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Las estrellas de cine se mueven en un éter tan íntimo para nosotros como los sueños. Por eso las estrellas de cine a menudo nos parecen tan cercanas, o más cercanas a nosotros, que nuestros seres queridos[98].

Peter Rainer

Incluso antes de que el Berengaria atracara en Nueva York Cary Grant ya sabía que su matrimonio con Virginia Cherrill había acabado. Durante el viaje ella había hablado de la clase de hogar que deseaba construir para ambos. Cuanto más elegante y sofisticado lo imaginaba ella, más se horrorizaba Grant. Cuando vivía con Scott, a quien le encantaba la clase de decoración recargada que solo los herederos de las fortunas sureñas podían permitirse, Grant se conformaba con tener en la casa de las colinas un par de sillas, su cama favorita, agua caliente, una radio y una nevera. Scott llenó la casa por ambos y Grant lo aceptó sobre todo para complacerle. No tenía la intención de satisfacer del mismo modo a su esposa.

Había otros problemas. Durante el largo viaje a casa Cherrill estuvo muy parlanchina y habló de todo, desde poesía hasta gastronomía. Por desgracia, nada de lo que decía le interesaba a Grant. Él apenas tenía educación académica y no se consideraba un intelectual ni un gourmet. En sus conversaciones con Scott, básicamente teorizaban sobre el modo de incrementar su control creativo y sus beneficios económicos en las películas en las que trabajaban aprobando el guión, el reparto y los directores, consiguiendo una parte de los beneficios, garantías salariales contra los abusos, etcétera. A Cherrill, por otro lado, no le gustaba hablar del arte de la interpretación ni del trabajo de actor. Le aseguró a Grant que estaba más que dispuesta a abandonar su carrera en el cine, y así era. Quizá no fuera una mujer hogareña, pero sabía que podía ofrecer a su esposo su belleza y la promesa de buen sexo que la acompañaba; dos cosas que a Grant, al menos por el momento, no le interesaban en absoluto. Era como si Grant hubiera puesto todo su empeño en conquistar a la chica; como en las películas, una vez que la pareja se casaba, la historia se terminaba. A la mañana siguiente del que debería haber sido el mejor día de su vida, Grant casi pareció sorprenderse de que Cherrill siguiera allí.

Tras su llegada a Nueva York Grant pareció animarse y, en lugar de una luna de miel oficial, robó cuarenta y ocho horas al estudio y reservó una suite en el hotel Raleigh, en el centro de Manhattan. Durante los dos días siguientes disfrutó ofreciendo a Cherrill una visita guiada por la ciudad que él había conocido en los años veinte. Le enseñó todos los lugares que fueron importantes para él: el hotel donde se hospedó cuando estaba con la troupe Pender, el pequeño apartamento que compartió con Orry-Kelly, los preciosos teatros de principios de siglo en los que había actuado, y los animados garitos que frecuentaba cuando tenía poco dinero o estaba sin blanca. Fue una repetición de su tour por Bristol, sin el trauma emocional añadido.

Cherrill observó con cierta sorpresa que a Grant le gustaba lo que ella consideraba la zona más sórdida de la ciudad. Cuando hizo una broma sobre los adolescentes ingleses con los que él había tenido que vivir, Grant, sin aflojar el paso, le habló de los juegos con los que solían divertirse, como medirse el pene para ver quién lo tenía más largo, «las pajas en grupo», restregarse uno contra otro por las noches para proporcionarse consuelo… todas esas cosas, añadió con una media sonrisa, que pasan en los dormitorios de los internados masculinos de toda Inglaterra, desde Eton hasta Oxford. Como Cherrill comentaría más adelante a amigos y conocidos, y escribiría en sus diarios, fue lo más cerca que estuvo nunca Cary Grant de admitir delante de ella que era bisexual. No es extraño que la «confesión» de Grant, su forma de intentar explicarse a sí mismo frente a ella ahora que eran marido y mujer, la dejara consternada. Incapaz de ver apenas sin sus gafas y siempre reacia a llevarlas en público, Virginia caminó estupefacta con su esposo por las calles de la ciudad.

Después de esos dos días (durante los cuales, según Cherrill, el matrimonio no llegó a consumarse) ella estaba más que dispuesta a subir al tren Santa Fe Chief, en la estación Grand Central, para emprender el viaje de tres días hasta Los Angeles.

En la estación Union, en el centro de Los Ángeles, les esperaban docenas de paparazzi, a quienes el estudio había informado de su llegada y que estaban impacientes por fotografiar a los recién casados. Para evitar el encuentro con ellos, que a Cherrill le apetecía mucho, Grant insistió en que salieran a hurtadillas por una puerta lateral y subieran a la limusina que él había pedido con antelación en previsión de la marea de periodistas.

Fueron directamente a la casa de West Live Oak Drive. Para desesperación de Cherrill, Randolph Scott les esperaba en la puerta. Fue entonces cuando ella supo que él no se había mudado, que seguía viviendo en la casita, al parecer sin intención de marcharse. Mientras Grant cruzaba con su esposa el umbral, el otro miembro del hogar, Archie Leach, soltó un sonoro ladrido a Virginia, salió por la puerta trasera y desapareció. La huida del perro sumió de nuevo a Grant en el desánimo, hasta que al cabo de siete días el agotado animal volvió casa con las orejas gachas.

Grant apenas tuvo tiempo de celebrarlo, ya que el estudio, que le había concedido unos días libres para buscar al perro, exigió su vuelta al trabajo. Zukor le necesitaba para rodar la mayor cantidad de cintas posible, en previsión de la inminente quiebra del estudio y la liquidación de sus activos, de los cuales las películas eran los más valiosos.

La primera producción en la que Grant intervino al regresar a Hollywood fue Princesa por un mes, de Marion Gering, coprotagonizada por Sylvia Sidney y producida por la nueva productora independiente de B.P. Schulberg (la distribución corría a cargo de la Paramount), creada mientras Grant estaba en Londres. La marcha oficial de Schulberg de la Paramount preocupó a Grant, que siempre lo consideró su principal valedor en el estudio.

Princesa por un mes es una versión del clásico tema del príncipe y el mendigo que intercambian su identidad. Una princesa (Sidney, con un extraño acento asiático, pese a que su personaje supuestamente era de origen europeo: el «mítico reino de Taronia») enferma de gripe en un momento especialmente inoportuno. Contratan a una actriz (también Sidney) para que se haga pasar por ella y engañe a un director de periódico neoyorquino (Grant) que ha criticado a la princesa. En cuanto él la «conoce», se enamora de la doble. Las bufonadas se prolongan durante setenta y tres tediosos minutos. Grant detestó todo lo relacionado con esta película, incluyendo la rapidez con que se rodó y el hecho de que, una vez más, le adjudicaran un papel que Gary Cooper había rechazado. El filme estuvo listo para su estreno en mayo, apenas cuatro meses después del regreso de Grant y Cherrill de Inglaterra.

Cherrill, entretanto, se sentía incómoda bajo el mismo techo que Grant y Scott y, en cuanto terminó el rodaje de Princesa por un mes, insistió en que Grant y ella se fueran a vivir solos. Él, solícito pero de mala gana, alquiló un apartamento en el complejo La Ronda, en Havenhurst, al este de Hollywood. Al día siguiente Scott alquiló el apartamento contiguo y Cherrill se puso histérica. Mientras Scott trasladaba sus cosas, ella y Grant se enzarzaron en una espectacular pelea, que duró hasta bien entrada la noche. A esas alturas Grant estaba convencido de que el divorcio era el único remedio a la desgracia en la que él mismo se había sumido casándose con Cherrill. Lo habría solicitado ya de no ser por dos cuestiones. La primera era de orden práctico: su tacañería natural le hacía temer el divorcio y la pensión alimenticia, en un estado en el que los obligados pactos por «diferencias irreconciliables» se dictaban en función del lugar de residencia, no del de la boda, y casi siempre suponían dividir los bienes a partes iguales. No le apetecía entregar la mitad de lo que tenía por haber cometido un estúpido error. La segunda cuestión era más compleja. Por encima de todo no deseaba aparecer como un hombre que abandonaba a alguien, ni siquiera a su esposa, especialmente a su esposa, una clara evocación del abandono de Elsie por parte de su padre. De modo que Grant estaba paralizado emocionalmente y más alejado si cabe de Cherrill. Cuando hablaban, él evitaba abordar el gran tema y discutía con ella por cualquier insignificancia.

Sus constantes riñas continuaron mientras se estrenaban cuatro películas mediocres de Cary Grant con «esmoquin», en las que se implicó muy a gusto, aunque solo fuera para evadirse de la situación que vivía en casa. Se rodaron todas en siete meses y ninguna recuperó costes. El 18 de mayo de 1934 se estrenó Born to Be Bad, de Lowell Sherman, coprotagonizada por Loretta Young, y para la que Grant fue cedido a la 20th Century de Darryl F. Zanuck. En El templo de las hermosas, de Harlan Thompson, con Helen Mack como pareja, Grant cantó «Love Divided by Two», que Leo Robin y Ralph Rainger escribieron para él. En ¡Atención, señoras!, de Frank Tuttle, Grant actuó con Frances Drake, y en una de las últimas películas de la Paramount Publix, Mi marido se casa, de Elliott Nugent, compartió protagonismo con Elissa Landi.

En esas películas se veía a Grant con las manos en los bolsillos, intentando mostrarse sofisticado e incluso interesado. La recuperación de aquella pose de las manos en los bolsillos era una manifestación del aburrimiento que sentía interpretando una y otra vez el mismo personaje carente de interés, y su permanente inseguridad como actor, que siempre salía a relucir cuando se sentía vulnerable por falta de un buen guión, un director sólido, un responsable de iluminación con talento o un fotógrafo perfeccionista. Desde luego, lo más notable de esas películas es lo parecidas y mediocres que son, la fotografía en blanco y negro más efectista que brillante y la mecánica puesta en escena. Eran pura y simplemente productos, los últimos de una cadena de producción de la Paramount Publix, que al final se especializó en la realización de esas películas apresuradas, repetitivas y banales.

De las actrices protagonistas con las que Grant trabajó en esas producciones, Landi era la que más le gustaba, pero no por las razones que cabría pensar. En aquella época Landi luchaba por abrirse camino como actriz sin estar vinculada a ningún estudio (pese a que varios, entre ellos la Paramount, le habían ofrecido un contrato). No llegó a ser una estrella, pese a su belleza y su atractiva personalidad en pantalla, lo que al menos en parte se debió a su negativa a convertirse en una actriz contratada por alguno de los grandes estudios; un acto de valentía y tenacidad que Grant admiraba. El fallido intento de independencia de Landi fue un primer punto de referencia y un ejemplo perfecto para Grant, cuyo creciente deseo de conseguir el control de su propio destino cinematográfico le hacía sentir, sobre todo después de esas últimas películas, como un ratón en una rueda, que, por más que corra, nunca llega a ningún sitio.

Poco después, Grant solicitó a Zukor y su arruinado estudio que le cedieran a la MGM, que planeaba realizar una versión cinematográfica del popular libro El motín del Bounty, de Charles Nordhoff y James Norman Hall. En aquel momento el préstamo de intérpretes entre los estudios era tan habitual que Irving Thalberg, el legendario jefe de producción de la MGM, no dudó en decirle a Grant, en una fiesta a la que ambos asistieron, lo mucho que le gustaría que hiciera el papel del guardia marina Roger Byam. Siempre encantador y locuaz, Thalberg le contó que era un papel especial, que exigía personalidad y grandes dosis de inteligencia, una actitud segura y elocuencia racional, un equilibrio entre los extremos que representaban el malvado capitán Bligh y el idealista Fletcher Christian. La película iba a ser una de las espectaculares producciones de la MGM plagada de estrellas. Charles Laughton encarnaría al capitán Bligh, y Clark Gable era el actor en el que estudio pensó siempre para el papel de Fletcher Christian.

Grant envidiaba el insultante éxito de Gable (y su salario de cuatro mil dólares a la semana) y deseaba por encima de todo trabajar en una película con él, consciente de que estaba destinada a ser un éxito de taquilla y a dar impulso a la carrera de todos cuantos intervinieran en ella. Enseguida leyó el libro y luego el guión, y creyó que era perfecto para el papel de Byam. Entonces Thalberg se puso en contacto con la Paramount para organizar la cesión de Grant, que el responsable de producción de la MGM consideró en aquel momento una mera formalidad. Según Thalberg era impensable que la Paramount, económicamente asfixiada, rechazara el trato, sobre todo la sustanciosa cantidad que cobraría por los servicios de Grant, al que seguirían pagándole setecientos cincuenta dólares a la semana.

Thalberg consultó a Zukor, que temía exactamente lo que Thalberg preveía: que la película convirtiera a Grant en una de las mayores estrellas de Hollywood. A Grant aún le quedaba un año de contrato y Zukor opinaba que al estudio no le convenía que aumentara el valor del actor. Pensó que sería mejor mantenerle en un nivel que permitiera renovar su contrato por un porcentaje pactado. Resultó ser un costoso error de Zukor, que alteró definitivamente la dirección de la carrera de Grant.

A Grant, como era de prever, le indignó la decisión de Zukor de no permitirle trabajar en Rebelión a bordo y juró que, cuando expirara su contrato, no lo renovaría, por mucho que le ofreciera la Paramount. Para colmo, Franchot Tone, que finalmente interpretó el papel que Thalberg quería darle a Grant, consiguió una nominación al Oscar como mejor actor en 1935[99].

Todo aquello sucedía mientras el matrimonio de Grant y Virginia Cherrill seguía precipitándose por la pendiente. La rabia y confusión acumuladas de Grant se convirtieron en inseguridad y paranoia. Sentía unos celos irracionales cuando sospechaba que un hombre estaba sexualmente interesado por su esposa, una actitud irónica en alguien que no mostraba el menor interés sexual por ella. (De hecho, si hubiera pensado con claridad, se habría dado cuenta de que si ella se iba con otro hombre le daba la excusa perfecta para presentar una demanda de divorcio y salir prácticamente indemne desde el punto de vista económico).

Aquel septiembre, mientras cenaban en un restaurante, Virginia entrecerró los ojos para leer el menú, como de costumbre, pero Grant pensó que estaba coqueteando con alguien de otra mesa. Eso dio pie a una discusión que duró hasta que llegaron a casa, donde subió de tono y, según Cherrill, Grant le cruzó la cara de un bofetón[100].

Al día siguiente ella hizo las maletas y volvió al apartamento de su madre en Hancock Park, jurando que no volvería a vivir bajo el mismo techo que un loco.

«A ella le gustaba coquetear, de eso no hay duda, sea o no cierto el incidente que provocó la violencia —recordaba Teresa McWilliams—. Y él era muy celoso. Ella tenía una risa encantadora y disfrutaba con los halagos de los hombres, y Cary era terriblemente posesivo. Supongo que a su manera estaba loco por ella. Sin embargo, lo que la llevó a marcharse fue la noche que le pegó. Ella aún le quería, pero empezaba a tenerle miedo y, debido a aquel bofetón, ese miedo no iba a desaparecer».

Grant sabía que había llegado demasiado lejos. Al día siguiente no quedaban restos de su furia, sustituida por un profundo remordimiento. Durante los días y las semanas siguientes bebió muchísimo y a menudo se le veía en el estudio, durante los ensayos o mientras repasaba los diálogos, con un vaso de papel lleno de whisky, que intentaba hacer pasar por té.

Por la noche acudía a Scott en busca de compasión, pero no la encontraba. Scott estaba encantado de que Cherrill se hubiera marchado por fin. Aparte de que ella les había aguado la fiesta, él no la soportaba. La consideraba pretenciosa, aburrida, ególatra y maleducada, y su incesante risa le sacaba de sus casillas. Le dijo a Grant que debía dar gracias por haberse librado de aquella mujer.

No obstante, Grant intentó desesperadamente recuperar el contacto con Cherrill. La última semana de septiembre, por fin consiguió que se pusiera al teléfono y le suplicó que volviera a su apartamento de La Ronda. Ella aceptó quedar con él en una fiesta, convencida de que entre la multitud estaría a salvo. Sin embargo, en cuanto estuvieron juntos, Grant fue incapaz de controlar su ira. La acusó airadamente de serle infiel durante la separación, exigió saber con quién había estado y aseguró que su regreso a casa de su madre no era más que una endeble tapadera.

Nunca volvieron al apartamento. Cherrill se marchó sola de la fiesta y al día siguiente se puso en contacto con la periodista Louella Parsons, de quien se había hecho buena amiga, para darle la «¡Exclusiva!» sobre «¡La separación de Cary Grant y Virginia Cherrill!». En su siguiente columna, Parsons informó de que Cherrill le había dicho lo siguiente: «Si es algo definitivo o no corresponde a Cary decidirlo. No entraré en los motivos de nuestros problemas, pero las cosas han ido de mal en peor. Dejé a Cary hace dos semanas y consulté a un abogado, pero luego hicimos las paces, y yo esperaba dar una oportunidad a nuestro matrimonio porque estoy enamorada de mi marido».

Para Grant, que no soportaba a los periodistas de cotilleos, sobre todo desde que empezaron a escribir con irritante regularidad sobre su relación con Randolph Scott, el último intento de Cherrill de recurrir a uno para enviarle un mensaje personal fue intolerable. Pese a la insinuación de que su matrimonio tal vez tenía aún salvación, Grant sabía de sobras cómo funcionaba Hollywood para comprender que la entrevista de Cherrill tenía que ver con la estrategia de su abogado para conseguir un acuerdo lucrativo en la causa de divorcio más que con otra cosa.

Para empeorar las cosas, Scott quedó horrorizado al ver los problemas maritales de Grant en los periódicos (pese a que hasta cierto punto era un alivio que le relacionaran con una mujer, en lugar de las habituales insinuaciones sobre ellos dos).

Al final de la semana siguiente Grant bebía cada vez más, sus súplicas telefónicas a Cherrill eran cada vez más desesperadas (y solo consiguieron reafirmarla más) y se había sumido en una desolación cada vez más tortuosa. La noche del 4 de octubre, justo después de cenar solo, volvió al apartamento que había compartido con Cherrill y llamó a sus amigos más íntimos, incluido Scott, que vivía al lado, para ofrecerles una serie de inconexas excusas por su mal comportamiento y añadir unas palabras que sonaban vagamente a despedida. Luego hizo una última llamada a Cherrill, le suplicó que volviera y, cuando ella se negó, le dijo que iba a suicidarse.

Después de unos momentos de silencio Cherrill, curtida en los vaivenes emocionales de su relación, colgó, esperó y, al ver que el teléfono no sonaba, llamó a Grant. Contestó Pedro, el chico filipino que trabajaba de criado de Grant a tiempo parcial y que justo aquella noche estaba de servicio. A Cherrill le preocupó que no fuera Grant quien contestara y se lo hizo saber a Pedro, que dijo que iría a ver cómo se encontraba Grant, que estaba en su habitación. Colgó el auricular, entró en el dormitorio y encontró a su jefe tendido en la cama, en calzoncillos, con una jarra de agua y un gran frasco de somníferos medio vacío en la mesilla de noche. Aterrorizado, Pedro llamó a la policía y a las dos y veintiocho una ambulancia llegó con su estridente sirena ante la puerta. El personal médico entró a toda prisa. Conectaron a Grant a un respirador, le colocaron en una camilla y le llevaron al Hollywood Hospital. Allí le realizaron un lavado de estómago y un análisis de sangre y, pese al temor inicial de Cherrill de que hubiera tomado una sobredosis mortal, enseguida se recuperó. Más tarde los médicos le dijeron a Virginia que no habían encontrado más que rastros de un solo somnífero en la sangre de Grant, pero que la concentración de alcohol era peligrosamente alta.

De algún modo la historia del «intento de suicidio de Grant» llegó a los titulares de los periódicos de la tarde siguiente y, con la ayuda del departamento de publicidad de la Paramount, Grant consiguió inventar una explicación. El estudio le indicó que declarara que «estuve en una fiesta con unos amigos, y cuando llegué a casa intentaron gastarme una broma. Llamaron a la policía después de que me acostara. Fue una broma colosal»[101].

Y una mentira colosal.

No hay ninguna prueba de que hubiera alguien con Grant aquella noche, pero sí están registradas las llamadas que efectuó el 4 de octubre. Más adelante, de hecho, cambió su versión del episodio: «Ya saben qué efectos tiene el whisky cuando se bebe a solas. Pone muy, muy triste». O sea, que nada de estar «en una fiesta con amigos». Añadió: «Empecé a telefonear a gente. Sé que telefoneé a Virginia. No sé qué le dije, pero las cosas se volvieron cada vez más confusas. Lo siguiente que recuerdo es que me llevaban al hospital»[102].

El incidente merecería solo un par de líneas (y así lo han considerado la mayoría de los biógrafos de Grant), si no fuera por su misteriosa y nunca completamente explicada estancia en el hospital de Inglaterra, el diciembre anterior, justo después de que descubriera que su madre en realidad estaba viva. ¿Qué enfermedad sufrió aquella vez para tener que permanecer varias semanas hospitalizado? Lo que es seguro es que no era un cáncer rectal. Un hecho aislado no es más que un episodio; cuando el mismo hecho se repite, crea una pauta. Es difícil no ver ninguna relación entre esos dos episodios en cierto modo parecidos y emocionalmente traumáticos. Lo más curioso es que todos los informes médicos relacionados con ellos han desaparecido.

El proceso de divorcio no fue particularmente escabroso, pero como los implicados eran un atractivo astro del cine y su preciosa e ingenua esposa apareció en primera plana[103]. La vista preliminar se celebró el 11 de diciembre de 1934 en el Tribunal Supremo de Los Ángeles, ante un magistrado del juzgado de pleitos matrimoniales que, irónicamente, se llamaba William Valentine. Cherrill testificó que en los tres meses que llevaban separados Grant apenas le había pasado dinero y, en consecuencia, había tenido que empeñar su anillo de pedida y su reloj de diamantes, además de pedir un segundo préstamo contra su coche, para poder comer. Durante ese tiempo, según ella, Grant le había entregado ciento veinticinco dólares. Ahora pedía mil al mes, hasta que finalizara la causa de divorcio, de forma que pudiera preparar adecuadamente su regreso a las pantallas.

Grant, a través de su abogado, hizo una contraoferta de ciento cincuenta dólares al mes. Cuando compareció ante el tribunal para explicar cómo había llegado a esa cifra, Grant dijo: «Ella se las arreglaba [con esa suma] hasta que nos casamos, así que puede volver a hacerlo».

El comentario fue suficiente para Valentine. Le ordenó que empezara a pagar a Cherrill setecientos veinticinco dólares al mes, hasta la sentencia definitiva y consiguiente disolución del matrimonio. Además, le exigió que depositara una fianza de veinte mil dólares para asegurar que sufragaría sus gastos legales y los de Cherrill. Por último, se le prohibió vender nada de su propiedad.

Una semana después, Cherrill modificó su demanda para añadir la acusación de que, durante su matrimonio, Grant «bebía en exceso, la agobiaba y maltrataba y amenazaba con matarla».

Si Cary se subía por las paredes, Zukor puso el grito en el cielo. Lo último que necesitaba era perder a su mejor y menos costoso actor con contrato por esa clase de escándalo. El día de Nochebuena, convocó a los abogados de ambas partes a una reunión secreta en un plató del estudio y advirtió a los de Cherrill de que, antes de llegar a algún acuerdo, ella debía retirar las acusaciones contra Grant relacionadas con el alcohol y las amenazas de violencia. Ellos aceptaron, a sabiendas de que a esas alturas tanto daba, pues las acusaciones habían encabezado ya las columnas de cotilleos para el consumo de la ávida opinión pública.

Cuando empezó el proceso de divorcio, Grant, todavía deprimido, no se presentó en el tribunal con el pretexto de que tenía que rodar unas tomas de sus dos últimas películas: Mi marido se casa, de Elliott Nugent, y Alas en la noche, de James Flood. Era una excusa razonable y se autorizó que sus abogados le representaran.

El 26 de marzo de 1935, se celebró una única vista de una hora durante la cual Cherrill, con su papel bien ensayado, ofreció suficientes «revelaciones» para los periódicos de la mañana siguiente. Su abogado, Milton Cross, especializado en divorcios de artistas de Hollywood, consiguió que declarara, entre lágrimas y en voz tan baja que Valentine tuvo que pedirle una y otra vez que hablara más alto, que su marido era «taciturno, huraño, aficionado a la bebida… y discutía conmigo por todo. Decía que era perezosa y que debía trabajar, pero cuando yo lo intentaba me desanimaba y se negaba a dejarme trabajar… estaba harto de mí y ya no quería vivir conmigo». Para apoyar sus declaraciones, los abogados de Cherrill llamaron al estrado a su madre, quien testificó que había visto a Grant «maltratar» a su hija varias veces.

A instancias de Zukor, Grant indicó a sus abogados que no interrogaran a Cherrill ni a nadie más, incluida su madre, y que no hicieran más comentarios en su nombre, ni ante la prensa ni en la sala ante el juez. Grant estuvo de acuerdo en que lo mejor era acabar con todo aquello, aunque tuviera que pagar un precio muy alto. Al final el juez declaró formalmente terminado el matrimonio de once meses y concedió a Cherrill la mitad de los bienes de Grant, de un valor aproximado de cincuenta mil dólares.

Menos de un mes después, Cherrill viajó sola a Inglaterra para disfrutar de unas largas vacaciones.

Grant, entretanto, abandonó de mala gana su apartamento en La Ronda y enseguida Scott dejó el suyo. Volvieron juntos a la casa bajo el letrero de HOLLYWOODLAND en West Live Oak Drive. Scott se sentía feliz por haber recuperado a Grant y optó por fingir que nada de lo relacionado con Cherrill había sucedido.

Grant, inconsolable, no necesitaba fingir. No había pasado nada y se odiaba a sí mismo por ello.