Capítulo 14

Muchas veces oí que el hombre afronta siempre solo este momento, pese a que, en su agonía, familiares y vecinos le rodeen. Al fin y al cabo, cada hombre es responsable de su vida y de su muerte y solamente a él le pertenecen. Pero sospecho —ahora que mi vida ya se acaba y la lluvia amarilla anuncia en la ventana la llegada de la muerte— que una mirada humana, una simple palabra de engaño o de consuelo, bastarían quizá para quebrar, siquiera brevemente, la inmensa soledad que ahora estoy sintiendo.

Hace ya varias horas que la noche me rodea por completo. La oscuridad borra a mi alrededor el aire y los objetos y la casa está sumida en el silencio. ¿Puede haber algo más parecido a esto que la muerte? ¿Podrá realmente haber en algún sitio un silencio más puro que el que ahora me rodea? Seguramente, no. Seguramente, nada cambiará, ni en mi memoria ni en mis ojos, cuando la muerte se apodere definitivamente de ellos. Seguirán recordando, mirando, más allá de la noche y de mi cuerpo. Continuarán muriendo eternamente hasta que alguien llegue un día y los libere para siempre del hechizo de la muerte.

Hasta que alguien llegue un día y los libere. Pero ¿cuándo ocurrirá eso? ¿Cuánto tiempo habrá todavía de pasar antes de que me encuentren y mi alma pueda, al fin, descansar junto a mi cuerpo para siempre?

Mientras hubo vecinos en Ainielle, la muerte nunca estuvo vagando más de un día por el pueblo. Cuando alguien moría, la noticia pasaba, de vecino en vecino, hasta el final del pueblo y el último en saberlo salía hasta el camino para contárselo a una piedra. Era el único modo de librarse de la muerte. La única esperanza, cuando menos, de que, un día, andando el tiempo, su flujo inagotable pasara a algún viajero que, al cruzar por el camino, cogiera, sin saberlo, aquella piedra. A mí me tocó hacerlo varias veces. Cuando murió Bescós el Viejo, por ejemplo. O cuando Casimiro, el de Isabal, apareció una noche muerto, en el camino de Cortillas, con varias puñaladas en el cuerpo. Casimiro había bajado a la feria de Fiscal a vender unos corderos, pero jamás volvió con el dinero de la venta. Un pastor de Cortillas encontró su cadáver, al cabo de diez días, bajo un montón de piedras. Yo estaba con las ovejas en el puerto y fui el último en saberlo. Y, aquella noche, mientras todos dormían, volví al lugar donde le habían hallado y se lo conté a una de las piedras amontonadas por el asesino para ocultar el cuerpo.

Cuando murió Sabina, en lugar de a una piedra, fui a contárselo a uno de los árboles del huerto. Era un manzano viejo, un árbol retorcido y casi seco que mi padre había plantado junto al pozo, al nacer yo, para ver cómo los dos crecíamos a un tiempo. Cuando murió Sabina, el árbol tenía, pues, sesenta años y apenas ya daba cosecha. Pero, aquel año, sus ramas se llenaron de flor en primavera y, al llegar el otoño, las manzanas las doblaban con su peso. Unas manzanas grandes, carnosas, amarillas, que dejé que se pudrieran en el árbol, sin probarlas, porque sabía que nutrían su esplendor con la savia putrefacta de la muerte.

Esa savia corre ahora, dulce y lenta, por mis venas y en Ainielle ya no hay nadie que me pueda librar de ella cuando muera. Yo seré el único, el primero y el último en saberlo. El que tendría, por tanto, que salir hasta el camino para contarle a un árbol o a una piedra que me he muerto. Pero ya no podré hacerlo. Tampoco podré ir hasta Berbusa, como el día de la muerte de Sabina, para pedir a los vecinos que me entierren. No tendré ya otro remedio que esperar a que me encuentren. Aquí, en esta misma cama, mirando hacia la puerta, mientras los pájaros y el musgo me devoran y la savia de la muerte va pudriendo mi recuerdo lentamente.