El tejado y la luna. La ventana y el viento. ¿Qué quedará de todo ello cuando yo me haya muerto? Y, si yo ya estoy muerto, cuando los hombres de Berbusa al fin me encuentren y me cierren los ojos para siempre, ¿en qué mirada seguirán viviendo?
Si el otoño no abrasara ahora la luna, creería que es la misma de aquella Nochevieja. Si la luna no quemara ahora mis ojos, pensaría que mi vida, desde entonces, no ha sido más que un sueño. Un sueño blanco, febril, atormentado, como la angustia de estas sábanas o la locura interminable de aquel primer invierno. Un sueño blanco, febril, atormentado, que los ladridos de la perra volverían a romper como aquel día anunciándome en la noche el inicio del deshielo.
La ventana y la luna encuadran e iluminan todavía como entonces aquel primer recuerdo. Una noche de marzo, contra la amanecida, allá por San José. El viento en los cristales y la perra ladrándole a la luna y llamándome entre sueños. Hacía ya algún tiempo, sin embargo, que en el aire podía olfatearse la muerte del invierno. Un temblor de semillas renacía en los bosques. Una oscura humedad brotaba de la tierra y se extendía poco a poco por las calles y los huertos. Y, en el rincón helado del portal donde solía estar tumbada todo el tiempo, una dulce zozobra alborozaba el corazón y la mirada de la perra. Por eso, aquella noche, cuando subí a la cama después de un día más quemado inútilmente junto al fuego, tardé en dormirme recordando lejanas y olvidadas primaveras. Por eso, aquella noche, cuando, en la madrugada, me despertaron los ladridos de la perra, comprendí que el invierno terminaba y ya no pude volver a conciliar el sueño.
Durante largo rato, inmóvil en la cama como ahora, permanecí en silencio. La noche estaba en calma, dormida bajo el hielo, iluminada apenas por una luna fría y transparente. En apariencia, y salvo los ladridos ya acallados de la perra, nada extraño podía distinguir aquella noche de cualquiera de las noches anteriores. El silencio del pueblo, la ventana entreabierta, la silueta borrosa del tejado de Bescós tras los cristales empañados por la escarcha, todo a mi alrededor seguía exactamente igual que siempre. Pero, a medida que el amanecer se fue acercando y la luna se deshizo como humo entre la enredadera blanca de la escarcha, un oscuro murmullo comenzó a envolver la casa y todo el pueblo. Al principio, era apenas un rumor subterráneo, una pasión de agua que renacía bajo el hielo y recorría lentamente los tejados y las calles. Pero, luego, cuando la luz del alba logró al fin romper el largo cerco de la noche y, sobre todo, cuando el primer reflejo de un sol entumecido se deslizó por las montañas —después de tanto tiempo— deshaciendo en sangre y vaho la ventana, el murmullo inicial se convirtió rápidamente en una tromba oscura e impetuosa. Era el río, el bramido de la nieve al derretirse, las torrenteras desbordadas por los caminos y barrancos que llegan hasta Ainielle. Era el agua, la muerte del invierno, el resurgir del sol y de la vida después de tantos meses sepultados bajo el hielo.
Jamás podré olvidar aquel momento. Hacía tanto tiempo que esperaba su llegada, lo había imaginado y deseado tantas veces a lo largo de aquel terrible invierno, que, cuando al fin llegó, estuve a punto de creer que no era más que un sueño. Llegué incluso a escuchar los pasos de Sabina en la cocina y la voz inconfundible de mi padre conversando con Bescós en el portal. Pero no. Aquello no era un sueño. Aquel rumor de agua que escuchaba sonaba ciertamente fuera de la casa. Aquel vapor de sol seguía desangrando los cristales y yo estaba despierto, despierto como ahora, despierto como antaño, cuando la nieve y el silencio de la infancia envolvían todavía la ventana de este cuarto y los carámbanos de hielo que colgaban del tejado se convertían a mis ojos en acero. Cuánto tiempo transcurrido desde entonces. Cuánto tiempo y cuánto acero acumulado ya en mis huesos. Pero hay imágenes que permanecen adheridas a los ojos, como cristales transparentes, y que incorporan en el tiempo la sensación primera como si el ojo no fuera más que un simple espejo del paisaje y la mirada el único reflejo posible de sí mismo.
Aquel día, sin embargo, yo estaba lejos de sentir la melancólica añoranza que su recuerdo me trae hoy. Aquel día, después de tanto tiempo, después de tanto hastío y tanta nieve, por fin amanecía distinto a los demás y, mientras me vestía, sentí que me invadía la misma misteriosa turbación que, en días anteriores, había descubierto en la mirada de la perra. Ni siquiera me entretuve en encender la chimenea como solía siempre hacer al levantarme. Indiferente al frío que aún mordía los portales y las calles, ajeno a la humedad que empapaba poco a poco mis botas y mi alma, deambulé por el pueblo durante toda la mañana como un superviviente en medio de los restos de un naufragio. Después, repartí con la perra las sobras de la cena de la noche anterior, encendí aquel cigarro que con tanto trabajo había conseguido guardar para ese instante —hacía dos semanas que el tabaco se me había terminado— y me senté en el corredor a contemplar la victoria del sol sobre el invierno.
En tres o cuatro días, la nieve se deshizo por completo. El agua del deshielo destruyó en las cunetas los últimos taludes y las calles quedaron inundadas por el barro. Al mismo tiempo, las casas comenzaron a enseñar sus muñones mutilados y sus huesos. Bajo el manto uniforme de la nieve, Ainielle había recobrado la imagen homogénea de otro tiempo, pero, ahora, junto a las grietas y ruinas más antiguas, el sol desenterraba los fieros desgarrones que aquel último invierno había producido en muchas de las casas. Unas aparecían mordidas por el viento, con los tejados reventados y las paredes cuarteadas por crueles hendiduras. Otras, más viejas y más tiempo abandonadas —como la de Juan Francisco o las cuadras de Acín y de Santiago—, habían sucumbido definitiva y finalmente a su derrota y ahora yacían en el suelo convertidas en un montón de piedras y maderas corrompidas por la nieve. Yo vagaba entre ellas recordando a sus dueños, entraba en los portales invadidos por las zarzas y recorría las cocinas y las habitaciones arrasadas como un general loco que regresara en solitario a las trincheras en las que todos sus soldados habían desertado o estaban muertos.
Una mañana, el sol desenterró también la sombra de Sabina bajo el barro. La perra y yo volvíamos del monte, de colocar entre la nieve los cepos y las trampas (en el barranco de Balachas habíamos hallado dos perros devorados por los lobos y los despojos putrefactos de una cabra), cuando, al llegar cerca de casa, la perra se detuvo de repente, se quedó completamente inmóvil en medio de la calle y comenzó a ladrar, nerviosa y asustada, como si hubiera descubierto el rastro de una víbora entre las empalizadas sepultadas por la nieve. Yo casi ya me había olvidado. Después de aquella noche —aquella larga noche en que, por vez primera, la locura depositó sus larvas amarillas en mi alma—, la paz regresó al fuego y a la casa y el recuerdo inquietante de la soga comenzó a borrarse poco a poco en la distancia. Ahora, sin embargo, también ella había regresado. Asomaba sus puntas entre el barro como una raíz más entre las de las empalizadas, pero, curiosamente, su presencia no producía ya en mi ánimo la sensación de angustia y de amenaza que aquella noche me había provocado. Ahora veía la soga como un despojo más de aquel último invierno, la lavaba en la nieve sin ningún tipo de miedo o de recelo y la secaba luego contra mis propias ropas sin recordar siquiera aquel áspero tacto que un día convirtiera mi alma en un infierno. Y, así, cuando, al volver a casa, me até de nuevo la soga a la cintura —casi sin darme cuenta, igual que entonces, como si el tiempo volviera una vez más a repetirse—, comprendí que nunca más habría de volver a abandonarme porque la soga era el alma sin dueño de Sabina.
Con ella a la cintura, a la mañana siguiente, muy temprano, bajé a Biescas. Era de noche aún cuando salí de Ainielle. Los caminos estaban embarrados y el peso de las pieles apenas me dejaba caminar. Las cambiaría en la tienda de Pallárs por tabaco y por semillas para siembra. Luego, pasaría por casa de Bescós para ajustar la guarda del rebaño aquella primavera. Recuerdo que había nieve en la collada. El ibón de Santa Orosia estaba helado y un viento frío, herido de cantuesos, bajaba de los puertos del Erata. Aun así, al pasar por Berbusa, di un rodeo. Hacía cuatro meses que no hablaba con nadie, pero la posibilidad de poder volver a hacerlo tampoco me tentaba. Me había acostumbrado ya al silencio y, ahora, después de tanto tiempo, después de tantos meses aislado entre la nieve, el humo ya cercano de las casas y la presencia de personas por las calles —hacía ya un buen rato que había amanecido— me llenaban de temor y de recelo. Abandoné el camino antes de entrar al pueblo y, mientras me alejaba como un perro sarnoso entre los huertos, recordé con nostalgia aquellos días lejanos en que las gentes de Ainielle bajábamos en grupos, cantando por el medio del camino, felices por haber sobrevivido a la cólera implacable de otro invierno.
Ahora, sin embargo, yo era ya el único —y el último— superviviente y, por las calles de Biescas, la gente me miraba como extrañada de poder volver a verme. La noticia de la muerte de Sabina sin duda les había impresionado y más de uno tal vez había imaginado que yo me habría reunido ya con ella a lo largo de aquel primer invierno. No hablé con nadie. Dejé las pieles en la tienda de Pallárs a cambio del tabaco y las semillas —recuerdo que el dinero me alcanzó para comprar algo de aceite— y subí a casa de Bescós sin detenerme siquiera en el café como otras veces. Estaba deseando regresar a Ainielle.
Aquel invierno, también el viejo se había muerto. Como Sabina, no había resistido ya más tiempo. Me lo dijo la hija, secándose las lágrimas, mientras buscaba en el armario una carta que había llegado para mí hacía varios meses. Pobre Bescós. Todavía le recuerdo, sentado en el portal, bajo el alero de esas tejas que la luna recorta ahora en mis ojos. Había sido uno de los primeros en abandonar Ainielle. Tenía nueve hijos y apenas cuatro tierras para mantenerlos. Al acabar la guerra, bajó a Biescas a trabajar en la hidroeléctrica y, desde entonces, yo le cuidaba las ovejas cuando subían a los puertos de Ainielle en primavera. Mil pesetas y la mitad de los corderos: ése era el último trato que los dos habíamos hecho. Pero, ahora, también él estaba muerto y los hijos habían vendido las ovejas. Nada tenía ya, pues, que hacer en Biescas. Cogí la carta y, en silencio, me despedí de la hija sabiendo que jamás volvería a verla.
La carta no la abrí hasta que estaba ya bastante lejos: junto al ibón de Santa Orosia, dando ya vista a Ainielle. Recuerdo que la brisa azotaba la collada y que tardé bastante tiempo en terminarla. Era de Andrés, la primera que escribía en muchos años. La primera, quizá, desde que se marchara. Yo casi ya le había olvidado. Por lo que contaba, Andrés se había casado y vivía en Alemania desde hacía algunos años. Junto a la carta, enviaba una fotografía, con su mujer y sus dos hijos, en la playa, dedicada por detrás para su madre.