Aquella noche Puck escribió dos cartas, con gran dificultad. Era difícil escribir a su padre sin entristecerse, debido a la gran ansiedad que ella experimentaba. Por otra parte, tampoco podía fingir que se tomaba a la ligera su enfermedad, de modo que repetidamente comenzó la carta, la estrujó, la echó al cesto de los papeles y volvió a comenzar. Después de madura reflexión, se contentó con el texto siguiente:
… La carta que hoy he recibido anunciándome que estás en el hospital me ha entristecido muchísimo como puedes suponer. ¡Me había alegrado tanto con la idea de pasar juntos las próximas vacaciones! Pero lo peor es saberte enfermo. Confío en que en el momento de recibir esta carta ya te sientas mejor y que no tardes en salir del hospital. ¿Hay buenos médicos en Chile, papá? ¿Son amables contigo? Me pregunto si se ocupan de hacerte comer mucho. Escríbeme lo antes posible y cuéntamelo todo. Cuídate mucho, queridísimo papá mío, y recibe todo mi cariño…
A continuación Puck escribió al ingeniero que le había dado la noticia, para darle las gracias y rogarle que la mantuviera informada. Después bajó al despacho del director.
El señor Frank leía, instalado en su escritorio. La señora Frank cosía en un rincón, vestida con una ropa casera y Puck, como siempre, la encontró muy elegante. El señor Frank estaba en mangas de camisa. «Sin duda no hay en el mundo una pareja mejor que ésta», pensó Puck.
—¿Ocurre algo, Bente?
—Vengo a pedir permiso para ir a echar al correo dos cartas a Oesterby, a fin de que puedan salir mañana a primera hora.
—Pero ya es muy tarde…
—Son apenas las ocho…
—En todo caso, que te acompañe alguna de tus amigas. Inger… o cualquier otra.
—Sí, así lo haré.
—¿Escribes a Valparaíso? —preguntó el director—. ¿Tu padre está bien? Hace tiempo que no tengo noticias suyas… Puck dudó un poco.
—No, no está bien —dijo al cabo—. Precisamente esta mañana he sabido que está en el hospital.
Súbitamente las lágrimas subieron a sus ojos y sus labios temblaron. El director se levantó y se acercó a ella, poniéndole una mano en un hombro.
—Seguramente no será nada grave —dijo—. De lo contrario habrías recibido un telegrama y no una carta.
Era la primera frase de consuelo que recibía. Se mordió los labios y dirigió al director una sonrisa de agradecimiento. ¡No había pensado en ello!
—¿Por qué pensar en lo peor? —exclamó el director—. No hay que adelantar los acontecimientos ni ser pesimistas. Vete ahora y no vuelvas tarde. Buenas noches, Puck.
Puck saludó y salió. En el vestíbulo encontró a Annelise, que se encaminaba hacia la escalera.
—Hola, Puck.
—Hola, Annelise. ¿Quieres venir a Oesterby conmigo?
—¿Ahora? ¿Estás bien de la cabeza? No nos darán permiso… Son casi las ocho.
—El director acaba de darme permiso.
—Bien, en tal caso, subo a dejar mis libros y vuelvo inmediatamente. ¿Necesitaremos linternas?
—No, regresaremos en seguida. Voy solamente a la estación a echar unas cartas.
Poco después, ambas muchachitas tomaban el camino del pueblo. La noche era bella, el aire tibio y las luces de La Gran Granja ofrecían un maravilloso espectáculo. Las muchachitas pedaleaban en silencio. Al cabo Annelise dijo:
—Esta mañana no he podido contarte mis proyectos.
—Cuéntamelos ahora. Me hablaste de un concurso de equitación, ¿no?
—Primeramente había pensado en un concurso en los campos de La Gran Granja, pero después he cambiado de opinión. Sería mucho más divertido un concurso de orientación.
—¿Y qué es eso?
—Atiende…
Annelise empezó a describir sus planes. Había que reunir el máximo número de jinetes por entre las distintas granjas de la comarca y establecer un itinerario en el bosque del Oeste. Después los concursantes partirían de dos en dos y se vería quién recorría el itinerario en el tiempo más corto.
—Parece atractivo. Pero ¿habrá bastantes concursantes?
—Papá y yo hicimos una lista el domingo y ya teníamos más de diez.
—Eso bastaría para montar un club de equitación —dijo Puck.
—Excelente idea. ¡Crearemos un club! Y tendremos un emblema de plata. ¿O tal vez un buen uniforme muy «simpático»?
—¡Oh, tú y tus preocupaciones indumentarias! —rió Puck—. ¿Crees que nosotras, pobrecitas chicas, tendríamos dinero para un uniforme? ¡Un emblema será suficiente!
—Trataré de convencer a papá para que otorgue buenos premios —dijo Annelise—, y tú y yo procuraremos ganarlos.
—¡Deja ya de arruinar a tu padre! Cualquier objeto barato bastará…
Llegaron a Oesterby y se acercaron a la estación. Puck echó las cartas al buzón.
—Demos ahora una vuelta, ¿eh? —dijo Annelise—. Me gustaría pasar ante el circo.
—Sí, pero no podemos detenernos mucho.
Se oían ya los tambores y las trompetas de la orquesta anunciando el espectáculo. La gran gala estaba en su apogeo.
Al llegar a la plaza, vieron la entrada del circo iluminada con centenares de pequeñas bombillas eléctricas. El efecto era suntuoso. El público parecía ser numeroso. Las dos amiguitas dieron la vuelta a la plaza, pasando, naturalmente, por delante de la barrera de vehículos que protegía la gran tienda.
—Mira —exclamó Puck, señalando hacia una jaula—. ¿No ves allí a un leopardo? Es la más apasionante de las fieras…
—Sí, veo las manchas de su piel —dijo Annelise.
En aquel momento Untermeyer pasaba por allí ataviado con un hermoso uniforme verde, de dorados galones. Tenía en la mano un impresionante látigo.
—¡Buenas noches! —gritó Puck agitando la mano.
El hombre miró a su alrededor, pero no consiguió verla, ya que se hallaba rodeado de una verdadera muchedumbre de chiquillería curiosa que trataba de ver algo del maravilloso espectáculo desde el exterior.
—¿A quién le has dicho buenas noches? —preguntó Annelise, asombrada.
—Al jefe de las caballerizas… Untermeyer es quien me ha dado permiso para montar mañana uno de sus caballos.
—¡Qué suerte! Pero ¿quién es ese desagradable hombre de bigote negro?
—Es el domador Bernardo. Antipático, ¿verdad? Y el hombre que está a su lado es Einar, uno de sus ayudantes. Mira, también Bernardo viste un hermoso uniforme verde.
Puck vio cómo de nuevo el domador estaba importunando con palabras a Einar, pero no consiguió oír lo que decían. No obstante, en un momento dado, vio cómo Bernardo le empujaba violentamente, haciéndole caer contra un montón de cajas. Einar trató de ponerlas de nuevo en orden como pudo, mientras, implacable, el domador seguía insultándole. Annelise dijo:
—Qué tipo más nervioso es ese domador de fieras.
En aquel momento Anita salía de la tienda, ataviada con un suéter blanco, pantalones blancos y botas del mismo color. Su aspecto era muy elegante.
Puck se apresuró a saludarla, pero Anita no la vio, ya que se dirigía hacia la gran tienda seguida por un hombre que conducía a Pontus por las riendas. El hermoso caballo estaba ensillado de blanco.
—Ésta es la chica de que te hablé —dijo Puck.
—¿La que salta por el aro en llamas?
—Sí. Es su número.
Apenas Anita hubo desaparecido, cuando el domador regresó y se puso de nuevo a injuriar a Einar, que en aquel momento estaba ocupado arreglando una especie de corredor metálico por donde pasaban las fieras desde su jaula al escenario.
—¡Qué mal carácter! —exclamó Annelise—. ¿Por qué está todo el tiempo injuriando a ese pobre hombre?
—Lo ignoro, pero es muy desagradable presenciarlo —respondió Puck—. ¿Qué ocurre ahora?
De nuevo el domador había empujado brutalmente a Einar, el cual ahora cayó al suelo bruscamente. Uno de los postes que sostenían la tienda desgarró de arriba a abajo su chaqueta de uniforme. El domador, echando la cabeza hacia atrás, rió estrepitosamente. Einar se levantó y gritó:
—¡Eso me lo va a pagar! Se lo juro…
Poco después ambas muchachitas emprendieron el regreso al pensionado. Annelise estaba indignada ante la brutalidad del domador.
—¿Crees que ese pobre obrero tendrá que pagar la chaqueta de su bolsillo? ¿O bien conseguirá hacérsela pagar a Bernardo…?
—No creo que Bernardo quiera pagar nada —respondió Puck—. Einar parece un buen muchacho, pero el más tranquilo de los hombres acaba por perder la cabeza y volverse peligroso, si le hostigan sin razón.
—Todo esto me parece dramático —comentó Annelise.
* * *
Puck no podía olvidar la escena que acababa de presenciar en el circo. Una vez acostada, escuchando la tranquila respiración de sus amigas dormidas, seguía evocándola. Cuando el domador y su ayudante se habían enfrentado, sus rostros expresaban gran violencia. Aquello ensombrecía la alegría que había experimentado al ser introducida por Anita al mundo multicolor del circo…
Anita…
Puck sonrió, ya medio dormida. Aquella muchachita era verdaderamente irresistible, con sus exóticos cabellos negros… Sería encantador volver a verla al día siguiente…
Con una sonrisa flotando en sus labios, Puck acabó de dormirse. Se despertó a la mañana siguiente llena de alegría y al saltar de su cama estuvo a punto de caer sobre Karen, que dormía en la litera inferior.
Ambas estallaron en risas.
Así comenzó el día. Fuera brillaba el sol. Todo se presentaba bien.
Después de clase, Puck se precipitó a su cuarto para ponerse los pantalones de montar. Después salió a toda prisa hacia Oesterby. Al llegar a la plaza del circo, dejó la bicicleta y empezó a buscar a Anita.
Ésta no estaba en la tienda caballeriza. Cuando Puck entró, Untermeyer hablaba con un palafrenero. Se inclinó cómicamente y dijo:
—Buenos días, princesa. Su humilde servidor le ensillará el caballo.
—Muy amable de su parte —dijo Puck sonriendo. Y añadió—: ¿Dónde está Anita? Convinimos en encontrarnos aquí. Untermeyer se encogió de hombros.
—No la he visto hoy. Sin duda está en su roulotte. Mientras tanto ensillaré a Tanja…
Puck atravesó corriendo la plaza hasta la roulotte de su amiga. Llamó a la puerta y Anita respondió: «Pase». Puck entró y vio a Anita tendida en un diván. Había un hombre en el escritorio y Puck supuso que era Pierre. Éste sonrió a la visitante:
—Tú debes de ser la jovencita de que me ha hablado Anita… ¡Yo soy su padre!
Después de haber saludado, Puck preguntó a Anita:
—¿No montamos a caballo?
Anita se levantó sin prisas.
—¡Ah, sí, es cierto!
Puck la miró con asombro. No parecía la misma chica animosa del día anterior. Ninguna sonrisa iluminaba su rostro.
Mientras ella se vestía, Puck la contempló con sorpresa. Se habría dicho que toda vivacidad había abandonado su personita. Sus movimientos eran lánguidos.
—Vamos, aprisa —dijo su padre con irritación—. ¿Qué te ocurre?
—Nada —respondió Anita.
Parecía emerger de un sueño.
—Podemos irnos —dijo.
Pontus y Tanja estaban ensillados y un palafrenero aguardaba a las dos chiquillas.
Al acercarse, Puck vio que se trataba de Einar. Parecía abatido, pero al ver a Anita sonrió.
Ésta se volvió hacia él y preguntó:
—¿Nada nuevo?
—No —dijo con un suspiro—. El director dice que yo debo pagar el uniforme. Deducirá el precio de mi salario.
—¿Cuánto es?
—Cien coronas, según parece. No tengo más remedio que resignarme.
—Es él quien debería pagarlo —dijo Anita.
—¿El domador? —preguntó Puck, que empezaba a entender de qué se trataba—. Ayer noche yo vi cómo él le empujaba. No es culpa de usted, Einar, si el uniforme se rompió.
—¿Tú lo viste? —preguntó Anita—. ¿Dónde estabas?
—Vine a echar unas cartas. Y de regreso al pensionado, pasé por aquí.
—Ya comprendo.
—Es hora de irse —dijo Einar—. El señor Untermeyer me ha dicho que le ruegue que vigile a Tanja. Hoy está muy agitado.
—Seguiré su consejo —respondió Puck.
Ambas montaron. Anita dijo:
—Einar, no puedo dejar de pensar en que vas a tener que pagar el uniforme. Si pudiera ayudarte…
—No pienses más en eso —dijo el ayudante—. Ya me arreglaré de un modo u otro, y Bernardo acabará por pagármelas todas.
Sus palabras encerraban tal desafío que Puck le miró. Pero el rostro de Einar no revelaba nada especial. Acarició el cuello de Tanja y dijo:
—¡Vamos, jovencitas, en marcha!
Las dos amiguitas atravesaron la plaza. Al pasar ante las jaulas de las fieras, los dos caballos parecieron un poco inquietos, pero pronto se calmaron.
Al llegar a la carretera, cabalgaron una al lado de la otra en dirección al lago.
—¿Cuánto tiempo podemos permanecer fuera? —preguntó Puck.
—No podemos fatigar los caballos, pero si paseamos despacio podemos disfrutar de un paseo de una horita —dijo Anita—. ¿Conoces algún lugar que te guste especialmente?
—Podemos seguir por el camino de La Gran Granja y llegarnos a la orilla del lago Ege. El paisaje es allí muy hermoso.
—Perfecto. Vamos, pues.
Puck observó a Anita de reojo y se dio cuenta de que de nuevo sus mejillas estaban coloreadas y que su expresión era más animada.
Habían cabalgado un buen rato en silencio, cuando la muchachita del circo comentó:
—Lo que le ocurre a Einar es terrible. Deberá pagar de su dinero el uniforme roto.
—¿Y gana poco?
—Sí, poco. Además, necesita el dinero y yo sé por qué, Einar es un muchacho extraño. No es muy inteligente y es más bien lento. Por eso Bernardo disfruta torturándolo y nadie hace nada por defenderle. Creo que soy la única persona que goza de su confianza.
—¿En qué necesita emplear el dinero? —preguntó Puck—. Su madre está enferma. Sufre horribles reumatismos. Einar paga todas las cuentas del médico y del farmacéutico. Por eso le va muy cuesta arriba tener que pagar el uniforme.
—¿Has hablado de esto con tu padre?
Anita sacudió la cabeza.
—No serviría de nada. Papá es muy amable, pero siempre dice que no hay que mezclarse en los asuntos de los demás. Pero yo no opino lo mismo. Pienso que cuando uno está en apuros hay que tratar de ayudarle, aun cuando esto signifique meterse una misma en líos. ¿No opinas así?
—Sí… Tal vez —opinó Puck, convencida a medias—. Sólo que no sé qué quieres dar a entender con eso de «meterse una misma en líos».
—Quiero decir que cuando un amigo está en apuros no hay que titubear a la hora de ayudarle. ¡Cueste lo que cueste! Y no hablemos más del asunto ahora.
Su tono era firme y decidido. Y Puck no replicó. Después de todo habían salido para dar un paseo a caballo y no para meterse en complicadas discusiones.
Pero Puck deseaba de todo corazón que Anita consiguiera ayudar a Einar y a su madre «¡sin meterse ella misma en líos!».