Como arena, el silencio sepultará mis ojos. Como arena que el viento ya no podrá esparcir.
Como arena, el silencio sepultará las casas. Como arena, las casas se desmoronarán. Oigo ya sus lamentos. Solitarios. Sombríos. Ahogados por el viento y la vegetación.
Caerán poco a poco, sin ningún orden cierto, sin ninguna esperanza, arrastrando en su caída a todas las demás. Unas, irán hundiéndose despacio, muy despacio, bajo el peso del musgo y de la soledad. Otras, caerán de bruces en el suelo de repente, violenta y torpemente, como animales abatidos por las balas de un paciente e inexorable cazador. Pero todas, más tarde o más temprano, más tiempo o menos tiempo resistiendo inútilmente, acabarán un día devolviéndole a la tierra lo que siempre fue suyo, lo que siempre ha esperado desde que el primer hombre de Ainielle se lo arrebató.
Seguramente, ésta será de las primeras en caerse (quizá conmigo, incluso, dentro de ella todavía). Hundidas la de Chano y la de Lauro, borrados ya por la maleza y los arbustos la memoria y los muros de la de Juan Francisco y la de Acín, mi casa es ya una de las más viejas de todas las que aún siguen en pie. Pero ¿quién sabe? A lo mejor, resiste. A lo mejor, sigue mi ejemplo y aguanta hasta el final, desesperada y tenazmente, viendo cómo se queda sola día a día, viendo cómo las otras la van abandonando poco a poco igual que a mí me hicieron sus vecinos. Y cabe, incluso, que un día Andrés regrese, al cabo de los años, para enseñarle Ainielle a su familia, a tiempo todavía de ver su casa en pie como recuerdo de la lucha de sus padres y como testimonio silencioso del olvido en que él nos tuvo.
Pero será difícil. Si Andrés vuelve algún día, será seguramente para ver un gran montón de arbustos y ruinas. Si alguna vez regresa, hallará los caminos cerrados por las zarzas, las acequias cegadas, las bordas y las casas derruidas. No quedará ya nada de lo que un día fue suyo. Ni las viejas callejas. Ni los huertos del río. Ni la casa en que un día él mismo vino al mundo, mientras la nieve sepultaba los tejados y, en las calles y caminos, arreciaba la ventisca. Pero la nieve ya no será la causa de la desolación que Andrés encontrará ese día. Buscará entre las zarzas y las vigas podridas. Escarbará entre los escombros de los antiguos muros y quizá encuentre aún alguna silla rota o las pizarras de la vieja chimenea a la que tantas noches se arrimó cuando era niño. Pero eso será todo. Ni un retrato olvidado. Ni un vestigio de vida. Cuando Andrés vuelva a Ainielle, será para saber que todo está perdido.
Cuando Andrés vuelva a Ainielle —si es que vuelve algún día—, muchos, antes que él, habrán hecho lo mismo. De Berbusa, de Espierre, de Oliván, de Susín. Los pastores de Yésero. Los gitanos de Biescas. Los antiguos vecinos. Todos acudirán como buitres, a mi muerte, para llevarse los despojos de este pueblo en el que yo dejo mi vida. Romperán los cerrojos, las puertas. Saquearán las casas y las bordas, una a una. Los armarios, las camas, los baúles, las mesas, la ropa y los aperos, las herramientas de trabajo y los cacharros de cocina. Todo lo que, durante siglos, con enorme trabajo, los vecinos de Ainielle reunimos irá a parar poco a poco a otros lugares, a otras casas, quizá a algún comercio de Huesca o Zaragoza. Fue lo que ya ocurrió en Basarán y en Cillas. Y en Casbas. Y en Otal. Y en Escartín. Y en Bergua. Lo mismo que muy pronto ocurrirá también en Yésero y Berbusa.
Mientras yo he estado aquí, nadie tuvo valor para venir a Ainielle a llevarse las cosas que habían abandonado los vecinos. Después de lo de Aurelio, nadie se atrevió siquiera ya a cruzar la frontera que, entre ellos y yo, sabían que existía. Alguna vez vi a alguno rondar por los caminos o vigilar el pueblo desde lejos, entre los árboles, pero todos huían en cuanto me veían. Seguramente, tenían miedo de que un día cumpliera la amenaza que a Aurelio le había hecho delante mismo de la puerta de su casa.
Lo que ellos no sabían —ni lo sabrán ya nunca— es que, al verles, también yo sentía miedo. Pero no de ellos. Ni de sus escopetas. Sentía miedo de mí mismo. Miedo de no saber cuál sería de verdad mi reacción si algún día me encontraba por el monte cara a cara con alguno. En realidad, lo de Aurelio no había sido más que un puro y simple aviso, una amenaza hecha con la única intención de intimidarle para que nunca nadie volviera a molestarme. Pero jamás pensé que alguna vez tendría que cumplirla. Ni siquiera pensé —al menos aquel día— si de verdad sería capaz de disparar a sangre fría contra él si alguna vez volvía. Por eso, cuando veía a alguien rondando los caminos o vigilando el pueblo desde el monte, sentía miedo de mí mismo —miedo de mi escopeta y de mi sangre— y me escondía.
Pero, dentro de poco, yo ya no estaré vivo. Dentro de unos minutos, de unas horas quizá —antes de que amanezca, en cualquier caso—, yo estaré ya sentado con los muertos en torno de la lumbre y Ainielle habrá quedado totalmente vacío, totalmente indefenso, a merced de esos ojos que, ahora, le vigilan. Quizá tarden aún un tiempo en acercarse. Quizá todavía esperen a comprobar que de verdad estoy ya muerto y no podré salir con la escopeta a recibirles. Pero, en cuanto los vecinos de Berbusa lo descubran, al día siguiente mismo de que mi cuerpo yazca, por fin, bajo la tierra, todos, empezando quizá por los propios vecinos de Berbusa, caerán como alimañas sobre las piedras indefensas de este pueblo que, dentro de muy poco, morirá también conmigo. Y, así, el día en que Andrés venga, no encontrará ya más que un gran montón de arbustos y ruinas.
Pero quizá Andrés no vuelva nunca. Quizá el tiempo irá pasando, irremisible y lentamente, sin que Andrés llegue a olvidar lo que, la noche antes de irse, yo le dije. Tal vez sería lo mejor. Tal vez yo mismo debería haberle escrito esta mañana —y dejado la carta en la mesita, al lado de la cama, para que, cuando vinieran, los hombres de Berbusa la encontraran— y haberle recordado una vez más las palabras de aquel día: que no volviera nunca. Le evitaría, por lo menos, la amargura de ver su pueblo hundido y su casa enterrada por el musgo, lo mismo que sus padres.
Ya es tarde, sin embargo, para eso. Ya es tarde, incluso, para pensar qué hubiera sido de este pueblo, qué sería ahora de esta casa y de mí mismo si, en lugar de marcharse, Andrés hubiera decidido quedarse aquí conmigo y con su madre. Ya es tarde para todo. La lluvia está borrando la luna de mis ojos y, en el silencio de la noche, escucho ya un murmullo lejano, vegetal, desolado, como de ortigas que se pudren en el río de mi sangre. Es el murmullo verde de la muerte, que se acerca. El mismo que escuché en las habitaciones de mi hija y de mis padres. El que fermenta en las tumbas, en las fotografías olvidadas. El único sonido que perdurará cuando en Ainielle nadie ya pueda escucharlo. Crecerá con la noche, lo mismo que los árboles. Se pudrirá con la lluvia y con el sol de marzo. Invadirá los pasillos y las habitaciones de las casas mientras éstas se caen, mientras la soledad y las ortigas van borrando el rastro de sus muros, los tejados hundidos, el recuerdo lejano de quienes las construyeron y habitaron. Pero nadie lo oirá. Ni siquiera las víboras. Ni siquiera los pájaros. Nadie se detendrá a escuchar —igual que yo ahora escucho— ese lamento verde de la piedra y de la sangre cuando la vegetación y el frío de la muerte les invaden. Y, un día, cuando pasen los años, quizá algún viajero pase junto a las casas sin saber que, una vez, hubo un pueblo a su lado.
Sólo si Andrés regresa, sólo si un día se olvida de mi vieja amenaza o su propia vejez despierta al fin en él la compasión y la nostalgia, buscará entre las piedras las huellas de esta casa, rastreará bajo la hierba el recuerdo de sus padres y, ¿quién sabe?, quizá alcance todavía a descubrir entre las zarzas una laja de piedra con mi nombre grabado y el perfil de la tumba en la que, dentro de muy poco, yo dormiré esperándole.