Por supuesto, jamás le contesté. ¿Qué podía haberle escrito? ¿Contarle que su madre se había muerto y que yo era ya un fantasma solitario en medio del olvido y las ruinas? ¿Pedirle que olvidara para siempre los nombres de sus padres y el del pueblo en el que él mismo había nacido?
Eso ya lo sabía. Eso ya debía de haberlo imaginado cuando, después de tantos años, después de tanto tiempo sin preguntar siquiera por nosotros, escribió aquella carta condenada de antemano a no obtener jamás respuesta alguna. El tiempo acaba siempre borrando las heridas. El tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos. Pero hay hogueras que arden bajo la tierra, grietas de la memoria tan secas y profundas que ni siquiera el diluvio de la muerte bastaría tal vez para borrarlas. Uno trata de acostumbrarse a convivir con ellas, amontona silencios y óxido encima del recuerdo y, cuando cree que ya todo lo ha olvidado, basta una simple carta, una fotografía, para que salte en mil pedazos la lámina del hielo del olvido.
Cuando Andrés se marchó, su madre le lloró como si hubiera muerto. Le lloró como a Sara. Le lloró y le esperó, hasta su propia muerte, lo mismo que a Camilo. Yo, en cambio, el día en que se fue, ni siquiera me levanté de la cama a despedirle.
Fue un día de febrero, en el cuarenta y nueve, un día gris y frío que ni Sabina ni yo jamás olvidaríamos. La mañana anterior, Andrés nos lo había dicho. En realidad, lo había dicho varias veces a lo largo de aquel último año. Pero aquella mañana, una extraña tristeza en su mirada y en su voz nos advirtió que al fin había tomado la decisión definitiva. Ni su madre ni yo le respondimos. Sabina se escondió a llorar en algún cuarto y yo seguí sentado junto al fuego, inmóvil, sin mirarle, como si no le hubiera oído. Él ya sabía lo que yo pensaba. Se lo había dicho claramente el primer día. Si se marchaba de Ainielle, si nos abandonaba y abandonaba a su destino la casa que su abuelo había levantado con tantos sacrificios, nunca más volvería a entrar en ella, nunca más volvería a ser mirado como un hijo.
Aquella noche, ni Sabina ni yo conseguiríamos dormirnos. Aquella noche —jamás la olvidaré—, Sabina y yo la pasamos entera sin dormirnos, sin hablarnos, escuchando el lamento de la lluvia en los cristales y contando las horas que faltaban para que despuntara el nuevo día. Antes de amanecer, Sabina se levantó a encender el fuego y a prepararle a Andrés el desayuno. (Por la noche, mientras Andrés y yo cenábamos —uno enfrente del otro, en silencio, sin mirarnos—, ya le había hecho la maleta y la comida para el viaje). Yo me quedé en la cama, hundido en la penumbra, escuchando la lluvia en los cristales y los pasos de Sabina en la cocina. No tardé en oír también las pisadas de Andrés por la escalera. Había un silencio extraño dentro de la casa. Un silencio que sólo años después volvería a recordar al quedarme solo en ella tras la muerte de Sabina. Durante largo rato, inmóvil en la cama, inmóvil como ahora (si Andrés volviera a entrar, me encontraría exactamente igual que entonces), escruté aquel silencio tratando de saber lo que pasaba en la cocina. Pero no pude oír nada. Sólo, de vez en cuando, algún murmullo oscuro y desvaído me indicaba, a través de las paredes, que Sabina debía de estar dándole a Andrés los últimos consejos, las advertencias últimas que la emoción de la despedida y la segura presencia de las lágrimas acabarían sin duda convirtiendo en súplicas: escríbenos, no hagas caso a tu padre, olvida lo que te dijo y vuelve siempre que quieras.
Amanecía cuando escuché la puerta. Al principio, creí que era la puerta de la calle y pensé que Andrés se iba a marchar sin despedirse. Pero los pasos cruzaron el pasillo, subieron muy despacio la escalera y se pararon finalmente ante este cuarto. Andrés tardó bastante en decidirse. Cuando lo hizo, se quedó quieto al lado de la puerta, mirándome en silencio, sin atreverse siquiera a acercarse hasta la cama. Yo le sostuve unos instantes la mirada y, luego, antes de que pudiera decir nada, me volví y me quedé mirando a la ventana hasta que se marchó.
La partida de Andrés resucitó las sombras de Sara y de Camilo. La partida de Andrés dejó un vacío tan grande dentro de la casa que, aunque su nombre nunca más volvió a ser pronunciado dentro de ella, tampoco nada ya volvería a ser igual desde aquel día. Era lógico. Con Andrés no se iba sólo un hijo. Con Andrés se iban también las últimas posibilidades de supervivencia de la casa y la única esperanza de ayuda y compañía que, en la vejez cada vez más cercana y más temida, su madre y yo tendríamos un día. Por eso, aquella vez, cuando, al amanecer, Andrés cerró a su espalda la puerta de la casa y se alejó en silencio, en medio de la lluvia, en dirección a la frontera, por el camino viejo de los contrabandistas, los fantasmas de Sara y de Camilo regresaron a la casa para llenar el hueco que su hermano había dejado.
En realidad, la sombra de Camilo jamás había llegado a desaparecer definitivamente de la casa. Antes por el contrario, vagaba por los cuartos y las habitaciones y, en las noches de invierno, ardía entre los troncos proyectando su aliento a nuestro alrededor. Durante muchos años, habíamos tratado de aceptar aquello que la muerte no podía asegurarnos. Durante muchos años, habíamos tratado de vivir de espaldas al recuerdo y de olvidar incluso la esperanza. Pero es difícil acostumbrarse a convivir con un fantasma. Es muy difícil borrar de la memoria las huellas del pasado cuando la duda alimenta el deseo y acumula esperanzas sobre la negación. La muerte tiene, al menos, imágenes tangibles: la tumba, las palabras, las flores que renuevan el rostro del recuerdo y, sobre todo, esa conciencia clara de la irreversibilidad que se asienta en el tiempo y convierte la ausencia en costumbre añadida. La desaparición, en cambio, no tiene límites ni aun para sí misma; no es un estado, sino su negación.
Al principio, tanto Sabina como yo nos resistimos a admitir aquello que el silencio venía sugiriendo y el tiempo y la razón hacían presagiar. Sabina se negó, de hecho, hasta su muerte y, aunque nunca lo dijo, esperó algún milagro hasta el último día. Pero el milagro era imposible. La guerra terminó, los días y los meses pasaron sin noticias y la resignación fue poco a poco suplantando a la esperanza y la melancolía a la desesperación. Camilo no volvió. Su nombre jamás apareció entre las largas relaciones oficiales de los muertos, pero él nunca volvió. Sólo su sombra regresó a la casa y se fundió en las sombras de las habitaciones mientras su cuerpo se pudría en cualquier fosa común de cualquier pueblo de España y en el recuerdo helado de aquel tren militar que partió una mañana de la estación de Huesca para no regresar más.
Era lógico, pues, que Camilo volviera, al cabo del olvido y al cabo de los años, para ocupar el sitio dejado por su hermano. Él era, en realidad, el primer heredero. Él era, en realidad, el designado por la sangre y la costumbre para heredar mi puesto, el día en que muriera, al frente de la casa. Y, ahora, regresaba del fondo de la noche, al cabo del olvido y al cabo de los años, como un fantasma antiguo a reclamarlo.
Fue el fantasma de Sara el que yo no esperaba. Hacía tanto tiempo de su muerte, habían transcurrido tantos años desde aquel lejano día en que su respiración febril y atormentada se detuvo para siempre, que casi había conseguido ya olvidarla. Una tarde, sin embargo, apenas días después de que Andrés se marchara, vi a Sabina a lo lejos salir del cementerio. Ella a mí no me vio. Yo volvía del monte, de encerrar el rebaño, y esperé entre unos árboles hasta que se alejó. Luego, me acerqué lentamente y, asomado a la tapia, descubrí anonadado la razón y el motivo de su extraña visita. Allí, en el rincón sombrío y ya olvidado, junto a los viejos muros que la humedad y las ortigas desbordaban, la pequeña sepultura de Sara había resurgido entre las zarzas y volvía a tener flores frescas, recientes, después de tantos años.
Por supuesto, jamás comenté nada. Sabina siguió yendo al cementerio casi cada semana y yo guardé en silencio aquel secreto que ya todos en Ainielle comentaban en voz baja. Una noche, sin embargo, también a mí me llamó Sara. Recuerdo que serían las dos de la mañana. De repente, sin saber muy bien por qué, me desperté sobresaltado. Era una noche clara. La brisa atravesaba las hojas del nogal y la luna iluminaba débilmente la ventana. El silencio de la noche era perfecto, igual que ahora, pero había un ruido extraño dentro de la casa. Un jadeo monótono, lejano, indescifrable, como una respiración entrecortada. Miré a Sabina. Ella seguía durmiendo, silenciosa, a mi lado, como una sombra quieta entre las sábanas. Evidentemente, no era ella la que respiraba de aquel modo tan extraño.
Ahora, me parece imposible todavía que, en ese mismo instante, no hubiera comenzado a intuir ya algo. Pero, entonces, yo estaba todavía tan lejos de saber lo que el destino me tenía reservado que, sin pensarlo, me levanté con sigilo de la cama —para no despertar a Sabina y alarmarla— y abandoné la habitación dispuesto a descubrir la causa y el origen de aquel ruido tan extraño. En el pasillo, la oscuridad me confundió por un instante. Desde allí, podía oír ya más clara y más cercana aquella respiración entrecortada —ya no tenía duda alguna de que, efectivamente, era una respiración lo que escuchaba—, pero, al principio, creí que procedía del final de la escalera y pensé que, tal vez, alguno de los perros, sin nosotros darnos cuenta, había quedado dentro de la casa. Fue al llegar al final de la escalera, al pasar junto a la puerta que yo mismo había cerrado con candado hacía veinte años, cuando, de pronto, me di cuenta de que estaba equivocado. La respiración no sonaba en la escalera ni había ningún perro dentro de la casa. La respiración sonaba justo allí, detrás de aquella puerta, en la pequeña habitación cerrada con candado desde hacía veinte años en la que había agonizado y muerto Sara.
Durante unos segundos, me quedé paralizado. Durante unos segundos, inmóvil en el medio del pasillo, inmóvil como un árbol, sentí cómo la muerte atravesaba las paredes de la casa y arañaba las puertas y arrancaba jirones del viento y de mi alma. Fueron sólo unos segundos, apenas un instante. El tiempo suficiente, sin embargo, para que, cuando, al fin, logré sobreponerme a la sorpresa y comencé a retroceder por el pasillo sin atreverme a abrir la puerta, ni tan siquiera a volverme y dar la espalda, aquella respiración febril y entrecortada se hubiera hundido ya como una hoja de hierro en mi memoria removiendo el recuerdo de aquella larga asfixia, de aquel jadeo ahogado e interminable que consumió el cuerpo de Sara lentamente, atormentadamente, antes de detenerse, de pronto, una mañana, al cabo de diez meses, justo el día en que cumplía cuatro años.
Aquello volvería a repetirse muchas veces a lo largo de todos estos años. De repente, igual que aquella noche, un sueño extraño me sobresaltaba y, al despertar, ya sabía que era ella, que estaba dentro de la casa y me llamaba. Nunca volví a acercarme, sin embargo, a aquella puerta ni a levantarme de la cama en medio de la noche. Nunca supe tampoco si Sabina llegó a oír también alguna vez aquella respiración febril y atormentada. Ella siguió yendo al cementerio a dejar flores, casi cada semana, hasta el día en que los hombres de Berbusa me ayudaron a llevarla para siempre junto a Sara.
Por eso, jamás le contesté. Por eso, jamás perdoné a Andrés el que se fuera abandonándonos y abandonando a sus hermanos. Por eso, aquella tarde, en la collada, rompí su carta y su fotografía y las tiré al ibón de Santa Orosia para que se pudrieran en el fondo de las aguas poco a poco, lentamente, lo mismo que se pudren en las ciénagas del tiempo los recuerdos.