En realidad, y pese a mis esfuerzos por mantener vivas sus piedras, Ainielle está ya muerto desde hace mucho tiempo. Lo estaba ya cuando Sabina y yo quedamos solos en el pueblo y antes, incluso, de que murieran o se fueran nuestros últimos vecinos. Durante todos estos años, no quise —o no podía— darme cuenta. Durante todos estos años, me resistí a aceptar lo que el silencio y las ruinas me mostraban claramente. Pero, ahora, sé que, con mi muerte, ya sólo morirán los últimos despojos de un cadáver que sólo sigue vivo en mi recuerdo.
Visto desde los montes, Ainielle continúa conservando, pese a todo, la imagen y el perfil que tuvo siempre: la espuma de los chopos, los huertos junto al río, la soledad de sus caminos y sus bordas y el resplandor azul de las pizarras bajo la luz del mediodía o de la nieve. Desde los robledales del camino de Berbusa o desde la collada del monte Cantalobos, las casas aparecen todavía tan lejanas, tan difusas e irreales entre el polvo de la bruma, que nadie podría nunca imaginar, al descubrirlo en la distancia, junto al río, que Ainielle ya es tan sólo un cementerio abandonado para siempre y sin remedio a su destino.
Yo he vivido día a día, sin embargo, la lenta y progresiva evolución de su ruina. He visto derrumbarse las casas una a una y he luchado inútilmente por evitar que ésta acabara antes de tiempo convirtiéndose en mi propia sepultura. Durante todos estos años, he asistido impotente a una larga y brutal agonía. Durante todos estos años, he sido el único testigo de la descomposición final de un pueblo que quizá ya estaba muerto antes incluso de que yo hubiese nacido. Y hoy, al borde de la muerte y del olvido, todavía resuena en mis oídos el grito de las piedras sepultadas bajo el musgo y el lamento infinito de las vigas y las puertas al pudrirse.
La primera en cerrarse había sido la de Casa Juan Francisco. Hace ya muchos años, cuando yo todavía apenas era un niño. De la casa recuerdo su vieja portalada, los balcones de hierro, el huerto donde, a veces, solíamos escondernos en nuestras correrías y juegos infantiles. De la familia, solamente los ojos de una hija. Recuerdo exactamente, sin embargo, el día en que marcharon: una tarde de agosto, por la senda de Broto, con los baúles y los muebles atestando el carro de las mulas. Yo estaba con mi padre en el puerto de Ainielle, cuidando las ovejas. Sentados en la hierba, les vimos pasar cerca de nosotros, entre los aliagares, y perderse en la tarde camino de Escartín. Recuerdo que mi padre permaneció en silencio largo rato. De espaldas al rebaño, miraba hacia el camino como si ya entonces supiera lo que, a partir de aquella tarde, habría de ocurrir. Yo sentí, de repente, una enorme tristeza y, tumbado en la hierba, comencé a silbar.
La marcha de los de Casa Juan Francisco fue el comienzo tan sólo de una larga e interminable despedida, el inicio de un éxodo imparable que, dentro de muy poco, mi propia muerte convertirá en definitivo. Lentamente, al principio, y, luego ya, prácticamente en desbandada, los vecinos de Ainielle —como los de tantos otros pueblos de todo el Pirineo— cargaron en sus carros las cosas que pudieron, cerraron para siempre las puertas de sus casas y se alejaron en silencio por los senderos y caminos que van a tierra baja. Parecía como si un extraño viento hubiese atravesado de repente estas montañas provocando una tormenta en cada corazón y en cada casa. Como si un día, de pronto, las gentes hubieran levantado sus cabezas de la tierra, después de tantos siglos, y hubieran descubierto la miseria en que vivían y la posibilidad de remediarla en otra parte. Nadie volvió jamás. Nadie volvió siquiera para llevarse algunas de las cosas que aquí se habían dejado. Y, así, poco a poco, igual que muchos pueblos del contorno, Ainielle fue quedándose vacío, solitario y vacío para siempre.
Hubo en aquellos años algunas despedidas que todavía recuerdo con especial tristeza; deserciones que, por inesperadas, dejaron en su día entre quienes nos quedábamos un vacío aún mayor que el habitual. Recuerdo, por ejemplo, la de Amor, arrastrada prácticamente por sus hijos hacia una tierra que ella nunca quiso ver. O la de Aurelio Sasa, el de la Casa Grande, cuando tan sólo hacía unos días que acababa de enterrar a su mujer. O la del mismo Andrés. De todas las despedidas de aquel tiempo, sin embargo, aun por encima incluso de la de mi propio hijo o de aquella última de Julio que suponía ya el final para Sabina y para mí, fue la de Adrián el Viejo la que más me impresionó.
Era el año cincuenta. Quedábamos aquí ya sólo tres vecinos: Julio, Tomás Gavín y yo. Todos desperdigados por el pueblo entre las numerosas casas cerradas o en ruinas. Todos rendidos ya a la evidencia de que Ainielle se moría. Adrián hacía ya algún tiempo que vivía conmigo y con Sabina en nuestra casa. Él no tenía ninguna. Durante más de medio siglo, había trabajado de criado en la de Lauro y, cuando éstos se marcharon, Adrián se quedó solo, como un perro sin dueño, sin casa, sin familia y sin trabajo. Sabina y yo le recogimos, más por compasión y lástima que por lo que el pobre viejo pudiera ya ayudarnos. Pero él, agradecido, igual que si de un perro se tratara, se esforzaba cada día en pagar con su trabajo el techo y la comida que le dábamos. Adrián era de Cillas, cerca de Basarán, y había llegado a Ainielle a emplearse de criado cuando apenas era un niño todavía. Desde entonces, nunca más volvió a salir de aquí. Ni siquiera en la guerra, cuando el pueblo fue evacuado. Aquel año, él se quedó aquí solo, cuidando las ovejas de su casa y a merced de los continuos bombardeos que batían estos montes, entonces estratégicos por su proximidad a la frontera y al ferrocarril de Sabiñánigo. Pero, ahora, Adrián era ya viejo, le habían abandonado como a un perro tras una vida entera de trabajo y de fidelidad a una familia y a una casa y, sin lugar alguno al que poder acudir ya ni nadie que pudiera acogerle en otra parte, era, de todos, el que sin duda más temía quedarse otra vez solo, ahora para siempre, contemplando la muerte de una aldea que ni siquiera era la suya. En realidad, él nunca me lo dijo —Adrián apenas solía hablar y, mucho menos, manifestar sus sentimientos y temores—; pero yo lo adivinaba en la melancolía interminable de sus ojos y en la cortina de silencio que la noche levantaba entre nosotros mientras el viento silbaba por las calles y los troncos agonizaban lentamente entre las llamas. Él se sentaba siempre junto al fuego, después de haber guardado las ovejas y cenado, y se quedaba allí, sin apenas dirigirnos la palabra, hasta que el sueño le rendía, a veces bien entrada ya la madrugada. Pero, a mí, no me importaba. Me había acostumbrado a su silencio y a su presencia muda y casi inmóvil en el extremo del escaño, sabía que él estaba con nosotros, acompañándonos en este último tramo de la vida que todos ya intuíamos inmensamente amargo y solitario, y suponía que eso mismo era también lo que él pensaba.
La noche en que se fue, Adrián se quedó solo en la cocina hasta muy tarde. Yo me acosté a las doce, igual que de costumbre, sin haber notado en él absolutamente nada extraño, nada que me pudiera delatar la decisión que, sin duda, hacía algún tiempo había tomado. Incluso, hablamos —recuerdo todavía— de levantarnos pronto al día siguiente para arreglar el cierre de una borda que el viento había roto aquella tarde. Pero, por la mañana, ya no estaba. Adrián se había marchado llevándose consigo las pocas cosas que tenía en propiedad tras una larga vida de trabajo. Nunca volvimos a tener noticias suyas. Nunca llegamos a saber adónde se había ido ni si aun estaba vivo todavía. Sólo, algún tiempo después, cuando ya prácticamente le habíamos olvidado, Gavín encontró un día su maleta, oculta entre unas zarzas, podrida por la lluvia, en el camino viejo de los contrabandistas.
Mientras Gavín y Julio siguieron en Ainielle, los tres luchamos juntos para evitar que el pueblo sucumbiera a su abandono antes de tiempo. Gavín estaba solo, sin familia, pero con Julio seguían todavía sus dos hijos y su hermano y, entre todos, limpiábamos las presas, desbrozábamos los huertos y las calles, recomponíamos los muros y las empalizadas o, incluso, en ocasiones, apuntalábamos las vigas y revocábamos las grietas de las casas que empezaban ya a mostrarse amenazadas de ruina. Fueron años difíciles, años de soledad y de desesperanza. Pero, también, y quizá por ello mismo, años que despertaron en nosotros un sentido de la solidaridad y la amistad que hasta entonces ignorábamos. Todos éramos conscientes de nuestra indefensión ante la cólera del tiempo y del invierno en la montaña, nos sabíamos solos y olvidados en medio de una tierra que ya nadie transitaba y esa misma indefensión nos acercaba y nos unía más aun que la amistad y que la sangre. Los tres nos ayudábamos mutuamente en el trabajo, compartíamos los pastos que antes fueran de todos los vecinos y, por las noches, después de haber cenado, nos reuníamos todos en una misma casa para pasar la noche junto al fuego charlando y recordando.
Todos éramos conscientes, sin embargo, de que aquello no era más que una ilusión, una tregua temporal y pasajera en una larga guerra de la que uno de nosotros iba a ser la víctima siguiente cualquier día. La víctima siguiente fue Gavín. Le encontramos muerto en casa una mañana, sentado en la cocina, con el último cigarro sujeto todavía entre los labios. El viejo se había muerto igual que había vivido: completamente solo, sin que nadie lo notara. Con él se terminaba la historia de una casa, quizá la más antigua, y, también, la única esperanza que Julio y yo teníamos de no quedarnos solos en Ainielle cualquier día.
Julio se fue al final de aquel mismo verano, sin recoger casi sus cosas, como si temiera que yo pudiera adelantarme. Ni siquiera me lo dijo hasta el último momento, la víspera de la partida, cuando ya estaban cargando los muebles en el carro. Recuerdo que esa noche había una calma extraña por las calles. Sabina y yo cenamos en silencio, sin mirarnos, y luego yo marché a esconderme en el molino. Fue una noche muy triste, la más triste quizá de cuantas noches he vivido. Durante varias horas permanecí sentado en un rincón, envuelto en la penumbra, sin conseguir dormirme ni olvidar la última mirada de Julio al despedirse. A través de la ventana podía ver el portalón hundido y devorado por el musgo del molino y los reflejos temblorosos de los chopos sobre el río: inmóviles, solemnes, como columnas amarillas bajo la luz mortal y helada de la luna. Todo estaba en silencio, envuelto en una paz tan densa e indestructible que acentuaba más aún la desazón que yo sentía. A lo lejos, sobre la línea de los montes, los tejados de Ainielle flotaban en la noche como las sombras de los chopos sobre el agua. Pero, de pronto, hacia las dos o las tres de la mañana, un viento suave se abrió paso por el río y la ventana y el tejado del molino se llenaron de repente de una lluvia compacta y amarilla. Eran las hojas muertas de los chopos, que caían, la lenta y mansa lluvia del otoño que de nuevo regresaba a las montañas para cubrir los campos de oro viejo y los caminos y los pueblos de una dulce y brutal melancolía. Aquella lluvia duró sólo unos minutos. Los suficientes, sin embargo, para teñir la noche entera de amarillo y para que, al amanecer, cuando la luz del sol volvió a incendiar las hojas muertas y mis ojos, yo hubiese ya entendido que aquella era la lluvia que oxidaba y destruía lentamente, otoño tras otoño y día a día, la cal de las paredes y los viejos calendarios, los bordes de las cartas y de las fotografías, la maquinaria abandonada del molino y de mi corazón.
A partir de aquella noche, el óxido fue ya mi única memoria y el único paisaje de mi vida. Durante cinco o seis semanas, las hojas de los chopos borraron los caminos y cegaron las presas y entraron en mi alma como en las habitaciones vacías de las casas. Luego, ocurrió lo de Sabina. Y, como si el propio pueblo fuera ya una simple creación de mi mirada, la herrumbre y el olvido cayeron sobre él con todo su poder y toda su crueldad. Todos, incluso mi mujer, me habían abandonado, Ainielle se moría sin que yo pudiera ya tratar siquiera de evitarlo y, en medio del silencio, como dos sombras extrañas, la perra y yo seguíamos mirándonos, pese a saber que ninguno de los dos tenía la respuesta que buscábamos.
Lentamente, sin que apenas pudiera darme cuenta, la herrumbre comenzó su avance indestructible. Poco a poco, las calles se llenaron de zarzas y de ortigas, las fuentes desbordaron sus cauces primitivos, las bordas sucumbieron bajo el peso del silencio y de la nieve y las primeras grietas empezaron a asomar en las paredes y en los techos de las casas más antiguas. Yo nada podía hacer por evitarlo. Sin la ayuda de Julio y de Gavín —y, sobre todo, sin el rescoldo de esperanza que, entonces, todavía mantenía—, yo estaba ya a merced de lo que el óxido y la hiedra quisieran depararme. Y, así, en apenas unos años, Ainielle fue quedando convertido en el terrible y desolado cementerio que ahora, todavía, puedo ver a través de la ventana.
Salvo la de Gavín, que un rayo atravesó de arriba abajo cuando aún prácticamente estaba intacta, el proceso de destrucción siempre era el mismo, e igual de irreparable, en cada casa. El moho y la humedad roían en silencio, primero, las paredes, más tarde, los tejados, y, luego ya, como si de una lenta lepra se tratara, el esqueleto descarnado de las vigas en que aquéllos se apoyaban. Después, aparecían los líquenes silvestres, las negras garras muertas del musgo y la carcoma, y, al fin, cuando la casa entera estaba ya podrida hasta sus últimas sustancias, el viento o una nevada acababan arrumbándola. Yo escuchaba en la noche el crujido del óxido, la oscura podredumbre del moho en las paredes, sabiendo que, muy pronto, sus brazos invisibles alcanzarían también mi propia casa. Y, a veces, cuando la lluvia y la ventisca arreciaban detrás de los cristales y el río retumbaba como un trueno en la distancia, de repente, me despertaba en medio de la noche el estruendo brutal de una pared al desplomarse.
La primera en hundirse fue la cuadra de Casa Juan Francisco. Llevaba tanto tiempo abandonada, hacía tantos años de aquella tarde de verano en que mi padre y yo contemplamos la partida, entre los aliagares del camino de Escartín, del carro con las mulas que hasta entonces la habían habitado, que no pudo resistir su abandono por más tiempo y se desplomó de pronto, una noche de enero, en medio de la nieve, como un animal muerto de un disparo. El resto de la casa se derrumbó al año siguiente, al poco tiempo de morir Sabina, arrastrando consigo en su caída la cuadra y la leñera de Santiago. Hubieron de pasar más de tres años hasta que la del propio Lauro confirmara la catástrofe. Pero, luego, poco a poco, casi en el mismo orden en que habían sido abandonadas, fueron hundiéndose una a una la de Acín, la de Goro, la de Chano, y, así, prácticamente, la mayoría de las casas.
Cuando atacó a la mía, yo hacía ya algún tiempo que sabía que la muerte me estaba rodeando. Estaba en las paredes de la iglesia y en el huerto, en el tejado de Bescós y en las ortigas de la calle. Pero, hasta que una grieta abierta en la ventana de la cuadra me avisó de que las vigas del pajar empezaban a ceder, no llegué realmente a sospechar que la herrumbre y la muerte habían penetrado en esta casa. Cuando lo descubrí, me quedé desconcertado, confuso, sorprendido, incapaz de comprender que pudiera derrumbarse antes, incluso, de que yo la abandonase. Durante algunos meses, conseguí detener el avance de la grieta apuntalando la ventana con maderos y con vigas traídas de otras casas. Pero, en seguida, la grieta se abrió por otro lado, más ancha y más profunda todavía, cuarteando la pared de arriba abajo y haciendo inútil ya cualquier intento de evitar lo irremediable. Un día de diciembre, hará ahora cuatro años, el pajar se vino abajo. La podredumbre había minado por completo la estructura del tejado y el agua y la ventisca habían terminado de arrumbarlo. Saqué las pocas cosas que allí había —la leña, los aperos, las arcas donde un día se guardaran la harina y el forraje del ganado— y las amontoné por las habitaciones de la casa dispuesto a librar ya, atrincherado entre sus muros, la que, sin duda, había de ser mi última batalla.
Desde entonces a hoy, la muerte ha ido avanzando tenaz y lentamente por los cimientos y las vigas interiores de la casa. Sin vértigo. Sin prisa. Sin compasión ninguna. En sólo cuatro años, la hiedra ha sepultado el horno y la panera y la carcoma ha corroído por completo las vigas del portal y el cobertizo. En sólo cuatro años, la hiedra y la carcoma han destruido el trabajo de toda una familia y todo un siglo. Y ahora las dos avanzan juntas, por las maderas ya podridas del viejo corredor y del tejado, en busca de esas últimas sustancias que aún sostienen el peso y la memoria de la casa. Esas sustancias viejas, cansadas, amarillas —como la lluvia en el molino aquella noche, como mi corazón ahora y mi memoria—, que, un día, tal vez muy pronto ya, se pudrirán también del todo y se desmoronarán, al fin, en medio de la nieve, quizá conmigo dentro todavía de la casa.