— VI —

Puck permaneció indecisa algunos segundos. Después se levantó y bajó corriendo la escalera. Corrió a lo largo del pasillo y abrió la puerta de entrada. Felizmente no había nadie ante la casa, nadie la había visto. Cruzó por entre los árboles y se encaminó hacia la entrada principal que alcanzó en el mismo instante en que sus compañeros llegaban al refectorio. Se mezcló al grupo charlatán y jocoso, aunque ella permanecía silenciosa, reflexionando intensamente, ya que no sabía qué debía hacer.

Habían robado en la habitación de la señorita Fagerlund. Puck había visto al ladrón con sus propios ojos y, además, le había reconocido. Pero habría encontrado difícil explicar por qué se hallaba en la escalera de las habitaciones de los profesores en el momento en que el ladrón huía. ¿Quién creería su explicación de que había ido allí con la intención de quitar un ramillete de flores amarillas? ¡Era tan increíble!

Permanecía erguida en su silla, como los demás, esperando la entrada del director. Todos los profesores y alumnos estaban allí, salvo la señorita Fagerlund. Puck miró a través de la ventana y vio venir a la profesora precipitadamente. Resultaba evidente que se hallaba en un estado de gran excitación.

El director echó una ojeada a su alrededor y dijo:

—Falta la señorita Fagerlund.

—Ahora llega…

—Perfecto. Esperémosla antes de sentarnos.

El director miró a su vez por la ventana y vio a la madura señorita que corría con todas sus fuerzas. La observó sonriendo y dijo:

—¡No tenemos tampoco tanta prisa!

Se oyeron pasos en el pasillo y la puerta se abrió. La señorita Fagerlund apareció en el umbral y su conmoción fue evidente para todos. Su respiración era acelerada, tragaba saliva y no podía pronunciar palabra. La sonrisa del director se desvaneció.

—Pero, señorita… ¿Le ha ocurrido algo?

—¿Que si me ha ocurrido algo?

La pobre mujer estaba sofocadísima.

—Sí, creo… creo que hay un ladrón… en mi cuarto… ¡Un ladrón!

Gritaba tanto que su voz resonó bajo el techo.

Todo el mundo la miró aterrado. La señora Frank se acercó a ella y puso una mano encima de su brazo.

—Vamos, vamos, señorita… ¿Qué dice usted?

—Mi ventana estaba abierta… Y la cajita de plata que había en mi mesa ha desaparecido… ¡Una cajita que había pertenecido a mi tatarabuela!

La noticia del robo provocó animadas discusiones en el refectorio. Todo el mundo hablaba al mismo tiempo. Para los alumnos, era una sensación formidable. Los profesores se sentían inquietos y desolados. La señora Fagerlund avanzó unos pasos, sostenida por la señora Frank; ésta le acercó una silla donde la buena profesora se derrumbó.

—¡Imagínese! —suspiró—. ¡Un ladrón!

—Debemos prevenir a la policía —dijo el director cuando todo el mundo se hubo calmado un poco—. Precisamente ya está haciendo una investigación desde que Annelise recibió el disparo. Voy a telefonear inmediatamente. Mientras tanto, pueden empezar a comer…

Puck había seguido los acontecimientos con interés y se preguntaba qué debía hacer. Finalmente tomó una decisión. Cuando el director salió, ella fue tras él. Antes de llegar a su despacho, el señor Frank se dio cuenta de la presencia de la muchacha y se volvió hacia ella:

—¿Qué ocurre, Puck? ¿Tienes algo que decirme?

—Sí, quisiera…

—En este momento, tengo prisa. ¿Puede esperar lo que has de decirme? Puck sacudió la cabeza:

—No, ya que es a propósito del robo… Yo creo haber visto al ladrón. El director la miró estupefacto.

—¡No puedo creerlo! Entra y cuéntamelo todo.

Ambos penetraron en el despacho y Puck decidió hablar sólo del ladrón. ¡Le resultaba del todo imposible hablar del complot para reconciliar a los dos profesores y del ramillete de flores amarillas! Dijo:

—Después de la lección de canto, salí un momento y entonces vi al hombre que estoy segura era el ladrón.

—¿Dónde le has visto?

—En el jardín. Venía de las habitaciones de los profesores. Seguramente es él quien ha robado en el cuarto de la señorita Fagerlund.

—Seguramente. ¿Podrías describir su aspecto a la policía?

—Nada más fácil, ya que se trata del mismo hombre que Annelise y yo vimos en el bosque.

—¿Estás segura? —preguntó el director muy serio—. Dime una cosa…

El director miró hacia la alfombra por un instante, reflexionando. Después irguió la cabeza y dijo:

—No, nada. Eso puede esperar. Gracias, Puck. Puedes ir al comedor.

Tomó el teléfono y ella regresó al refectorio. Cuando el señor Frank regresó poco después, se estableció el silencio en la gran sala.

Dijo:

—La policía llegará de un momento a otro. ¿No sería conveniente ir a echar una ojeada a la habitación robada? No sé si la señorita Fagerlund…

—¡Por nada del mundo volveré allá sola! —declaró la madura señorita con firmeza.

El director disimuló una divertida sonrisa y dijo:

—Propongo que vayamos varios. Tal vez el señor Josiassen tenga la amabilidad de acompañarnos… Y Frederiksen… Y tú, Bente. Vayamos en seguida.

Puck se levantó. No le complacía demasiado formar parte de aquel solemne grupo, pero comprendía que era el testigo principal del asunto.

Caminaba detrás de los otros y se dio cuenta de que el señor Josiassen intentaba acercarse a la señorita Fagerlund, pero ésta lo evitaba sistemáticamente. El director, sin duda, estaba al corriente de la enemistad de los dos profesores y había tenido una bien clara intención de reconciliarlos valiéndose de aquella circunstancia.

Un instante más tarde, todos estaban en el cuarto de la señorita Fagerlund.

—Miren —dijo la señorita Fagerlund mostrando una mesita en el centro de la pieza—, allí estaba mi cajita de plata.

Medio llorosa, añadió:

—¡Había pertenecido a mi tatarabuela!

—Sí, es terrible —reconoció el señor Frank.

Se acercó a la ventana, la abrió con suavidad y permaneció un rato inclinado hacia el exterior.

—Hay huellas en el suelo —dijo—. Parece ser que en efecto alguien ha saltado por la ventana y ha huido en dirección al lago.

Durante este tiempo, la señorita Fagerlund se había paseado nerviosamente por el cuarto, y Puck la seguía con la mirada. Las famosas flores amarillas estaban en la mesa. La profesora no las había visto aún. Entonces la señora Frank se acercó a la mesa, tomó el ramillete y lo tendió a la señorita Fagerlund. Puck se sentía tan nerviosa como si estuviera viviendo una película de gangsters.

—Mire —dijo la señora Frank estas flores son para usted.

—¿Flores? —exclamó distraídamente la madura señorita. Quitó el papel que las cubría y estuvo a punto de perder el sentido.

—¡Amarillas! —exclamó con profundo disgusto.

Tomó la tarjeta que había entre ellas, leyó la inscripción y, rápida como un rayo, se volvió hacia el señor Josiassen y le echó el ramillete a la cara.

—¡Sinvergüenza! —gritó—. ¡Esto ya es el colmo!

El director se volvió vivamente y miró con asombro a la señorita Fagerlund. La señora Frank avanzó unos pasos hacia ella. El señor Frederiksen también pareció dispuesto a intervenir. ¡Y Puck hubiera querido que la tragara la tierra!

* * *

No es fácil prever qué hubiera podido pasar a continuación si no se hubieran escuchado pasos en el pasillo y si las cabezas de dos inspectores de policía no hubiesen asomado por la puerta.

—¡La policía!

El señor Josiassen tenía aún en la mano el ramillete amarillo que había recibido en plena cara. Lo miraba con expresión atónita y miraba también a la señorita Fagerlund con una mezcla de curiosidad y enojo. Pero la llegada de la policía cambió la situación. Ahora se trataba de otra cosa.

—¿Han puesto ustedes una denuncia? —preguntó uno de los inspectores.

—Sí —contestó el señor Frank, cuya expresión seguía siendo asombrada—. Yo he telefoneado a causa de un robo cometido aquí hace poco más de una hora…

Hizo el relato completo de lo sucedido, y ambos policías examinaron la habitación y luego las huellas de la ventana. A continuación hicieron algunas preguntas a Puck acerca del hombre que ella había visto. Puck respondió lo mejor que pudo y uno de los inspectores continuó:

—¿Estás segura de que se trata del mismo hombre que encontrasteis en la plantación?

—Sí, estoy segurísima, a pesar de que apenas lo he entrevisto.

—¿Podrías indicarnos exactamente por qué lado ha huido?

Puck describió el camino emprendido por el ladrón. Uno de los policías salió al jardín, mientras el otro, a través de la ventana, seguía los movimientos de su compañero.

—Y acabó por desaparecer en dirección del lago y del bosque —dijo Puck, finalmente—. Ya no le he visto más.

El inspector se volvió hacia la chiquilla.

—¿Y dónde estabas tú cuando le viste? —preguntó interesado.

Puck enrojeció. Su mirada se hizo huidiza. Como un destello, entrevió el rostro perspicaz del director, muy serio. El señor Frank le puso la mano en un hombro.

—Bente daba un paseo por el patio. Se hallaba en una esquina del edificio. ¿No es eso, Bente?

Puck bajó la cabeza, pero no dijo nada. El inspector se puso el carnet en el bolsillo y dijo:

—Eso no nos aclara gran cosa. Según los datos que nos señala esta chiquilla, se trata sin duda de «Rasmus el Fuerte». Pero no sabemos a dónde habrá ido.

—No puede estar lejos —observó el director.

—Usted no le conoce bien —dijo el inspector—. Es muy astuto cuando se trata de esconderse. Además, no teme vivir en las peores condiciones y así puede permanecer invisible en el pantano o en el bosque por tiempo indefinido. Y ahora que se acerca el verano, todo está a su favor. No me extrañaría que se hubiera arreglado una cabaña o gruta en el bosque, y se ocultara allí hasta que el peligro haya pasado.

El inspector rió un poco y después se encaminó hacia la puerta.

—Ya les tendremos al corriente —dijo—. Hasta la vista.

Le acompañaron hasta la entrada principal donde su compañero le esperaba ya en el coche. Poco después, los policías habían desaparecido por entre la avenida bordeada de árboles. El director miró a alumnos y profesores que le rodeaban.

—Vamos ahora a comer rápidamente y a proseguir nuestra jornada de trabajo. La campana debe de haber sonado hace rato.

Correspondía al señor Josiassen dar clase a Puck después de la comida y lo único bueno que pudo decirse de aquella lección de física es que, debido al retraso en comenzarla, fue más corta que de costumbre. Sumergida en sus pensamientos, Puck sólo escuchaba a medias, mientras que el señor Josiassen, en lo alto de su tarima, gruñía al menor error u olvido. Puck estaba reflexionando en lo peligroso que es comenzar a ocultar o tergiversar la verdad. Si el director no hubiera acudido en su ayuda, la situación para ella habría sido más que apurada. El señor Frank, probablemente, se había dado cuenta de que ella mentía al hablar de su paseo, no hallando lógico que se encontrara en aquella parte del pensionado en el momento del robo.

Aquella situación la molestaba muchísimo. Puck amaba la verdad y se hacía un punto de honor el no mentir nunca. Y sin embargo, resultaba difícil de explicar todo el asunto del ramillete amarillo…

A pesar de su malhumor y sombríos pensamientos, Puck no pudo contener una sonrisa al recordar el ramillete violentamente arrojado contra el rostro del pobre señor Josiassen… ¡Qué distintas habían resultado las cosas a como ellos las habían imaginado! El ramillete, que tan caro les había costado, estaba destinado a reconciliar a dos personas y, por el contrario, las había enemistado más aún.

Era terrible…

—Bente, ¿qué he dicho?

Puck se levantó y encontró la mirada del señor Josiassen, que nada bueno presagiaba.

—No lo he oído, señor —respondió sinceramente.

—¿No estabas escuchando?

—No, señor.

—¡Mal educada! Te pongo un cero. Y ¿por qué no estabas escuchando, si es que me permites la pregunta?

El tono estaba impregnado de mal contenida irritación.

—Pensaba en todo lo que acaba de pasar —dijo Puck—. En lo que acaba de pasar allá, en las habitaciones de los profesores…

El señor Josiassen se levantó y se acercó a Puck. Parecía dispuesto a abofetearla. Puck le miró a la cara, sin temor. Puesto que tenía la conciencia tranquila y nada grave había hecho, el señor Josiassen no tenía por qué saltar como un tigre únicamente por hallarse de mal humor.

—Sí —repitió— reflexionaba en lo que ha pasado en la habitación de la señorita Fagerlund y no hay nada malo en ello. Pero lamento no haber estado atenta a la lección y comprendo que me merezco un cero.

Las lágrimas pugnaban por brotar de sus ojos, pero se dijo que no debía llorar. Ella y el señor Josiassen se desafiaron un rato con la mirada, después de lo cual el profesor dio media vuelta y regresó a su tarima. Se sentó y se pasó una mano por delante de los ojos.

—¡A fe —dijo, y su tono era más humano y amable, como lo había sido en el pasado—, a fe que tienes razón! Todo lo sucedido allí proporciona materia para reflexionar.

Se volvió hacia Puck y esta vez un esbozo de sonrisa brilló en sus ojos. Después tomó su estilográfica y le quitó el capuchón.

—Pero ¡de todos modos tendrás un cero! —declaró e inscribió la nota en su cuaderno.

Puck se sentó y suspiró profundamente. Sentía unas locas ganas de llorar, pero no lo hizo.

—Hemos estado hablando de líquidos corrientes —dijo el profesor—. En una próxima ocasión haremos un experimento acerca de este fenómeno…

Puck suspiró de nuevo y en aquel momento una bolita de papel cayó sobre su pupitre.

Con precaución, se inclinó y la abrió. Había escrito a lápiz: «Has conseguido salirte bien del apuro. Pero ¿qué es lo que ocurrió? Hay que celebrar una reunión inmediatamente después de la clase. Annelise».

Ella asintió en dirección a su amiga. Sí, desde luego, temas de conversación no les faltarían. Los conjurados no habían conseguido sus fines, pero una nueva idea se estaba ya abriendo camino en su mente. Era una idea temeraria, desde luego, pero si conseguían llevarla a cabo todos los problemas se resolverían de golpe, por lo que bien valía la pena correr riesgos.

Sobre todo cuando no había forma de evitarlos.