Capítulo 15

Lentamente, las horas van pasando y la lluvia amarilla va borrando la sombra del tejado de Bescós y el círculo infinito de la luna. Es la misma de todos los otoños. La misma que sepulta las casas y las tumbas. La que envejece a los hombres. La que destruye poco a poco sus rostros y sus cartas y sus fotografías. La misma que una noche, junto al río, entró en mi alma para no volver ya nunca a abandonarme el resto de los días de mi vida.

Día a día, en efecto, a partir de aquella noche junto al río, la lluvia ha ido anegando mi memoria y tiñendo mi mirada de amarillo. No sólo mi mirada. Las montañas también. Y las casas. Y el cielo. Y los recuerdos que, de ellos, aún siguen suspendidos. Lentamente, al principio, y, luego ya, al ritmo en que los días pasaban por mi vida, todo a mi alrededor se ha ido tiñendo de amarillo como si la mirada no fuera más que la memoria del paisaje y el paisaje un simple espejo de mí mismo.

Primero, fue la hierba, el musgo de las casas y del río. Luego, el perfil del cielo. Más tarde, las pizarras y las nubes. Los árboles, el agua, la nieve, las aliagas, hasta la propia tierra fue cambiando poco a poco el color negro de su entraña por el de las manzanas corrompidas de Sabina. Al principio, yo creía que aquello era sólo un delirio, una ilusión fugaz de mi mirada y de mi espíritu que se iría de nuevo igual que había venido. Pero aquella ilusión siguió conmigo. Cada vez más precisa. Cada vez más real y más firme. Hasta que, una mañana, al levantarme y abrir la ventana, vi las casas del pueblo completamente ya teñidas de amarillo.

Recuerdo que pasé vagando por el pueblo, como en sueños, todo el día. Pese a su rotundidad, no acababa de creer lo que veía. Las tapias, las paredes, los tejados, las ventanas y las puertas de las casas, todo a mi alrededor era amarillo. Amarillo como paja. Amarillo como el aire de una tarde de tormenta o como el resplandor de los relámpagos en una pesadilla. Podía verlo, sentirlo, tocarlo con las manos, mancharme las retinas y los dedos igual que cuando niño, allá, en la escuela vieja, jugaba con la tinta. Lo que creía una ilusión, una alucinación fugaz de mi mirada y de mi espíritu, era algo tan real como que yo todavía estaba vivo.

Aquella noche, no conseguí dormirme. Hasta el amanecer, permanecí sentado a la ventana, envuelto en una manta, viendo cómo las hojas sepultaban poco a poco los tejados y las calles. Abajo, en el portal, la perra aullaba tristemente y, en la cocina, mi madre iba y venía añadiendo cada poco más troncos a la lumbre. Seguramente, las dos tenían frío. Antes de amanecer, hacia las cinco o las seis de la mañana, las vi salir y perderse entre las casas igual que cuando aún Sabina estaba viva y la perra la seguía en plena noche en sus interminables paseos por la nieve y la locura. Pero, esta vez, la perra volvió sola, al poco rato, justo cuando la noche comenzaba a disolverse en una mancha gris y mortecina. Se paró ante la casa, al pie de la ventana, y se quedó mirándome en silencio, fijamente, como si fuera la primera vez que me veía. Y, entonces, descubrí —al contraluz fugaz de la primera luz del día— que la sombra de la perra también era amarilla.

Aquel descubrimiento no fue el último. Ni siquiera el más duro: no tardé mucho tiempo en darme cuenta de que también lo era la mía. Para entonces, ya había comenzado a acostumbrarme, sin embargo, a la descomposición de los colores y las sombras y a la melancolía que dejaba en mis sentidos. Había comprendido que no era mi mirada, sino la propia luz la que se corrompía. Podía verlo en el cielo, en los claros del río, en las habitaciones de las casas donde el silencio y la humedad se entremezclaban en una pasta espesa y amarilla. Era como si el aire estuviera ya podrido. Como si el tiempo y el paisaje se hubieran corrompido poco a poco al contacto con las ramas del manzano de Sabina. Cuando lo comprendí —aquella noche en la que supe que la perra también estaba muerta—, cogí el hacha decidido a cortar aquel árbol de raíz. Pero, en seguida, me di cuenta de que de nada serviría. La savia de la muerte había ya invadido todo el pueblo, roía las maderas y el aire de las casas, impregnaba mis huesos como una humedad lenta y amarilla. Todo a mi alrededor estaba muerto y yo no era una excepción, aunque mi corazón latiera todavía.

Mi corazón siguió latiendo hasta esta noche, pero nunca pudo ya volver a descansar. Se detendrá, de hecho, igual que un reloj viejo, dentro de unos minutos, de unas horas quizá —antes de que amanezca, en cualquier caso—, sin haber vuelto a sentir el vértigo del sueño en sus latidos. El sueño es como el hielo: paraliza y destruye, pero sumerge a quien lo toca en la profundidad más dulce de sí mismo. Cuántas veces, sentado a la ventana, recordé las largas noches de la infancia, cuando la soledad todavía no existía y el miedo era tan sólo el velo que ocultaba los símbolos del sueño que pronto iba a llegar. Cuántas veces deseé, mientras la noche se extendía como un espacio muerto ante mis ojos, que la nieve del sueño los helara, aunque jamás pudiera ya volver a despertarme. Pero nunca ocurrió. Jamás volví a sentir el vértigo invencible de la nieve al penetrar dentro de mí. Las noches transcurrían premiosas e infinitas y yo las veía irse inmóvil en la cama o paseando sin descanso por la casa, mientras la perra aullaba en la calleja y mi madre me esperaba sentada en la cocina. Y, a veces, cuando el compás del corazón era tan fuerte que retumbaba en las paredes y en mis huesos como un reloj a punto de estallar, abandonaba la cama o mi vigilia al pie de la ventana y vagaba horas enteras por el pueblo, entre la soledad y las ruinas de las casas, hasta que el amanecer me sorprendía sentado en algún sitio, tan inquieto, tan cansado, que ni siquiera recordaba si me había quedado allí dormido o si acababa simplemente de llegar a aquel lugar.

Hoy tampoco ya recuerdo el tiempo que he pasado sin dormir. Días, meses, años quizá. Hay un momento de mi vida en el que los recuerdos y los días se confunden, un punto indefinido y misterioso en el que la memoria se deshace igual que el hielo y el tiempo se convierte en un paisaje inmóvil e imposible de aprehender. Quizá hayan pasado varios años desde entonces —años que, en algún sitio, alguien se habrá ocupado, seguramente, de contar—. O quizá no. Quizá esta que estoy viviendo es aún la misma noche que aquella en que entendí que yo ya estaba muerto y que, por eso, no podía ya dormir. Pero, en cualquiera de los casos, ¿qué puede importar ya? Si pasaron cien días, cien meses o cien años, ¿qué más da? Pasaron tan deprisa que apenas tuve tiempo de ver cómo se iban. Si es esta misma noche la que, por el contrario, se prolonga, oscura e interminable, desde aquel atardecer, ¿por qué evocar ahora un tiempo que no existe, un tiempo que es arena sobre mi corazón?