Puck miraba con vivo interés a aquella muchachita de oscura cabellera. Anita… Nacida en Copenhague, pero con sangre española en las venas. ¡Qué apasionante resultaba!
—¿Te gustaría visitar nuestra instalación? —preguntó Anita.
—¡Oh, sí, si crees que no voy a estorbar…!
Claro que no… Ésta es mi casa —dijo Anita en tono importante—. Ven —añadió con un gesto ampuloso, invitándola a pasar.
Ambas chiquillas se pasearon por medio de las roulottes puestas en hilera en torno a la gran tienda. El personal del circo iba y venía, como si su trabajo fuera lo más natural del mundo.
—Donde quiera que vamos, cada coche y cada tienda ocupa siempre el mismo lugar —explicó Anita—. ¡Puedo asegurarte que el director Mascani se pondría furioso si su roulotte-salón quedara instalada aunque fuera medio metro más allá de su lugar habitual! Comprende que nos sentiríamos perdidos si no tuviéramos un plan. Nuestro circo es muy complicado, ya que representamos veinte números distintos.
—Y tú ¿qué haces?
—Muchas cosas, sobre todo equitación. Ven, te mostraré mi caballo.
—Sí —exclamó Puck—. Me encantará.
Entraron en la tienda-caballeriza donde había cuatro caballos negros, seis marrones y dos blancos. También había dos ponies y… ¡una llama!
—¡Qué lindos son! —gritó Puck, cuando se acercaron a los ponies.
Quiso acariciar al más próximo, pero Anita la detuvo.
—Déjalos. No hay animales más maliciosos que éstos. ¡Te lo aseguro!
—No es posible…
—Te lo garantizo. Tratan de morder y de dar coces. No hay que confiar nunca en ellos.
—Y ¿la llama?
Anita rió:
—Es estúpida y no entiende nada. Se contenta con seguir a los otros en un final cómico. ¡Mira, ése es Pontus, mi caballo!
Anita se acercó a un caballo moreno y le acarició.
—Es la flor y nata de los caballos —dijo—. Si vienes esta noche a la representación, verás cómo salto a través de un círculo en llamas y caigo sobre el lomo de Pontus. ¡Es de un efecto formidable!
—¿A través de las llamas? —gritó Puck, impresionada—. ¿No tienes miedo?
—No hay por qué.
—Podrías quemarte…
—Imposible a la velocidad en que lo hago. Es lo mismo que cuando tú pasas rápidamente la mano por la llama de una vela.
—Sí, tal vez… Pero algo más complicado —rió Puck—. Yo, por ejemplo, no me atrevería.
—Claro, es necesario antes entrenarse. ¿También tendrías miedo de montar a Pontus?
—No, eso no —dijo Puck, acariciando al animal—. Eso me encantaría.
—¿Sabes montar?
A pesar del gesto afirmativo de Puck, Anita la miraba ligeramente incrédula.
—¿Es cierto?
—Sí, naturalmente. Monto muy a menudo.
Alguien entró en la tienda. Era el viejo Untermeyer. Vio a las dos muchachitas y se sobresaltó.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó malhumorado—. Los caballos deben comer en paz. Y tú lo sabes, Anita…
—Sí, señor Untermeyer, pero no les estamos molestando —afirmó Anita—. Solamente se los estoy mostrando a esta chica que también sabe montar a caballo.
—¿De verdad?
También él parecía un tanto incrédulo y Puck se apresuró a responder:
—Pero no sería capaz de atravesar un círculo en llamas. Untermeyer sonrió bondadosamente.
—Eso no tiene nada que ver con la equitación. Es sólo acrobacia y cualquiera puede llegar a hacerlo —afirmó mirando de reojo a Anita, un tanto burlón—. Pero la alta equitación… Eso es ya otra cosa… Sabes, cuando yo era joven… En Viena…
—¡Uf! —suspiró Anita—. Ahora va a contarnos toda su historia. Señor Untermeyer, ya conozco de memoria todo eso…
—Eres una mala chica incapaz de escuchar —dijo Untermeyer, un poco molesto—. Yo quería hablar a esa jovencita de la escuela de alta equitación de Viena.
—¿Usted estaba en ella? —preguntó Puck, vivamente interesada.
Había oído hablar de la célebre escuela de equitación española, cuyas tradiciones se habían conservado en Viena, e incluso había leído libros sobre el tema.
—Sí, allí estuve yo… Ah, qué bella época… Si hubieras visto los caballos haciendo cabriolas y desfilando… Mira, hijita, si esperas un poco te permitiré dar un paseo a caballo.
—¿En serio? —preguntó Puck radiante de felicidad—. Pero debo ir a ponerme pantalones.
Entonces consultó su reloj y sacudió la cabeza.
—¡Es imposible! —exclamó con pena—. Es demasiado tarde. Debo regresar al colegio para hacer los deberes. ¿Mañana tal vez?
—¡Muy bien, mañana! —aprobó Untermeyer—. Ven, te esperaré. ¿Cómo te llamas?
—Puck… Es decir Bente, pero me llaman Puck.
—También yo te llamaré Puck —dijo Untermeyer—. ¡Eres una buena chica que sabe escuchar!
Le dirigió una amistosa inclinación de cabeza y salió. Anita le miró con asombro.
—¡No acabo de creerlo! —exclamó—. Has conseguido humanizar a Untermeyer. Hace mucho tiempo que no le había visto tan amable. Te felicito… Con seguridad serás una invitada de honor aquí…
Puck se sentía feliz. De nuevo el mundo era palpitante y estaba lleno de interés. El circo despertaba su fantasía en un momento en que estaba necesitada de algo que acaparara su atención.
Entonces la atención de ambas chiquillas se sintió atraída por un rugido terrible ante la tienda. Se oyeron unos fuertes rugidos y silbidos extraños. Puck se estremeció, pero Anita le dijo:
—¡No tengas miedo, campeona de equitación! Son las fieras…
—¡Las fieras!
—Ven a verlas. No son tan peligrosas como sus rugidos hacen suponer.
Salieron de la tienda. La lluvia había empapado el suelo, de modo que los obreros se vieron obligados a colocar una gran plancha a fin de que el coche de las fieras, arrastrado por un tractor, pudiera pasar. Un hombre de anchos hombros y pequeño bigote negro daba órdenes en un tono desabrido y desagradable. Su aspecto disgustó a Puck desde el primer momento. Todo en su actitud hablaba de brutalidad y dureza. Tenía una mirada glacial, su modo de hablar era autoritario…
—¡Moved esta plancha, vamos! Vamos, Einar… No, más a la izquierda, imbécil… ¡Rápido! Así…
Finalmente el coche estuvo colocado en su lugar y el conductor del tractor se marchó.
Un obrero entró en la tienda y sólo Einar se quedó fuera. Se puso a desatar las cadenas que sujetaban las paredes laterales del coche de las fieras.
Mientras trabajaba, el hombre del bigote seguía gruñendo sin ningún aparente motivo, pensaba Puck, ya que Einar no parecía estar cometiendo ningún error, a pesar de que trabajaba lentamente. Daba la impresión de ser un individuo tranquilo y las injurias llovían sobre él sin inmutarle.
—¡Más rápido, perezoso! Eres el rey de los idiotas… No, déjame a mí… No sirves para nada…
El hombre antipático avanzó hacia el joven obrero y le dio un violento empujón. Einar se tambaleó y cayó cuan largo era en el barro.
—¡Estúpido! —gritó el otro, sonriendo con gran maldad—. ¡Has recibido lo que te merecías!
Einar se levantó lentamente. Sus ojos tenían una expresión llena de odio. Se acercó a su agresor con los puños cerrados, amenazadores.
—¡Basta! —gritó—. He dicho basta ya…
El hombre del bigote, que estaba desatando las cadenas, se volvió y le miró con desdén. Einar se dispuso al ataque. Sus vestidos estaban mojados y llenos de barro. Con el puño levantado, avanzó, y Puck dejó escapar un grito asustado.
Pero el hombre del bigote había reaccionado con rapidez. Agarró a Einar y de un violento puñetazo le envió de nuevo contra el barro.
—¡Y bien! —gritó el vencedor, desdeñoso—. ¿Todavía no tienes bastante? Animal…
Se volvió hacia el coche para desatar la última cadena. Einar se levantó despacio y empezó a sacudirse las manchadas ropas, cuando uno de los costados del coche cayó con un estruendoso ruido. Dentro, aparecieron cuatro jaulas con barrotes, en las cuales rugían horrísonamente cuatro fieras. El hombre del bigote dio una rápida ojeada, giró sobre sus talones y se alejó.
Al pasar ante Einar, que estaba tratando de limpiarse como mejor podía, dijo:
—Saca las jaulas y ponlo todo en orden. De lo contrario…
No terminó su frase, y desapareció bajo la tienda. Después de haber estado siguiéndole con la mirada, Einar se encaminó hacia las jaulas.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó Puck a media voz.
Se sentía conmovida por la escena que acababa de presenciar. Anita, gravemente, sacudió la cabeza.
—Siempre es lo mismo entre ellos —suspiró—. Y un día eso acabará mal…
—¿Quién es el hombre del bigote?
—Se llama Bernardo. Es el domador de fieras… ¡Un tipo muy desagradable! Casi nadie le aprecia en el circo…
—Entonces ¿por qué no le despiden?
Anita se encogió de hombros.
—Es bueno contar con un número de fieras en el programa… Él lo sabe y se hace valer ante el director Mascani. Pero con todo el mundo se muestra odioso, especialmente con el pobre Einar… Eso acabará mal, como siempre dice mamá.
Las fieras seguían rugiendo en las estrechas jaulas y Puck las observaba con una mezcla de fascinación y horror. Eran soberbios animales, y estaba reflexionando en que tal vez fuera cruel encerrar a aquellos hijos de la selva en pequeñas jaulas para divertir a los espectadores de un circo.
Había dos leones, un tigre y un leopardo. Los leones parecían pacíficos, y el tigre daba la impresión de ser viejo. Pero el leopardo no cesaba de ir y venir en el reducido espacio, con rugidos de mal augurio y un impresionante y peligroso aspecto, en tanto el joven obrero trataba de poner orden en el lugar.
* * *
No hay que suponer ni por un momento que el pesar de Puck se había desvanecido con la visita al circo, como el rocío al contacto del sol. Sin embargo, había contribuido notablemente a mejorar su moral.
Cuando regresó al pensionado, en su bicicleta, algún tiempo después, su cabecita bullía de pensamientos e imágenes. Haber visto aquel mundo multicolor había sido para ella todo un acontecimiento, que al menos la había distraído de sus tristes pensamientos. Pero lo más importante aún es que había encontrado a una persona en la cual podía confiar.
Cosa extraña, a veces resulta más fácil participar los más íntimos pensamientos a un extraño que a los seres más allegados…
Después del desagradable incidente de las jaulas de las fieras, Anita, en tono desenvuelto, sin duda para borrar la mala impresión, había dicho:
—Me parece que nos merecemos una taza de té.
—No sé…
Puck consultó su reloj.
—¿A qué hora has de estar de regreso?
—A la una, poco más o menos.
—¡Entonces todavía tenemos una eternidad ante nosotros! —dijo Anita riendo, y tomó a Puck por el brazo—. Ven a saludar a mi madre.
La condujo hasta una roulotte pintada de colorines, pero de aspecto ordenado y cuidadoso. Una escalerilla conducía a la puerta de entrada.
—Vivo aquí —dijo Anita con orgullo.
Y Puck miró el coche con admiración.
—¡Es lindo! —aprobó con entusiasmo.
Subieron los peldaños y Anita abrió. El coche contenía un saloncito de atractivo aspecto, arreglado de modo práctico. Había flores en las ventanas y cuadros en los muros. Un diminuto escritorio, dos divanes con almohadones a lo largo de las paredes y una mesa. También dos sillas y un armario. Cada centímetro parecía haber sido estudiado con ingenio. Puck, fascinada, permanecía en el umbral, y Anita la observaba curiosamente.
—Vamos, pasa…
Una dama se hallaba sentada en el escritorio, haciendo cuentas. Levantó la vista y Puck pensó que hacía mucho tiempo que no había visto a una mujer tan hermosa.
—Mamá, ésta es una chica que he encontrado —anunció Anita—. Puck, mi madre. Salúdala…
Puck no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué curiosa presentación! Anita era una personita excepcional, había que convenir en ello.
La dama sonrió.
—Anita —dijo, con cierto tono de reproche—, hablas de un modo poco correcto. Aunque sé que no es con mala intención…
—Claro que no —dijo Anita—. Es una chica formidable, mamá. Y entiende de caballos…
La señora tendió la mano a Puck.
—Hola, Puck. Me llamo Vivianne. Sé bien venida.
Hubo un corto silencio intimidado, durante el cual Puck contempló a Vivianne con admiración. Sus cabellos eran negros y brillantes y sus dientes, como los de Anita, brillaban como perlas a la menor sonrisa.
—¿A qué debo el honor de la visita? —dijo sonriendo—. ¿Al té o al café?
—Café para mí —dijo Anita—. ¿Y tú, Puck?
—Nada, gracias…
—Tomará café —dijo Anita.
Vivianne rió. Se acercó al armario y lo abrió. Puck tuvo de nuevo ocasión de asombrarse, ya que dentro del armario unas estanterías contenían una auténtica cocina, un fogón eléctrico y fregadero de acero inoxidable.
Un ventilador echaba fuera los humos molestos.
—¡Oh, qué lindo es todo esto…! —repitió Puck.
Nunca había visto nada semejante.
—No nos queda otro remedio que organizarnos en el pequeño espacio de que disponemos —dijo la madre de Anita—. En verano, mientras el circo viaja, debemos vivir aquí constantemente. Y a veces también en invierno, ya que los hoteles resultan demasiado caros.
—Pero ¿dónde duermen? —preguntó Puck.
—Ven, te lo mostraré…
Vivianne levantó uno de los divanes, que podía desplazarse y quedaba convertido en una cama. Al otro lado, había una estantería que de noche se convertía en la camita de Anita.
—Ahora cabemos los tres, pero en cuanto yo crezca más —dijo Anita—, necesitaré una K personal.
—¿Y no estudias?
—Mamá me da lecciones en verano, y en invierno voy a una escuela. Pero, como no tengo la menor intención de abandonar el circo, tampoco necesito pasar exámenes…
Un poco después, el café humeaba en la mesita, y las dos muchachitas comían con buen apetito pastelillos que la señora Vivianne les había servido. Hicieron preguntas a Puck acerca de su vida en el pensionado, y ella habló con entusiasmo de profesores y compañeros. Vivianne dijo:
—Tal vez podríamos dejarte en un pensionado así, Anita, a fin de que recibas una educación conveniente.
Anita sacudió la cabeza enérgicamente:
—Oh, no, mamá, nada de eso —dijo la chiquilla—. No podría vivir sin Pontus y los demás animales.
Cuando un rato después la señora Vivianne abandonó la roulotte, las dos muchachitas permanecieron sentadas charlando con animación. Anita contó que su padre y su madre eran equilibristas, pero que también participaban de otros números del programa.
—Siempre ocurre así en un circo ambulante —dijo Anita—. Todos debemos estar dispuestos a colaborar en lo que sea, ya que un personal demasiado numeroso significaría unos gastos insostenibles. Te aseguro que el número de mis padres es estupendo. Verás, te enseñaré recortes de prensa que hablan de ellos…
Sacó un gran álbum y orgullosamente mostró fotos y comentarios que hablaban del talento de Pierre y Vivianne.
—¿Tu padre se llama realmente Pierre? —preguntó Puck.
—No, en realidad se llama Peter. Peter Joergensen. Somos daneses como tú, pero un nombre extranjero va bien para el circo.
—Y tu madre, ¿se llama realmente Vivianne?
—Sí, es su verdadero nombre. ¿Verdad que es una mamá encantadora?
—Sí, desde luego. Y muy bella.
—Papá dice que es su sangre española. Acuérdate que mi abuelo procedía de España. Y tus padres ¿de dónde son?
Aquella pregunta despertó nuevamente la pena de Puck. Bajó la cabeza y la sonrisa se desvaneció de sus labios.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Anita, preocupada.
—Sí, precisamente —dijo Puck.
Y a continuación contó a Anita todas sus tribulaciones. Le habló de su madre muerta y de su padre enfermo en Valparaíso.
Anita la escuchó con real compasión, pasando un brazo por los hombros de su nueva amiga:
—Te comprendo —dijo—. Debes venir a visitarnos cada vez que lo desees. Es bueno tratar de distraerse… ¿Vendrás mañana?
—Sí, gracias. Vendré a montar a caballo. ¿Montaré a Pontus?
—No, seguramente será a Tanja. Es un animal formidable. Ven, te lo enseñaré…
Antes de la partida de Puck, regresaron pues a la tienda-caballeriza y luego se separaron cordialmente. Puck regresó al pensionado en bicicleta. Al subir corriendo al «Trébol de Cuatro Hojas» le pareció inconcebible que sólo hubieran transcurrido unas pocas horas desde su partida. ¡Había visto tantas cosas nuevas desde entonces!
Halló a Inger estudiando y a Navío, tendida en su cama, mirando un mapa.
—Vaya, ¿de dónde sales?
Inger le sonrió y volvió a sus estudios. Navío dijo:
—La geografía sería interesante si no nos obligaran a aprender de memoria los nombres de los ríos de Europa.
—Pero no creo que sea esto lo que te está preocupando en este momento —comentó Puck.
—Desde luego que no. Estoy tratando de averiguar la ruta que seguirá el barco de papá para ir de Australia al Japón. ¡Qué lejos! ¿Eh?
—También hay una considerable distancia entre Dinamarca y Valparaíso —suspiró Puck.
Su tono había sido tal que Inger levantó la mirada del libro. Por instinto, adivinaba cuándo una de sus amigas estaba necesitada de ayuda. Y la voz de Puck revelaba que su corazón estaba lleno de pesar.
Pero no dijo nada. Una mirada a Puck le hizo comprender que era mejor no hacer preguntas. Navío se hallaba de nuevo absorta estudiando las posibles rutas del barco «Margrethe III», de modo que no se dio cuenta de nada. Suspiró, cerró el atlas y dijo:
—¡Tal vez pasen años antes de que vuelva a ver al valiente capitán Sommer! ¡Éste es el precio que pago por ser la hija de un héroe marino! ¿Y si pusiéramos un disco? Un momento después, y mientras sonaba una vieja canción marinera, apareció Karen. Sus ojos se posaron en Puck y se alegraron comprobando que ésta parecía mucho más animada.
—¿Habéis visto el cartel del circo? —preguntó cuando el disco se detuvo—. Lo he leído tantas veces que tengo la impresión de saberlo de memoria. Hay acróbatas, y una chiquilla que salta por un círculo en llamas, y un domador, y un leopardo y…
Las demás la escuchaban atentamente, y Puck la miraba con educada indulgencia.
—Me pregunto si el círculo está realmente en llamas —dijo Inger—. Debe de ser publicidad o un truco. Es imposible que una chica salte por un aro ardiendo sin hacerse daño.
—Claro que es posible —dijo Puck—. Es exactamente lo mismo que cuando nosotras pasamos la mano por la llama de una vela. No hay tiempo de quemarse.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Inger.
—He hablado con la que ejecuta ese número —respondió Puck.
—¿De veras? ¡Cuenta, cuenta!
Puck les relató los acontecimientos de aquella tarde y todas le escucharon atentamente.
—Es palpitante —dijo Navío—. ¡Formidablemente palpitante!
No podía prever que la visita de Puck al circo iba a desencadenar una serie de acontecimientos realmente «formidablemente palpitantes».