A sus espaldas Puck escuchó el galope apretado de Blis, que en su turbación Annelise no dejaba de espolear, cosa contraproducente, ya que aquel ruido empujaba a Black a aumentar la velocidad y Puck comenzaba a temer que fueran vanos sus intentos por detener la alocada carrera de su montura.
La angustia la invadía. ¡Se sentía tan impotente! Todo cuanto podía esperar era permanecer en la silla y evitar el regreso a La Gran Granja, ya que, una vez allí, el animal intentaría probablemente penetrar en la caballeriza y Puck correría el riesgo de verse proyectada contra el umbral de la puerta.
Llegada a un pequeño claro, pudo conseguir hacer dar varias vueltas en torno a sí mismo al animal, el que, finalmente, disminuyó la velocidad y se puso a marchar al paso.
En aquel momento Annelise apareció al borde del camino. Tenía los ojos abiertos como platos. Puck detuvo a Black y saltó al suelo. Entonces acarició el sudoroso cuello del caballo.
—Bien, amigo mío, te asustaste, ¿eh? —le dijo.
Estaba aún acariciando a Black, cuando Annelise la alcanzó, detuvo a Blis y dijo:
—¡Oh, cielos! He tenido mucho miedo. ¡Qué suerte que no te hayas caído!
—Pues he estado muy a punto, puedes creerlo —reconoció Puck—, y si quieres conocer el fondo de mi pensamiento, te diré que tú no has contribuido a disminuir el peligro, sino todo lo contrario. En fin, ¡todo se ha arreglado bien!
Las manos de Puck temblaban, sin que ella pudiera atribuirlo a una reacción al miedo pasado o a los esfuerzos. Se sentía agotada, y habría querido tenderse en la hierba para descansar. Suspiró con alivio y exclamó:
—Atemos los caballos a ese árbol abatido por el viento y sentémonos unos instantes. Me parece que no me resultará desagradable descansar un poco después de tantas emociones.
Se instalaron sobre el tronco caído. Annelise dijo:
—Estoy segura de que se trataba del cazador furtivo que merodea por la plantación. ¡Cuánta maldad deliberada la de ese hombre!
—No sé si lo es, pero sus malas intenciones han quedado claras. Creo que deberíamos contárselo al guardabosques Bang, para que ejerza vigilancia más atenta aún. Al regresar nos detendremos en su casa. Y por cierto, se nos hace tarde… Pero me gustaría ir a dar una ojeada al lugar donde te hirieron, Annelise. ¿Crees que podemos dejar aquí los caballos por un rato?
—Desde luego que sí, nadie los cogerá. Pero debemos darnos prisa, vamos.
Las dos amiguitas corrieron hacia la espesura donde Puck había encontrado la trampa. Quería tan sólo ver si el cazador furtivo se había dado cuenta de que ella había inutilizado el artefacto. Llegada a los matorrales, mostró el camino a su amiga y ambas siguieron por el pasadizo abierto por el paso de los animales hasta el lugar donde había sido hallada la trampa.
—¡Mira! —gritó Puck—. No sólo el hombre ha vuelto a poner un nudo en la trampa, sino que, además, atrapó sin duda algún animalillo. ¡Oh, qué monstruo, torturar así a los animalitos…!
Resultaba evidente que un animalito, probablemente una liebre, a juzgar por el pelo caído al suelo, había quedado aprisionado por el lazo y había luchado alocadamente para desprenderse. Las hierbas se veían manchadas de sangre y en el suelo se apercibían señales de sus desesperados esfuerzos de liberación.
—¿Crees que el pobre animal pudo salvarse? —pregunto Puck.
Después de haber estado contemplando muy de cerca la trampa, Annelise sacudió la cabeza.
—Según las apariencias, no —dijo—. Lo más probable es que haya muerto en la trampa y que el cazador lo haya venido a buscar esta mañana o ayer. ¡Cómo me alegraría de que Bang pudiese atrapar a ese hombre!
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó Puck—. Naturalmente me gustaría mostrar la trampa a Bang, pero si nos la llevamos de aquí destruimos una importante prueba.
Lo mejor será montar guardia por las cercanías para tratar de sorprender al autor. Lo malo es que no disponemos de mucho tiempo, puesto que debemos permanecer todo el día en el pensionado.
—¿Y si le contáramos todo esto al director? Él es tan hábil y comprensivo…
—Sí, es cierto, pero se siente responsable por nuestra seguridad y jamás nos daría permiso para correr el menor peligro. Por el momento, regresemos al colegio lo antes posible. Ya acabaremos por hallar una solución. Por fortuna no estamos solas en este asunto. Contamos con nuestras amigas, y además con Alboroto y Cavador que, sin duda, se sentirán felices si solicitamos su ayuda.
Poco después las chiquillas emprendieron el camino de regreso. Por el camino no vieron a nadie sospechoso y, una vez dejados los caballos en la Gran Granja, se apresuraron a regresar al pensionado, ya que las horas libres tocaban a su fin. Mientras subían los peldaños de la entrada principal, se encontraron con el señor Josiassen, cargado con un montón de libros. Se adelantaron para abrirle la puerta, pero pasó sin darles las gracias y fingiendo no verlas. Las dos amiguitas le siguieron con la mirada hasta que él hubo desaparecido en el despacho del director.
—¡Qué malhumorado está! —murmuró Annelise—. Al menos pudo decir «gracias»…
Cuando Puck entró en el «Trébol de Cuatro Hojas», las tres otras habitantes de aquella pieza estaban trabajando. Inger levantó la nariz del libro y dijo:
—¡El director te espera!
—¿A mí? —exclamó Puck—. ¿Por qué?
—No tengo la menor idea. Ha preguntado por ti y le hemos dicho que habías salido a caballo con Annelise. Será mejor que te des prisa en ir a verle.
Puck se sentía un tanto sofocada al descender la larga escalera que conducía al vestíbulo en donde se encontraba el despacho del director.
«Espero que no se trate de nada grave», deseó la muchachita. ¿Acaso el señor Josiassen, llevado de su malhumor, se habría quejado de algo? Pero ella no tenía nada que reprocharse y llamó decididamente a la puerta del señor Frank.
En el mismo instante, alguien abría desde el interior, y apareció el señor Josiassen, dándole la espalda. Éste dijo, dirigiéndose al director:
—Me ocuparé de eso, señor. Hasta luego.
Sacó su cartera, tomó un papel y anotó algo. Al querer volver a poner la cartera en su bolsillo, la dejó caer, ya que el montón de libros que sostenía con la otra mano se tambaleó y tuvo que sostenerlo. Puck corrió en su ayuda, pero el profesor se había inclinado rápidamente, recogiendo la cartera él mismo.
Una pequeña cartulina blanca se había quedado en el suelo, algo alejada. La emoción dejó a Puck inmóvil. ¿No sería una tarjeta de visita?
Oh, no… ¡Qué amable jugarreta la del destino!
Instintivamente adelantó un pie y ocultó con él el cartoncito. Cuando el profesor hubo recuperado el equilibrio y se dispuso a partir, cayó en la cuenta de aquel pie de la chiquilla, anormalmente adelantado, y le dijo gruñón:
—¿Acaso te dispones a hacerme la zancadilla?
—No… No… —murmuró Puck, retirando el pie con mil precauciones.
Miró al suelo y suspiró con alivio. La tarjeta había quedado pegada a la suela del zapato de Puck y el señor Josiassen no había visto nada.
El profesor hizo un gesto de impaciencia, gruñó unas palabras incomprensibles y prosiguió su camino. En cuanto hubo desaparecido, Puck se inclinó y recogió la cartulina. ¡Sí, en efecto, era una tarjeta de visita!
* * *
Puck hizo girar la tarjeta entre sus dedos. Se leía en ella simplemente:
J. H. JOSIASSEN.
En el anverso había escrito a tinta:
«La vida es siempre bella…».
Hanne Irgens
Puck no comprendía lo que aquello significaba, y además no tenía tiempo para reflexionar por el momento. Empujó la tarjeta bajo la alfombra y llamó a la puerta.
—Entre…
Abrió la puerta y entró. El director se hallaba instalado en su escritorio, como de costumbre. Sin dejar de escribir, dijo brevemente:
—Siéntate… No dispongo de mucho tiempo.
Puck se sentó, miró al joven director cuya expresión era grave, impenetrable. Escribía rápidamente, sin titubeos. Después pasó un secante por encima de lo escrito y levantó los ojos. Una sonrisilla jugueteaba ahora en las comisuras de sus labios.
—Bien, Bente… —comenzó—. Quería hablarte, ya que la policía ha venido a hacerme unas preguntas sobre el disparo que recibió Annelise. Tiene ya sospechas acerca de la identidad del malhechor, pero carece de pruebas para probarlo.
Puck permaneció en silencio, pero miraba al director muy seria.
—El hombre de quien la policía sospecha es un reincidente que actualmente vagabundea por la comarca. Su nombre es Rasmussen, pero le llaman «Rasmus el Fuerte», lo que resulta un tanto inquietante. Ha sido condenado por vagabundo, pequeños robos, peleas con golpes y como cazador furtivo. Mientras la policía me contaba todo esto, yo me sentía intranquilo pensando en que tú y Annelise os paseabais por el bosque a pie o a caballo. No quisiera correr el riesgo de tener que lamentar un día el no haberos vigilado más estrechamente. ¿Lo comprendes, no?
—Sí, señor director.
—En otras palabras, no quiero prohibiros pasear y jugar libremente, pero tampoco quiero pecar de imprudente. En tanto «Rasmus el Fuerte» no haya sido apresado o alejado de estos contornos, no podemos sentirnos seguros. La policía me ha preguntado si Annelise y tú habíais visto a alguien sospechoso durante vuestros paseos a caballo…
—Sí —se apresuró a responder Puck—, precisamente hoy hemos visto a alguien sospechoso.
Y contó lo que había pasado durante su paseo a caballo; y habló del hombre que había asustado a Black. El director escuchó su explicación muy serio y, cuando ella hubo acabado, preguntó:
—Si yo no te hubiera interrogado, ¿me habrías contado todo eso, Bente?
Puck dudó un poco.
—No —dijo francamente—, creo que no.
—Hubiera estado muy mal de tu parte —dijo el director—. Me parece muy bien que no vengas aquí a contarme minucias sin importancia, pero en un caso como éste es evidente que yo tengo derecho a estar al corriente.
—Lo estuve pensando y no había ninguna razón para ocultárselo, pero…
—Te comprendo. Pero recuerda que se trata de individuos peligrosos. Por tanto, no debéis internaros demasiado en la espesura de los bosques. En mi opinión, ya os habéis puesto demasiado en peligro penetrando por entre el ramaje para tratar de localizar al hombre. No volváis a repetir semejante cosa, de lo contrario me vería obligado a prohibiros esos paseos sin acompañantes y sería una lástima. Eso es todo, Puck.
El director le dirigió una amable sonrisa y Puck se levantó y salió. Apenas hubo cerrado la puerta, se agachó y de debajo de la alfombra recogió la tarjeta. A continuación subió rápidamente la escalera. Encontró a Annelise, que la miró con aire asustado y que le dijo:
—Lone me ha dicho que el director quiere verme. ¿Crees que se trata de algo enojoso?
—No, al contrario —dijo Puck sonriendo—. Yo vengo ahora de su despacho. Se trata del cazador furtivo.
Annelise se tranquilizó y prosiguió el descenso de la escalera, mientras Puck entraba como una exhalación en el «Trébol de Cuatro Hojas», agitando la tarjeta de visita por encima de su cabeza como un trofeo. Gritó:
—¡Hemos iniciado una auténtica epidemia de tarjetas de visita por todo el país y finalmente ha sido una casualidad la que nos ha proporcionado la más preciosa de toda Dinamarca!
Las tres muchachas saltaron de sus asientos y se precipitaron hacia ella.
—No querrás decir que la has conseguido tú…
—Déjala ver, vamos…
—Tened cuidado en no arrugarla —dijo Puck.
Y tendió la tarjeta a sus compañeras.
Inger la tomó y examinó atentamente. Las otras dos chiquillas la contemplaron por encima de sus hombros.
—¿Qué es eso que hay escrito aquí?
—«La vida es siempre bella».
—¡Una linda frase! —exclamó Inger.
—Supongo que el señor Josiassen la escribió aquí tratando de retener esa cita y por no tener en aquel momento otro papel a mano.
—Una razonable explicación —dijo Navío, con un signo de aprobación hacia Puck—. Además esto hace la tarjeta más valiosa aún. ¡Ah, es formidablemente palpitante! ¡Qué suerte hemos tenido…!
—¿No os parece algo demasiado poético incluso? —preguntó Inger, un tanto insegura—. No está muy de acuerdo con el temperamento del señor Josiassen… ¿Y cómo reaccionará la señorita Fagerlund?
—Si queréis conocer mi opinión, se quedará hueca de pura felicidad —dijo Navío—. La señorita Fagerlung es una vieja romántica. Ya sabéis que es capaz de estar hablando durante horas del sol y de las flores y recitar etéreos poemas de nuestros grandes autores… ¡No me extrañaría que todo esto acabase en boda!
—Puesto que todas parecéis estar de acuerdo… —dijo Inger, que continuaba un poco escéptica y dudosa.
—No tenemos otro remedio —dijo Puck—. No disponemos de otra tarjeta que ésta y lo que lleva escrito es algo muy hermoso. Pudo ser mucho peor… Imaginaos que el profesor hubiera escrito aquí una receta de insecticidas… En todo caso, lo mejor es que lo pensemos durante una noche… Pongo la tarjeta entre las hojas de «Robinson Crusoe», y mañana ya veremos…
Cuando las muchachitas estuvieron acostadas, con la luz apagada, intercambiaron aún reflexiones acerca del ramillete de flores que la señorita Fagerlund recibiría al día siguiente. De repente, Karen interrumpió el diálogo diciendo:
—No comprendo cómo podemos darle las flores sin despertar sospechas.
—Ya lo he pensado —dijo Puck—. Tenemos lección de canto antes del almuerzo. Si uno de los chicos quisiera ir a buscar el ramillete al horticultor durante el recreo, podría luego entrar en la habitación de la señorita y volver a clase justo antes de que ella se diera cuenta de su ausencia. A partir de la comida del mediodía un aire más amable soplará en el colegio, ya que la señorita Fagerlund y el señor Josiassen se habrán reconciliado. ¡Gracias a nosotras!
—Sí —suspiró Navío, cuando el sueño la estaba ya invadiendo—. ¡Somos unos ángeles!