Ése fue mi lugar el resto de los días de mi vida. Desde allí, les he visto pasar, como las nubes por mis ojos, uno a uno.
Desde allí, desde el lugar en que mi padre contempló también un día el paso inexorable de los suyos, he asistido, ya impasible, a la descomposición final del pueblo y de mi cuerpo y he esperado sin pena ni impaciencia la llegada de esta noche. Sólo la perra ha seguido conmigo hasta el final. Sólo la perra y ese río silencioso, melancólico, solitario y olvidado igual que yo, que lleva en su corriente la corriente de mi vida y que es el único que me sobrevivirá.
Hasta su orilla he ido muchas veces estos años, buscando compañía, cuando la soledad era tan fuerte que ni siquiera los recuerdos podían sustraerme a su obsesión. Ya lo había hecho algunas veces antes, en aquel tiempo en que la gente comenzó a marchar de Ainielle y yo bajaba por las noches a esconderme en el molino para no verme obligado, en la mañana, a despedirles. Entonces, el río me prestaba su silencio y su poder de ocultación, la clandestinidad lejana de unas sombras que conocía y frecuentaba desde niño. Pero, ahora, no era la soledad lo que, en él, iba buscando. Ahora, la soledad estaba en todas partes, impregnaba las casas y el aire en torno a mí, y sólo junto al río, entre los avellanos y los chopos de la orilla, hallaba ya consuelo a tanta paz.
Nunca logré entender muy bien por qué. Quizá era el murmullo de las hojas sobre el agua. Quizá las propias sombras de los troncos que, al juntarse, confundían mi memoria y mi mirada. Pero la compañía de los chopos me calmaba. Como en los robledales del Erata o en el pinar de Basarán, entre los árboles del río tenía siempre la impresión de no estar solo, de que había entre las sombras alguien más. Y esa misma sospecha que, de niño, me turbaba y que, luego, fui olvidando con la edad, ahora regresaba nuevamente para ayudarme a soportar la soledad de Ainielle y el paso inexorable de los días por sus calles.
Entre los árboles del río, sin embargo, la impresión de no estar solo no era sólo una sospecha, como en los bosques del Erata o Basarán. Entre los árboles del río había, en efecto, muchas sombras, aparte de la mía, y un murmullo interminable de palabras y sonidos que el ruido de la espuma, en los rabiones, no alcanzaba a sepultar. Las sombras sólo yo podía advertirlas. Se deshacían como humo en la mirada e, incluso, alguna vez llegué a dudar de que existieran de verdad. Pero el llanto de los perros —aquel triste gemido que brotaba de las aguas y en el que se confundían los de todos los cachorros que, a lo largo de la historia, los vecinos de Ainielle al río le entregamos— también la perra podía oírlos, igual que yo, y respondía nerviosa cuando, entre todos ellos, reconocía de pronto los de sus seis hermanos de camada, justo junto a la poza en la que yo les había ahogado, metidos en un saco, a poco de nacer.
Pobre perra. Ella ni siquiera había llegado a conocerlos. Fue la única en salvarse de toda la camada, y cuando abrió los ojos, sus hermanos ya estaban pudriéndose en el saco, entre las espadañas y los juncos de algún pozo, tal vez a muchos metros de distancia río abajo. En realidad, la perra apenas conoció a nadie de su raza. Su madre se murió a causa de aquel parto —eran ya muchos años y demasiados partos los que la vieja Mora arrastraba a sus espaldas— y ella creció ya sola, completamente sola, por las calles de un pueblo que hasta los mismos perros habían abandonado. Sabina fue su verdadera madre. La crió día a día con la leche de las cabras e, incluso, algunas noches, al principio, para darle calor, la subió con nosotros a la cama. Pero Sabina se murió sin bautizarla. Ninguno de los dos nos acordamos. ¿Para qué? ¿Qué falta le hacía un nombre a aquella perra si ya no había en el pueblo ningún otro de quien diferenciarla?
Quién me lo iba a decir. Aquella pobre perra sin nombre ni camada, aquel cachorro ciego que se salvó de ser ahogado simplemente por azar —fue el último en nacer— sería, con el tiempo, el único ser vivo que me acompañaría hasta el final. Cuando todos se fueron, ella quedó conmigo. Cuando yo me encerré en casa, después de aquel último viaje hasta Berbusa, y decidí no volver ya a salir de aquí, ella siguió mi ejemplo sin preocuparse siquiera por su suerte en el caso de que un día también yo la abandonara. Y, ahí, tumbada en el portal, debajo del escaño en el que yo he pasado estos últimos años de mi vida, la perra ha compartido mi destino sin recibir a cambio más que un poco de cariño y de comida.
Ignoro si también ella perdió la noción de los días a medida que pasaban; si, tras su indiferencia, se escondía tan sólo el desamparo que la imposibilidad de detener el tiempo sin duda le causaba. No era fácil saberlo. La perra estaba siempre tumbada entre mis pies, debajo del escaño, o vagando sin rumbo por el pueblo tras mis pasos, y su mirada apenas transmitía otra expresión que la de un inmenso hastío y desencanto. Sólo las escapadas hasta el monte conseguían sacarle de este estado. Sólo las escapadas hasta el monte y, también, de tarde en tarde, el aullido lejano de algún lobo que cruzaba en la noche las crestas del Erata. Pero, en seguida, se sumía nuevamente en el desánimo. En cuanto regresábamos a casa, la perra recaía en un estado de apatía que cada vez era más cruel y desesperanzado, cada vez más y más impenetrable. Quizá le sucedía igual que a mí: el tiempo transcurría con tanta mansedumbre, se deslizaba entre las casas y los árboles tan lento e imperturbable, que ni siquiera podía darme cuenta de que se me evaporaba, como un frasco de alcohol, entre las manos.
El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento —el mío coincidió con la muerte de mi madre— en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero —igual que el que la nieve desprende al derretirse— que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse.
Yo me di cuenta de que mi corazón ya estaba muerto el día en que se fueron los últimos vecinos. Hasta entonces, había vivido siempre tan volcado en el trabajo, tan pendiente de la casa y la familia —pese a que todos mis esfuerzos, al final, no sirvieran para nada—, que ni siquiera tuve tiempo de ver cómo yo mismo envejecía. Pero aquella noche, en el molino, mientras en Casa Julio hacían los últimos preparativos de la marcha y la lluvia amarilla caía mansamente sobre el río, me di cuenta, de repente, de que mi corazón también estaba ya empapado por completo por la lluvia. Luego, ocurrió lo de Sabina. Y, a partir de ese día, la soledad me obligó a ser testigo permanente e irremediable de mi propia destrucción bajo el peso de los años ya vividos.
Fue, sin embargo, en estos años últimos, desde que decidí no volver más a buscar fuera de Ainielle lo que nadie me daría, cuando la soledad se hizo tan fuerte que llegué, incluso, a perder la noción y la memoria de los días. No se trataba ya de aquella extraña sensación de desconcierto que me invadió el primer invierno, a raíz de la muerte de Sabina. Se trataba simplemente de que ya no era capaz de recordar lo que había sucedido el día anterior, ni siquiera si realmente había existido, ni de sentir dentro de mí, como siempre había sentido, el flujo intermitente de las horas corriendo con la sangre por mis venas. Era como si el tiempo se hubiera detenido de repente; como si mi corazón estuviera ya podrido por completo —lo mismo que la fruta en los árboles de Ainielle— y los días resbalaran sobre él sin que apenas pudiera ya sentirlos. Recuerdo que, al principio, aquella sensación desconocida me asustaba. Me asaltaba en la noche como una pesadilla que me obligaba a estar despierto, sin dormirme, dando vueltas y más vueltas en la cama, ante el temor de que, si el sueño me vencía, tal vez nunca volvería a despertarme. Poco a poco, sin embargo, me fui habituando a ella e, incluso, comencé a experimentar un especial placer en dejarme arrastrar por aquel vértigo. Era como cuando, de niño, bañándome en el río, me tumbaba en el agua e, inmóvil por completo, me dejaba llevar por la corriente hacia los pasadizos subterráneos del molino de los que nadie ni nada regresaba. Sentado en el portal o en la cocina, con la mirada quieta, e indiferente, en algún punto del paisaje o de la lumbre, de nuevo me invadía la misma sensación, confusa y turbadora, de paz y de peligro.
Pero, en el río, yo sabía que podía detenerme y escapar de la corriente, en el último momento, salvando así la vida, mientras que, ahora, la corriente estaba dentro de mí mismo. Aunque ya no la sentía, sabía que fluía como un río invisible por mis venas y que me arrastraría sin remedio cuando el turbión final del tiempo penetrara bajo los pasadizos abisales e infinitos de la muerte en que ahora está ya entrando. Y, a veces, cuando la soledad era más fuerte que el silencio, sentía ya sus sombras tan cercanas, tan violentas, que abandonaba mi lugar en el portal o en la cocina y vagaba horas enteras junto al río para olvidar aquel murmullo de agua muerta que corría por mis venas.
Una de aquellas veces, ya no recuerdo cuándo —la memoria me falla y se deshace como escarcha al evocar estos últimos años de mi vida—, me sorprendió la noche sentado todavía junto al río. Recuerdo, sí, que era una tarde fría, de noviembre o diciembre (el viento descendía, helado, por el río y los chopos ya estaban deshojados), y que llevaba varias horas sin moverme de aquel sitio. La perra me miraba, tumbada entre los juncos, extrañada tal vez de que tardara tanto en regresar aquella tarde al lado de la lumbre. Seguramente, tenía frío. Pero yo seguía sentado, envuelto en la chaqueta, contemplando en silencio la caída de la noche entre los árboles del río. Sentía un frío extraño dentro de los pulmones —un frío aún más intenso que el del río— y un miedo inexplicable y repentino a regresar a casa y enfrentarme un día más al silencio de mi madre en la cocina. Me había acostumbrado poco a poco a su presencia, me había resignado a compartir con ella cada noche los recuerdos y las brasas de la lumbre, pero su palidez mortal y su mutismo seguían produciéndome la misma desazón del primer día.
Poco a poco, la noche fue cayendo sobre el río y envolviendo en su penumbra las siluetas de los chopos y mi propia incertidumbre. Con la llegada de la noche, el río pareció cobrar de pronto nueva vida: el viento empezó a aullar entre los juncos, los rabiones acallaron suavemente el eco torturado e interminable de la espuma y la pasión del agua dejó paso de repente a una confusa algarabía de sombras y sonidos. Hojas, alas de pájaro, murmullos y gemidos se mezclaban con el viento y los rabiones, llenando de misterios y amenazas todo el río. La perra se acercó y se sentó a mi lado —las orejas enhiestas, alerta los sentidos—, no sé bien si ofreciéndome o buscando compañía. Quizá había oído algún ladrido ahogado entre los juncos. Yo tampoco aguanté mucho en aquel sitio. Sabía que mi madre estaba ya esperándome, igual que de costumbre, en la cocina —el aroma del humo que llegaba del pueblo me indicaba en la noche que ella misma se había encargado ya de poner lumbre—, pero sabía también que si tardaba en regresar, iría seguramente a buscarme junto al río. Antes de que llegara, me levanté y salí al camino. Y, sin saber muy bien por qué ni adónde iba, atravesé de un salto la pontona y eché a andar en dirección contraria a la del humo.
La perra me miró, desconcertada —incluso se detuvo en la pontona, dudando brevemente si seguirme—, pero en seguida me alcanzó y continuó andando conmigo monte arriba. Lentamente, por el camino de Berbusa, nos fuimos adentrando entre los robles sintiendo cómo el humo se alejaba poco a poco con el río a nuestra espalda. Era una noche oscura, quizá la más oscura que recuerdo. Durante todo el día, las nubes habían ido apelmazándose en el cielo y, ahora, añadían a las sombras de los robles la luz negra de sus sombras infinitas. Llegó un momento en que la perra y yo perdimos el camino. Durante largo rato, tratamos de encontrarlo nuevamente sin conseguir sino desorientarnos más aún en el empeño de la búsqueda. Era extraño. La perra y yo conocíamos el monte palmo a palmo, lo habíamos andado tantas veces que, incluso, habríamos podido reconocer a ciegas cada cuesta y cada árbol, pero esa noche, inexplicablemente, ninguno de los dos lográbamos apenas orientarnos. Parecía como si las aliagas y los robles jugaran a engañarnos cambiándose de sitio; como si, de repente, un nuevo orden imperara en torno nuestro y el camino de Berbusa se hubiera evaporado a nuestros pies. Ignoro el tiempo que pasamos tratando de encontrarlo nuevamente. Ignoro, incluso, si alguna vez llegamos a cruzarlo en nuestra búsqueda sin que ninguno de los dos nos enteráramos. Solo sé que, de pronto, al doblar una cuesta, descubrí ante nosotros las maderas quemadas y los muros caídos del viejo caserón de Sobrepuerto.
Agotado, me dejé caer sobre la hierba, contra un roble, cerca ya de la casa y del camino. Estaba tan cansado que apenas si podía respirar. La perra me imitó, jadeante y nerviosa, sin dejar de mirar un solo instante hacia la casa. Era evidente que el lugar no le gustaba. Pese a que ni siquiera había nacido todavía —ni ella, ni la Mora, ni la madre de la madre de la Mora— cuando se desató aquel terrible incendio que sorprendió durmiendo a la familia y a todos los animales en las cuadras —la chimenea, al parecer, había sido la causa—, el perfil torturado de los muros y el olor a quemado que las vigas desprendían todavía al cabo de los años producían en la perra un claro sentimiento de rechazo. A mí también me sucedía lo mismo. Con sólo quince años, yo había subido allí para apagar el fuego con todos los vecinos de Ainielle y de Berbusa —recuerdo que, esa noche, las campanas de los pueblos estuvieron tocando sin descanso hasta bien entrada ya la madrugada— y todavía tenía grabados firmemente en mi memoria los bramidos brutales del ganado aprisionado dentro de las cuadras y el lamento terrible, interminable, de aquella pobre vieja que sobrevivió aún casi una hora con el pelo y la cara totalmente calcinados. Por eso, siempre que pasaba por allí, de camino a Berbusa o de regreso a casa, me santiguaba y apretaba el paso. Pero, esa noche, sentado entre los robles, con la perra a mi lado, la cercanía de los muros no sólo ya no me inquietaba, sino que, por el contrario, serenaba mi ánimo y me tranquilizaba. Después de varias horas perdido por el monte, al fin había encontrado la referencia y el camino para poder volver a casa.
Fue en ese mismo instante, cuando me disponía a levantarme para salir al camino y regresar —de nuevo me sentía con fuerzas para ello—, cuando escuché de pronto aquel lamento horrible entre los paredones calcinados de la casa. La perra empezó a aullar y un seco escalofrío me recorrió de arriba abajo. Pese a ello, me volví hacia la casa y caminé unos pasos. Pocos, los justos solamente para verla: la vieja caminaba ya a mi encuentro, mirándome a los ojos, suplicando, como si llevara allí desde aquel día esperando a que alguien regresara a socorrerla.
Sí. Era ella, sin duda. El mismo camisón despedazado, el mismo pelo blanco, humeante todavía, la misma cara negra y calcinada. Aterrado, retrocedí sobre mis pasos y comencé a correr en dirección contraria a la de ella. La perra me siguió rodando por la cuesta y aullando sin cesar a mis espaldas. De repente, todo el monte parecía haberse puesto en movimiento. Los robles se apartaban, silenciosos, a mi paso, las aliagas crujían igual que en la cocina, entre las llamas, y, sobre las aliagas y los robles, un humo denso y misterioso empezaba a adueñarse poco a poco del monte y de mis ojos. Envuelto en aquel humo, volví a verla de nuevo. Al final de la cuesta. Esperándome. Como una sombra negra y suplicante. Sin dejar de correr, torcí hacia la derecha, hacia los matorrales. Pero también estaba allí. La vieja estaba en todas partes. Detrás de cada cuesta. Detrás de cada árbol. Oculta en cada sombra y en cada vuelta del camino. Era inútil que siguiera corriendo porque, allí donde fuera, ella estaría ya esperándome, repitiendo incansable aquel lamento horrible, brutal, interminable: ¡Dadme agua y matadme!… ¡Dadme agua y matadme!…