De repente, me ha vuelto el dolor: seco, profundo, asfixiante. Como si una cría de víboras hubiera hecho su nido en mis pulmones.
Durante unos segundos, me corta el aliento, bloquea mi memoria y mi respiración. Durante unos segundos, escarba en mis pulmones como un perro. Luego, se va desvaneciendo lentamente, lentamente, dejándome un sol frío e incandescente bajo el pecho.
Desde que me asaltó por vez primera —aquel día de marzo, en Cantalobos—, supe que en él latía una amenaza inconfundible. Era entonces aún un dolor muy lejano, apenas un crujido de humo en los pulmones que ni siquiera me impidió seguir con mi trabajo (estaba recogiendo aliagas para el fuego). Pero, en aquel crujido, reconocí en seguida la misma asfixia lenta que un día destruyera la vida y los pulmones de mi hija.
Con el paso del tiempo, el dolor fue creciendo. Primero muy despacio, intermitentemente. Luego ya, cada vez más deprisa, cada vez más presente en mis ojos insomnes y en mi respiración. Debo reconocer, ahora, sin embargo, que nunca, en este tiempo, me ha aterrado la idea ya cercana de la muerte. Desde el primer instante acepté su certeza como algo inevitable y manifiesto. Desde que comenzó a roer mi memoria y mi aliento, asumí su presencia como una maldición a la que, en realidad, estaba condenado desde hacía mucho tiempo. Y, ahora que ya está aquí, respirando conmigo a través de mi propia garganta, ahora que el tiempo acaba y las últimas luces comienzan a apagarse poco a poco dentro y fuera de mis ojos, la muerte se me muestra como un dulce descanso que, incluso, puede ser objeto de deseo.
Uno cree que nunca podrá aceptar sin miedo la idea de la muerte. Cuando aún somos jóvenes, la vemos tan lejana, tan remota en el tiempo, que su misma distancia la hace inaceptable. Luego ya, a medida que los años van pasando, es justamente lo contrario —su mayor cercanía— la que nos llena de temor y nos impide en todo instante mirarla cara a cara. Pero, en cualquiera de los casos, el miedo es siempre el mismo: miedo a la iniquidad, miedo a la destrucción, miedo al frío infinito que el olvido comporta.
Recuerdo que, de niño, ya intuía el inmenso vacío que esconden tras sus párpados los ojos de los muertos. Recuerdo, incluso, aún, con precisión extraña, el día en que descubrí el rostro inolvidable de la muerte. Tenía yo seis años. El abuelo Basilio, el padre de mi padre —sólo conservo de él la imagen de sus botas junto al fuego—, hacía varios días que no se levantaba de la cama. Mi madre iba y venía subiéndole comidas —que el abuelo no probaba— y mi padre apenas se alejaba de la casa. Pero, a mí, no me dejaban entrar a visitarle. Una tarde de invierno, al volver de la escuela, vi a mi padre en la cuadra construyendo una gran caja. Se hallaba tan absorto en su trabajo que ni siquiera se dio cuenta de que yo estaba mirándole. En la cocina no había nadie. Esperé durante un rato calentándome a la lumbre y, cuando me cansé, subí arriba en busca de mi madre. Yo no sé si ya entonces intuía lo que aquí acababa de ocurrir aquella tarde. Ignoro si sabía para qué servía la caja que mi padre estaba haciendo, casi a oscuras, en la cuadra. Sólo recuerdo que, al llegar al final de la escalera, oí a mi madre llorar tras una puerta y que, asustado, corrí a buscarla al cuarto del abuelo. No estaba allí. Mi madre se había ido a llorar en otro cuarto. En el suyo, el abuelo estaba solo, inmóvil en la cama, con la cabeza colgando de la almohada y los ojos inmensamente abiertos.
A lo largo de mi vida, y desde entonces, he visto muchas veces las últimas miradas de los muertos. He visto, ya vacíos, los ojos de mis padres, los ojos de mi hija, los ojos amarillos y heridos por la nieve de Sabina. A lo largo de mi vida, me ha tocado cerrar, incluso, algunas veces, esos párpados rígidos que ocultan para siempre sus últimos reflejos. Siempre he sentido el mismo vértigo. Siempre el mismo frío intenso que una tarde de invierno me invadiera ante los ojos transparentes y sin vida de mi abuelo.
Hace tiempo, sin embargo, que el vértigo y el frío de la muerte han dejado ya de darme miedo. Antes de descubrir dentro de mí su negro aliento, antes aún de quedar solo en Ainielle, como una sombra más entre las sombras de los muertos, mi padre me había ya enseñado con su ejemplo que la muerte es solamente un primer paso en nuestro viaje sin retorno hacia el silencio. Mi padre había sido siempre un hombre fuerte, un hombre endurecido en el trabajo y en la lucha contra esta tierra estéril e irredenta. Un día, sin embargo, cayó enfermo y ya no volvió nunca a levantarse de su sitio en el escaño junto al fuego. Sabía que tenía ya los días contados. Sabía que la lechuza que cantaba por las noches en el huerto —y que Sabina se esforzaba en espantar con gritos y con piedras— estaba allí para anunciar su muerte. Pero él nunca manifestó ningún temor. Jamás dejó entrever la menor sombra de miedo. Una tarde, cerca ya el anochecer, le vi venir por la calleja caminando torpemente. Le pregunté adónde había ido y él se quedó mirándome con una gran tristeza. Vengo de ver el sitio —recuerdo que me dijo— al que me llevaréis muy pronto y para siempre. A la mañana siguiente, Sabina le encontró en la cama muerto.
Aquella última frase de mi padre ha seguido siempre fija en mi memoria. Aquella fría aceptación de la derrota me conmovió tan hondamente que, con el tiempo, habría de servirme para enfrentarme cara a cara con la muerte. Sin miedo. Sin desesperación. Sabiendo que es en ella donde, al fin, encontraré consuelo a tanto olvido y tanta ausencia. Me sirvió entonces, cuando encontré a Sabina ahorcada en el molino, para arrastrarla hasta esta casa en medio de la nieve. Me sirvió luego, cuando quedé solo en Ainielle, para aceptar que yo también estaba muerto en la memoria de mi hijo y de los hombres que un día fueron mis amigos y vecinos. Me sirve ahora, al cabo de los años, cuando el dolor encharca mis pulmones como una lluvia amarga y amarilla, para escuchar sin miedo a la lechuza que anuncia ya mi muerte entre el silencio y las ruinas de este pueblo que, dentro de muy poco, morirá también conmigo.