Capítulo 13

¡Dadme agua y matadme!

Pero ¿quién lo está diciendo? ¿De quién es esta voz que lo repite, monótona e incansable, desde hace ya algún tiempo?

¿Es la voz de la vieja o es mi propia voz la que repite sus palabras?

¿Y esta respiración? ¿Es mi respiración o es la respiración final —final e interminable— de mi hija?

El humo abrasa mis pulmones, me seca la garganta, pone en mi propia voz el eco de otras voces y el ritmo irregular de otras respiraciones distintas de la mía: ¡Padre, tengo sed!… ¡Dadme agua y matadme!… ¿Voy a morir, verdad?… ¡Dadme agua y matadme!… ¡Padre, tengo miedo!… ¡Dadme agua y matadme!… ¡Dadme agua y matadme!… Sí. Voy a morir. Estoy muriéndome, es verdad. Y tengo sed. Y fiebre. Y miedo. Estoy muriéndome y me arden en el pecho todas las voces muertas y todos los cigarros de mi vida. De mi vida, que se acaba sin remedio.

Me incorporo en la almohada. Busco el contacto helado de las barras de la cama. Respiro hondo, lentamente, dejo que el aire entre, refrescante y brutal, en mis pulmones. Antes de recobrar de nuevo, plenamente —¿plenamente?—, la conciencia, todavía oigo una vez más el eco del lamento de la vieja: ¡Dadme agua y matadme!… ¡Dadme agua y matadme!…

¡Dadme agua y matadme!

Si todavía hubiera alguien en Ainielle, también yo suplicaría ahora lo mismo que la vieja. Si todavía hubiera alguien en Ainielle.

Pero estoy solo. Completamente solo. Cara a cara con la muerte.