, sin exclusividad, garantizándoles también que Grant haría una película al año durante los cuatro siguientes.
Vincent sabía lo que hacía cuando escogió esos dos estudios para negociar el futuro de Grant. Tanto la Columbia como la RKO necesitaban desesperadamente un galán para competir con la artillería pesada de la Paramount, la MGM y la Warners, y Cary Grant era uno de los mejores candidatos. Aun así, fue un acuerdo que se anticipó a su época en muchos sentidos, no solo en el económico. Debido al sistema de contratación habitual, era insólito que los actores firmaran simultáneamente un contrato con más de un estudio y por más de una película. Todo el mundo del negocio, excepto Vincent y Grant, creyó que era demasiado arriesgado. De hecho, Grant opinaba justo lo contrario: con aquel osado intento de resucitar su estancada carrera no tenía nada que perder y todo por ganar. En cuanto a Vincent, consideraba que Grant tenía el talento y el atractivo suficientes para convertirse en un galán de primera fila de Hollywood, y sabía que, si lo conseguía, nadie volvería a preocuparse por el contrato múltiple.
Para completar la transición de actor sujeto a contrato a actor independiente, Grant tuvo que dimitir de la Academia, controlada por los estudios, pues no veía con buenos ojos que los actores firmaran contratos con dos estudios a la vez. Fue algo que hizo encantado.
En Preludio de amor Grant interpretaba a un «próspero artista vagabundo» (un papel que de nuevo recordaba al gran personaje de su ídolo Chaplin). Era una caracterización que a menudo utilizaron los estudios durante los años treinta para dar un toque romántico a la sórdida realidad de la Depresión. A cambio de dinero, el vagabundo se casa con una artista en México (Grace Moore, a la sazón una de las estrellas femeninas más importantes de la Columbia) para que pueda entrar legalmente en Estados Unidos. Una vez que han cruzado la frontera, se separan, para más adelante volver a encontrarse y descubrir que, después de todo, se aman de verdad. Fundido en oro.
O eso esperaba Cohn. Hizo la película para lanzar a Robert Riskin, que durante años había colaborado con Frank Capra en los guiones de una serie de filmes muy populares (y populistas) que ayudaron a mantener al estudio en la industria. Tras el éxito de El secreto de vivir, dirigida por Capra en 1936, Riskin, creyendo que su colaborador en los guiones y director siempre se llevaba el mérito de las películas que hacían juntos, estaba ansioso por trabajar por su cuenta (una decisión que, como es lógico, le malquistó de por vida con el ególatra Capra).
Por desgracia la magia del binomio Riskin/Capra no pudo ser creada por Riskin sin Capra, y pese a unas cuantas críticas entusiastas (como la de la revista Time, que afirmó: «Siguiendo el ejemplo de Sucedió una noche y El secreto de vivir, en las que el director Capra consagró a Gable y Cooper como cómicos, el director Riskin ha hecho aquí lo mismo con Cary Grant»), el primer filme de Grant como actor independiente fracasó de manera estrepitosa y se sumó a la ya larga serie de sus películas que no consiguieron amortizar costes. Aunque su acuerdo de rodar cuatro películas con la Columbia y la RKO era técnicamente sólido, él sabía que sin un éxito bien podían ser las últimas que hiciera en Estados Unidos.
A continuación Grant empezó a trabajar en ídolo de Nueva York, de Rowland V. Lee, para la RKO, pero, a pesar de contar con un inteligente guión de Dudley Nichols, intérpretes de primera fila como Edward Arnold y Jack Oakie, y Francés Farmer como protagonista, la insípida biografía del magnate Jim Fisk, convenientemente desnaturalizada por el Departamento de Censura de Hays, volvía ser la típica historia de amor y esmoquin.
Sin embargo, Grant quería celebrar de forma adecuada su libertad de la Paramount y su incorporación a los nuevos ricos de Hollywood. Para ello, le propuso a Scott organizar una serie de fiestas en su casa de la playa, donde anteriormente pocas celebridades «ajenas» habían sido invitadas. Durante los meses siguientes los fines de semana el lugar se llenaba de actrices, actores, escritores, directores, el grupo de San Simeón y decenas de primeras actrices y aspirantes de los dos nuevos estudios de Grant. Entre los invitados más asiduos estaban Howard Hughes, el dramaturgo Moss Hart, Douglas Fairbanks Jr., Laurence Olivier (Larry O. para los amigos) y uno de los preferidos de Grant, Noël Coward.
Grant y Scott pronto se convirtieron en los anfitriones más glamourosos y encantadores de Malibú. La irresistible simpatía de Grant era la comidilla de la ciudad, y sus mordaces comentarios sobre todo, desde la adicción de Cohn a los esturiones hasta el hecho de que Jean Harlow, no llevara bragas durante el rodaje de Suzy, provocaban la hilaridad de sus invitados, mientras Scott se ocupaba de que no faltara el champán. Se consumía caviar a raudales. Coward, conocido homosexual, solía dormir en la casa cuando había fiesta, y su extravagante aparición envuelto en seda siempre provocaba afectuosos comentarios del grupo de la playa, como: «La reina ha regresado a su colonia».
De hecho, Coward era uno de los pocos a quienes se permitía pasar la noche allí, y cuando lo hacía le gustaba gastar bromas a sus dos anfitriones, especialmente a Grant, el más sensible y, por lo tanto, vulnerable de los dos. Coward sabía que Grant había trabajado con algunas de las mujeres más famosas de Hollywood y que, por consiguiente, sería difícil que una estrella le «impresionara»; sin embargo, había una que haría que Grant cayera de rodillas. Tras quedar de acuerdo con ella en que iría a la casa, Coward telefoneó a Grant al estudio para informarle de que Greta Garbo estaba en Malibú y quería conocerlo. Garbo era amiga de Dorothy Lamour, a quien, pese a que acababa de casarse, en fechas recientes se había «relacionado sentimentalmente» con Scott, y tenía ganas de ver la guarida de solteros de este y Grant, de la que tanto había oído hablar. Coward sabía que la Garbo era un ídolo para Grant desde que trabajaba en Broadway. Según le había contado Grant, en aquella época vio una vez a la actriz cerca del hotel Astor de la calle Cuarenta y cinco y la siguió discretamente hasta el hotel donde ella se hospedaba, incapaz de reunir el valor suficiente para acercarse y presentarse.
Grant se quedó sin habla al colgar el auricular y fue de inmediato a buscar su coche. Cuando llegó a la casa, Coward le recibió y a continuación hizo las presentaciones con una sonrisa traviesa. Al principio Grant estaba demasiado atónito para articular palabra. Por fin alargó la mano y dijo: «¡Ah, señorita Garbo, estoy encantado de conocerla!».
Howard Hughes, por su parte, era alguien con quien Grant se sentía a gusto. Al igual que él, sentía una profunda desconfianza hacia la industria cinematográfica. Su obsesión por el control total rivalizaba con la de Chaplin, pero carecía del genio artístico y la perspicacia empresarial de este. Como a Chaplin, le chiflaban las mujeres, y le gustaba el hecho de que ellas se chiflaran con Grant. En las fiestas de los fines de semana nunca faltaban preciosas jovencitas en bañador, apetitosas muchachas de labios rojos, ojos azules y pechos prometedores que estaban allí por Grant y con las que Hughes se deleitaba como las abejas con la miel.
Una de las primeras cosas que Grant hizo con su recientemente abultada cuenta bancaria fue construir una piscina en la casa de la playa, que estaba a apenas ocho metros de las arenas del Pacífico. Las piscinas junto al océano se habían convertido en un símbolo de posición social en Hollywood, y Grant insistió a Scott, que era un magnífico nadador, en que debían tener una. Enseguida se convirtió en un imán que atraía a chicas en traje de baño. Una de las mujeres por las que Hughes perdió la cabeza en la piscina de Grant y Scott fue Ginger Rogers, en aquel momento una de las «princesas» de la pantalla más populares de la RKO. La situación resultaba un tanto embarazosa para Grant, que estaba en medio de la cada vez más tensa relación entre Hughes y Katharine Hepburn, a quienes consideraba sus amigos. Además, estaba secretamente enamorado de Rogers desde que se la presentaron cuando visitó el plató de Roberta, un musical protagonizado por Rogers, Fred Astaire, Irene Dunne y Scott.
Aun así, no pensaba hacer ningún juicio moral acerca del comportamiento de Hughes, sobre todo después de la repentina muerte de su anterior amante, Jean Harlow (que había protagonizado Suzy con él), a la edad de veintiséis años, a consecuencia de las complicaciones derivadas de un ataque de uremia, y que había dejado a todos consternados. En todo caso quería apoyar a Hughes, y por lo tanto llevó su amor no correspondido por Rogers como una enseña de amistad.
Pese a sus recientes intentos de sociabilidad, Grant prefería mucho más la soledad y, entre toda aquella gente, encontró a alguien similar en Hughes, quien por otro lado era muy extravagante. Como él, Hughes era un hombre de pocas palabras, quizá debido a la timidez que desarrolló al crecer a la sombra de su padre, fundador del imperio y cuya prematura muerte le había dejado un vacío emocional que durante toda su vida le costó llenar. Grant admiraba su superioridad física y social, su cuerpo esbelto y musculoso, su atractivo rostro, su riqueza heredada y su reticencia a estar con grupos de personas cuyo número superara el de los dedos de una mano. Scott, en cambio, siempre estaba dispuesto a pasarlo bien, a reír, a asistir a cócteles a media tarde y a fiestas que duraban hasta el amanecer, a ir a nadar de madrugada, a disfrutar de voluptuosos y prolongados baños de sol y masajes reparadores. Grant prefería acostarse y levantarse temprano, leer el periódico con una taza de café junto a la piscina, escuchar música clásica en la radio y a primera hora de la tarde, si no estaba trabajando, echarse en una tumbona sobre la arena y dejar que el agua salada del mar le lamiera los pies.
Poco después de conocerse, cuando ambos tenían tiempo libre, Grant y Hughes se pasaban las tardes, a veces hasta entrada la noche, sentados en silencio en el enorme estudio de caoba del multimillonario, que estudiaba los planos de las avionetas que él mismo diseñaba mientras Grant fumaba, bebía whisky y leía un libro. Tal como el actor recordaría más adelante: «Howard era el hombre más tranquilo que he conocido. Podíamos pasarnos horas sentados sin decir una palabra»[128]. Según el ama de llaves de Hughes, Beatrice Dowler, cuando ambos cenaban juntos, la mayoría de las veces apenas pronunciaban un par de frases.
Pero cuando hablaban de algo importante, por lo general Hughes daba consejos y Grant escuchaba con respeto lo que tenía que decir, casi siempre sobre mujeres. Para Hughes, probablemente ajeno a los deseos homosexuales de su amigo (o no lo sabía o prefería no saberlo), Grant parecía demasiado intimidado por las mujeres para ver lo que «vendían» a los hombres y llamaban amor. A menudo le decía a Grant que él no podía resistirse a las que definía como «mujeres cazafortunas».
Una vez que intimaron, Hughes contagió a Grant su entusiasmo por la aviación. Pese a que no sentía deseos de llevar él mismo los mandos, a Grant le impresionaba aquella afición viril de Hughes y se alegraba de tener un amigo que llevaba la vida aventurera, llena de mujeres, riesgos y emociones que él solo podía representar en la pantalla. Con Hughes, no había focos que separaran la fantasía de la realidad.
A principios de 1937 Hughes anunció que iba a volar con su H-1 Winged Bullet, como él lo llamaba, desde Burbank hasta Newark sin escalas. Grant, al igual que el resto del país, contuvo la respiración mientras seguía la aventura por la radio y se sintió muy aliviado cuando Hughes aterrizó sano y salvo siete horas, veintiocho minutos y veinticinco segundos después del despegue, estableciendo un récord de aviación que duraría años. Ese vuelo convirtió a Hughes en un ídolo para los norteamericanos aficionados a la aviación, casi tan popular como uno de sus propios ídolos, Charles «Lucky» Lindbergh, estadounidense hasta la médula, cuyo vuelo en solitario desde Nueva York a París en 1927 suscitó el interés por la aviación en todo el mundo. En el vuelo de regreso, Hughes se detuvo en Washington D. C., donde el presidente Roosevelt lo recibió en la Casa Blanca y le entregó el Harmon International Trophy. Cuando llegó a Los Ángeles, Grant organizó una gran fiesta para Hughes en el famoso Trocadero[129], un local nocturno de Sunset Boulevard.
La ausencia de Randolph Scott, el hombre que les había presentado, fue llamativa. Efectivamente, cuanto más tiempo pasaba Grant con Hughes, menos veía a Scott. Era una yuxtaposición extraña: Scott siempre había sido el más rico y sociable de los dos y, aunque Grant se casó primero, fue él quien consiguió que su matrimonio funcionara al elegir a una mujer adinerada que vivía a más de dos mil kilómetros de distancia. Él ejemplificaba lo que Hughes había intentado explicarle a Grant sobre las mujeres, el «amor» y la necesidad de «obrar con inteligencia». Aunque no tenía por costumbre quejarse y nunca discutió abiertamente con Grant, era muy severo, sobre todo con la «locura» de Grant con Cherrill, un episodio que dejó una cicatriz en la relación entre los dos hombres.
La amistad con Hughes hizo también que Grant viera con otros ojos la intensidad de su relación con Scott, que en ocasiones resultaba asfixiante y ahora parecía más bien un matrimonio. Sin embargo, nunca hablaban de ello, ni siquiera durante las esporádicas visitas de la esposa de Scott, que siempre preguntaba por qué Grant seguía allí.
Una mañana, mientras Grant tomaba el sol junto a la piscina, su vecino, el legendario director de comedias Hal Roach, apareció para darse un chapuzón. Ambos se habían hecho buenos amigos y Grant le había invitado a pasar siempre que quisiera darse un baño.
Roach, como Mack Sennett, había sido un productor de éxito de comedias mudas pero, a diferencia de este, fue capaz de seguir produciendo divertidas películas sonoras. De todos los géneros cinematográficos, la comedia fue el que experimentó la transformación más profunda con la aparición del sonido: el énfasis necesariamente debía pasar del extraordinario histrionismo de Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Laurel y Hardy y los demás grandes del cine mudo al humor de los diálogos rápidos, a veces para mejor y mucho más a menudo para peor. Entre quienes consiguieron hacer la transición sin problemas se contaban Laurel y Hardy, que encontraron voces que no solo se correspondían con las reacciones que hasta entonces expresaban con miradas y movimientos de los brazos, sino que de hecho aumentaron la comicidad de sus personajes, hasta tal punto que en 1932 Roach y la pareja cómica consiguieron el Oscar al mejor cortometraje por The Music Box (MGM). Ahora, un año después de su segundo premio de la Academia[130], Roach estaba impaciente por hacer largometrajes y buscaba una nueva película para producir. En Topper, la popular novela de Thorne Smith, creyó encontrar todos los elementos necesarios para una película de éxito: una trama simple pero divertida, buenos personajes, maridos calzonazos, mujeres enérgicas y fantasmas. Cuando George y Marion Kerby, miembros de la alta sociedad que se sienten en su elemento con trajes de etiqueta y joyas de Tiffany, mueren inesperadamente en un accidente de coche, se convierten en fantasmas, que a veces se dejan ver. Entonces se dedican a ayudar al socio de George, rico pero sumiso, a liberarse de las riendas de su bienintencionada pero mandona esposa. Tras haber producido cierto número de historias de fantasmas tanto en la etapa del mudo como en la del sonoro con Laurel y Hardy, Roach sabía que eran comedias infalibles, que demostraban lo que se podía hacer en pantalla y no en el teatro.
Aquella mañana, mientras se daba un chapuzón en la piscina de Grant, Roach habló como si tal cosa de su nuevo proyecto y fingió que de pronto se le había ocurrido que Grant podía interpretar el papel de George Kerby, el galán romántico. Por supuesto, todo estaba planeado; Grant lo sabía y Roach sabía que lo sabía. Divertido por la obviedad del engaño, el actor se echó a reír como parte del juego y, cuando Roach insistió, declinó amablemente la oferta. Dijo que su agente nunca le permitiría trabajar por menos de cincuenta mil dólares, que era su nueva tarifa y estaba muy por encima (creía él) de lo que estaría dispuesto a pagarle Roach, que venía de la época en que los actores cobraban cinco dólares al día por trabajar en cortos cuyo presupuesto total era a menudo inferior a la tarifa de Grant.
Sin dejarse desanimar, Roach sacaba el tema cada vez que veía a Grant, desoía los consejos de llamar a Vincent y apelaba en su lugar a la amistad que les unía. A Grant le caía bien y admiraba mucho sus películas, especialmente las comedias mudas, de modo que, como un favor personal, decidió aceptar si Roach accedía a darle un porcentaje y el rodaje era rápido. El productor estuvo de acuerdo y enseguida contrató al realizador Norman Z. McLeod para dirigir Una pareja invisible. La elección sorprendió y molestó a Grant, que había trabajado con McLeod en el pasado, en la producción de la Paramount Alicia en el país de las maravillas, y no guardaba buenos recuerdos de la experiencia. De hecho, no le gustaba casi nada de aquella película, y había confiado en que Roach contratara a alguien más moderno, alguien con más talento para el estilo de comedia burlesca que hacía.
A decir verdad McLeod poseía un tremendo talento; no en vano había dirigido uno de los mejores largos de los hermanos Marx para la Paramount, Pistoleros de agua dulce (1931), una película que los mostraba en todo su esplendor anárquico. Además, había trabajado con Roach antes y, pese a los reparos de Grant, sabía exactamente lo que el productor quería —una comedia sobre fantasmas ágil, vigorosa y con un agudo sentido del ritmo— y eso fue justo lo que hizo.
En realidad, la verdadera razón por la que Grant aceptó la oferta de Roach tenía menos que ver con la amistad que con la ambición. Tras haber conseguido por fin la independencia profesional, ahora más que nunca quería actuar en una comedia. Como declararía más adelante: «Durante años había suplicado a la Paramount que me dejara hacer otra cosa aparte de papeles de galán romántico. Les decía que yo debería estar haciendo comedia ligera. Ellos no me escuchaban. Cuando se acabó mi contrato y me ofrecieron renovarlo, les pregunté: “¿Podré escoger los papeles?”. Y ellos dijeron que no. De modo que no lo renové… La primera comedia que hice como independiente fue Una pareja invisible»[131].
Durante el rodaje a Roach se le ocurrió un cambio que creyó que mejoraría el guión, pero Grant se negó a aceptarlo. Sencillamente no cuadraba con la idea que tenía del «nuevo Cary Grant». Roach decidió a media producción que quería convertir la película en una sátira del matrimonio haciendo que los Kerby renovaran sus votos después de morir y reaparecieran como fantasmas. Si George Kerby aún quería a Marion como esposa, debía conquistarla. Grant rechazó la idea, fiel a la promesa que se había hecho después de trabajar con Mae West; si el personaje de Constance Bennett le deseaba, si algún personaje femenino de la pantalla le deseaba, a partir de entonces sería ella la que tendría que conquistarle.
A Roach, que desconocía las razones de la negativa de Grant a cortejar a Bennett en la pantalla, su actitud le pareció incomprensible. Que los hombres persiguieran a las mujeres era la esencia de la comedia, reflejo de cómo era el mundo en realidad. Después de darle vueltas llegó a la conclusión de que la verdadera razón de Grant podía resumirse en dos palabras: Ginger Rogers. Ignorando su orientación sexual y su negativa a competir con Hughes por el amor de Rogers, pensó que a Grant no debía de irle bien con la actriz, pues de lo contrario ya la habría conseguido, y no deseaba arriesgarse a perderla por perseguir a otra mujer, aunque solo fuera en una película. Su disparatado razonamiento era mucho más original y divertido que nada de lo que finalmente se le ocurrió para Una pareja invisible.
Un aspecto del trabajo en la película que intrigó a Grant fue que Norman McLeod usara dibujos para enseñar a los actores cómo deseaba que aparecieran en una escena (en lugar de cómo quería que actuaran). La comedia basada en la gestualidad era algo sobre lo que Grant quería aprender más. McLeod usaba los dibujos para enseñar expresiones faciales, posiciones corporales y, en general, la puesta en escena que quería en cada plano. Grant los estudió hasta que creyó haber captado el personaje que McLeod tenía en la cabeza. Con la ayuda del director, experimentó con todas las posibilidades de la comedia, no solo para realzar la imagen cinematográfica de Cary Grant, sino fundamentalmente para redefinirla.
El siguiente reto de Grant en aquel proyecto fue menos creativo que comercial. Roach quería que su nombre encabezara los carteles junto al de la protagonista, Constance Bennett, a lo que él se mostró reacio. En Hollywood (entonces y ahora) la posición que un actor ocupaba en el cartel se traducía en dinero, y una de las principales razones por las que Grant se arriesgó a ser independiente era que ya no quería desempeñar más el papel de segundón, el actor que figuraba en los títulos de crédito detrás de las grandes estrellas femeninas de la Paramount. Pero de nuevo, como un favor personal hacia Roach, cedió.
La primera elección de Roach para interpretar a Cosmo Topper era W. C. Fields, otro veterano artista de vodevil, a quien Grant admiraba mucho y con quien tenía muchas ganas de trabajar. Cuando Fields rechazó el papel, Roach se lo dio a Roland Young. Curiosamente, al principio de su carrera Grant había trabajado de actor secundario en varias películas protagonizadas por Young, cuando la Paramount creía que este sería el siguiente gran galán de Hollywood. El papel de Grant era claramente el mejor, pero seguía molestándole que en los títulos de crédito Young apareciera como actor principal.
Una pareja invisible se estrenó el 16 de julio de 1937 y, para satisfacción de Roach y Grant, obtuvo un enorme éxito y cautivó la imaginación del público aquel verano. Llegó a ser la segunda película más taquillera del año, un paso gigantesco en la carrera de Grant, así como una sólida inversión financiera, que arrojó considerables dividendos. Fue con diferencia el mejor y más popular filme de Grant hasta la fecha, pero antes de que el año acabara el actor superaría su trabajo en Una pareja invisible en todos los sentidos.
Cuando la película se estrenó, Grant sentía una pasión casta por otra aspirante a actriz de Hollywood, la joven y bella Phyllis Brooks, a quien había conocido un fin de semana poco después de que comenzara el rodaje de Una pareja invisible.
Aquel viernes por la tarde había ido con Ginger Rogers por la carretera de la costa hasta San Simeón, donde iba a participar en uno de los torneos de tenis para famosos que a Hearst le gustaba organizar en los terrenos de su castillo. Por su condición atlética, Grant se colocó entre los jugadores de Hollywood más destacados, tan solo por detrás de Chaplin, que tenía mucha menos habilidad natural pero jugaba con mucha más ferocidad. Durante el fin de semana, como siempre, había una serie de actividades programadas: equitación, cenas suntuosas en el salón increíblemente recargado y proyección de largometrajes en la moderna y bien equipada sala de cine del castillo. Aquel fin de semana, como siempre, los anfitriones eran William Randolph Hearst y Marion Davies. A Grant le encantaba la compañía de ambos, que a su vez sentían aprecio por él, sobre todo Hearst. Grant estaba entre las contadas celebridades de Hollywood que eran bienvenidas tanto en San Simeón como en la mansión de los todavía bien casados Hearst de Sands Point, en el estado de Nueva York, donde la élite intelectual de la costa Este eran los privilegiados huéspedes favoritos.
Grant disfrutaba con la teatral aparición que Hearst hacía siempre en el cóctel previo a la cena, en solitario, y justo antes que Davies; se reunían en el salón y se saludaban de una forma muy ceremoniosa: ella tendía la mano para que él la besara. Apreciaba y respetaba las excentricidades de la pareja, como su severa política respecto al alcohol (nada excepto cócteles y vino), que Hearst imponía por deferencia hacia Marion, a quien no le gustaba el alcohol. Grant y la mayoría de los demás invitados a quienes les gustaba beber se saltaban la norma pasando antes de la cena por la habitación de David Niven, que compartía con ellos la provisión secreta que siempre llevaba consigo y escondía bajo la cama de invitados Richelieu.
Aquel fin de semana acudieron al suntuoso evento muchas de las figuras más glamourosas de Hollywood, entre ellas Chaplin, a quien por fin Grant pudo conocer, y Tyrone Power, a quien acompañaba Phyllis Brooks (Brooksie para sus amigos). De todos los invitados, ninguno llamó tanto la atención de Grant como aquella preciosa joven. Pese a que no le dijo nada en todo el fin de semana, luego no pudo olvidarla[132].
Phyllis Steiller (verdadero apellido de Brooks) era una belleza que había llegado a Hollywood desde el Medio Oeste con la esperanza de que su cara y su cuerpo la ayudaran a triunfar en el cine. Era de carácter afable y risa fácil, y tenía la costumbre de pasarse la mano por el cabello antes de apartarlo. También le gustaba blasfemar como un carretero. Recordaba a Carole Lombard por su personalidad, su atractivo y su ingenio, y así fue como consiguió un contrato para trabajar en los estudios Universal en 1934. Como allí no tenían nada para ella, la dejaron marchar. Pasó a la RKO, que le dio papeles en varias películas de serie B y luego no le renovó el contrato, por lo que fue a parar a la Fox. En aquel momento era de nuevo una aspirante a actriz, una entre muchas caras bonitas sin nombre que iluminaban la pantalla como una bengala el Cuatro de Julio, solo para consumirse rápidamente y caer en el olvido.
Pronto se vio relegada a funciones meramente decorativas. Los ejecutivos del estudio le asignaban la tarea de acudir a los estrenos con los actores sin pareja. Todo el mundo celebraba su frecuente presencia en esos actos, incluso los cínicos e incordiantes periodistas de cotilleos, que sonreían con suficiencia a cualquier mujer que acompañara a un atractivo soltero de Hollywood si no había noticias de boda. Louella Parsons en particular sentía especial cariño por Brooks y nunca dejaba de escribir frases entusiastas cuando la hermosa y joven rubia aparecía en un estreno.
Brooks era un ave nocturna, cuyo territorio favorito resultó ser el mismo que el de Grant, el Trocadero de Sunset Strip, donde la realeza masculina de Hollywood (y sus acompañantes del momento) sabía que podía estar a salvo de los cazadores de autógrafos y de los fotógrafos independientes, que debían quedarse ante la entrada principal con la esperanza de obtener una foto del último ídolo de la pantalla que pudieran vender. Fue allí donde una noche Grant volvió a ver a la impresionante Brooks; la joven iba del brazo de su agente, Walter Kane, que la llevaba como si fuera un valioso adorno que pudiera vender al mejor postor, esto es, quien ofreciera a la actriz un buen contrato para hacer una película.
Aquella noche Eleanor French, amiga tanto de Grant como de Brooks, estaba en el Trocadero. French, una cantante de sala de fiestas a quien Grant había conocido cuando trabajaba en los teatros neoyorquinos, había ido a la costa Oeste de vacaciones. A él siempre le habían gustado su ingenio y su forma de inclinar la cabeza hacia un lado y sonreír mientras contaba un chiste picante. Cuando Grant le preguntó si conocía a la joven que compartía mesa con Kane, French sonrió, dijo que por supuesto, lo acompañó hasta allí e hizo las presentaciones.
Al final de la noche, Brooks insistió en que debían volver a quedar los tres y Grant, sin dudarlo, explicó que su amigo Randolph Scott estaba a punto de regresar de unas breves vacaciones en Virginia para trabajar en su nueva película, El último mohicano, y que sería un buen detalle celebrar una fiesta de bienvenida. Brooks aceptó enseguida y la idea se selló con un brindis de tres copas vacías.
Lo que parecía una feliz coincidencia no lo fue en absoluto. Esa noche, Brooks reconoció a Grant en cuanto él entró en el club. Aún estaba enamorada de Tyrone Power, pero sabía que no conseguiría nada porque los sentimientos del actor pertenecían a la estrella del patinaje sobre hielo Sonja Henie. (Henie estaba fuera del país cuando Brooks acompañó a Power a San Simeón). Buscaba un soltero cotizado y, por lo que ella sabía, ninguno era más deseable que el actor que acababa de conocer, el cual no tenía pareja y era aún más guapo que Tyrone Power: Cary Grant. Sabiendo que su amiga Eleanor iría a visitarla, que conocía a Grant y que este solía frecuentar el Trocadero, ideó un elaborado (e innecesario) plan para hablar con él, por lo visto sin saber que Grant también se había fijado en ella aquel fin de semana en San Simeón. Cuando al final de la velada él invitó a ambas a organizar una fiesta de bienvenida para Scott, Brooks se sintió como mínimo eufórica.
Pronto empezó a salir con Grant con regularidad y, al cabo de unas semanas, se refería a él como «el amor de su vida»[133].