Capítulo 7

Aquel año transcurrió con mayor lentitud que de costumbre. Todos, en realidad, a partir de aquel primero, transcurrirían ya de igual manera: cada vez más premiosos y monótonos, cada vez más cargados de indolencia y de melancolía. Era como si el tiempo se hubiera congelado de repente. Como si el viejo río de los días se hubiera detenido bajo el hielo convirtiendo mi vida en un interminable e inmenso invierno. Ahora miro hacia atrás buscando aquellas tardes, remuevo en mi memoria las hojas del silencio y encuentro solamente un bosque sepultado, deshecho por la niebla, y un pueblo abandonado por el que cruzan los recuerdos como espinos arrastrados por el viento.

A partir de aquel año, ya no volví a los puertos. Al morirse Bescós, sus hijos vendieron las ovejas y la desolación cayó también como una peste sobre las bordas y los páramos de Ainielle. Podía haber hallado fácilmente otro rebaño que cuidar, en Broto o en Sabiñánigo, incluso en Biescas, pero me sentía ya cansado y viejo, sin fuerzas ni ilusión para pasar un año más detrás de las ovejas de otro dueño. Al fin y al cabo, ya no tenía a nadie para quien trabajar ni a quien dejarle nada el día en que muriera. Ya no tenía siquiera que cuidar de que jamás faltara leña para la chimenea. Y, para mí, cansado ya de todo, cansado y solitario y sin necesidad alguna ni deseo, con la caza y la cosecha de los huertos —de los que yo era ya su único dueño— tendría suficiente.

Al final, terminé acostumbrándome. No tenía otro remedio. Pero, al principio aquellos días primeros, me costó bastante esfuerzo superar la inesperada sensación de soledad que se adueñó de mí con la llegada del buen tiempo. No es que hasta entonces no hubiera ya sentido aquella extraña angustia que todavía hoy roe mi alma como una hiedra seca. Las largas noches del invierno sentado junto al fuego habían ya minado mi ánimo y mis fuerzas. Pero, mientras duró la nieve, mientras la niebla y el silencio borraron de la tierra las casas y los árboles de Ainielle, la soledad era la misma de todos los inviernos. Qué más daba que ya no hubiera nadie con quien pasar la noche junto a la chimenea. Qué importaba que, conmigo, ya nadie compartiera el miedo a la locura y el vértigo infinito del invierno. Era una maldición lejana y sin remedio, una condena antigua que la resignación y la impotencia habían convertido ya en costumbre desde hacía mucho tiempo. Pero, ahora, la vida brotaba nuevamente en torno mío, el sol sacaba sangre de las piedras y cristales de las casas y, en medio del silencio, el grito de los bosques acentuaba más aún la sensación de soledad que, hasta entonces, había inútilmente tratado de ocultar tras la presencia indestructible y culpable de la nieve.

Pasé la primavera trabajando en los bancales y en el huerto y arreglando los destrozos que en la casa había causado aquel último invierno. El viento había arrancado la puerta de la cuadra y destrozado algunas losas. Tuve también que reparar algunas vigas del portal, que el hielo y la humedad habían ya podrido por completo. Las envolví con sacos y las apuntalé con otras nuevas traídas de la casa de Gavín. Luego, me dediqué a arrancar los cardos y los líquenes que habían comenzado ya a invadir la cuadra y la pared del cobertizo. Entonces, todavía, no podía o no quería darme cuenta. Pero, ahora, sé muy bien que todo aquello era una simple forma de ocupar el día en lo que fuera, una manera de mentirle al cielo y a mí mismo para tratar de no pensar, para tratar de no volverme loco antes de tiempo.

Todo fue inútil, sin embargo. Poco a poco, fue invadiéndome el cansancio y el desánimo, la infatigable actividad de los primeros días dejó paso a un cruel y progresivo abatimiento y, así, cuando llegó el verano, me encontré ya deambulando nuevamente como un perro abandonado por el pueblo. Los días eran largos, perezosos, y la tristeza y el silencio se abatían como aludes sobre Ainielle. Yo pasaba las horas vagando por las casas, recorría las cuadras y las habitaciones y, a veces, cuando el anochecer se prolongaba mansamente entre los árboles, encendía una hoguera con tablas y papeles y me sentaba en un portal a conversar con los fantasmas de sus antiguos habitantes. Pero las casas no estaban sólo llenas de fantasmas. El polvo y las arañas cegaban las ventanas y, en las habitaciones, la humedad y el olvido espesaban el aire hasta hacerlo irrespirable. Todo estaba en función del tiempo que llevaran ya cerradas. Las había aún intactas, como la de Aurelio Sasa, con los armarios y las mesas en sus sitios y las camas recién hechas, tal si esperaran todavía, igual que perros fieles, el regreso imposible de unos dueños que hacía varios años habían decidido abandonarlas. Otras, en cambio, como la de Juan Francisco o como la antigua casa de la escuela, yacían en el suelo completamente hundidas, con las paredes desplomadas y los muebles sepultados bajo un montón de escombros y de líquenes. En unas, el musgo crecía ya como una oscura maldición por los tejados. En otras, las zarzas que invadían los portales y las cuadras se habían convertido en árboles auténticos, en bosques interiores cuyas raíces reventaban los muros y las puertas y en cuyas sombras anidaban la muerte y los fantasmas. Pero todas, al fin, más viejas o más nuevas, más tiempo o menos tiempo abandonadas, aparecían ya entonces heridas por la nieve, roídas por óxido, convertidas en refugio de las ratas, las culebras y los pájaros.

Una tarde de agosto, en la casa de Acín, ocurrió la desgracia. La casa ya es tan sólo un resto de maderas y piedras arruinadas, un rastro de cimientos que marcan en la tierra —entre la madreselva y las ortigas— el espacio violado que algún día ocupó. Pero recuerdo todavía su antigua reciedumbre, la soledad de sus paredes al borde del camino de Escartín. La casa hacía ya años que estaba abandonada. Había sido, en realidad, de las primeras en cerrarse: al comenzar la guerra, sus dueños la evacuaron —igual que todo el pueblo— y no volvieron más. Recuerdo, pese a ello, al viejo matrimonio, sentado ante su puerta y siempre solo, y recuerdo a aquel niño (también yo lo era entonces) al que, según decían, tenían encerrado en el establo, con las caballerías, para que nadie viera su horrible raquitismo y su monstruosidad. Se decía también que, por las noches, lo amarraban a las barras de la cama y que se le oía gemir hasta el amanecer. No sé si era verdad. Yo nunca logré verle y, aunque en más de una ocasión, al pasar por el camino delante de la cuadra, me asomé al ventanucho temblando por el miedo y la emoción, tampoco nunca logré oír, entre las respiraciones de las bestias, los gritos y gemidos animales de que hablaban en el pueblo. Un día —tendría yo diez años—, el niño se murió. Le enterraron de noche, sin tocar las campanas, y el silencio y el tiempo cayeron sobre él. Pero, a pesar de ello, a pesar del silencio y de los años ya pasados desde entonces, su sombra siguió siempre alrededor de la casa como un triste recuerdo o como una maldición. Sobre todo, desde que Acín y su mujer se marcharon del pueblo abandonando a su destino la casa y la memoria de su hijo.

Yo había pasado muchas veces junto a ella sin atreverme a entrar. La puerta y las ventanas seguían conservando sus férreas cerraduras y, aunque la vieja cuadra había sucumbido aquel último invierno —y, con ella, la sombra del niño condenado a vivir como uno más entre los animales—, la soledad del caserón y su mutismo impenetrable continuaban rodeándole de un trágico misterio y de una inexplicable y sórdida atracción. Aquella tarde, sin embargo, sólo el azar me llevó allí. Sólo el azar y la fatalidad que, en todos estos años, ha guiado mi destino. Era la hora de la siesta, el sol rompía el aire y agrietaba la tierra y arrancaba crujidos de las zarzas y los robles calcinados. Yo subía la cuesta, de regreso hacia el pueblo, y me detuve a descansar en el portal. Seguramente, era la primera vez que me sentaba allí: al lado de la puerta, sobre la vieja piedra en la que, en otro tiempo, acostumbraban a sentarse Acín y su mujer. Aquel verano, la sequía había agostado los campos y las fuentes y los lagartos invadían los huertos y corrales de las casas. En torno a la de Acín, separada del pueblo y, por ello, más tranquila, sesteaban confiados sobre las piedras de la cuadra y entre los cardos del camino, ajenos por completo a mi presencia. Apoyado en la pared, con la perra a mis pies y el cigarro apagándose en los labios, recuerdo que empezaba a quedarme adormecido —aquel día había subido al monte muy temprano— cuando, de pronto, sentí un dolor agudo en una mano. En un primer instante, pensé que habría sido alguna púa de espino que se me habría prendido de la chaqueta o el pantalón. Pero, en seguida, oí aquel siseo frío, viscoso, inconfundible, que se arrastraba por el suelo entre mis pies. Salté como un resorte de mi asiento justo cuando la perra comenzaba ya a ladrar: los pelos erizados de repente, los dientes contraídos, las patas arañando las piedras del portal. Pese a la rapidez con la que todo había ocurrido, aún tuve tiempo de ver cómo la víbora se deslizaba lentamente por debajo de la puerta y se perdía para siempre en las profundidades insondables de la casa.

Aterrado, abandoné el portal y salí al medio del camino. La picadura me abrasaba la palma de la mano y un negro escalofrío me recorría el corazón como una quemadura. Pero sabía que no tenía ni un segundo que perder. Me quité el cinto y, con ayuda de los dientes, lo até con fuerza a la muñeca para tratar de detener el avance de la sangre por el brazo. Luego, con la navaja, abrí un profundo corte sobre la picadura y, conteniendo el dolor y el nerviosismo, chupé el veneno de la herida y lo escupí con rabia sobre la tierra seca y cuarteada del camino. Han pasado ya ocho años desde entonces, pero, aunque pasaran treinta más, jamás podría olvidar aquel tacto viscoso, aquel sabor podrido, dulzón, inconfundible, del veneno fluyendo de la herida.

Cuando entré en casa, lo primero que hice fue encender la chimenea y poner agua a calentar en una pota. Mientras hervía, salí a la calle por ortigas. Su jugo, mezclado con aceite, lo apliqué sobre la herida y, luego, la cubrí con un trozo de sábana empapada en alcohol y barro crudo. Era el remedio con el que —recordaba— Bescós había tratado de salvar al perro del tío Justo. Al perro, la víbora le había picado en la cabeza y, al final, nada se pudo hacer para salvar su vida. Pero, ahora, yo no tenía otra elección. Estaba solo en medio de estos montes y con el médico más próximo a casi cuatro horas de camino.

Durante varios días, entre estas mismas sábanas, luché contra la muerte completamente solo, desesperadamente solo, sin nadie a quien llamar para pedir ayuda. La mano se me hinchó hasta ocultar el cinto con su carne y la fiebre subió como un vómito blanco por los caminos subterráneos de la sangre. Nunca pude saber el tiempo que así estuve, temblando por la fiebre y delirando. Los días y las noches se sucedían confundidos en una mancha informe y los barrotes de la cama se deshacían ante mí como árboles en medio de la niebla. Recuerdo, sí, que el sol entraba a veces hasta la habitación para aumentar aún más el peso de las sábanas —aquella pasta sucia— y que la perra ladraba tristemente en la escalera, tumbada ante la puerta, aunque su voz llegaba a mí lejana y en sordina, como nacida a muchos metros de distancia. ¡Qué extraño veo ahora todo aquello! ¡Qué extraño y qué irreal al cabo de los años! Yo estaba —como ahora— a punto de morirme en esta cama y, sin embargo, lo único que entonces me preocupaba de verdad era saber que, si moría, también la perra moriría, atrapada sin remedio dentro de la casa. Pero yo no tenía fuerzas para bajar a abrirle la puerta de la calle. Ni siquiera podía ya pensar en levantarme de la cama. Al anochecer del primer día, la fiebre había subido más allá de cualquier grado soportable y la mano me dolía como si fuese a reventar. Pronto entré en un estado de gran excitación. Me revolvía entre las sábanas buscando en sus extremos un poco de frescor. Tenía sed. Pero el jarrón del agua estaba ya vacío y mi lengua se había convertido en un despojo informe y pegajoso que ni siquiera servía ya para tratar de humedecer los labios. Era como si el agua se hubiese evaporado al contacto con mi sangre. Como si el fuego que brotaba de la herida me abrasara las venas y quemara los huesos y buscara en mi boca salida a su dolor.

Hacia la medianoche, la fiebre tocó techo. Todo mi cuerpo ardía como una antorcha viva y ni siquiera sentía ya el desgarrón brutal del cinto entre la carne tumefacta. Nunca podré saber el límite real que habían alcanzado la hinchazón de la mano y su temperatura. Sólo sé que, de pronto, mis ojos se llenaron de un vaho azul y espeso y que, a continuación, perdí el conocimiento.

A partir de ese instante, el recuerdo se rompe en miles de partículas, en un vaivén confuso de imágenes febriles que apenas puedo ya reconocer como vividas. Hay en mí, sin embargo, un vapor de memoria, una luz muy lejana que ilumina la noche y rescata recuerdos del umbral de la muerte. Sabina apareciéndose detrás de la ventana. La perra estremecida, aullando tras la puerta. Sabina arrodillada al borde de la cama. La perra devorando mi mano tumefacta. Ahora pienso que aquello era sólo la fiebre, la zozobra de un sueño que ha durado hasta hoy. Pero ¿podría asegurar que todo era mentira? ¿Podría de verdad negar que aquella noche Sabina estuvo aquí? Sólo la perra y ella podrían ya decírmelo. Sólo la perra y ella y, acaso, esa ventana cuyos cristales aún conservan el vaho de su aliento. Yo temblaba de frío sudando entre las sábanas, deliraba entre sueños, con los ojos abiertos, cuando la descubrí. Estaba en la ventana, detrás de los cristales, vestida todavía como la última vez. Si ahora volviera a verla —la ventana está abierta, igual que aquella noche—, sin duda sentiría el miedo y el espanto que entonces no sentí. Si ahora volviera a verla, inmóvil en la noche, suspendida en el aire, detrás de los cristales, me escondería como un niño debajo de las mantas gritando que se fuese, rezando por su alma, pidiéndole perdón. Pero, aquel día, la fiebre y la locura mandaban en mi alma y el desamparo de Sabina surgiendo de la noche tan sólo me produjo una lástima inmensa y un profundo dolor. Cerré los ojos un instante tratando de olvidarla, pero, al abrirlos, la vi ya al borde de la cama, mirándome a los ojos, como si no reconociera mi cara ni mi voz.

Mientras duró la fiebre, Sabina no se fue ni un solo instante de mi lado. Dejó entrar a la perra y, mientras ésta me lamía, interminablemente, la herida de la mano, ella permanecía mirándome, hundida en la penumbra, como una sombra más entre las sombras de la casa. Quizá esperaba, para velar mi cuerpo, hasta que alguien me encontrase y me enterrase. (Quizá esta noche, cuando todo termine, volverá nuevamente a hacerme compañía hasta el día en que los hombres de Berbusa me descubran y me lleven para siempre junto a ella). Yo la veía entre sueños, borrada por la fiebre, de pie junto a la cama o arrodillada en el rincón de la ventana. Recuerdo que rezaba. Su voz era la misma de cuando aún estaba viva, pero sonaba en mis oídos de una forma muy extraña: áspera, seca, sin eco, como nacida de una boca sin garganta. Ignoro el tiempo que permaneció rezando. De pronto, yo me quedé dormido y, cuando volví a mirarla, en lugar de su voz lo que oí fue una respiración profunda al otro lado de la cama. Tardé en reconocer la habitación y el fuerte resplandor de los cristales. No sé si era la luna. No sé si amanecía o si, por el contrario, aún era de noche y era mi propia fiebre la que incendiaba y convertía en un espejo la ventana. Me incorporé en la cama y miré a mi alrededor. Sabina seguía ahí, al lado de la puerta, sin dejar de mirarme un solo instante. Pero la perra ya no estaba. En su lugar, un niño monstruoso, con la cabeza deformada y una crin de caballo recorriéndole la espalda, sostenía entre las suyas el bulto dolorido y tumefacto de mi mano. Desde el primer momento, comprendí quién era él. Pese a que nunca antes le había visto, desde el primer momento reconocí en su ceguera la oscuridad de la cuadra de la casa de Acín. Él me miró también, como si me conociera, y comenzó a reír. Era una risa áspera, seca, sin eco, nacida de una boca sin dientes ni garganta. Era una risa muerta que parecía brotar de las profundidades de la tierra y que estallaba en mi cerebro como si nunca más se fuera ya a acallar. Aterrado, con la mirada helada por el horror y por la fiebre, pero consciente ya de que no estaba dormido, me di la vuelta para dejar de verle —para borrar lo antes posible de mis ojos aquellas crines negras y aquella horrible boca desdentada— y fue entonces, en ese mismo instante, al volverme hacia esa puerta frente a la cual Sabina seguía inmóvil y en silencio, como si ella no le viera ni le oyese, cuando entendí por fin la causa de su risa y la razón de su presencia al lado de mi cama: cientos de víboras se arrastraban lentamente por debajo de la puerta, trepaban por los muebles y las barras de la cama, se enroscaban en las mantas y en los pliegues sudorosos de las sábanas y se perdían finalmente reptando por mis venas a través de la herida que yo mismo había abierto con la punta de un cuchillo para extraer el veneno de mi mano.

Es la última imagen que conservo de aquello. La última que aún sigue prendida de mis ojos como un resto de fiebre o como la reverberación final de un sueño interrumpido que, al cabo de los años, regresa nuevamente. Luego, sólo la oscuridad. Sólo la larga noche y el silencio.

Cuando me desperté, un sol brutal me golpeó la cara. Debió de ser alrededor del mediodía. Recuerdo todavía aquella luz intensa y aquel sudor espeso que empapaba y fundía mi piel contra las sábanas. Tardé en abrir los ojos. Acostumbrados a la noche —la larga e inmensa noche de los muertos—, se resistían a absorber aquel alud de fuego y a descubrir sobre la cama la momia descarnada en que, sin duda alguna, las víboras y el sol habrían convertido ya mi cuerpo. Durante unos segundos, con los ojos cerrados, traté de recobrar la estela de la noche y el dulce bálsamo del sueño. Durante unos segundos, llegué, incluso, a aceptar que yo ya estaba muerto. Pero sabía que era incierto. Poco a poco fui abriendo los ojos, con miedo y con recelo, presto para cerrarlos nuevamente y para siempre. Pero no hubo porqué. Cuando, por fin, me acostumbré a aquella luz ardiente, vi mi cuerpo aún intacto encima de la cama, mi mano deformada por la presión del cinto y, envuelta en el silencio, la habitación vacía, solitaria y vacía, lo mismo que esta noche.

Aún tardé varios días en poder levantarme. El sudor y la fiebre me habían agotado. Poco a poco, sin embargo, la hinchazón de la mano fue bajando y la euforia de saberme ya salvado me ayudó a recuperarme. A la semana, estaba ya en la calle. Ayudándome al principio de un bastón —el mismo que mi padre, al final de su vida, había gastado—, reanudé mis paseos por el pueblo y mis visitas clandestinas a las casas. Pero nunca volví a acercarme a la de Acín. Nunca volví a pasar frente al portal en el que él y su mujer acostumbraban a sentarse y donde yo había estado a punto de encontrar la muerte aquella tarde. Sólo después de tres o cuatro años, una noche de invierno en la que el agua y la ventisca habían acabado finalmente de arrumbarla, me asomé con la linterna entre los muros arruinados. Era noche cerrada. El viento removía los escombros y la lluvia me cegaba. Pero, a pesar de todo, a pesar de la noche, a pesar de la lluvia y del temor que me embargaba, a la luz de la linterna aún pude ver, entre las vigas y las tejas derrumbadas, una cama de niño casi intacta. Cuatro gruesas correas colgaban de sus barras —como dispuestas todavía para amarrar a alguien a la cama— y, en medio del colchón, una piara de víboras había hecho su nido entre la lana.