— I —

Bente! Es tu turno…

Puck se levantó, y el profesor de física, señor Josiassen, la miró por encima de sus gafas de montura dorada.

—La variación de densidad por la temperatura —dijo, tamborileando con los dedos en la mesa—. ¡Tienes la palabra!

Su voz no tenía el habitual tono amable, y su expresión tampoco lo era. El señor Josiassen parecía claramente decidido a poner a Puck en un aprieto. Y eso a pesar de la primavera, de los árboles que se movían suavemente ante las ventanas, de los rayos de sol que centelleaban en el lago… Toda la naturaleza en pleno desbordaba una alegría de vivir tal que la clase se había sentido contagiada y se mostraba más fantasiosa que de costumbre. Pero, cuando el profesor se sentó en su tarima, los alumnos comprendieron que algo iba mal. Según palabras de Navío, el señor Josiassen era un hombre de rudo aspecto pero con corazón de oro. Incluso los dos alumnos más traviesos de la clase —Hugo Svendsen, llamado Alboroto, y Henrik Smith, llamado Cavador—, se inclinaban ante el humor ácido del profesor de física.

Pero aquel día el señor Josiassen parecía transformado. Cuando Puck fue llamada ante el encerado para hablar de las variaciones de la densidad que provoca la temperatura, y a pesar de que ella había preparado la lección debidamente, de pronto no pareció recordar nada. Titubeaba…

—Puede hacerse un ensayo con un tubo en forma de U…

—¿Qué clase de tubo? —preguntó el profesor irritado. Puck no comprendió lo que éste quería decirle.

—Un tubo en forma de U —repitió.

Algunos muchachos sofocaron unas risillas y el profesor dio un par de buenos puñetazos contra su mesa.

—¡Silencio! No hay motivo de risa en eso —dijo en tono acerbo—. Has olvidado decir que el tubo ha de ser de vidrio. ¡Continúa!

Puck siguió hablando del experimento que prueba que la densidad de los cuerpos varía con la temperatura, pero la impaciencia del profesor y las reflexiones murmuradas por Alboroto detrás de su espalda la turbaban cada vez más. Al cabo el señor Josiassen se levantó y golpeó de nuevo su escritorio.

—¡Ya es tiempo de imponer disciplina aquí! —gritó—. Exijo silencio en clase. Y tú, Bente, haz el favor de explicarte con mayor claridad. Me parece que no has estudiado la lección, pero voy a darte otra oportunidad. Prosigue: se calienta una rama del tubo de ensayo y ¿qué ocurre?

—El… el líquido de la parte calentada sube más alto que el líquido de la otra parte —respondió Puck.

De repente se sintió más tranquila. Había conseguido dar con el «hilo».

—En otros términos —dijo—, cuando un cuerpo se calienta, posee una densidad menor de la que tenía cuando estaba frío.

—¿Por qué? ¡Dices las cosas de cualquier modo! —atajó el profesor enojado—. Y repites lo mismo. Sí, el líquido ha aumentado de volumen al calentarlo. Pero ¿por qué?

La interrupción aumentó de nuevo el nerviosismo de Puck, quien dio una ojeada hacia la ventana donde se veían unos pajarillos en una rama, tomando el sol. A continuación trató de proseguir:

—Si se introduce un cuerpo en agua fría…

—¡El cuerpo sale estremeciéndose! —exclamó Alboroto, entre risas sonoras.

El profesor perdió su dominio, dejó bruscamente el libro que tenía en las manos sobre la mesa, se precipitó hacia donde estaba Alboroto y le abofeteó:

—¡Sal de aquí! —le dijo.

Alboroto se levantó y salió de clase. El profesor permaneció en pie y paseó su furiosa mirada a su alrededor.

—¡En mi vida había visto una clase como ésta! —gritó—. Tú, Bente, tendrás un cero por no haber estudiado bien la lección, y el resto de la clase permanecerá una hora castigada, al final del día, copiando los problemas 27 y 30 del libro de física.

Regresó a su entarimado y se sentó. Lentamente se secó el sudor de la frente. Después abrió de nuevo el libro.

—¡Inger…, prosigue…!

Inger se levantó, y el resto de la clase transcurrió en calma, pero sin una sola sonrisa amable ni una sola reflexión afectuosa por parte del profesor. Cuando al fin sonó la campana, el señor Josiassen no pronunció su acostumbrado «hasta la vista» antes de irse, y chicos y chicas le vieron dirigirse con pasos apresurados hacia el edificio principal, donde se hallaba el despacho del director. La clase se fue vaciando lentamente. Puck bajaba por la escalera cuando Navío la tomó de un brazo y le dijo:

—¡Valor, amiguita! ¡No has hecho nada malo!

—No, es cierto —admitió Puck—, pero esto no arregla las cosas. ¿Por qué se comportará así el señor Josiassen?

—¡Bah! —exclamó Karen, a su lado—. Tú siempre tienes buenas notas en física, así que un cero no te perjudicará gran cosa.

—En tu lugar, yo protestaría —comentó Annelise.

—Sí, estoy segura —dijo Inger, sonriendo—. Pero me parece que en estos momentos es precisamente el profesor quien está protestando. Pero ¿qué mosca le habrá picado para comportarse de tal modo?

—Evidentemente, el comentario de Alboroto ha estado fuera de lugar —dijo Puck—. Pero no hubiera creído al señor Josiassen, habitualmente tan amable, capaz de abofetear a un alumno.

Las muchachitas estaban un tanto desconcertadas por aquel extraño comportamiento del profesor de física.

—Hay algo raro en eso, creo —dijo Inger—. ¿No recordáis que también la señorita Fagerlund estuvo muy desagradable durante la clase de trabajos manuales? Desde luego se enoja fácilmente, pero nunca hasta tal punto. ¿No es verdad?

—¡Es verdad! —dijo Karen—. Se diría que ambos profesores están un poco desquiciados. Tal vez están tramando algo contra nosotros…

—¿Por qué harían tal cosa?

—Lo dije en broma. Pero es cierto que el señor Josiassen y la señorita Fagerlund suelen estar siempre de acuerdo en todo. Además tienen la misma edad, ambos son un tanto quisquillosos, y ¡además buenos amigos! Oíd… Tal vez vayan a casarse …

Tal idea provocó sonrisitas maliciosas. La señorita Fagerlund, con su afilada nariz, y el señor Josiassen, con voz aguda, eran los profesores de mayor edad de todo el pensionado de Egeborg, profesores de vieja escuela, y no siempre de acuerdo con el resto más joven del profesorado. A menudo se les veía pasear juntos absortos en profundas conversaciones acerca de las ventajas de los modos educativos de tiempos pasados. Pero los alumnos les apreciaban, porque eran justos y llenos de buenas intenciones, y porque en sus clases siempre se aprendían cosas interesantes.

Por ello, aquel brusco cambio de comportamiento de ambos profesores les desconcertaba un tanto.

—Ahí viene el señor Josiassen —anunció de pronto Navío—. Ha ido a visitar al director. Mirad, el señor Frank le acompaña.

Los dos hombres bajaron los peldaños de la entrada principal del edificio, que daban al patio de recreo. En aquel momento, la señorita Fagerlund se dirigía hacia allí. Llevaba un montón de libros de música bajo el brazo y se esforzaba en mantener en equilibrio otro montón de cuadernos que sostenía en la otra mano. El director se encaminó hacia ella, pero en aquel instante un grupo de pequeños alumnos la empujó sin querer, y el resultado fue que libros y cuadernos le escaparon de las manos y se extendieron por el suelo del patio.

El viento se llevó lejos los cuadernos, y Puck y sus amigos corrieron para tratar de recuperarlos. También el director prestó ayuda, pero, cosa extraña, el señor Josiassen pareció ni ver siquiera a la señorita Fagerlund y sus libros. Pasó ante ella sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Puck oyó murmurar entre dientes a la señorita:

—¡Bien! Ser educado no cuesta nada, creo yo…

La campana dio señal para la clase siguiente. La señorita Fagerlund murmuró «gracias» secamente y subió con precipitación hacia el edificio. Después de haber estado mirándola con expresión intrigada, el director se reunió de nuevo con el señor Josiassen. Chicos y chicas entraron otra vez en clase.

—Verdaderamente, no comprendo nada —dijo Puck.

El señor Josiassen y la señorita Fagerlund suelen ser tan buenos amigos… ¿Qué les ocurrirá?

Apenas acababa de formular la pregunta cuando Alboroto, que entraba en aquel momento, dijo:

—Yo puedo explicártelo. Estoy al corriente y es una historia formidable… Escuchadme.

—Sí, te escucharán, pero durante el recreo —dijo una voz desde el umbral de la puerta.

Era el profesor Frederiksen, de historia, que acababa de llegar.

—A tu sitio, Hugo. Tenemos que apresurarnos ya que debemos dar casi toda la historia griega. ¡Sentaos!

La lección comenzó inmediatamente, mientras Alboroto estaba a punto de explotar por tener que aguardar tanto en soltar «aquel formidable» asunto.

* * *

Acabada la clase de historia, Alboroto pudo por fin contar todo lo que sabía.

—Bien, comprendedlo —dijo, después de haber reunido a su entorno a un nutrido grupo de atentos auditores, detrás de los grandes árboles de la pendiente que conducía al lago—. El señor Josiassen me ha echado de clase y como sabía que no volvería a llamarme, me fui a dar una vuelta. Encontré a Thora…

—¿La cocinera?

—Exacto. Thora lo sabía todo y me ha puesto al corriente. Es una interesante historia que concierne al señor Josiassen y a la señorita Fagerlund, y por esto los dos están de tan mal humor…

—Sí, pero ¿de qué se trata? —preguntó Puck ¡Ve directo al grano! ¡Ardemos de curiosidad!

El rostro de Alboroto irradiaba satisfacción.

—Verás —comenzó—. Ayer la señorita Fagerlund quería tomar un baño y el señor Josiassen también quería tomar otro.

—¿Se disputaron por el cuarto de baño? —preguntó Navío—. ¡Ya les estoy viendo agredirse con esponjas!

Los demás estallaron en risas.

Alboroto levantó una mano.

—¡Te falta fantasía, Navío! —dijo—. ¡Mucho mejor que eso! Ocurrió que, habiendo ya llenado la bañera del aseo de los profesores, la señorita Fagerlund regresó a su cuarto a buscar su jabón, su esponja, etc., pero algo la retuvo algún tiempo y entretanto el señor Josiassen entró en escena.

—¿También él quería bañarse? —preguntó Annelise.

—Sí, eso es. Parece ser que hay una especie de horario para el uso del cuarto de baño, establecido entre los profesores. La señorita Fagerlund iba retrasada, según ese horario. El señor Josiassen se creyó en derecho de usar la bañera, que la señorita había llenado ya, según os he dicho. Pero el agua que la llenaba era muy caliente y en opinión de nuestro profesor de física los baños han de tomarse fríos…

—¡Ja, ja, ja!

—Sí, sí, reíos. Él se baña en agua fría y pretende que todo el mundo debería hacer lo mismo, ya que es lo más sano que existe… Por tanto, vació la bañera de agua caliente y la llenó de agua fría. A su vez, se fue a su cuarto a desvestirse. Y antes de que volviera…

—¡Calla! ¡Calla! Ya adivino el emocionante final… —gritó Cavador, bailando de alegría—. No irás a decirnos que…

—Sí, justamente. La señorita Fagerlund entró en el cuarto de baño y se metió rápidamente en la bañera. ¡Suponía introducirse en agua caliente, ya que según su teoría los baños deben ser muy, muy calientes! Ya podéis imaginar lo que pasó…

—¡Es demasiado cómico! —comentó Cavador—. ¡Voy a reventar de risa! ¿Os imagináis a la señorita Fagerlund meterse en el agua fría y saliendo de ella disparada como un cohete…? ¡Parece un film cómico!

Alboroto echó una mirada a su auditorio. Y añadió:

—¿Comprendéis ahora por qué la vieja amistad entre ambos profesores se haya «enfriado» súbitamente? Y para acabar de rematar la cosa…

Puck reía tanto que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

—Sí, ahora comprendo por qué el profesor Josiassen se ha puesto tan furioso cuando tú has dicho en clase que «si un cuerpo se introducía en agua fría, salía disparado». Ha supuesto que estábamos al corriente de lo sucedido y que nos reíamos de él.

El asunto fue discutido durante el resto del recreo, y poco después todo el mundo en Egeborg estaba al corriente.

Puck y sus amigas creían incluso ver un asomo de humor en los rostros de los demás profesores.

Pasaron los días y las relaciones entre el señor Josiassen y la señorita Fagerlund no parecían mejorar en lo más mínimo. Así que el «Trébol de Cuatro Hojas» se reunió en consejo.

—Este asunto es muy enojoso —dijo Puck—. Dos de nuestros mejores profesores se están convirtiendo en puro vinagre y sus clases en un tormento.

—Sí, pero ¿qué podemos hacer?

—Su enojo es la consecuencia de un malentendido —observó Puck—. No hay ninguna razón para que sigan enojados el uno con la otra, pero ambos son muy testarudos.

—Ve a decírselo si te atreves —comentó Karen.

—Eso es imposible, evidentemente. Pero debemos encontrar otro medio para reconciliarlos.

—¡Bah! —exclamó Navío—. Dejemos obrar al tiempo. Es mejor no mezclarse en los asuntos ajenos.

Por el momento Puck no dijo nada más, pero siguió reflexionando sobre ello, tratando de encontrar un medio para arreglarlo.

Al día siguiente, después de clase, Annelise se acercó a Puck.

—¿Te das cuenta de que hace ya varias semanas que no montamos a caballo? ¿No te parece que deberíamos hacerlo esta tarde?

—¡Oh, sí, estupendo! Pídele permiso ahora mismo a la señorita Holm.

La señorita Holm era la «capitana de corredor» correspondiente al dormitorio de las cuatro amigas.

Annelise Dreyer, la hija del propietario de La Gran Granja, entrada en el pensionado desde hacía poco tiempo, había acabado por encontrar su sitio entre sus compañeras. Aquella muchachita demasiado mimada y acostumbrada al lujo había aprendido, cosa difícil para una hija única, las leyes de la buena camaradería y adquirido, no sin esfuerzo el tono indispensable para la armoniosa vida en común.

El sol de primavera brillaba suavemente cuando las dos amigas se encaminaron en bicicleta hacia La Gran Granja, y poco después ambas cabalgaban en dirección al bosque del Oeste. Sus cabalgaduras se mostraban inquietas, por no haber salido a pasear en los últimos días. Pero Annelise y Puck eran buenas amazonas.

—¡Si al menos dispusiéramos cada día de tiempo para dar un paseo así! —dijo Annelise—. Pero necesito un pantalón de montar nuevo. Y ¿qué te parece si nos fuéramos a la ciudad un día de estos a comprarnos cada una, una blusita de cuadros?

Puck rió. La conversación de Annelise era a menudo alocada y continuamente proyectaba comprarse cosas nuevas, como si el dinero no tuviese importancia alguna.

—Por el momento yo me contento con pasearme como ahora —dijo Puck—. ¿Has visto los cervatillos allá abajo? Ah, qué tranquilidad se respira…

Miró a su alrededor. Sí, el bosque tenía un delicioso frescor primaveral… Pero lo que Puck no podía sospechar en aquel instante era que la paz no reinaba de modo tan total como ella suponía…