— III —

Alboroto y Cavador, a quienes las amigas del Trébol de Cuatro Hojas podían considerar como cómplices, puesto que había sido la reflexión de Alboroto sobre los cuerpos sumergidos en agua fría lo que había exasperado a Josiassen, fueron convocados a una reunión.

Aquella reunión tuvo lugar en el desembarcadero. El sol de la tarde inundaba el lago Ege, brillando en millares de destellos e iluminando con dorado resplandor la isla del Caballero Volmer, cuyos árboles estaban esplendorosos de verde belleza.

—¿Qué nueva genial idea habéis tenido? —preguntó Alboroto—. ¿Seguís preocupándoos de la señorita Fagerlund y el profesor Josiassen?

—Sí, exactamente —respondió Inger—. Hemos pensado en que sería bueno tratar de reconciliarles.

—¡Imposible! —dijo Cavador—. Ese par de viejas momias son tan testarudas que nunca jamás se reconciliarán.

—Habíamos pensado en enviar flores a la señorita Fagerlund de tal manera que ella creyera que se las mandaba el profesor. ¿Qué pensáis de eso?

—¿Estáis locas?

—No creo —respondió Puck—. Navío tiene un proyecto, escuchadla.

—Sí, escuchadme. Se trata de conseguir una tarjeta del señor Josiassen y colocarla junto a las flores.

—¿El señor Josiassen tiene tarjetas de visita? —preguntó Karen.

—Sí —contestó Inger—. Yo vi un día una que le cayó de la cartera.

Estuvieron reflexionando ambas muchachas en silencio. Al cabo, Cavador tomó la palabra:

—La habitación del señor Josiassen está en la planta baja… Los demás le miraron de reojo.

—No estarás pensando en… ¡No debemos cometer ninguna irregularidad!

—Claro que no —suspiró Cavador—. Aunque por una causa tan noble, sería perdonable.

Hubo un nuevo silencio. Después Puck dio un puñetazo a una de las tablas del desembarcadero.

—¿No podríamos pedírsela a él directamente? —preguntó—. Sería la solución más fácil.

—¡Qué idea! Se daría cuenta en seguida de que estábamos tramando algo…

—No necesariamente. ¿Y si de pronto todos diéramos la impresión de que nos poníamos a coleccionar tarjetas de visita? En el transcurso de los años, hemos coleccionado toda suerte de cosas extrañas: fotos de artistas de cine…, cromos…, anillos de papel…

—Cajas de cerillas —dijo Alboroto—, sellos… Flores secas… ¡Qué demonio! ¿Por qué no íbamos a poder coleccionar ahora tarjetas de visita? Puck, eres una chica con ideas.

—Pero ¿cómo lo hacemos?

—Debemos conseguir unas cuantas, que serán la base de la colección, y luego animar a todos a coleccionarlas, de manera que no pueda sospecharse de nosotras. ¡Veréis cómo los pequeños se entusiasmarán en seguida por eso! ¿De acuerdo?

—Sí, sí…

—Bien. Escribiremos a cuantas personas conozcamos, pidiéndoles tarjetas de visita, y empezaremos a cambiarlas entre nosotras delante de todo el mundo. Os garantizo que en pocos días estará de moda en todo el pensionado.

Puck tuvo razón. Cuando los conjurados hubieron recibido de sus amigos tarjetas de visita, y empezaron a hablar de coleccionarlas y a intercambiarlas durante las horas del recreo, aquella moda hizo furor en todo el pensionado.

Alboroto y Cavador tuvieron la inspiración de ir en bicicleta a Oesterby, donde un impresor les dio toda suerte de tarjetas, y lo mismo ocurrió en todos los comercios que fueron recorriendo.

¡El nuevo juego triunfaba en toda la línea! Los conjurados se habían prometido que no serían ellos quienes solicitaran una tarjeta del profesor Josiassen, dejando la iniciativa a algún otro alumno. Pero aquello exigía paciencia. Y los días transcurrían, esperando. Las flores que Navío había recogido habían quedado mustias en un jarrón del «Trébol de Cuatro Hojas».

Finalmente, la afición por coleccionar tarjetas de visita no sólo se extendió por el pensionado, sino por todo el país, haciendo olvidar el gusto por los autógrafos, los sellos, las mariposas, etc.

Sin embargo, la idea de Puck halló un obstáculo. Muchos de los profesores habían dado tarjetas a los alumnos para sus colecciones, pero no era ése el caso del señor Josiassen.

—¡Si suponéis que voy a alentar semejantes tonterías…! —había comentado furiosamente—. ¡Jamás!

Y había cerrado la puerta con violencia.

Una nueva reunión tuvo lugar de nuevo entre los conjurados.

Alboroto se rascó la nuca.

—¡Estamos listos! —dijo—. Puck ha puesto en marcha una manía de coleccionador que ha contagiado a Dinamarca entera. Pero ¡quien nos interesa no cede! ¿Qué debemos hacer?

—Yo ya dije que su habitación está en la planta baja —insinuó Cavador.

—No es necesario llegar a tales extremos —dijo Puck—. Debe de haber otro modo de conseguir una tarjeta de visita suya.

—Pero si él no quiere dar ninguna… No podemos hacer nada para obligarle…

—¿No podrías expresarte de modo más claro? —

—¡Qué bobo! —repuso Puck riendo—. Lo que yo quiero decir es que tal vez si hubiera una fiesta próxima, el señor Josiassen se vería obligado a enviar algún obsequio. ¿Qué os parece?

—No me parece probable. Que yo sepa, no se acerca ningún aniversario ni fiesta.

—Escuchadme —dijo Puck—. ¿No será que estamos dando demasiada importancia a una tarjeta de visita? ¿Por qué no comprar un lindo ramillete al horticultor Phil y dejarlo en la habitación de la señorita Fagerlund, y al mismo tiempo tratar de conseguir que el señor Josiassen lleve una misma clase de florecilla en el ojal?

—¡Estupendo! —gritó Inger—. ¡Empecemos a reunir para el ramillete! Alboroto y Cavador, aportad una corona cada uno…

—¿Una corona? —gruñó Alboroto—. ¿Y a eso le llamáis una buena idea?

* * *

—¿Y si paseáramos un poco a caballo hoy?

—¡De acuerdo! ¿Ya acabaste los deberes?

—Sí, por suerte —dijo Puck suspirando con alivio—. No resulta nada agradable esta aversión que nos ha entrado a todos por la física. ¡Si por lo menos el señor Josiassen recobrase su buen humor! Ahora sus clases son mortalmente aburridas y nadie saca provecho de ellas.

Las dos muchachitas se dirigieron a La Gran Granja para ir en busca de sus caballos. Ensillaron rápidamente a Blis y Black, porque sólo disponían de una hora libre, y luego se encaminaron hacia el bosque del Oeste.

—¿Y si tomáramos el sendero que atraviesa la plantación, para cambiar un poco? —propuso Annelise.

—Me parece bien —dijo Puck, que montaba a Black.

El gran caballo negro se mostraba particularmente inquieto aquel día y Annelise se dio cuenta de ello.

—¿Te cuesta dominarlo, Puck?

—Sí, francamente. Parece cargado de pólvora.

—¿Prefieres entonces que regresemos?

—No, nada de eso… Vamos, pongamos los caballos al trote y veamos qué sucede.

Las muchachitas hicieron trote inglés, pero Black se mostraba tan fogoso que Puck apenas conseguía impedir que galopase…

—Este caballo debería salir a pasear cada día —comentó Puck—. Permanecer tanto tiempo encerrado lo enerva.

—Sí, pero papá no tiene tiempo de montarlo. Hay demasiado trabajo en la propiedad, según dice.

Mientras se dirigían a la plantación, Puck contó a Annelise el resultado de la última reunión de conjurados y expuso su proyecto de enviar flores a la señorita Fagerlund, tratando de hacerle creer que provenían del señor Josiassen.

A Annelise el proyecto le pareció «simpatiquísimo» y prometió ayudar a sus amigas en lo que pudiera.

—¡Qué lástima que tu idea de las tarjetas no haya triunfado! Pero no hablemos más de la escuela ahora… Hay otras cosas más divertidas. ¿Sabes dónde pasaremos las vacaciones este verano, quizás? ¡En Escocia!

—¿De verdad?

—Sí, papá me ha hablado de ello. Tenemos un amigo que posee allí unas propiedades. Y a mí me comprarán un kilt muy «simpático» y una gaita. ¿Quieres que yo te regale una a ti?

—¡Nooo! —respondió Puck riendo—. En primer lugar, una gaita cuesta carísima y luego ¡ya me gustaría ver qué ocurre si tú y yo nos pusiéramos a tocar la gaita en nuestras habitaciones!

—¡Pero si yo no pienso tocarla, sino colgarla de la pared! Mamá dice que en Escocia pueden comprarse cosas maravillosas y… ¡Eh, mira! ¿Qué es aquello de allí?

Habían llegado al término de la zona de bosque talada en previsión de posibles incendios. A la derecha se iniciaba un sendero que conducía a la plantación.

—Parece un animal —dijo Puck—. Me pregunto si habrá corzos por esta zona…

—Avancemos hacia el bosque, si te ves capaz de dominar a Black.

En realidad, Puck empezaba a tener ya los brazos y las manos cansados de mantener tirantes las riendas, pero no quería admitirlo. Además, sin duda sería una buena idea penetrar en el bosque, donde su montura corría menos riesgo de asustarse, como podría ocurrir si se dirigían al camino, donde era frecuente el paso de coches o bicicletas.

Por tanto, se desviaron hacia la derecha, y por un momento siguieron por una ruta que, en una ocasión anterior, había constituido el escenario de un dramático episodio protagonizado por Puck: ¡un incendio forestal que ella había conseguido dominar!

—Sí —comentó Annelise—, sin duda era un corzo lo que hemos visto. Tal vez haya varios en la plantación en estos momentos…

—Probablemente habrán oído a los caballos y se han ocultado en la espesura —dijo Puck.

Las muchachitas avanzaban una junto a la otra. A la tercera bifurcación, tomaron la dirección norte.

—¡Qué bien se está aquí! —suspiró Annelise—. Un bosque de abetos es algo verdaderamente formidable… ¡Mira! Acabo de ver correr un animal allá abajo… Esta vez lo he visto claramente. Vayamos al paso para no hacer demasiado ruido.

Dos corzos aparecieron un poco más lejos, al borde del camino. Levantaron atentamente las cabecitas y miraron hacia las dos amazonas. A continuación, huyeron graciosamente hacia la espesura.

Las dos amiguitas los siguieron con la mirada hasta el momento en que desaparecieron en el bosque. De pronto, Puck se sobresaltó, porque vio asomar una cabeza por entre las ramas. Dos ojos negros como el carbón y una barba de varios días daban al individuo un aspecto poco recomendable. La visión duró apenas unos segundos, ya que el rostro desapareció repentinamente.

—¿Qué es?

—¿No lo has visto?

—No, sólo he visto moverse una rama.

—Era un hombre, lo he visto claramente. ¡Y su aspecto era inquietante!

—¿Sería… el cazador furtivo?

—¡Imposible afirmarlo! Pero tal vez…

—¿Le reconocerías?

—Fácilmente. No parece danés. Es muy moreno y sus ojos parecen agudos taladros… Bien. Será mejor que nos marchemos de aquí.

Puck se volvió para tratar de comprobar si el individuo era aún visible, pero parecía habérselo tragado la tierra.

—¿Tienes miedo? —preguntó Annelise, burlonamente—. ¿No te atreves a seguirlo?

—No, claro que no tengo miedo, pero… ¡Desde luego que no! —respondió Puck, al cabo.

Annelise, temerariamente, estaba tratando de animarla a seguir al individuo. ¿Por qué no? Nadie diría jamás que Puck se había acobardado una sola vez en su vida.

—¡Vamos, pues! —dijo, haciendo dar la vuelta a su caballo—. Vamos, Black, amigo.

Y, apoyando la cabeza en las crines del animal, penetró en la espesura.

—¡Me pregunto dónde puede haberse metido ese hombre! —exclamó Annelise, poniendo a Blis al trote—. Crucemos la plantación hasta la carretera y, si no le hallamos entonces…

Y empezó a avanzar, mientras Black tiraba de las riendas para atrapar a Blis. Puck trataba de dominar su montura, cuando, de súbito, volvió a ver al individuo, apretado contra el tronco de un árbol, como si tratara de ocultarse. Su actitud era tan extraña, que la muchachita no dudó ni un solo instante de sus malas intenciones. Pero no pudo reflexionar mucho, porque el hombre saltó de pronto de su escondite gritando extrañamente. Black se asustó y estuvo a punto de derribar a su joven jinete; a continuación, emprendió un galope alocado. Puck se agarró con todas sus fuerzas a las riendas y aún tuvo tiempo de ver cómo el hombre levantaba la mano y lanzaba un tronco contra la grupa de Black, quien se sintió así espoleado como si le estuvieran azuzando con un látigo.

Puck oyó al hombre reír malévolamente, pero en realidad sólo estaba atenta a la carrera desenfrenada de su montura. Annelise apresuró la suya, tratando de seguir a su amiga, pero no había nada que pudiera atrapar a Black en aquellos instantes. El animal cruzó a toda velocidad la plantación y llegó a la carretera, donde prosiguió su galope tendido, mientras sus cascos resonaban estrepitosamente en el asfalto.

Puck no estaba asustada, a pesar de ser consciente del peligro que corría. Pero conocía lo suficiente las reglas de la equitación para saber que en modo alguno debía soltar o aflojar las riendas. Sin embargo, tenía enormes dificultades en mantenerse en la silla, lo que trataba de conseguir apretando con todas sus fuerzas las piernas contra el flanco del animal, mientras, con dulzura, se disponía a recobrar su dominio sobre él.