Capítulo 11

Siempre lo he imaginado así. De repente, la niebla inundará mis venas, mi sangre se helará como las fuentes de los puertos en enero y, cuando todo haya acabado, mi propia sombra me abandonará y bajará a ocupar mi sitio junto a la chimenea. Quizá eso sea la muerte, simplemente.

Siempre la he imaginado así. Incluso cuando aún la creía todavía muy lejana. Pero ahora que la muerte ya se acerca, ahora que el tiempo acaba y la niebla envuelve ya los barrotes de la cama y mis recuerdos, cierro otra vez los ojos, pienso en aquellos días y, de pronto, me asalta la sospecha de si mi sombra no estará ya desde entonces sentada junto al fuego con las de ellos.

No es la primera vez que tengo esta sospecha. En realidad, es una sensación que nunca me ha dejado desde la noche misma en que mi madre apareció por vez primera. La sensación oscura e impenetrable de que, quizá, también yo estaba muerto y de que todo lo vivido desde entonces no ha sido sino el eco final de la memoria al deshacerse en el silencio.

Desde la noche en que mi madre apareció por vez primera, nunca he vuelto, de hecho, a mirarme en un espejo. El que colgaba de una viga en el portal —aquel pequeño espejo ante el que, de tarde en tarde, podía ver, al afeitarme, el avance implacable por mi rostro de la decrepitud y de la muerte— lo rompió contra el suelo aquella misma noche una ráfaga de viento y los que, a veces, he encontrado abandonados por el pueblo estaban rotos ya o borrados por el óxido del tiempo. Cierto que alguno todavía habría podido devolverme mi mirada con tan sólo despojarle de su capa de silencio. Pero nunca tuve el coraje suficiente para limpiar uno de ellos y enfrentarme cara a cara a la verdad. Siempre, en el último instante, me faltó el valor necesario para asomarme a la boca del abismo que, sin duda, me esperaba al otro lado del espejo.

Desde la noche en que mi madre apareció por vez primera, tampoco nunca volví a salir de Ainielle. La verdad es que, antes, solía hacerlo pocas veces: una en abril, para comprar en casa de Pallárs comida y munición a cambio de las pieles, y acaso otro par de ellas en septiembre, hasta Broto o Sabiñánigo, para vender en el mercado algún saco de fruta de la mucha que ahora se pudría en los árboles de Ainielle. Pero, en seguida, regresaba. No me gustaba dejar el pueblo solo mucho tiempo. Temía que, en mi ausencia, volviera a repetirse lo que un día ya ocurriera mientras yo estaba en el monte con la perra.

Fue una tarde de agosto, hace ya cinco años, y, aunque desde aquel día, han sucedido muchas cosas en mi vida —entre otras, quizá, mi propia muerte—, lo ocurrido aquella tarde sigue aún vivo e inalterable en mi recuerdo. Recuerdo, por ejemplo, la brisa de Motechar, el aroma del tojo y de los tomillares entre los que el día anterior había escondido los lazos y los cepos. Recuerdo aquellas nubes que subían lentamente desde Espierre y aquel resplandor negro que me obligó hacia el mediodía a regresar a Ainielle antes de tiempo. Fue como si el propio cielo me avisara de lo que aquí estaba ocurriendo, como si aquel resplandor negro me empujara sin saberlo hacia el corazón mismo de la luz y la tormenta. Tardé, no obstante, en avistar el pueblo. La lluvia me cegaba y la brisa se enredaba en remolinos a mis ropas, agitada y violenta de repente. Pero, todavía lejos, desde el camino viejo de las bordas de Motechar, descubrí ya el caballo atado ante el portal de Casa Aurelio. Mi primera impresión fue simplemente de sorpresa. Era la primera visita que tenía en mucho tiempo; la primera ocasión, desde el entierro de Sabina, en que alguien se atrevía a penetrar en los dominios del olvido y de la muerte. Lentamente, abriéndome camino contra el viento, me adentré entre las casas decidido a saber quién estaba y qué hacía en la de Aurelio. No tardé mucho en saberlo. Me bastó con llegar junto al caballo —la perra quedó atrás, cubriéndome la espalda, sin ladrar— para entender a lo que el dueño, quien quiera que éste fuera, había venido a Ainielle: varios muebles se apoyaban a ambos lados de la puerta y, en medio de la calle, un montón de herramientas esperaba ser guardado en algún saco. Mi primera intención fue ir a buscarle; pero, luego, pensé que era mejor esperar en el portal, con la escopeta preparada, a que él saliera. Cuando me vio, Aurelio se quedó paralizado. Hizo un gesto impreciso con la mano, como si fuera a saludarme —después de tantos años—, pero mi frialdad le hizo entender que no obtendría respuesta por mi parte. Durante unos segundos, los dos permanecimos frente a frente, sin hablarnos. Quizá, en esos instantes, Aurelio recordaba aquella madrugada en que los dos nos despedimos para siempre —a la mañana siguiente, él se marchaba— en el mismo lugar en que ahora estábamos. Pero yo ya no podía recordarlo. Había transcurrido tanto tiempo desde entonces, había acumulado tanto olvido en mi mirada que ya apenas podía ver las huellas que, en su rostro, el paso de los años había ido dejando. Por eso, me eché a un lado y le apunté sin dejar un solo instante de mirarle. Por eso, le obligué a que se marchara sin cruzar una palabra ni dejarle llevar nada. Y cuando al fin se hubo perdido tirando del caballo entre los árboles, disparé contra la lluvia para hacerle comprender que jamás debía volver, porque éstos ya no eran ni su casa ni su pueblo.

Las herramientas y los muebles se pudrieron en la calle sin que, en efecto, nunca Aurelio ni sus hijos volvieran a buscarlos. Al parecer, al llegar a Berbusa, Aurelio había contado que yo había estado a punto de matarle y, desde entonces, ni siquiera los pastores se atrevieron, como antes, a cruzar con sus rebaños los límites del valle. Yo apenas volví ya tampoco a abandonarlos. Pero, cuando lo hice —alguna vez que fui a comprar comida hasta algún pueblo cercano—, noté que la sorpresa que mis ocasionales visitas provocaban se había convertido de repente en miedo y desconfianza. Ya nadie me miraba, igual que antes, como a un viejo abandonado y solitario. Me miraban como a un loco y como a un loco me trataban, escondiéndose a mi paso detrás de las ventanas. Pero a mí no me importaba demasiado. Ni siquiera me volvía a demostrarles que sentía sus miradas en mi espalda. Me había acostumbrado a vivir solo y, en el fondo, prefería su silencio a sus palabras.

Su silencio se volvió definitivo y sus palabras se acallaron para siempre días antes tan sólo del regreso de mi madre. Fue al invierno siguiente de ocurrir lo de Aurelio, aquel primer invierno que tuve que afrontar fiado únicamente en mi capacidad de resistencia y a la suerte. La verdad es que ya no tenía otro remedio. El verano anterior, la soledad había calado hasta el fondo de mis huesos y, al comenzar septiembre, me sentí ya sin fuerzas para bajar a Biescas a comprar, como todos los años por esas mismas fechas, la comida y las cosas necesarias para poder pasar sin demasiados sobresaltos los largos meses de la nieve.

El otoño transcurrió extrañamente plácido y sereno. El viento del Erata tardó en aparecer y las lluvias retrasaron su llegada hasta los Santos. Tuve tiempo, en octubre, de recoger sin prisas la fruta y las patatas y de cortar la leña que podría precisar hasta el verano. Y, como, por otra parte, guardaba todavía algunas provisiones del invierno anterior en la despensa y la caza acudía dócilmente al reclamo de mis lazos y mis cepos, pensé que aguantaría sin problemas hasta la primavera.

Pero llegó diciembre y, con él, la primera gran nevada del invierno. Fue una de las mayores nevadas que recuerdo. Durante casi una semana, estuvo racheando día y noche sobre Ainielle y, aunque al final no llegó a ser como aquella gran nevada de mi infancia que obligaba a la gente a salir por las ventanas de las casas y a los perros a ladrar desde los corredores y tejados de las cuadras, sí fue al menos lo suficientemente intensa como para enterrarme vivo en casa un mes entero. Lo peor fue que también había enterrado los lazos y los cepos y que, a partir de entonces, me vi obligado ya a subsistir únicamente con lo poco que aún guardaba en la despensa.

Primero, se acabaron la harina y el tocino, luego, la carne seca y, hacia la Nochebuena, las últimas judías y el aceite. Recuerdo que, aquel día, hice una enorme pota con todo lo que había en la despensa. Aunque nadie vendría a acompañarme, quería celebrar aquella noche con una buena cena. Luego, empezó la lucha por la supervivencia. Durante muchos días, me mantuve únicamente a base de patatas y de nueces (el resto de la fruta se había ido pudriendo en los arcones —la humedad de la despensa cada vez era más fuerte— y la que había quedado olvidada por los huertos estaba ya enterrada, igual que yo, bajo un metro de nieve). Así aguanté lo que quedaba de diciembre y todo enero. Cocía las patatas en la olla o las asaba entre las brasas, las sacaba a enfriar a la ventana del portal, al soplo de la nieve, y, luego, como antaño con Sabina, me sentaba en la cocina a compartirlas con la perra. No tenía otra cosa que ofrecerle.

Pero las patatas comenzaron también a escasear y la nieve seguía inmóvil, helada, indestructible, tras la puerta, como si nunca más hubiera de volver a deshacerse. Los días transcurrían silenciosos y vacíos, siempre iguales, y, a medida que pasaban, la esperanza de poder volver al monte se iba haciendo cada vez más lejana y más incierta. De momento, mientras la nieve persistiera, no me habría servido para nada. El temporal, sin duda, habría empujado las liebres hacia el valle y el jabalí estaría ahora agazapado en su guarida, igual que yo, esperando el momento de poder reanudar sus correrías por el monte. Hacia final de enero volvió a caer otra nevada —antes de que la otra hubiera podido aún empezar a quebrantarse— y la esperanza dejó paso bruscamente a un profundo sentimiento de amenaza y de impotencia. Era una sensación nueva y, al principio, inconfesable, una sospecha oscura, entonces todavía muy lejana, que crecía poco a poco con la nieve y, con ella, se espesaba. A lo largo de mi vida, había conocido ciertamente situaciones muy difíciles, algunas aún más duras —como la muerte de Sabina o la primera noche que pasé completamente solo en esta casa— que la que ahora soportaba. Pero nunca, hasta entonces, había imaginado que alguna vez tendría que enfrentarme cara a cara con el hambre.

En los primeros días de febrero, la situación se me hizo ya completamente insoportable. La amenaza del hambre me había ido obligando a racionar cada vez más las últimas reservas de comida y hacer algo que, hasta entonces, ni siquiera podría haber imaginado: registrar de arriba abajo todo el pueblo, sobre todo aquellas casas que llevaban menos tiempo abandonadas, buscando alguna cosa que pudiera prolongarlas. Como cabía esperar, apenas hallé nada: algún resto de harina corrompida en los arcones, varias latas de conserva ya oxidadas y, obviamente, incomestibles y, en casa de Gavín, el primer día, una saca de judías arrugadas y resecas —su dueño se había muerto hacía más de cinco años— que le fui dando a la perra cocidas con las mondas de patata. En el fondo, era ella la que más me preocupaba. Yo sabía, al fin y al cabo, que podía resistir otras dos o tres semanas —la rabia y el orgullo me ayudaban—, pero ella no podía comprenderlo y gemía día y noche, tirada en el portal, como en los meses que siguieron a la muerte de Sabina.

No era casual la extraña semejanza con el comportamiento que la perra tenía aquellos días. Detrás de la ventana, la nieve era la misma, el silencio invadía igual que entonces los últimos rincones de la casa y, al lado de la lumbre, en la cocina, mi apatía y mi mutismo también, seguramente, eran iguales. No es que lo piense ahora. Lo pensaba también aquella tarde, camino de Berbusa, mientras, con gran dificultad, me abría paso entre la nieve, lo mismo que aquel día en que bajé a llamar a los vecinos para que me acompañaran a velar aquella noche el cuerpo de Sabina y a darle al día siguiente sepultura. Ahora, al cabo de los años, también bajaba allí para pedir ayuda. Necesitaba que me dieran un poco de comida. Durante mucho tiempo, había ido aplazando aquel momento, pero, al final, la nieve y la mirada de la perra habían podido más que mi capacidad de resistencia y que mi orgullo.

Los perros de Berbusa salieron a mi encuentro hasta el camino y ya no me dejaron, mientras permanecí en el pueblo, ni un segundo. Asustados y hoscos, me ladraban de cerca, mostrándome sus fieras dentaduras, como si yo fuera un ladrón o un vagabundo. Pero la algarabía de los perros no pareció alertar a los vecinos. Al menos, no se abrió ninguna puerta ni nadie se asomó para saber lo que ocurría. Parecía como si el pueblo entero estuviera ya también totalmente vacío. Como si, al igual que en tantos otros pueblos del contorno, sus vecinos también se hubieran ido y los perros fueran ya los únicos que allí permanecían defendiendo las casas y los bienes de unos dueños que ni siquiera se habían preocupado de pegarles un tiro antes de irse. Pero yo sabía muy bien que aquello era mentira. Sabía que, en Berbusa, quedaban todavía seis familias y que, ahora, muchos ojos me estaban espiando, escondidos detrás de las ventanas de las casas.

Durante largo rato deambulé como si fuera un perro más por las calles solitarias y vacías. Al contrario que aquí arriba, la nieve allí ya empezaba a derretirse y, en el umbral de los portales, las huellas de los perros se mezclaban con otras de personas que, aparentemente, no existían. Aparentemente sólo. Desde la calle, podía oír sus pisadas sigilosas al final de los pasillos, escuchar sus palabras en voz baja detrás de algún visillo e intuir, en la prolongación de su silencio, la inquietud que mi presencia al lado de sus casas les causaba. Seguramente, todos estaban recordando el día en que Sabina decidió poner fin a su vida y preguntándose el motivo que, ahora, nuevamente, al cabo de los años, me empujaba a bajar abriéndome camino entre la nieve hasta Berbusa. Quizá alguno, incluso, al verme con la soga a la cintura, pensó por un instante que yo había hecho lo mismo que Sabina y que lo que ahora veían era sólo la sombra de mi alma que bajaba a pedirles (como seguramente hará esta noche) que vinieran a Ainielle a darme sepultura. Pero yo sé muy bien que, entonces, todavía estaba vivo. Aunque la soledad ya había empezado a confundir, igual que un sueño lento, mis sentidos, todavía tenía conciencia de mí mismo y, en medio de las calles, sentía sus miradas y el cerco de silencio que los perros habían ido poco a poco tendiendo en torno mío. También a ellos les turbaba aquel mutismo. Habían recorrido todo el pueblo siguiéndome los pasos; durante todo el tiempo, habían intentado inútilmente alertar a los vecinos y, ahora, junto a la última casa, al borde nuevamente del camino, me miraban extrañados, sin entender por qué sus dueños no acudían, lo mismo que otras veces, al fragor de sus ladridos. Yo hacía ya tiempo, sin embargo, que lo había comprendido. Después de haber cruzado la barrera de amenazas que ellos mismos me oponían, después de atravesar de extremo a extremo todo el pueblo y de llamar a varias puertas sin obtener respuesta alguna, yo sabía ya que me podía ir cuando quisiera porque nadie en Berbusa me abriría.

Fue la última vez que me rebajé a intentar pedir ayuda, la última ocasión en que alguien pudo verme más allá de las fronteras que el orgullo y la memoria claramente me imponían. Por el rastro que en la nieve, al bajar, había dejado, regresé a la única casa cuya puerta seguía abierta para mí. Recuerdo que, al llegar, ya era de noche. El cielo estaba helado y el reflejo de la nieve lo inundaba de una extraña claridad. Hasta la madrugada estuve contemplándolo, sentado con la perra en el escaño del portal.