Aquella noche había otras dos personas fuera, y ocurrieron acontecimientos que habían de tener gran importancia para Anita y los suyos, así como para Puck, que dormía en su habitación del Trébol de Cuatro Hojas, mientras su despertador hacía tic-tac en su mesilla de noche.
Acabada la representación y cuando ya toda la gente del circo se hallaba a punto de acostarse, Einar quiso probar una vez más el salir airoso de la situación en la cual había fracasado, a pesar suyo.
Era una resolución difícil de tomar, ya que tenía más orgullo del que denotaba su apariencia humilde. Si había aceptado la tiranía de Bernardo, era exclusivamente a causa de su madre enferma. Más de una vez había debido refrenar su ira ante las afrentas del domador. En aquellos instantes, en la noche fresca, ante la roulotte de Bernardo, luchaba con su orgullo, que temía verse de nuevo humillado.
Finalmente, habiendo desechado sus dudas, subió los escalones y llamó a la puerta.
Bernardo estaba sentado ante su mesa y hablaba con una damita que formaba parte del número de los equilibristas, «Cuatro Tornados». Ante él había vasos y botellas. Entre los labios, sostenía un cigarrillo. Cuando se abrió la puerta, levantó los ojos y con voz que reveló su irritación, preguntó:
—¡Vaya, aquí está nuestro bien dotado amiguito! ¿Qué quieres?
—Yo… quisiera hablarle —tartamudeó Einar.
—No tengo tiempo. ¿De qué quieres hablarme? ¿Tienes dificultades de nuevo?
Antes de que Einar tuviera tiempo de contestar, la joven dama preguntó:
—¿Tenemos dificultades con el leopardo? Me ha parecido muy agitado esta noche en la actuación. Es muy peligroso, ¿verdad?
Bernardo se encogió de hombros.
—Peligroso… Sí, puede decirse así… Los animales nacidos en cautiverio son siempre peligrosos, ya que les consta que en el fondo los hombres nada podemos contra ellos. Los animales salvajes tienen la idea de que el hombre les es superior y por tanto es más fácil atemorizarles. Pero Lucy, mi leopardo hembra, nacido en cautiverio, es el diablo mismo cuando se enoja. Pero, al mismo tiempo, esto aumentó su valor y su belleza, y yo sé dominarlo…
La muchacha le miró con admiración. Bernardo saboreó su triunfo.
Se volvió hacia Einar:
—Bien ¿de qué se trata? —preguntó.
Einar no se esperaba la presencia de una tercera persona y le parecía doblemente difícil decir lo que le acongojaba. Miró a la joven artista. No podía en modo alguno pedirle que saliera.
—¡Deja de mirarlo todo con ojos bobos! —dijo Bernardo, duramente—. ¿Qué querías?
—Es… referente a las cien coronas… —comenzó Einar. Bernardo se levantó. Sus ojos despedían llamas.
—¿Qué cien coronas? ¿Las que me han robado? ¿De ésas querías hablar? ¡Responde!
—No, no… De ningún modo… —dijo turbado, ya que nada sabía del robo.
Sacudió la cabeza, incapaz de expresarse. Bernardo se levantó, se acercó a él y le agarró por un brazo.
—Únicamente quería que si usted… Las cien coronas…
—Tú sabes algo de las cien coronas, ¿no es así?
Einar trataba en vano de desasirse de la presa que Bernardo hacía en su brazo.
—Si me has cogido el dinero —exclamó Bernardo, junto al rostro de Einar—, devuélvemelo antes de que llame a la policía.
—Pero si yo no he cogido nada…
Ignoraba de qué dinero estaba hablando Bernardo. Éste le soltó.
—¡Ladrón! —dijo—. Vete y felicítate de que yo no haya…
Levantó un brazo como para golpearle. La damita gritó y Bernardo recobró su sangre fría. Dejó caer el brazo y señaló la puerta:
—¡Vete!
Einar salió de la roulotte. Ardía en ira contenida. Además de ser humillado, desdeñado, tiranizado, ahora le trataban de ladrón. Aquello era ya pasarse de la raya.
Perdió el dominio de sí. Medio aturdido se dirigió a la jaula de las fieras. ¡El momento de la venganza había llegado! Bernardo sabría ahora lo que se siente cuando se sufre una pérdida. Ahora… Ahora…
Agarró el barrote que cerraba la jaula del leopardo. Lo sacudió hasta conseguir sacarlo. Después dio media vuelta y echó a correr. Corrió como si le persiguieran no una, sino mil fieras salvajes. Atravesó la ciudad como un loco, y, campo a través, se dirigió hacia el norte, por los campos, para ganar el bosque… No sabía a dónde ir, pero sólo tenía conciencia de su respiración fatigosa y de un desbordante sentimiento de triunfo.
La venganza estaba próxima. Ahora… Ahora…
* * *
Cada noche, antes de acostarse, Bernardo iba a echar una ojeada a las fieras. Las observaba en la penumbra, con el látigo en mano, y aprovechaba aquella visita para hacer sentir a los cuatro animales su poder sobre ellos. Aquella noche le acompañaba la damita de los «Cuatro Tornados». Y se pavoneaba encantado de poder lucirse ante ella. El leopardo iba y venía en su jaula como de costumbre, y al ver a su domador gruñó. Las tres restantes fieras se levantaron y miraron a Bernardo con miradas átonas.
—¿Son taimados? —preguntó la muchacha.
—¡Oh, sí! —respondió Bernardo—. Parecen tranquilas, pero no hay que confiarse nunca.
Golpeó los barrotes con su látigo. El tigre levantó una pata y gruñó como un gato. El leopardo iba y venía en su estrecha prisión. Era la única fiera que mostraba un poco de fuerza y temperamento. Bernardo llegó ante ella y golpeó también sus barrotes con el látigo.
—Y bien, Lucy, ¿cómo estás?
Trató de atrapar la cabeza del animal con el látigo, pero él se esquivaba rápidamente.
—Está bien, Lucy, está bien…
El animal pareció encogerse y saltó contra los barrotes.
Bernardo echó la cabeza hacia atrás y rió a carcajadas.
—¡Así es como hay que tratarte! —dijo, mirando de reojo a la damita que contemplaba con admiración la escena—. Debe aprender que soy su dueño… Así, Lucy… Así.
En aquel instante la puerta de la jaula se movió, y empezó a abrirse lentamente, mientras el leopardo se preparaba para un nuevo salto. Bernardo abrió tanto los ojos que éstos parecieron saltarle de las órbitas. Hizo un ademán hacia delante, como para cerrar la puerta, pero en el mismo momento el animal saltó y Bernardo retrocedió vivamente, con un grito de espanto. Estuvo a punto de hacer caer a la joven artista, a quien gritó:
—¡Váyase, huya rápido! Va a salir de la jaula…
—Sí, pero…
La muchacha tenía la impresión de que si Bernardo se precipitaba a cerrar la puerta nada ocurriría, pero no se atrevía a hacerlo ella. Y como fuera que el domador había echado a correr con todas sus fuerzas, le siguió, a través de la plaza, desierta en aquellas horas, gritando.
Bernardo se precipitó a la roulotte sin un solo gesto para ayudar a la muchacha. De un salto subió los peldaños, abrió, entró y cerró ante las narices de la asustada joven.
De pie en la escalera, ella sentía su sangre helarse de angustia. Golpeó la puerta con el puño.
—¡Abra, abra!
Bernardo entreabrió con precaución y miró hacia fuera. Jamás podría olvidar la muchacha la cara de miedo que el domador tenía en aquellos instantes.
—Cuidado, mucho cuidado… —murmuró.
—Déjeme entrar —suplicó ella con voz ronca, y empujando la puerta. Entró. Antes de cerrar y a la luz que se proyectó hacia fuera, pudo ver al leopardo desaparecer entre las ruedas de la roulotte. Cerró rápidamente y con la espalda apoyada en la puerta, miró a Bernardo, que aparecía con toda la miseria de sus debilidades. Nada quedaba de su superioridad, de su orgullo, de sus fanfarronadas.
—¡Bien, bien! —exclamó la chica, en su emoción—. Es usted todo un héroe.
Jadeante todavía por la carrera, atenazado de pánico, Bernardo parecía arrastrarse ante ella como un gusano.
—Es que es mortalmente peligroso —aventuró, para defenderse.
La muchacha le miró con desdén.
—Yo creía —dijo ella glacialmente— que era usted quien dominaba a las fieras, no ellas a usted.
Bernardo no respondió y bajó la vista. Al cabo de un rato, murmuró:
—Pero ¿cómo pudo abrirse la puerta?… Probablemente ha sido Einar… ¡Me ocuparé de él!
—Por el momento lo mejor que puede usted hacer es ocuparse de esa fiera mortalmente peligrosa y tratar de encerrarla. ¡Le quedaré muy agradecida si así lo hace!
—Eso es fácil de decir, pero…
Ella abrió los ojos con asombro:
—Entonces ¿tiene intención de permanecer cruzado de brazos mientras un leopardo anda suelto y amenaza la vida de todos?
—No, no, pero ¿qué puedo hacer?
Bernardo había perdido por completo el dominio de sí.
—Podríamos prevenir a la policía —dijo finalmente—. Ya que usted de todos modos tendrá que salir para ir a su propia roulotte, ¿no podría…?
—¡No asomaré la nariz fuera mientras ese leopardo ande suelto! Tengo miedo… y probablemente también usted lo tiene.
Haciendo un gran esfuerzo, Bernardo entreabrió la puerta. En la noche, se oyó un lejano ruido. Luego todo quedó en silencio.
El domador permaneció atento un buen rato y al cabo sacudió la cabeza.
—Se ha ido lejos —dijo—. Podremos pedir socorro… Abrió del todo la puerta, pero sin atreverse a salir.
—¡Jamás olvidaré su gran valor y heroicidad! —dijo la joven artista.
Le empujó para pasar y salió, en dirección a su propio vehículo, sin dignarse dar una sola ojeada hacia atrás. Bernardo permaneció inmóvil durante unos minutos todavía, y al final, con mil precauciones, osó salir y dirigirse al vehículo del director.
Las luces estaban apagadas. Después de haber dudado un instante, Bernardo llamó a la puerta. Una voz llena de sueño le respondió desde el interior:
—¿Quién es?
—Bernardo. Debo hablarle…
—¿A estas horas? ¿Qué ocurre?
—Mi leopardo ha escapado…
La luz se encendió en el acto.
Un segundo después el director Mascani apareció en el dintel.
Se había puesto un batín sobre el pijama.
—¿Cómo ha dicho? Repítalo…
—El leopardo ha desaparecido. ¡Se ha escapado!
—¡Dios Santo! Hay que encontrarlo en seguida, antes de que ocurra una desgracia.
—¿Qué vamos a hacer?
Bernardo tuvo un gesto de desesperación.
—Ah, si yo lo supiera… Debemos prevenir a la policía
—¿No podríamos capturarlo nosotros mismos? Habrá un escándalo si se sabe que hemos dejado escapar una fiera. Es una mala publicidad. La policía también nos dará problemas. ¿No podría dirigir usted la búsqueda? Después de todo es el domador, qué demonios…
Una mirada irritada atravesó a Bernardo, que se quedó encogido sin saber qué decir. Resultaba evidente que estaba aterrorizado.
—Prevendré a varios de los hombres. Entre y tome un vaso de oporto para darse ánimos. ¡En mi vida había visto…!
Era evidente que el director se había interrumpido para no insultarle.
Durante varias horas la búsqueda prosiguió por el pueblo y a través de los campos, sin que se hallara huella alguna del leopardo. Ya apuntaba el alba cuando las gentes del circo, descorazonadas y temblorosas, regresaron.
Entre todos, Bernardo era quien más abatido estaba.
* * *
Hacía fresco en la hora en que Puck y Annelise se dirigían a la Gran Granja para recoger los caballos. Estaban temblorosas y deseaban ardientemente una caliente taza de té. Pero no disponían de tiempo para ello, así que tomaron sus bicicletas y se dirigieron hacia la carretera principal. Iban bien equipadas, con un grueso jersey encima del equipo de montar y un impermeable. En cuanto estuvieran sobre sus monturas, el frío matinal desaparecería.
El palafrenero de la Gran Granja les ayudó a ensillar los caballos y poco tiempo después las dos muchachitas partieron a galope hacia el bosque del Oeste.
—¿Y cómo podemos encontrar a la chiquita del circo? —preguntó Annelise—. Tal vez no se encuentre en el bosque, y aún en el caso de que sí estuviera, sería conveniente establecer un plan de búsqueda.
—Estuve reflexionando —reconoció Puck—. Pero sólo debemos hacer una cosa: recorrer el bosque minuciosamente.
—Sí —dijo Annelise, de malhumor por una vez—. ¡Desde el lago hasta el bosque del Norte! Pueden pasar días antes de que la encontremos.
—La situación no es mala —dijo Puck, animosa—. Estuve pensando en que si yo me hallara en el lugar de Anita, y puesto que el camino que conduce hasta allí está lleno de buenos escondites, yo habría escogido el bosque del Oeste para ocultarme.
—Eso me parece lógico, pero el bosque del Oeste es inmenso. ¿Dónde te ocultarías tú?
Puck se encogió de hombros.
—Es muy difícil responder a esta pregunta. Anita no conoce el bosque como nosotras y además llegó a él por la noche, así que no siguió ningún plan determinado.
Una vez llegadas al bosque, las muchachitas decidieron separarse para buscar cada cual por su lado, a partir de la casa del guardabosque. Una hora pasó rápidamente.
De vez en cuando, se entreveían por entre los árboles. La inquietud de Puck crecía poco a poco. Interiormente había estado alimentando la esperanza de encontrar a la desaparecida rápidamente, no obstante todavía no había visto la menor huella de Anita.
De pronto, vio a un hombre apartarse de la carretera para entrar en el bosque y pudo reconocer en él al juglar Pierre. Deteniendo su caballo, le llamó y Pierre corrió hacia ella.
—Puck… ¿Qué haces aquí a estas horas?
Estaba pálido y parecía muy nervioso. Se veía claramente que no había dormido en toda la noche.
—Estoy buscando a Anita —dijo Puck—. Una de mis amigas me ayuda… Mire, está allí…
—Hay que encontrarla —dijo Pierre—. Hay que encontrarla antes de que sea demasiado tarde…
—¿Demasiado tarde? Sin embargo… No puede ocurrirle nada.
Pero, cuando Pierre le habló del leopardo, Puck estuvo a punto de desmayarse. ¡Una peligrosa fiera! ¡En libertad…! Y probablemente en el bosque…
Sintió un terror tal que tuvo que hacer un esfuerzo para reaccionar. «No es este el momento de tener miedo, —se dijo—. Hay que actuar». Y haciendo dar la vuelta a su montura, gritó a Pierre:
—Permanezcamos en contacto. Si describimos círculos alrededor de nosotros mismos, no nos perderemos nunca de vista. Voy a prevenir a Annelise.
Puck había recobrado la sangre fría. La situación lo exigía. Fue al encuentro de Annelise y la puso al corriente de su proyecto. Durante una hora el padre de Anita y las dos muchachitas estuvieron aún buscando a Anita, febrilmente.
De pronto Puck se irguió en su silla y miró ante sí con intensidad.
Le parecía haber visto agitarse los arbustos que se encontraban un poco más lejos. Pero ahora no veía nada. Azuzando su caballo, penetró a través del ramaje y entonces vio algo de color castaño moverse deslizándose detrás de un matorral. Avanzó un poco más y en aquel instante su caballo piafó inquietamente. Entonces Puck vio al leopardo, tendido al pie de una vieja encina y dispuesto a saltar.
Y… a Anita en medio de los arbustos.
Deslizándose con grandes fatigas, ella intentaba apartarse del árbol. Al acto Puck se hizo cargo de la situación.
Sin duda Anita se había caído, rompiéndose o torciéndose un pie. No pudiendo apoyarse en sus pies, trataba de apartarse a rastras del árbol. Gemía, lloraba, se agarraba a las ramas… e iba a ser pronto presa fácil del leopardo. De nuevo el caballo de Puck olió el peligro y se irguió, estando a punto de derribar a su gentil amazona. No obstante, Puck consiguió dominarlo y lo condujo a la izquierda del árbol. Presa de súbito impulso, levantó su fusta y la lanzó en dirección del leopardo. Instintivamente, la chiquilla dirigió un pensamiento de agradecimiento al profesor de gimnasia que le había enseñado a calcular un lanzamiento, ya que la fusta alcanzó una de las patas traseras del animal, el cual se volvió furioso hacia su agresor.
—¡Sigue alejándote, Anita! —gritó Puck—. Trataré de mantenerlo alejado.
Lo esencial era alejar el leopardo de Anita. Ya se vería más tarde la forma de capturarlo. Puck se inclinó, recogió una rama que estaba en el suelo y la lanzó contra la fiera, sin tocarle esta vez. Sin embargo, la rama rozó el hocico del animal, el cual trepó a una rama del árbol.
Entonces Puck gritó pidiendo socorro con todas sus fuerzas, y pronto escuchó los precipitados pasos de Pierre, acercándose. Puck saltó de su montura, que ató a un tronco próximo, y se acercó a prestar auxilio a Anita, mientras gritaba a Annelise que fuera a prevenir a la policía.
—¡Telefonea desde la casa del guardabosques!
Y Annelise respondió:
—Voy inmediatamente.
Y desapareció entre los árboles. Puck se inclinó hacia Anita:
—¿Qué te ocurre?
—Mi pie… Me caí… Oh, Puck, he pasado tanto miedo…
—No te preocupes ahora —dijo Puck—. Dentro de poco estarás en tu casa… Y tu padre está aquí.
Pierre estaba ya junto a ellas, sin dejar de vigilar al leopardo que permanecía en la copa del árbol, pero su inquietud había dado paso a un inmenso alivio, al hallar viva a su hijita.
—¿Cómo se te ocurrió escaparte de este modo? —preguntó, sin ningún reproche en la voz.
Anita le miró a los ojos.
—Es que fui yo quien cogió las cien coronas —murmuró—. Desde el primer momento comprendí que había hecho mal, pero ya era demasiado tarde para devolverlas y entonces…
—Y entonces te escapaste. Sí, acabé por comprenderlo —dijo Pierre—. Ahora estoy al corriente de la historia entre Einar y Bernardo, y la chaqueta rota. Ha sido Einar quien ha abierto la jaula del leopardo, porque Bernardo se negaba a pagarle la chaqueta y además le acusaba de haber cogido el dinero. Bernardo se lo ha confesado todo al director. Cuando Bernardo ha visto salir al leopardo de la jaula se ha mostrado tan cobarde, que ha perdido la simpatía de todos… Las cosas han sucedido de manera extraña… Pero el señor Mascani ha sabido arreglar todo.
—Sí, pero ¿dónde está Einar ahora?
—Le hemos encontrado… No le sucederá nada. El director le ha perdonado. Una vez se haya conseguido enjaular de nuevo la fiera, todo estará en orden. Pero Bernardo ha decidido hacer las maletas y marcharse del circo.
* * *
Aquella misma noche los alumnos del pensionado de Egeborg fueron invitados al «Circo Mascani».
Había sido preciso suprimir dos números del programa: el de la amazona Anita que se había torcido un pie y debía contentarse en permanecer sentada entre los espectadores, y el de Bernardo, cuya ausencia nadie pareció lamentar.
Cuando la policía de socorro hubo capturado el leopardo con la ayuda de algunas redes, Bernardo se había ido ya a Copenhague y nadie deseaba su vuelta.
A pesar de los dos números suspendidos, aquélla fue una noche de gala maravillosa, con soberbios caballos y ligeros acróbatas, y los ejercicios de los equilibristas «Cuatro Tornados», los payasos y los fenomenales juglares «Pierre y Vivianne». El jefe de las caballerías, señor Untermeyer estaba radiante, en medio de sus hermosos caballos, por saber fuera de todo peligro a su amiguita Anita.
—¡Qué suerte habernos librado de Bernardo! —dijo a Puck, en el entreacto—. Era un bruto.
—Pero, dígame, ¿dónde fue a parar el sobre de las cien coronas? —preguntó Puck—. No he querido interrogar a Anita, para no molestarla más.
—Ella lo ocultó debajo del asiento número cinco —explicó él—. Se lo dimos a Bernardo, quien lo entregó al director para pagar la chaqueta. ¡Todo está bien!
Sí, todo está bien. Puck tenía el corazón alegre, sus amigos estaban felices y el señor Frank le había dicho que era una muchachita incomparable, puesto que había sabido salir en ayuda de Anita.
Además de aquellas alabanzas, un telegrama llegado de Valparaíso había acabado de redondear su felicidad.
«Largo reposo necesario, pero fuera de peligro. Mil afectuosos saludos».
«Sí —pensó Puck—. Todo va bien».
El director Mascani acabó el programa con su gran número de doma en libertad. Los aplausos estallaron ruidosamente hasta que él pidió silencio con un gesto. Quería decir unas palabras.
—Me gustaría pronunciar un discurso en honor de una personita, pero estoy seguro de que ésta no lo desea —dijo, dirigiendo un signo amistoso en dirección de Puck, que se puso roja como una cereza.
El director prosiguió:
—En su lugar, propongo que gritemos un triple hurra por la camaradería, que tiene como consecuencia el valor, el espíritu de decisión y la devoción. ¡Viva la buena camaradería!
Los hurras resonaron bajo la cúpula del circo, y Annelise llenó de puñetazos amistosos las costillas de Puck, murmurando:
—¡Mis felicitaciones, chica!
Puck se sentía a la vez orgullosa e intimidada, sobre todo cuando Anita, desde su asiento, le tomó la mano y se la estrechó con fuerza.
No se dijeron nada, pero no era necesario.
Se comprendían muy bien.
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