Yo mismo la he cavado esta mañana, entre la de Sabina y la de Sara, con mis últimas fuerzas y la única ayuda de una pala. Antes, tuve que desbrozar con una hoz las zarzas de la entrada y la espesa red de ortigas y matojos que cubrían por completo el cementerio. Desde el entierro de Sabina, no había vuelto a entrar en él.
Cuando la vean —si pasa mucho tiempo, quizá llena de nuevo de ortigas y de agua—, más de uno pensará que, como se decía, Andrés, de Casa Sosas, el último de Ainielle, ciertamente estaba loco. ¿Quién, sino un loco o un condenado, sería capaz de cavar su propia tumba instantes antes de morir o de ser ejecutado? Pero yo, Andrés de Casa Sosas, el último de Ainielle, ni estoy loco ni me siento condenado, salvo que sea estar loco haber permanecido fiel hasta la muerte a mi memoria y a mi casa, salvo que pueda realmente considerarse una condena el olvido en el que ellos mismos me han tenido. Si he cavado mi tumba, ha sido simplemente para evitar ser enterrado lejos de mi mujer y de mi hija.
También había pensado hacer mi propia caja, igual que un día hice las cajas de mis padres y mi padre hizo, a su vez, las de los suyos. Al fin y al cabo, yo ya no tengo a nadie que me pueda hacer la mía. Pero no pude. La madera que tenía preparada para ello todavía estaba húmeda, pese a que la corté en la primavera, con la luna en menguante, para que el viejo tilo de la escuela no sufriera y su madera pudiera resistir bajo la tierra muchos años. El secreto lo aprendí, todavía niño, de mi padre. Aunque no nos demos cuenta, un árbol está vivo, y siente, y sufre, y se retuerce de dolor cuando el hacha entra en su carne, formando las estrías y los nudos por los que penetrarán más tarde el moho y la carcoma que acabarán pudriéndola algún día. En cambio, con la luna menguante, los árboles se duermen y, como cuando un hombre se muere, de repente, en pleno sueño, ni siquiera se dan cuenta de que están siendo cortados. Y así, su madera queda lisa, compacta, impenetrable, capaz de resistir la podredumbre de la tierra muchos años.
Yo siempre deseé morir así: como un árbol dormido, como un tilo hechizado, en la paz de la noche, por la luz de la luna. Pero tampoco en esto tengo la fortuna de mi parte. No sólo estoy muriéndome completamente solo, totalmente indefenso, sino que soy consciente en cada instante de cómo el hielo va avanzando por mi sangre. No sólo estoy despierto —despierto y desvelado— ante las puertas de la muerte, sino que, desde hace muchas noches, el sueño y sus misterios me han abandonado. Y, por si ello fuera poco, en lugar de dormirme, en lugar de ayudarme a enfrentarme a la muerte, la luna se deshace y también me abandona.
Ya no me queda nadie. Ni siquiera la perra. Ni siquiera mi madre. Mi madre no ha venido esta noche a acompañarme —quizá está esperándome, con Sabina y con Sara, al lado de mi tumba— y la perra yace ya, bajo un montón de piedras, en medio de la calle. Pobre perra. Por mucho que lo intente, mientras mi corazón resista, no lograré olvidar su última mirada. Ella jamás podrá entender por qué lo hice. Ella jamás podrá saber el dolor que sentí al separarme para siempre de su lado. Durante todos estos años, ha sido el único ser vivo que no me ha abandonado e, incluso, esta mañana, me acompañó hasta el cementerio y se quedó a la puerta, inmóvil y extrañada, como queriendo averiguar para quién era aquella tumba que yo estaba cavando. Luego, volvió conmigo a casa y se tumbó bajo el escaño del portal, igual que de costumbre, dispuesta a ver pasar un día más las lentas horas de la tarde por la calle. Cuando me vio salir de nuevo, portando la escopeta, sus ojos se alegraron. Hacía tanto tiempo que no íbamos al monte, que comenzó a correr ladrando y dando saltos. Al llegar junto a la iglesia, se volvió. Se quedó quieta, mirándome, como si me preguntara por qué estaba apuntándola. No esperé más. No pude ya aguantar ni un solo instante más su triste y fiel mirada. Cerré los ojos y apreté el gatillo y escuché cómo el disparo retumbaba entre las casas, brutal e interminable. Por fortuna, el cartucho le destrozó completamente la cabeza. Era el último que me quedaba. Lo guardaba para ella desde hacía varios años.