Ante la satisfacción general, el humor de la señorita Fagerlund había mejorado mucho. La madura señorita había sonreído ampliamente al entrar en clase y Puck tuvo tiempo de murmurar a Navío:
—El terreno está bien preparado.
—Vamos —dijo la profesora, sacando un diapasón de su cartera—, tratemos de hallar hoy la nota justa. ¿Preparados?
Un «sí» respondió a la exhortación cordial e hizo subir aún varios grados el buen humor de la profesora. Ésta tocó el diapasón e indicó la nota a las primeras voces.
—¡Una, dos, tres! Vamos allá…
Las muchachas cantaban a pleno pulmón y la señorita Fagerlund daba el ritmo con su diapasón. Le encantaba su trabajo y soñaba con poder un día dirigir un coro. Mientras agitaba el diapasón, en aquella hermosa mañana primaveral, se veía ya en una sala de concierto, donde miles de auditores entusiastas escuchaban el resultado de sus esfuerzos.
Cerraba los ojos y se abandonaba a ese sueño, cuando el crujido de una puerta la volvió bruscamente a la realidad. Levantó la mirada y miró hacia la entrada, donde Alboroto acababa de aparecer.
La señorita Fagerlund golpeó su tarima con el diapasón.
—¡Hugo! Vienes tarde…
—Perdón —dijo Alboroto, que ya había conseguido llegar a su lugar—. Lo siento, señorita, pero…
—¡Siéntate!
Alboroto se sentó. La señorita Fagerlund tosió nerviosamente y dijo:
—Sabéis que detesto a los que se retrasan.
Nadie respondió. Aquella reflexión no solicitaba ningún comentario. Prosiguió la lección, pero el buen humor inicial de la profesora había desaparecido.
Por más que el diapasón parecía despedir destellos, marcando la medida, el coro femenino carecía de calor y entusiasmo. Las muchachitas cantaban como si las dirigiera una máquina.
—¡Muy mal! —exclamó la señorita Fagerlund—. Hay que poner más ánimo… Las palabras de una melodía tienen gran importancia.
Recomenzaron el mismo cuplé, pero la inspiración seguía brillando por su ausencia.
La profesora se enojó.
—Cantáis sin ningún interés —dijo—. Esta canción es una de las más bellas de Dinamarca y se diría que no tenéis la menor idea de lo que significa.
Hubo una conversación general a propósito de la canción y, en un rincón, dos muchachos y una chica se disputaron acerca del significado de una palabra.
En medio de tanta agitación, Puck se atrevió a preguntar a Alboroto:
—¿Has puesto las flores en su habitación?
—Sí, todo va bien —dijo Alboroto, guiñando maliciosamente un ojo.
—¿Qué clase de flores eran?
—No lo sé, pero eran lindas.
—¿De qué color?
—Amarillas. Pero ignoro cómo se llaman.
La señorita Fagerlund usó de nuevo su diapasón para golpear la tarima.
—¡Un poco de calma en clase! ¿Por qué tanta excitación? Vamos a ver, Bente, explícanos de qué se trata el tema de esta canción.
Puck se levantó.
—Habla de un jovencito que, enamorado de una doncella, tiró a su paso un trozo de madera donde había grabado su nombre.
—¿Qué significa esto?
—Pues bien, antiguamente se creía que este gesto forzaba a una persona a amar a la otra.
—Perfecto. Era una superstición. ¿Hay algo semejante hoy en día?
—No —respondió Puck—, no, me parece.
La profesora sonrió con su aire de madura señorita romántica.
—Sí, sí… Algo hay aún por el estilo… ¿No sabes qué Bente?
Puck reflexionó un momento y por fin su rostro se iluminó.
—¡Ah, sí! —exclamó—. Si alguien envía un regalo a otra persona… Flores, por ejemplo…
Los conjurados estuvieron a punto de desmayarse. La señorita Fagerlund asintió satisfecha.
—Sí —asintió—, actualmente un ramo de flores suele producir el mismo efecto.
Echó una divertida mirada a su alrededor.
—Ya sabéis sin duda que se concede gran importancia al color de las flores. Una flor roja quiere decir amor; una flor blanca, pureza…
Los alumnos suspiraron y se reclinaron en sus asientos. Conocían bien a la señorita Fagerlund y la sabían muy capaz de estar charlando todo el resto de la clase sobre flores.
—Se dice que el verde es el color de la esperanza. «La esperanza es verde tierno», dijo Hanne Irgens en sus poemas… y…
Puck se sobresaltó. ¿Hanne Irgens? Aquél era el nombre que figuraba escrito en la tarjeta del señor Josiassen. Nunca lo había oído anteriormente y hete aquí que en un solo día lo hallaba dos veces a su paso. Maquinalmente levantó una mano.
—¿Quién es Hanne Irgens? —preguntó inocentemente. La señorita Fagerlund frunció el entrecejo, con aire reflexivo.
—A decir verdad —comenzó—, no hay mucho que decir de ella, salvo que ya ha muerto y que escribió un exquisito poema titulado «La vida es siempre bella».
La señorita Fagerlund sonrió de nuevo soñadoramente y miró, a través de la ventana abierta, las primaverales ramas de los árboles.
—«La esperanza es verde tierno…» —suspiró.
—¿Qué significa el azul? —preguntó Cavador.
La profesora se sobresaltó. ¡Estaba en las mismas nubes!
—¿Azul, dices? Pues, sí… Se habla de la flor azul de la poesía.
—¿Qué significa esto? —siguió preguntando Cavador, a quien gustaban las respuestas precisas y era poco amigo de poéticas elucubraciones.
—La flor azul de la poesía… Pues, bien… —respondió la señorita Fagerlund, ligeramente turbada—. El cielo es azul, la mar es azul… Imaginad que es azul todo lo que es lejano e inaccesible… ¡Es difícil de explicar! Quiero decir que…
Cavador sintió compasión de la profesora, que proseguía su disertación sobre lo que, para el muchacho, no eran más que pamplinas.
—¿Y el amarillo, entonces?
—¿El amarillo?
La expresión de la señorita Fagerlund se hizo de pronto terriblemente ácida.
—Amarillo —dijo— es el único color que no puedo soportar. Es el color de la hipocresía, y personalmente siempre que veo amarillo me siento mal.
Puck y Navío intercambiaron asustadísimas miradas.
* * *
El siguiente cuplé fue cantado aún de modo más mecánico que el precedente. Puck y los demás conjurados hacían un sobrehumano esfuerzo para seguir el texto y la melodía.
La señorita Fagerlund detestaba el amarillo. ¡Y en su habitación la estaba esperando un ramillete de flores amarillas con la tarjeta del señor Josiassen! Toda su astuta trapisonda, elaborada con la única finalidad de reconciliar a los dos profesores, amenazaba con convertirse en catástrofe.
Puck se inclinó en su pupitre y escribió en un trozo de papel:
«¿No podrías ir a recoger el ramillete?».
Convirtió el papel en bola y lo echó hacia Alboroto. Sin que la profesora se diera cuenta, el muchacho consiguió leerlo; después se levantó y, en medio de la canción, pidió permiso para salir de clase.
La señorita Fagerlund estaba furiosa y silenció bruscamente el canto.
—¡No contento con llegar tarde a clase, te atreves ahora a interrumpirme! Debería darte vergüenza…
—Sí, pero —dijo Alboroto, tratando de mantenerse serio— es algo muy necesario.
—¡Siéntate! —ordenó la profesora, quien debía de estar pensando que había llegado el momento de imponerse—. ¡Y no vuelvas a moverte hasta que finalice la clase!
Alboroto se sentó, mirando descorazonadamente a Puck. Karen recogió el diapasón y la señorita Fagerlund, ahora de pésimo humor, ordenó iniciar de nuevo el canto.
Comprendiendo que no había ya esperanza alguna de poder salir de clase, a menos que sonara la campana, Puck se propuso salir disparada en cuanto la oyera, para tratar de quitar el ramillete antes de que la señorita Fagerlund penetrara en su habitación.
De nuevo escribió algo en una esquina de papel y envió la bolita a Navío:
«Trata de retener un poco a la profesora después de la lección. Hazle alguna pregunta».
Navío hizo un gesto afirmativo, mostrando que ya lo había entendido, pero ya la profesora se había dado cuenta de que estaba sucediendo algo anormal. Se precipitó por entre los pupitres, se detuvo ante Navío y dijo:
—¡Lise! Dame este papel…
Navío acababa de tirar al suelo la bolita de papel. Respondió:
—No es nada, señorita…
—¡Dámelo! En seguida…
Los labios de la señorita Fagerlund temblaban. Tenía los nervios a flor de piel. Navío se puso a gatas bajo su pupitre y envió la bolita tan lejos como pudo.
—No lo encuentro, señorita, pero no era nada, se lo aseguro…
En aquel instante, sonó la campana. Toda la clase suspiró de puro alivio. Incluso Navío, que se encontraba en una situación difícil, sonrió. La señorita Fagerlund paseó la mirada de un lado a otro. Sus mejillas ardían y sus labios temblaban. Dijo agriamente:
—Desde hace algún tiempo, esta clase es cada vez más disipada. Si esto sigue así, se lo comunicaré al director. ¡No permitiré por más tiempo tales muestras de indisciplina! Y que nadie se mueva ahora, hasta que yo me haya ido del aula.
Inger tosió ligeramente y comenzó:
—Señorita, si usted quisiera explicarme…
—¡No, no quiero explicar nada! —respondió la profesora, que salía de la clase a grandes pasos.
—Dejadme pasar, no tengo tiempo que perder —dijo Puck, abriéndose camino hacia la puerta.
Una vez fuera, atravesó vivamente el patio de recreo y se dirigió hacia el domicilio de los profesores. No se veía a la señorita Fagerlund por ningún lado, pero, corriendo como corría, estaba segura de poder llegar antes que ella a su habitación. Su corazón latía alocadamente cuando alcanzó su objetivo. Pero presa de súbito pánico, se detuvo ante la puerta. ¿Y si alguien la veía entrar? Sin poder explicarse por qué, tenía la impresión de que la pieza no se hallaba vacía.
Prestó atento oído. ¿No se oían pasos, acaso? ¡Sí! Alguien se paseaba arriba y abajo por el interior de la habitación. En el mismo instante, oyó otros pasos acercándose por el pasillo.
Puck echó una ojeada a su alrededor, buscando un lugar donde esconderse, y no vio nada mejor que el descansillo que conducía al primer piso. Subió rápidamente varios escalones hasta quedar oculta a la vista de la persona que se estuviera acercando. Escuchó abrirse una puerta y volverse a cerrar. Los pasos del corredor se acercaban cada vez más, y, asomando un poco la cabeza para ver, alcanzó a distinguir a la señorita Fagerlund que se dirigía hacia su cuarto.
En aquel instante, se escuchó un golpe dentro, y Puck comprendió que alguien acababa de saltar por la ventana, cerrándola luego de golpe.
Agachada en un peldaño, Puck se asomó a la ventanuca del descansillo para mirar al exterior y por poco se quedó sin aliento.
Acababa de reconocer al hombre encontrado en el bosque, el que había asustado a Black. Reconoció la barba y los oscuros cabellos.
Se quedó quieta sin poder mover un dedo.
¡Un ladrón!
Y, en aquel momento, la señorita Fagerlund abrió la puerta y penetró en su habitación.
¡El desastre ya era inevitable!