— XI —

Aquella misma tarde, hacia las siete y media, sonó el teléfono en el despacho del director. El señor Frank, quien como de costumbre estaba trabajando, descolgó.

—Sí, soy el director Frank.

—Mi nombre es Peter Joergensen. Pertenezco al circo Mascani acampado en Oesterby…

—Sí —dijo el director—, ya he visto los carteles… ¿En qué puedo serle útil, señor Joergensen?

La voz de su interlocutor era grave y asustada:

—¿Tiene en su colegio a una niña llamada Puck?

—En efecto. Su verdadero nombre es Bente Winther, pero la llamamos siempre Puck. ¿Qué ocurre con ella?

—¿Podría hablarle?

—Sí. Un momento —dijo el director, sorprendido, dejando el auricular en la mesa.

Subió rápidamente la escalera que conducía a las habitaciones de las alumnas. Un instante después regresó al despacho acompañado de Puck, quien tomó el teléfono.

—Sí, Bente Winther… Sí, Puck… Buenas noches, señor Joergensen… ¿Cómo dice? ¿Qué ha desaparecido…? No, no la he visto… desde que nos separamos, una vez acabado nuestro paseo a caballo… ¿Cuándo? No comprendo… Sí… No faltaré, descuide… Hasta pronto.

Colgó el aparato y permaneció pensativa cerca del escritorio. El director la observaba con aspecto inquieto.

—Cuéntame qué ocurre —dijo finalmente—. Siéntate en esa silla y explícamelo todo. ¿Quién ha desaparecido? ¿Y por qué ese señor Joergensen ha telefoneado?

Puck se sentó y contó la historia de su encuentro con Anita, y el paseo a caballo. Al cabo concluyó:

—Es el padre de Anita quien acaba de telefonear para decirme que ella ha desaparecido desde hace una hora y empiezan a estar preocupados. La representación comenzará dentro de unos instantes y no la encuentran en ninguna parte.

¡Hum!

El director jugueteaba con un pisapapeles. Finalmente preguntó:

—Pero si su padre te ha llamado a ti es porque debe de suponer que existe una razón especial por la cual tú sepas dónde se ha escondido Anita…

Puck sacudió la cabeza.

—Tal vez su padre supuso que Anita se había quedado aquí conmigo y que habíamos olvidado la hora que es…

—Es posible… Pero ¿tienes alguna idea de dónde puede haberse metido?

—¡Ni la más mínima! Desde luego, estaba de mal humor cuando fui a buscarla, pero después del paseo parecía más alegre.

—¿Por qué estaba de mal humor?

Puck habló entonces del domador y del obrero, así como de las escenas habidas entre ellos y del uniforme desgarrado.

—Anita quisiera poder ayudar a Einar, incluso aunque ello pudiera colocarla en un apuro, según sus propias palabras.

—¿Tienes idea de lo que ha querido insinuar al decir esto? —preguntó el director mirando a Puck atentamente.

En aquel instante se abrió la puerta y la señora Frank entró. Hizo un signo amistoso en dirección a Puck, pero no dijo nada.

—No —respondió Puck—, en el fondo no comprendo muy bien lo que Anita quería decir, pero, como es una muchacha muy vivaracha, que no medita demasiado sus palabras, supongo que fue sólo un modo de hablar.

Hubo un silencio. El director reflexionó, con el mentón apoyado en una mano. Después se levantó y dijo:

—Voy a dar una vuelta por Oesterby —dijo—. Puedes venir conmigo, Puck…

Un momento después el coche del director rodaba por la carretera. En general, resultaba emocionante salir con el señor Frank, pero en aquella ocasión Puck no experimentaba ningún placer por semejante paseo, ya que pensaba en la muchachita desaparecida y se preguntaba dónde estaría. Al encaminarse hacia el circo, escucharon tambores y trompetas provenientes del interior de una de las tiendas, donde la representación había comenzado. Sonaban también entusiastas aplausos y había numerosos espectadores.

—Me gustaría hablar con el señor Joergensen —dijo el director—. ¿Quieres mostrarme dónde se aloja?

No sin dificultad, consiguieron franquear la barrera. Después se encaminaron hacia la roulotte y, cuando llamaron a la puerta, ésta fue abierta por Pierre, que iba ataviado con su traje azul marino. Vivianne, sentada en el interior, parecía inquieta. Ambos estaban maquillados para salir a escena. El director se presentó y Pierre le ofreció un lugar entre los almohadones.

—Disponemos de poco tiempo, pero son ustedes bien venidos…

Pierre parecía nervioso y la conversación se hacía dificultosa.

El director se mostró prudente e hizo algunas preguntas.

Finalmente, Vivianne gritó:

—Cuéntaselo todo, Pierre. El señor director ha venido para ayudarnos…

Pierre se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. Dijo:

—No le he contado inmediatamente lo sucedido… Ha ocurrido algo extraño al mismo tiempo que Anita ha desaparecido… Han robado dinero… Un sobre que contenía un salario… No conseguimos comprender lo que ha pasado, pero por otra parte no podemos dejar de establecer un lazo de unión entre ambos hechos…

Se levantó y se acercó a la mesa ante la cual se encontraban sentados el director y Puck.

—Este sobre se hallaba en el despacho —dijo—. Había cien coronas dentro. Era una cantidad que no sé por qué razón, no había sido pagada el viernes último con los salarios restantes… En efecto, nos pagan dos veces al mes… La roulotte del despacho está cerca de la entrada. Al lado de la taquilla donde se expenden los tiquets de entrada, hay una pequeña habitación donde el director nos convoca cuando tiene algo que decirnos. El sobre se hallaba encima de la mesa. ¡Y ha desaparecido!

Puck escuchaba el relato de Pierre con un asombro que ya parecía consternación, y que crecía a medida que iba dándose cuenta de la situación.

El director preguntó:

—¿Qué relación hay entre la desaparición del sobre y la de su hijita?

De nuevo Pierre se encogió de hombros. Sacudió la cabeza, mientras apagaba su cigarrillo a medio fumar en el cenicero.

—No tengo la menor idea —dijo, desamparado—. Sólo que nos hemos sentido impresionados por la coincidencia de ambos acontecimientos, y me pregunto si Anita no habrá sorprendido al ladrón y le habrá perseguido… Es muy capaz de algo así, ya que es una chiquilla terriblemente temeraria… Si el ladrón se ha dado cuenta de que Anita le perseguía…

—¡Oh, no, Pierre! —exclamó Vivianne en tono suplicante. Sentada ante el espejo se estaba colocando la última capa de maquillaje—. Es horroroso pensar que tal vez…

Pero algo le decía a Puck que el tono de Vivianne no era sincero y, además, aquella historia le sonaba a falsa desde su comienzo.

—¿Tiene usted alguna razón para pensar que su hija ha visto al ladrón? —preguntó el director, también con un ligero tono escéptico en la voz—. Discúlpeme por hacerle estas preguntas, pero mi intención es sólo serles útil…

—No tiene por qué excusarse —dijo educadamente Pierre—. He visto a Anita junto a la roulotte del director a la hora en que el robo ha sido cometido.

Fuera se escucharon pasos. Alguien llamó a la puerta y dijo:

—¡Pierre y Vivianne, a escena dentro de cinco minutos!

—¡Ya vamos! —exclamó Pierre.

Tomaron instrumentos puestos en la mesa.

El director y Puck se levantaron. Vivianne salió y bajó la escalerilla. Los demás la imitaron.

—Si vemos a su hija, le informaremos rápidamente —dijo el señor Frank—. Nosotros debemos volver a la escuela, ¿verdad, Puck? Si ustedes encuentran a Anita, tengan la amabilidad de telefonearnos.

Puck se sentía muy apenada. Se volvió hacia Vivianne y dijo:

—¿De quién era el sobre con las cien coronas?

—De Bernardo —respondió Vivianne.

Y Pierre añadió:

—El domador, ya sabe…

Aquel dato produjo un violento impacto en Puck. No respondió nada y, al lado del director, franqueó el umbral del circo, suntuosamente iluminado. Ambos subieron al coche y emprendieron el regreso al pensionado. En aquel momento, el director murmuró:

—¡Curiosa historia! En mi opinión…

Su mirada se detuvo en Puck, quien contemplaba fijamente el paisaje. Ella asintió:

—No nos lo han dicho todo, desde luego. Estoy segura de ello. En realidad ellos están convencidos de que Anita ha robado el dinero. Incluso puede que alguien la haya visto coger el sobre. Pero no quieren decirlo, lo cual no es de extrañar, claro…

El director aprobó:

—Seguramente tienes razón. El hecho de que no hayan prevenido a la policía parece confirmar tus sospechas.

—Pero ¿qué podemos hacer nosotros?

—Nada. ¿Tienes acaso algún proyecto?

—¡Si supiera al menos dónde buscar a Anita! Creo que si pudiera hacerlo, acabaría por encontrarla —insinuó Puck.

—¡Esta noche, no! —dijo el director—. Además, ¿por dónde la buscarías?

—En el bosque. Estoy casi segura de que Anita se oculta en los alrededores. Si en realidad ella ha cogido el dinero y ha escapado por saberse sospechosa, no se habrá alejado demasiado, a pesar de lo muy impulsiva que es. ¿Puedo tratar de encontrarla, señor?

El director conducía entonces por la avenida que llevaba a la escuela. No contestó nada a la pregunta de Puck hasta haber dejado el coche en el garaje.

—Te permito salir en su busca mañana a la salida del sol —dijo—. Puedes cruzar el bosque en bicicleta o a caballo, e incluso llevarte a algunas de tus amigas. Pero antes de mañana, no.

—Gracias —dijo Puck—. Estoy contenta… Pero ¿qué será de Anita esta noche? ¿Dónde dormirá? Mientras no le ocurra nada…

—No me atrevo a dejarte ir esta noche —dijo el director—. En cambio, te permito estar ausente toda la mañana, si es preciso. Puedes pedirle a Annelise que te acompañe. Las dos estáis habituadas al bosque y no correréis grandes riesgos. Os tengo confianza. ¡Buenas noches, Puck!

Puck, a pesar de sus temores, se sentía jubilosa, mientras subía de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera que la conducía a su cuarto. Entró antes en el de Annelise y se sentó en su cama. Ésta, que ya dormía, se espabiló y se frotó los ojos mientras Puck la ponía al corriente de sus planes.

—Me parece formidable —dijo—. Pongamos los despertadores a punto para no perder un segundo. Iremos a La Gran Granja en bicicleta y allí ensillaremos dos caballos. Será «palpitante», como diría Navío… Pero ¿crees que la encontraremos?

Puck la miró gravemente:

—Así lo espero —dijo—. ¡Lo espero de todo corazón, ya que ella necesita toda nuestra ayuda, estoy segura!

* * *

Mientras Puck dormía inquieta, una muchachita temblorosa y asustada seguía el camino de Oesterby a Sundkoebing, pasando por los bosques.

Era Anita.

Cuando el director y Puck regresaban al pensionado, después de su visita a Pierre y Vivianne, Anita apenas acababa de salir del pueblo. Se había ocultado en los jardines, por miedo a ser descubierta. Su padre y su madre habían dado la vuelta a todas las roulottes llamando a su hija, pero Anita había tenido tiempo de irse sin ser vista, y sólo cuando tuvo la certeza de que la función de circo se hallaba en su apogeo se atrevió a emprender la huida.

Errando así en aquella fresca noche de verano, pensaba en todo lo que había sucedido en el curso de aquella tarde. De regreso al circo, después del paseo a caballo con Puck, se había puesto a reflexionar en los medios de que disponía para sacar a Einar y a su madre de las dificultades en que se hallaban y que en ningún modo merecían. Le constaba que las cien coronas representaban algo decisivo en la salud de la madre enferma y que la deuda que Einar acababa de contraer desbarataba del todo el proyecto de un caro tratamiento que hubiera podido curar sus reumatismos.

Sólo Anita conocía los grandes proyectos de Einar, quien se los había contado unos días antes. Quería enviar a su madre a una estación termal alemana, muy famosa, donde se trataba el reumatismo mediante baños de barro caliente. El resultado, según opinión del médico, sería excelente, pero el viaje y la estancia resultaban muy caros.

Aquélla era la razón por la cual el muchacho había soportado con tanta paciencia los alfilerazos y la tiranía de Bernardo. Apretaba los dientes y realizaba sus tareas sin quejarse, lo que le significaba un esfuerzo casi sobrehumano. Pero en modo alguno quería perder su empleo en aquellos momentos, teniendo en cuenta que en el circo ganaba muchísimo más de lo que había estado ganando en sus trabajos en las granjas.

De regreso de su paseo por las orillas del lago Ege, Anita había pasado por delante de la roulotte-despacho. Del coche salían voces y, al reconocerlas, se detuvo: pertenecían al director Mascani y a Einar.

—¡Nada de eso! —decía el director—. ¿Cómo se atreve usted a molestarme con semejantes historias? El uniforme se ha estropeado y usted es el responsable. Le descontaré cien coronas de su salario. ¡Basta!

—No es culpa mía si la chaqueta se ha roto —dijo Einar—. Ha sido Bernardo quien…

—Me niego a mezclarme en este incidente —decía el director—. Mi decisión es irrevocable. Vuelva a su trabajo y no me moleste más. Le prometo descontarle la deuda en dos meses, pero eso es todo. ¡Váyase ahora!

Anita retrocedió y permaneció oculta detrás de la roulotte, mientras Einar descendía los peldaños y se dirigía a la tienda del circo. Ella vio sus espaldas curvadas, y comprendió que estaba tratando inútilmente de resolver sus problemas. En el mismo momento Bernardo salió de la tienda. Ambos hombres se hallaron cara a cara. Einar dijo algo al domador, quien se puso a reír y casi gritó:

—¡Jamás de la vida! Estás loco…

Riendo, le dio la espalda para encaminarse a su roulotte. Einar, que le seguía con una mirada llena de odio, levantó un puño amenazador y entró en la tienda. Anita permaneció un rato inmóvil. La voz del director, que hablaba desde el despacho, llegó hasta ella:

—El dinero de Bernardo… Debe de haber algún error… Le correspondían cien coronas más… Sí, se lo he dicho… Se lo he dejado en la mesa. ¡Perfecto!

El director abandonó su roulotte y se encaminó hacia la entrada principal, donde le esperaba su automóvil particular. Anita le vio partir. Y una idea loca fue tomando forma en su cabecita. Estaba hasta tal punto obsesionada por aquel triste asunto, que ya no distinguía el bien del mal. Furtivamente se deslizó hacia la escalerilla de la roulotte-despacho. La puerta estaba abierta. En medio de la mesita redonda había un sobre amarillo. Sólo le restaba alargar la mano y… cogerlo.

* * *

Mientras caminaba por el sombrío camino, veía lo que acababa de hacer como en un sueño. No comprendía cómo podía haber perdido la cabeza hasta tal extremo. Nunca había robado hasta entonces. Ella era una muchachita honrada, por tendencia y por educación. Su padre y su madre la adoraban, pero le constaba que la castigarían severamente si sabían que había cometido un acto contrario a la honradez.

En verdad había perdido la cabeza, así como el sentido del bien y del mal. Había alargado la mano hacia aquel tentador sobre amarillo, que contenía cien coronas, las cuales en realidad, Bernardo debía a Einar, puesto que había sido por culpa del domador que el uniforme de Einar se había desgarrado. Si las cien coronas cambiaban de propietario, no sería más que un acto de pura justicia.

Anita era muy impulsiva y no había sabido contenerse. Apretó los dedos en torno al sobre amarillo, y un instante después corrió hacia la tienda del circo para ocultarse, ya que, a continuación, comprendió que acababa de hacer une cosa terrible. Se habría dicho que el sobre le quemaba los dedos. ¡Había robado! El mero pensamiento la enloqueció había robado y ahora no sabía qué hacer para salir de tan desesperada situación.

Se ocultó en un palco vacío.

Sentada detrás de una cortina roja, con globos dorados, trató durante largo rato de apaciguar los latidos de su corazón y reunir sus ideas para trazar un plan que borrara la acción que acababa de cometer.

Todavía tenía el sobre apretujado en una mano. Dentro se notaba el billete. Lo movió entre los dedos y su ruido la asustó. Era dinero robado. Ya no era una chiquilla buena, había cometido una mala acción.

El pánico se apoderó de ella. Oculta tras la cortina, oyó de pronto voces y comprendió que habían descubierto el robo

—Yo dejé el sobre en la mesa.

—Pues ha desaparecido.

—¡Lo habrán robado!

¡Robado! La terrible palabra había sido pronunciada Y ella era su autora… Aún tenía en las manos el objeto del robo.

Miró a su alrededor en busca de un lugar donde esconder el sobre amarillo. En el palco había cuatro sillas cubiertas de fundas y deslizó el sobre bajo una de las fundas.

—¡Anita! Anita… ¿Dónde estás?

Se levantó y salió al oír la voz de su padre.

Debía de hallarse ante las caballerizas y la llamaban. La habían descubierto, por lo tanto, nunca jamás podría mirar a nadie a la cara.

De nuevo se ocultó entre las sillas, mientras las voces se alejaban. Finalmente se deslizó hacia una de las salidas y corrió a ocultarse detrás de uno de los coches. De vez en cuando veía a su padre junto a las caballerizas y del otro lado a varios artistas montando un número de equilibristas. Un obrero pasó junto a ella, lo que Anita aprovechó para lanzarse en sentido contrario hacia la salida. Un instante después, estaba al otro lado de la barrera.

* * *

Permaneció oculta durante más de dos horas, hasta el momento en que la fanfarria circense ensordeció de música los alrededores. Sólo entonces se atrevió a alejarse de Oesterby. No había ido muy lejos aún, cuando escuchó acercarse un coche. Rápidamente se ocultó tras unos matorrales, desde donde vio pasar el coche del director de la escuela, pero no pudo ver a Puck, ya que la figura del señor Frank la ocultaba. El coche desapareció en un recodo y Anita prosiguió su triste marcha.

Hacía frío y ella no llevaba abrigo alguno. Para montar se había puesto pantalones y suéter, ya que en aquellas horas la temperatura era suave y hacía sol. Pero, por la tarde refrescaba. Tembló y apresuró el paso. Mientras caminara, el movimiento la mantendría en relativo calor. Pero ¿y cuando la fatiga la obligara a detenerse?

Ante ella se extendía el bosque donde con seguridad hallaría un lugar donde refugiarse. Se prepararía un escondite con hojas secas y trataría de pasar así la noche sin sufrir demasiado a causa del frío.

A decir verdad, una noche bajo el cielo no la asustaba. Pero se hallaba en una desesperada situación y por ello lloraba silenciosamente, mientras avanzaba por la carretera principal, en dirección al bosque del Oeste.